CAPÍTULO 40

La boda de Galba Brasidia —tribuno supremo de Roma y comandante de facto de la caballería petriana, soldado del imperio y vencedor en trece batallas, verdugo de todos los hombres que osaron oponerse a sus designios y hombre de frontera—, y Valeria, viuda del prefecto Marco Flavio y ciudadana romana, no había de ser ni festiva ni formal. El ejército celta, muy mermado pero todavía peligroso, estaba acampado en algún punto del bosque que se extendía más allá del muro. Las banderas de aviso daban cuenta de constantes ataques, emboscadas y asaltos parciales en otros puntos de las ochenta millas del muro. La revuelta era total en el norte, y Britania entera se encontraba amenazada. Galba había vencido, pero aún no habían llegado las órdenes de su traslado al continente. La sucesión imperial y la guerra contra los bárbaros no estaban en absoluto decididas. Su guarnición había visto una drástica reducción de sus efectivos. El futuro podía cambiar en un momento. Ahora quería triunfar sobre su última rival, en la calma que precedía el alba y que indicaba el agotamiento de su guarnición. Quería derrotar a aquella mujer casándose con ella, sellando de ese modo su destino con el suyo. Deseaba contar con la protección política que ella representaba.

—Termina de arreglarte ese trapo y empecemos de una vez —murmuró—. ¿Dónde está la gorda de tu esclava? Que venga a ayudarte.

Valeria se estaba arreglando en silencio el mismo vestido que había llevado el día de su boda con Marco. Galba había insistido en que se lo pusiera.

—Creo que no quiere presenciar este momento.

—¿No aprueba la boda?

—Hace tiempo que no aprueba nada de lo que hago.

Galba sonrió, sarcástico.

—En eso coincidimos.

El tribuno ordenó que despertaran a Sexto, el oficial que había casado a Valeria la vez anterior. En sus conquistas, valoraba la simetría. El hombre apareció soñoliento y abotargado. En una batalla reciente le habían vaciado un ojo con una espada, y tenía un lado del rostro totalmente amoratado.

—Quiero que vuelvas a oficiar un matrimonio, Sexto —le ordenó Galba secamente—. Que nos cases a la dama y a mí.

Sexto parpadeó.

—Pero ella ya está casada.

—Su esposo ha muerto, imbécil.

—Ah, sí, claro. —Sacudió la cabeza para despejarse—. Entonces, ¿cuándo tendrá lugar la ceremonia?

—¡Ahora, necio, ahora! ¡Tenemos la guerra encima!

—¿Aquí? —Estaban en el comedor de la casa del comandante, Valeria muy pálida y Galba con una cota de malla sobre una sencilla túnica de lana, dispuesto para la lucha si era necesario. En su cinturón de anillos volvían a contarse cuarenta. Su última adquisición era el que el comandante muerto había puesto en el dedo de su esposa. Galba había presionado a Marta para que actuara como testigo, y al lograrlo había sentido un placer perverso. Estaba a punto de amanecer, y un gallo cantaba en el poblado de casas apiñadas junto al fuerte. Las lámparas de aceite proporcionaban una iluminación tenue y opaca. No había banquete en preparación, ni ornamentos ni invitados. Sólo el mural que representaba el triunfo romano sobre los carros celtas, y que Galba había vuelto a descubrir arrancando el tapiz de Valeria. Le gustaba la cruel victoria que en él se representaba.

—Sí, aquí, a menos que tengas algo que objetar.

—Aquí estará bien —convino Sexto, percatándose al fin de la impaciencia de su comandante—. Es un momento ideal para celebrar una boda.

—Pues empieza.

Sexto miró en derredor.

—¿Qué dioses usamos? —preguntó.

—El buen dios Dagda —contestó Valeria—. El dios del bosque.

El soldado parpadeó, desconcertado.

—Un dios romano, idiota —corrigió Galba—. Nada de blasfemias, y nada que pueda invalidar más tarde el matrimonio. Por Júpiter. Júpiter y tarta. ¿No es esa una tradición romana? Marta, ¿nos queda alguna tarta?

—No; lo siento, señor.

—Pues entonces por Marte, el dios de la guerra.

—Una boda no es una guerra —se atrevió a observar Sexto.

—Esta sí.

Enviaron a Marta a buscar una figurilla de Marte que Galba conservaba en su viejo cuartel. Sexto tomó una tablilla de cera y garabateó una bendición para poder leerla llegado el momento y no tartamudear en presencia de su comandante.

Mientras esperaban, el novio se acercó a Valeria.

—He decidido que sí, que voy a poseerte. Te tomaré hasta que me des un hijo. Así se consumará el matrimonio.

—Ni te daré ni recibiré ningún placer si lo haces.

—Yo tampoco. Cuando quedes preñada y empiece a notarse, no volveré a acercarme a ti. Y si otro hombre se atreve a tocarte, os mataré a los dos.

—¿Y qué será de Arden? —preguntó ella cerrando los ojos.

—Vivirá, pero terminará sus días como esclavo.

—Si incumples tu promesa de no crucificarlo, te mataré yo a ti.

Galba sonrió.

—No me cabe duda de que lo harías si tuvieras la ocasión. Pero no pienso dártela ni a ti ni a nadie.

Marta trajo la figurilla de arcilla del dios Marte y Sexto la colocó en una hornacina de la pared, junto a una vela.

—El dios de Galba —observó el oficial mientras lo hacía.

—Su dios es su espada —rectificó Valeria, recordando el comentario del tribuno aquel día en Londinium, hacía ya tanto tiempo.

—¿Qué?

—Nos dijo que veneraba a su espada.

—¡Ya basta! ¡Ya basta! —Se impacientó Galba—. ¡Empieza!

Sexto se volvió hacia ellos.

—Tómale la mano, por favor.

Valeria se negó a hacerlo.

—¡No pares, Sexto! ¡Tú sigue!

—Pero ¿por qué te retira la mano? Galba la agarró del brazo y le acercó la mano al soldado.

—¡Empieza ya!

El oficial respiró hondo.

—Muy bien, invoco a Marte para que sea testigo de…

No tuvo tiempo de decir más. En ese instante, algo grande y pesado atravesó el umbral de la puerta y fue a caer con estrépito sobre la mesa del comedor. Todos dieron un respingo.

—Mirad —señaló Sexto un poco asombrado—. Es el dios de Galba.

En efecto, se trataba de la espada de caballería del tribuno, que todos reconocían por su empuñadura blanca, su pomo de oro y su borde mellado por la reciente batalla. En respeto a la tradición, la había envainado y la había dejado sujeta de un clavo, en la entrada. Pero alguien la había lanzado sobre la mesa, como retándole.

Falco, el centurión, entró tras ella. Llevaba puesta la coraza y blandía su propia arma.

Los presentes quedaron petrificados.

—¿Qué significa esto, Falco? —gritó Galba, desquiciado ante aquella intromisión—. ¿Es que no ves que estoy casándome?

—Tal vez te haga falta la espada. Arden Carataco se ha escapado.

Valeria ahogó una exclamación y se zafó de la mano del tribuno.

—¿Escapado? ¿Cuándo?

—Ahora mismo. Y en este momento está en la entrada, esperando para matarte.

—¿Qué? ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?

—Yo le he dejado entrar.

Galba empezó a comprender, y su semblante mudó de color, como un nubarrón.

—O sea que me has traicionado, Falco.

—El traidor eres tú, Galba Brasidia, tú eres quien ha dejado morir a una unidad de la petriana a las puertas del muro, y a su comandante con ella. Tú eres quien ha conspirado para que raptaran a su esposa. Tú fuiste quien asesinó a mi esclavo Odo y culpaste a otro soldado, lo que culminó con su muerte. Si no te mata Carataco, lo haré yo.

—¿Te has vuelto loco? El que mató a Odo fue aquel bufón imberbe, no yo.

—Entonces, dime, ¿por qué tenía mi esclavo esto metido en la boca?

Falco volvió a arrojar algo sobre la mesa. Un anillo de oro con una piedra roja.

El tribuno parpadeó, sorprendido.

—Te recuerdo con este trofeo puesto en un dedo ensangrentado poco después de que atacáramos a los escotos para ayudar a Cato Cunedda —prosiguió Falco—. Lo que ya no recuerdo es haberlo visto más después de la boda. ¿Por qué estaba en la boca de Odo, y por qué no lo llevas en tu cinturón?

Instintivamente, Galba bajó la vista. Valeria y Sexto se apartaron de su lado. De pronto, el tribuno pareció quedar muy solo.

—Te lo arrancó del cinturón, ¿verdad? Te ha señalado como culpable desde la tumba.

—Por los dioses, a ti también te mataré —masculló Galba articulando bien las sílabas—. Te arrepentirás de tenerme de enemigo. Escupiré sobre tu cadáver y poseeré a esta zorra de todos modos.

—No, Galba. Si matas a Arden y a Falco, yo me suicidaré —le advirtió Valeria con voz serena.

Todos se giraron hacia la puerta más allá de la cual esperaba Carataco, y en ese momento Marta salió por la puerta de atrás y abandonó la casa para dar la voz de alerta.

Arden, en efecto, aguardaba a Galba en el ancho zaguán. Estaba inmóvil, como una estatua, y se apoyaba en su larga espada celta. Al verla, Valeria recordó el terrible momento, en el manantial de Bormo, en que el joven Clodio había sido atravesado por el arma de aquel hombre, aquel hombre al que amaba desesperadamente, ahora lo sabía. Apenas podía respirar.

¿Lograría vencer Arden? Galba no era Clodio. Nadie lo había derrotado en una batalla. Nadie lo había vencido con la espada. El tracio avanzaba hacia él empuñando la suya, sin miedo, los brazos musculosos, los ojos oscuros y astutos, el torso erguido, los gestos precisos. ¿Le sería tan fácil matar al celta como a todos los demás?

Arden, por el contrario, se veía desaliñado y cansado, vestido con una túnica harapienta. En los tobillos y las muñecas todavía se apreciaban las rozaduras de los grilletes. Iba lleno de arañazos y con el pelo muy enredado. Lo único que seguía brillando era el filo de su espada y sus ojos azules, francos, que contemplaban a Galba con gélido desprecio. Valeria nunca había visto aquella expresión en su mirada, ni siquiera en combates anteriores. No era sólo un semblante de odio, sino de juicio final. Un escalofrío le recorrió la espalda.

—Así que has salido arrastrándote de tu madriguera, alimaña britana.

—Falco ordenó que me dejaran salir con la excusa de someterme a un interrogatorio —respondió Arden, mirando a Valeria una fracción de segundo. Sin palabras, los dos se explicaron todo lo que tenían que explicarse. Luego volvió a concentrarse con frialdad en su oponente.

Galba soltó una risotada.

—Si hubieras dejado que me casara con tu zorra, te habría dejado vivir, Carataco, e incluso te habría convertido en reyezuelo. Siempre he sido tu mejor opción.

—Qué acostumbrado estás a mentir.

—¡Te dije que te abriría las puertas del muro! Lo que no te dije fue lo que encontrarías al otro lado —puntualizó el tribuno con una sonrisa cínica—. He jugado con vuestros sueños de independencia. Pero también fui yo quien os los dio.

—No voy a poder matarte del todo, Galba, porque ya estás medio muerto y te vas pudriendo desde dentro. Sigues autocompadeciéndote, pero si tuviste corazón alguna vez, murió hace mucho tiempo.

—Aun así puedo matarte, bárbaro. ¡Y eso es lo que voy a hacer!

Galba dio un paso adelante y las dos espadas chocaron, haciendo saltar chispas en la penumbra del zaguán. Los brazos nudosos se tensaron, midiendo la resistencia del contrincante. Al cabo de unos segundos, entre jadeos, se separaron. Concentrados, empezaron a moverse en círculos, buscando algún punto débil, algún descuido.

—Ni siquiera te has vestido para la boda —comentó Arden sin dejar de moverse con agilidad—. Al parecer tenías miedo de que la novia te apuñalara.

Galba describía un círculo más pequeño, sin bajar la guardia.

—Tal vez el instinto me advirtió de que debía vestirme para la guerra. Y mi instinto ha demostrado ser mejor que el tuyo.

Y arremetió con la espada. Con recortes rápidos de espadachín, logró sorprender a Arden y rasgarle la túnica a la altura del pecho. A Valeria se le escapó un grito.

El bárbaro retrocedió y Galba ganó posiciones.

—Qué coraza tan endeble —se burló Galba.

—Pues si esta es endeble, usaré la de mis antepasados. Lucharé con el escudo de los dioses y con el roble. —Con la mano libre acabó de romperla hasta quedar desnudo—. Así luchaba al principio mi gente contra los romanos, asesino, y así es como voy a luchar contigo en nuestro último combate.

Era delgado y musculoso, y su gesto, desafío e insulto por igual, constituía una táctica tan antigua como la de los griegos de Olimpia, o como la de los galos que atacaron a César.

Galba soltó una risotada.

—Pues entonces te irás de este mundo tan desnudo como llegaste a él. Volvió a arremeter sin éxito, y Arden lanzó un grito agudo y sostenido que resonó en la habitación, un recordatorio fantasmagórico de tiempos remotos y dioses ancestrales.

—¡Daaaaaaaaaagda!

Entonces levantó la espada con las dos manos y se precipitó sobre su rival descargándola con furia. Los filos chocaron con tal violencia que Valeria sintió que una suave corriente de aire le rozaba la mejilla. Notaba el sudor de los contrincantes. El zaguán, cerrado, se estaba caldeando por momentos. El suspense resultaba angustioso. Deseaba tener un arma a mano por si triunfaba Galba y tenía que matarlo, o para quitarse la vida.

Las espadas se agitaban y entrechocaban lanzando destellos. Los golpes, los contraataques, se sucedía con tal rapidez que no podían seguirse con la vista, como los aleteos de las aves rapaces. Los dos hombres jadeaban y respiraban con gran esfuerzo.

El tribuno intentaba superar por debajo la defensa de Arden, como este había hecho con Clodio, pero la ferocidad del ataque del celta se lo impedía. Su espada era más larga y más pesada, hecha para partir en dos a un hombre, y al frenar sus embestidas se le doblaban las muñecas. Los golpes la mellaban y pequeñas virutas de hierro volaban como pavesas. Galba no paraba de dar pasos adelante y atrás y empezaba a faltarle el aire. El sudor le perlaba la frente, consciente de que aquella muerte le iba a costar más de lo previsto.

—Llevas el peso de tus crímenes sobre tus hombros —le espetó Arden—. Te falta el resuello, pareces una vieja.

Galba empezó a ceder terreno y abrió el círculo. El celta aprovechó para cambiar la dirección de su infatigable ataque y lo obligó a retroceder, girando hacia el otro lado. En ese momento Arden volvió a cogerle a contrapelo, y repitió varias veces la operación. De ese modo, el tribuno acabó arrinconado contra una esquina, cercado por una lluvia de estocadas.

—¡Maldito seas!

Las acometidas de Arden eran implacables y parecían no tener fin. Valeria recordó al recluta romano al que había visto caer extenuado durante su entrenamiento, y se preguntó si aquello podía suceder en ese momento. Sin embargo, Arden no concedía ni un momento de respiro, y Galba no encontraba la ocasión de agacharse para clavarle la espada desde abajo. Más bien era él quien se veía obligado a agacharse, a encogerse, y apenas si conseguía acercar el filo de su arma al cuerpo de Arden, sin llegar a tocarlo. El tribuno tuvo que admitir que Carataco era más fuerte que él.

—Te vas a cansar, escoria celta —le advirtió entre jadeos, como si pudiera convertir su amenaza en realidad sólo con pronunciarla. Sin embargo, lo que estaba sucediendo era precisamente lo contrario.

Galba estaba de espaldas a la esquina del zaguán, y ya no podía seguir retrocediendo. Por primera vez, sus ojos reflejaban miedo. En Carataco había algo sobrenatural, una combinación de fuerza y furia a la que Galba nunca se había enfrentado. ¿Existirían los dioses, después de todo? Y siendo así, ¿era posible que hubieran respondido a la llamada de aquel bruto? ¿Habría invocado al suyo la gorda Savia?

Había llegado el momento de intentar una acción desesperada.

Arden se balanceó y en ese momento el romano se echó a un lado. La punta de la espada de Carataco se clavó en el yeso de la pared y tocó la piedra, partiéndose la punta con un chasquido metálico. La escayola soltó una nube de polvo blanco. Galba apoyó una rodilla en el suelo y logró hendir su espada en el muslo de su contrincante. Arden retrocedió instintivamente antes de que el filo se le clavara más, y al hacerlo cayó de espaldas.

Galba se le echó encima y blandió la espada antes de la estocada final que había de acabar con la vida del hombre bárbaro. El filo hendió el aire con un silbido, pero en el último momento Arden rodó sobre su espalda y se libró de la muerte por los pelos. La espada se clavó en el suelo de madera y quedó allí, aprisionada. Con curioso desapego, Galba constató que los dos iban igualados en errores. Entonces, Arden impulsó su larga espada horizontalmente, como una guadaña, e hirió el tobillo del tracio, seccionándole los tendones.

Brasidia rugió de rabia y dolor y se tambaleó, tirando de su espada, que también se rompió a un palmo de la punta.

Los dos hombres se pusieron en pie cojeando, desesperados. Galba se lanzó al cuello de su oponente sin que el celta tuviese tiempo de ponerse en guardia. Sin embargo, su espada pasó a un dedo del cuello de Arden y, con la embestida, Galba se torció el tobillo herido.

—Por Plut…

No le dio tiempo de concluir el juramento, pues la espada sin punta de Arden le asestó un golpe entre el hombro y el cuello que se hundió en el pecho y parte de la cota de malla con un ruido seco. Fue como si un hacha se hubiera incrustado en un trozo de madera, y el tribuno se estremeció al sentir la mortalidad en todas las fibras de su cuerpo, soltando su propia espada.

Arden apartó la suya, ensangrentada. Jadeaba y los brazos le temblaban.

—Mira a mi mujer por última vez, cerdo romano —bramó.

Entonces volvió a blandir su espada y con un golpe horizontal le seccionó la cabeza. Una expresión de sorpresa quedó congelada en el rostro de Galba y la cabeza se estrelló contra la pared con un leve crujido, cayendo al suelo al mismo tiempo que el cuerpo. Del cuello brotó un borbotón de sangre.

La cabeza rodó hasta que finalmente se detuvo, como un cazo que a alguien se le hubiera escapado de las manos.

El bárbaro retrocedió, tambaleándose, temblando del esfuerzo, con los músculos agarrotados y la espada oscilando en la mano.

—¡Arden! —exclamó Valeria.

Por fin, Arden dejó caer la espada y se desplomó entre los brazos de su amada.

Mientras Arden intentaba recuperar el aliento, ensangrentado, desnudo, empezaron a aporrear la puerta, cerrada con llave. Eran soldados romanos que, advertidos por Marta, habían acudido a la casa del comandante.

—¡Abrid la puerta!

Falco, inmóvil, fascinado por el combate que acababa de presenciar, despertó de pronto.

—¡Vamos! —instó a la pareja—. ¡Subid al tejado!

—Un momento —dijo Arden.

El celta se agachó para recoger algo y luego se incorporó. Le tendió la mano a Valeria y ambos corrieron escaleras arriba, mientras los golpes en la puerta se hacían más perentorios. Cuando alcanzaron la buhardilla, oyeron que la puerta empezaba a resquebrajarse.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Valeria. Parecían atrapados.

—Tenéis que llegar al muro saltando por los tejados —les explicó Falco—. Encontraréis un caballo que os espera en el extremo más alejado.

—¿Un caballo? —Arden no acababa de comprender.

—Parece que mis esclavos tienen amigos entre los vuestros —respondió Falco esbozando una sonrisa sin alegría.

—Tú también eres celta, ¿verdad, Falco?

—Oh, las identidades ya no están tan definidas como antaño. ¿Quién es romano y quién no lo es? ¿Quién es el britano y quién el invasor? Es algo que dirimimos con sangre y dolor.

Falco los ayudó a alcanzar el tejado. Una teja se soltó y fue a estrellarse contra el suelo. Arden logró asirse del hueco y salió al exterior resbaladizo, con la túnica rota atada de cualquier manera. Se volvió y tiró de Valeria. Abajo se oían los golpes de los soldados que echaban abajo la puerta, sus gritos nerviosos, y luego el silencio repentino al descubrir el cuerpo decapitado de Galba Brasidia.

—¡Huid! —les instó Falco—. Yo les distraeré. Han llenado el foso de agua para aumentar las defensas, así que cuando os lancéis amortiguará el golpe.

—Te matarán, centurión.

—No. Soy el único oficial que puede asumir el mando. Si lográis franquear el muro, se olvidarán de vosotros y se centrarán en su propia supervivencia. ¡Corred! —Desapareció y fue al encuentro de los soldados, que ya subían por la escalera.

Arden y Valeria avanzaron por el tejado. Desde ahí arriba todo se veía con claridad y el aire era fresco. El sol asomaba por el este y empezaba a teñir el cielo de un tono rosáceo. Oían la discusión iniciada en la planta baja, la voz de Falco, y sabían que disponían de pocos segundos para escapar.

ÉL la agarró de la mano.

—¿Crees que puedes saltar?

Ella aspiró hondo, armándose de valor.

—No pienso dejarte otra vez.

—Pues vamos allá.

Echaron a correr por las tejas. Los bordes del tejado parecían fauces abiertas. Saltaron, sin dejar de mover las piernas, y alcanzaron el tejado del establo que se alzaba al otro lado del callejón. Oyeron el relincho de los caballos. Algunas tejas se deslizaron por la pendiente y fueron a estrellarse contra el suelo con estrépito. Los soldados gritaban. Ascendieron despacio hasta lo alto y oyeron las voces soñolientas de los centinelas.

Una vez más llegaron al borde, y una vez más saltaron, en esta ocasión sobre un toldo de lona que cubría un pajar. Continuaron, superaron un muro bajo y se dirigieron a una de las escaleras de piedra que llevaban a lo alto del muro.

Todo sucedía muy deprisa.

Un decurión se asomó blandiendo la espada, con gesto indeciso. ¡Arden no iba armado! Pero entonces el romano vio a Valeria, la reconoció y bajó el arma.

Era Tito, su guía en el bosque, a quien Galba había ascendido hacía tiempo. Desde el día de la emboscada, él había hecho todo lo posible por evitarla. Ahora, avergonzado, bajó la cabeza.

—Ya te traicioné una vez. No pienso volver a hacerlo —le dijo.

Ella balbuceó unas palabras de agradecimiento y comenzaron a subir los peldaños. Por fin, una vez en el parapeto, vislumbraron el paisaje que se extendía más allá y que empezaba a iluminarse con el nuevo día.

¡Caledonia! ¡La libertad!

—¡Ahí están! ¡Detenedlos!

Una flecha pasó rozando sus cabezas, seguida de otra. El pavimento resonaba con el ruido de pasos. Un caballo relinchó y alguien dio la alarma haciendo sonar una trompeta.

—¡Ahora! —gritó Arden—. ¡Al agua!

—¡Todavía no! —replicó Valeria—. ¡Tenemos que entorpecer su avance!

Se soltó de su mano y caminó hasta una garita llena de armas. Otra flecha silbó junto a ella, pero Valeria alcanzó un arco bien tensado y unas flechas. Como Brisa le había enseñado hacía tiempo, apuntó y disparó. Se oyó un grito y voces de advertencia. La siguiente flecha romana pasó muy desviada.

—¡Ahora sí! —dijo Valeria.

Arden la agarró y la llevó al borde del parapeto.

Cuando se lanzaron al vacío, a Valeria le pareció que el corazón se le paraba. Entonces vio el destello del agua y cayeron con estrépito, hundiéndose hasta el lodoso fondo.

Se arrastraron precipitadamente y, sin tiempo para sentir el impacto del frío, alcanzaron la orilla. El agua del foso había amortiguado la caída.

—¿Dónde están? —gritaban los soldados.

De momento, las sombras los ocultaban. Una flecha lanzada al azar se clavó en el barro con un ruido sordo, y ellos se echaron a rodar colina abajo. Luego se pusieron en pie y corrieron con todas sus fuerzas alejándose del fuerte y su blanco muro.

Arden la cogía de la mano con tanta fuerza que parecía que estuvieran pegados. La decisión de Valeria era irrevocable. Sentía que estaba haciendo lo que debía hacer. No tenía ninguna duda.

Oyeron el relincho de un caballo.

—¡Por aquí! —susurró alguien.

Era Galeno, el esclavo de Falco, que se había escabullido hasta allí mientras su amo liberaba a Carataco. En aquel punto se encontraban varios bárbaros, entre ellos Brisa, que, con un brazo y la cabeza vendados como consecuencia de la reciente batalla, había llevado un caballo para ellos.

Carataco se montó de un salto y ayudó a subir a Valeria, que se colocó a horcajadas a su espalda. A la romana le faltaba el aire, le dolía todo el cuerpo y estaba aturdida, pero nunca había sentido aquella sensación de triunfo. Se aferró a su hombre como a un árbol en medio de una tormenta. Brisa montó en su caballo.

—¡Ven con nosotros! —instó Arden a Galeno—. ¡Ven en pos de la libertad!

El esclavo, que se había tumbado en el suelo para que los romanos no lo descubrieran, negó con la cabeza.

—Debo quedarme junto a mi amo. Partid. Que los dioses os acompañen.

Una flecha se clavó en el suelo, cerca de donde se encontraban, a la que siguieron otras. Los romanos no acertaban pero seguían intentándolo. Vieron que los soldados apuntaban con la ballesta.

—¡Muy pronto! —prometió Arden—. ¡Muy pronto Britania será libre!

—¡Dile a Savia que la quiero! —añadió Valeria con la voz rota por la emoción.

El celta espoleó el caballo, que echó a galopar con brío en dirección al bosque. Con una mano aferraba la crin. Con la otra, la cabeza ensangrentada de Galba Brasidia.