CAPÍTULO 41

—¿Dejaste en libertad a un rebelde para que matara al oficial al mando y para que raptara a una ciudadana romana?

Se lo pregunto con un tono que pretende ser más de incredulidad que de sorpresa. Mis informadores, después de todo, ya me han ido llevando hasta ese punto. Sin embargo, ¿cómo voy a exponer todo esto en el informe que debo redactar para el Senado? Un desertor y un bandido fugado, una aristócrata desaparecida, un tribuno supremo muerto. Todos hablan de religión en una época en la que ya nada parece sagrado.

Falco me responde sin atisbo de disculpa.

—El oficial al mando, Marco Flavio, que había contraído matrimonio en mi propia casa, había muerto por culpa de la traición. Valeria era viuda y Galba, un asesino.

No parezco inspirarle ningún temor. ¿Cómo iba a ser de otro modo? ¿Qué puedo hacerle yo que la vida no le haya hecho ya? Durante las luchas, su villa y su finca acabaron arrasadas por las llamas. Sus esclavos escaparon. Su ganado fue sacrificado. La muralla es un colador, destruida a medias, a medias custodiada. El imperio necesita de hombres como Falco. A él, por el contrario, el imperio no le resulta tan necesario. Al imperio le hacen más falta hombres como él que informes como los míos.

—Sin embargo, supongo que te percatas del desastre al que me enfrento —le digo en voz baja.

—Fue el emperador el que ordenó retirar las tropas de Britania y tentó a los bárbaros, no yo. Y fue Galba quien sacrificó un ala de la petriana para lograr sus propios fines. No quería casarse con Valeria, lo que quería era destruirla, porque él sentía que su vida también había sido destruida. Había dejado de ser soldado para convertirse en un oportunista. Merecía morir.

Miro por la ventana el cielo gris.

—De todos modos, y a pesar de la muerte de Galba, la joven optó por volver al norte.

—Y por no regresar jamás.

Asiento. Toda mi vida ha girado en torno al mantenimiento de las murallas de Roma. Entonces ¿por qué no lamento más que esta, de ochenta millas de largo y construida con millones de piedras talladas, haya resultado tan permeable?

—¿Qué ocurrió después de su huida?

—Nuestra situación militar ya era muy precaria. Uno de los jefes de Caledonia, Thorin, había abierto una brecha en el muro por el este y encabezaba una expedición contra Eburacum. Los escotos llegaban por mar a la costa oeste, y los sajones se aproximaban por el este. Nos habían diezmado y corríamos el peligro de quedar aislados. Tras la muerte de Galba la petriana se unió. Nos replegamos a Eburacum, pero supimos que habían matado al duque. Así que seguimos hasta Londinium, llevando con nosotros al druida, que seguía siendo nuestro prisionero. Durante dos días, en nuestro avance, no dejamos de ver el humo del incendio que destruyó Petrianis.

—¿Y las legiones del sur?

—Llegaron tarde y se mostraron poco aguerridas —se queja Falco sin rodeos. Se trata de un hombre que perdió su casa por culpa del pillaje, y en su respuesta late la amargura—. No se organizó ninguna expedición hasta que los restos de la guarnición destinada al muro llegaron a Londinium. Luego sí, las otras dos legiones le dieron su apoyo y juntas se dirigieron al norte. Para entonces los ataques bárbaros empezaban a remitir. Logramos tender alguna emboscada a algunos que se aventuraban muy al sur.

—¿Y el sueño de Carataco no era expulsar a los romanos de todo el territorio britano?

—ÉL era sólo un rebelde. Un soñador. No contaban con un rey, tan sólo con un consejo, y los guerreros que llegaban por mar sólo estaban interesados en el botín. Carataco entendía qué organización hacía falta para lograr una resistencia permanente contra Roma, pero los demás no. Cuando el asunto de la sucesión imperial se aclaró, Teodosio llegó con nuevas tropas, y los bárbaros tuvieron que regresar a la frontera anterior, al norte del muro.

—De modo que el imperio vuelve a estar a salvo.

Falco me mira sin pestañear.

—Sí, pero ¿por cuánto tiempo, inspector Draco?

Estoy ante la clase de hombre con la que el imperio ha contado durante siglos para mantener sus fronteras, pero incluso él ha perdido la fe. Aparto la mirada.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Reconstruir mi finca lo mejor que pueda. No tengo ningún deseo de permanecer en el ejército. Seguiré viviendo junto al muro y continuaré allí, como antes que yo han hecho varias generaciones, y me entenderé con quien acabe vencedor. En otro tiempo mirábamos al sur en busca de guía. Ahora también volvemos la vista al norte.

—¡Pero si en el norte no hay nada! —exclamo frustrado, pues ese sigue siendo el gran misterio de mi investigación—. ¡El norte es un erial! ¿Por qué Valeria se marchó al norte?

—El norte está lleno de hombres duros, valientes, de infatigable ímpetu. Llegará un día en que franquearán el muro y se quedarán, y con ellos llegará un mundo distinto.

Su profecía, pronunciada cuando todavía es reciente la victoria romana, resulta cuanto menos inoportuna, y sin embargo, nuestro triunfo ha sido tan sangriento, tan difícil, que ha producido agotamiento. No es que la gente no sea capaz de mantener el imperio, es que casi no quiere seguir haciéndolo. Los antiguos dioses se desvanecen y el nuevo, ese místico judío, es el dios de las mujeres y los esclavos. Las divinidades celtas me atraen más, pienso, me gusta más cómo suenan sus nombres: Taranis y Esus, y el buen dios Dagda. Son dioses de canciones y de hombres.

—Algún día —admito—. Algún día.

—¿Y qué vas a hacer, inspector Draco? ¿Trasladarte a un lugar de clima más benigno para redactar tu informe?

—Supongo —respondo sin pensar.

Pero tiene razón, ¿qué voy a hacer ahora? ¿Qué es exactamente lo que voy a incorporar al relato de los hechos? La corte imperial y el senador Valens conocen ya la conspiración bárbara y la reciente guerra. Mi misión consiste en explicar algo que resulta más desconcertante: las pasiones de las mujeres y los anhelos de los hombres. Podría redactarlo usando sólo tres palabras: Valeria se enamoró. Pero ¿de qué se enamoró? ¿De un hombre?, ¿de un lugar que quedaba más allá de la asfixia de mi propio imperio?

—Pero sólo cuando haya concluido —corrijo—. Sólo cuando haya llegado a comprender.

Falco suelta una carcajada.

—Si llegas a entender Britania y el muro, serás el primero, inspector. Y si afirmas entender a las mujeres, mentirás.

Le doy permiso para que se retire, pues quiero quedarme un rato meditando a solas, con el ruido de fondo de las botas militares que resuenan en el pasillo. De pronto, mi mundo parece agotado, un mundo de antiguas tradiciones y leyes mohosas. Roma es muy vieja, tanto que casi nadie sabe lo vieja que es. La mujer que busco es joven, y ha escapado a un mundo totalmente nuevo. ¿Qué sé en realidad de ella, incluso ahora?

De repente me doy cuenta de lo solo que me encuentro.

Ordeno que llamen una vez más a Savia.

La esclava entra y se sienta sin decir palabra. Nota que se acerca el fin de los interrogatorios y que no tardaré en partir. ¿Qué será de ella? Sin embargo, a pesar de la impaciencia que detecté en su mirada cuando nos conocimos, hoy veo paz en su rostro. Como si pensara que entiendo más de lo que yo mismo creo.

—¿Por qué no te fuiste con ella? —le pregunto. Savia sonríe.

—¿Cómo? ¿Saltando desde lo alto del muro?

—En la confusión que sobrevino luego, tal vez habrías podido. Seguía siendo tu ama, por más que Carataco te hubiera proclamado libre.

—Lo intenté, inspector. Me detuvieron en plena noche, cuando intentaba abrir la puerta. Me llevaron al campamento como cocinera y luego a Londinium, y después me trajeron aquí. En tanto criada de la hija de un senador, no era una esclava como las demás. Creían que tal vez volvería en mi busca. Creían que debían retenerme aquí en espera de tu visita.

—Para que pudiera interrogarte.

Asiente.

—¿Cómo son las cosas allí arriba? Respóndeme con sinceridad.

Savia baja la cabeza, pensando en alguna respuesta que pueda servirme.

—Duras. Pero el aire es más limpio, no sé muy bien por qué. Y la felicidad, más sencilla.

Meneo la cabeza.

—La verdad es que no comprendo qué está pasando.

—¿Con el imperio?

—Con todo.

Savia asiente, y nos quedamos así, sentados, en silencio. Es un silencio curioso, agradable. Siento que a pesar de no decirnos nada nos estamos comunicando. ¿Esto es lo que les ocurre a los matrimonios que llevan mucho tiempo casados? Pero al cabo de un momento rompe su silencio.

—Creo que el Señor está llegando, amo. Está llegando a todas partes. Y que su llegada tiene lugar de maneras misteriosas. Los sacerdotes como Kalin lo notan en el viento tanto como tú. Creo que los druidas también se están extinguiendo. El mundo aguanta la respiración.

—El viento lleva más de mil años soplando contra el imperio.

—Todos los árboles acaban por caer.

La miro a los ojos.

—¿Qué debo hacer, Savia? —Es la primera vez que la llamo por su nombre, y en mi boca suena raro, aunque no me desagrada pronunciarlo.

—Encontrarla, amo.

—No me llames amo, llámame inspector.

Se queda observándome, con una mirada profunda y bondadosa.

—Encontrarla, Draco.

Por supuesto. Si quiero comprender los confines del imperio, debo rebasarlos. Debo ver con mis propios ojos ese nuevo mundo que se acerca como una marea a nuestras costas. Debo hablar con la única persona con la que no he hablado todavía, con ella, con Valeria.

—¿Me guiarás tú?

—Kalin y yo te llevaremos.

—¿El druida?

—La falta de luz de las mazmorras le está matando, se está marchitando del todo. Dale la libertad, Draco, y llévanos a los dos. Así la guarnición tendrá una excusa para librarse de él. Será nuestro guía y salvoconducto. La primera vez que fui al norte estaba aterrorizada, pero sé que sólo allí entenderás lo que le está ocurriendo al imperio.

—Ya soy viejo, Savia.

—Y yo. Pero no tanto como para no desear cosas nuevas. —Hace una pausa, avergonzada al admitir sus otras razones—. Quiero ir al norte a contarles más cosas del Cristo. Ellos intuyen su sabiduría. Tal vez logre poner fin a sus rencillas y crueldades.

—¿Vas a predicar tu fe? —Estoy apunto de añadir: «Pero si eres una esclava». Pero me controlo a tiempo—. Pero si eres mujer.

—Sí, y quiero ir contigo.

Sus palabras no me sorprenden, y aun así me provocan un escalofrío. ¿Quién hasta ahora había querido acompañarme a ningún sitio? ¿Quién hasta ahora no había temido mi llegada y no se había sentido aliviado con mi marcha?

—Si vienes lo harás como liberta, no como esclava —le digo secamente—. Carataco te dio la libertad allí arriba. Yo haré lo mismo.

—Lo sé.

Me doy cuenta de que lo lleva esperando desde el principio. Sabía que todas esas historias de libertad acabarían haciendo mella en mí.

—¿Y qué crees tú que encontraré allí arriba? —le pregunto.

—Te encontrarás a ti mismo.

No, eso es imposible. ¡El norte! Debo redactar el informe para el emperador. Pero no lo haré hasta estar preparado. No lo haré hasta que entienda. Me doy cuenta de que tomé la decisión hace tiempo, en el transcurso de alguna entrevista, en el transcurso de mis viajes, que la tomé por culpa de la hastiada putrefacción de la corte imperial a la que represento.

¿Dónde está Valeria ahora? ¿Desde qué torre mira? ¿Qué ha visto? ¿Qué aprende? ¿Qué piensa?

¡La hija de un senador!

Nos vamos al norte, partimos mañana.

Nos vamos en busca de lo que ella encontró.