El campo de batalla quedó sumido en el silencio. Al sur del muro, los romanos habían vencido. La caballería de Galba había matado o apresado a todos los celtas que habían franqueado la muralla. Arden Carataco yacía inconsciente y encadenado. Incluso habían dado caza a un druida flaco y desafiante, víctima de la conspiración urdida por él mismo. Los bárbaros lo llamaban Kalin. Lo habían abatido a golpes de porra y se encontraba tendido en el suelo, atado a fin de neutralizar su magia. ¡Un sacerdote en las mazmorras de Eburacum! Los romanos le escupían y con befas vencían el miedo que les inspiraba.
Sin embargo, al norte del muro había vencido la caballería celta. El contingente de Marco se había visto sorprendido por un ejército mucho mayor. Casi todos sus hombres y él mismo habían muerto. Sólo sobrevivieron los pocos que habían logrado retroceder hasta la puerta de la torre y recibir el apoyo de los refuerzos llegados desde lo alto del muro. Longino seguía con vida, pero lo mejor de la petriana estaba destruido. Sus compañeros habían perdido la vida.
Los celtas lanzaban gritos triunfales y gemían de dolor. Se habían retirado al bosque que comenzaba a una milla de allí, llevándose consigo a casi todos sus cadáveres.
Los cuerpos desgarrados de los romanos quedaron tendidos sobre el barro helado. Empezó a nevar con mayor intensidad y un manto blanco fue cubriendo los campos.
Al cerrar la puerta interior de la torre, los soldados de Galba habían impedido la huida de los guerreros de Arden, que yacían amontonados contra ella igual que hojas secas. De sus cuerpos sobresalían unas marañas de flechas, y el suelo se iba cubriendo con un charco de sangre. El tribuno ordenó que apartaran todos los cuerpos y abrieran la puerta, teñida en su base con la mancha de la muerte. Al fin, la pesada puerta se abrió y se hizo visible la carnicería que poblaba el patio interior de la torre. Brasidia se paseó por él, triunfante. La destrucción era el precio de su victoria. En su avance, esquivaba los cadáveres romanos y pisoteaba los celtas.
De la puerta del fondo llegaba un desagradable olor a cenizas y carne quemada. Su umbral abovedado enmarcaba el otro campo de batalla, puntuado de romanos y caballos muertos. Desde la lejanía, a través de la cortina de nieve que no dejaba de caer, llegaba el lamento fúnebre de los tambores celtas.
La expresión de Galba era de satisfacción contenida. Todo había salido según lo planeado. Él era el salvador de Roma.
Acurrucados contra las piedras del muro encontró a los supervivientes de la petriana, cubiertos de lodo, salpicados de sangre, exhaustos. Ahora él era su comandante.
—¿Y Marco Flavio? —preguntó.
Señalaron hacia donde se encontraba.
—Ha muerto como un héroe. De pie.
El prefecto, atado a un poste, tenía la barbilla hundida sobre el pecho y los ojos cerrados. Los brazos ensangrentados le colgaban y un pie se le había doblado grotescamente. El rostro de Galba no dejó traslucir emoción alguna.
—Lo incineraremos con todos los honores —dijo.
El tribuno creía que los celtas no volverían, o que al menos tardarían lo suficiente para que él pudiese completar su plan. Los bárbaros se habían quedado sin jefe, que había sido capturado. Una vez más, Galba había vencido. En una mañana lo había ganado todo. El prefecto estaba muerto, Carataco, encadenado; la mujer, desvalida y encarcelada. Podía atribuirse todo el mérito de la victoria. Ahora se ocuparía de aquella bella romana y…
Una voz que le sonó familiar le habló entre las sombras.
—¿Qué ha sido de Valeria?
Galba se sobresaltó. ¡Era Savia, la esclava! Agazapada contra las piedras ennegrecidas de la puerta, aterida de frío, se había echado por los hombros una capa y tenía la cara manchada de hollín. ¿Qué estaba haciendo allí aquella sirvienta?
—Levántate, mujer.
Savia obedeció. Se la veía algo más delgada, tal vez, y jadeaba de cansancio. Pero era ella, no había duda. Tenía la misma expresión bondadosa, estúpida y sumisa. El servilismo canino que él tanto detestaba.
—Soy la sirvienta de la señora —le recordó, como si fuese necesario.
—¿Y qué estás haciendo aquí, sirvienta, en el fragor de la batalla?
—Seguí a los celtas con la esperanza de reencontrarme con Valeria y me vi inmersa en el ataque…
—Valeria está en prisión. Su esposo, que ha muerto, la envió allí por adúltera.
Savia le miró con tristeza pero no con sorpresa. Galba supuso que ya lo sabía. Que sabía que había sido él quien lo había planeado todo desde el principio. Quizá lo mejor era matarla y acabar con todo de una vez. Pero ¿a quién le importaba lo que pensara una esclava? Además, aquella especie de madre adoptiva podía serle útil para convencer a Valeria de cuál era su única salida. Savia, como todos en este mundo, podía servir de algo.
—Eso implica que tu futuro se encuentra en mis manos —le dijo.
—¿También vas a matar a Valeria? —Lo preguntó sin alterarse.
Galba se acercó a ella para que los demás no le oyeran. Salpicado de sangre y apestando a sudor, se inclinó sobre la esclava, mostrándole la cicatriz que surcaba su barba como una larga quebrada.
—Óyeme bien —le susurró con desprecio—. Tu señora sólo tiene una salida. Sólo una. Si me ayudas, yo te ayudaré a ti. Si te opones, te destruiré, como he destruido a todos los que han osado desafiarme. ¿Lo entiendes?
Savia asintió en silencio.
—Ahora yo soy el único que puede salvar a Valeria. ¿Entiendes?
La esclava no dijo nada, pero siguió mirándolo, expectante.
—Entonces, vámonos. Te llevaré con tu señora.
Galba irrumpió en la casa del comandante como quien vuelve a tomar posesión de algo que le pertenece. Su capa negra ondeaba tras de él, puntuando su impaciencia, y Savia intentaba seguirle los pasos.
—¡He venido a ver a Valeria! —exclamó.
A su paso, los esclavos se apartaban y lo observaban desde los quicios de las puertas. El tribuno tenía la piel salpicada de la sangre de sus enemigos. Llevaba las botas llenas de barro y un rictus de victoria en el rostro. Sus gestos eran bruscos. Con paso firme, que recordaba el tambor de una galera, se dirigió al aposento donde la habían confinado. Los anillos de la cadena que llevaba a la cintura tintineaban anunciando su victoria, y la espada envainada se mecía al mismo ritmo. Los dos centinelas que custodiaban la puerta se pusieron firmes al verle.
—¡Abrid! —ordenó Galba.
Los soldados obedecieron. Valeria, al oír ruido, se había puesto en pie, incapaz de ocultar el temor que sentía. Ignoraba quién estaría tras aquella puerta, quién habría sobrevivido a la batalla. Al ver a Galba se puso rígida.
El tribuno entró en el austero aposento. Como no había ventanas, el aire estaba cargado. La única lámpara de aceite y el orinal desprendían un olor acre. A Valeria no le habían permitido lavarse y volvía a tener un aspecto desaliñado, los ojos enrojecidos de tanto llorar y la ropa arrugada. No se parecía en nada a una dama romana.
Cuánto le complació a Galba aquella imagen.
—¿Qué noticias traes de la batalla? —preguntó ella con un hilo de voz.
—¡Cerrad la puerta! —ordenó el tracio a los centinelas.
Estos obedecieron tras dejar pasar a Savia, y los tres quedaron a solas.
Valeria miró a su esclava en busca de alguna esperanza en su mirada, pero ella, desolada, cerró los ojos y se apoyó contra la puerta.
—Tu esposo ha muerto —dijo Galba.
Valeria ahogó un grito y se dobló, como si la hubieran golpeado en el estómago.
—Ha muerto con honor, luchando contra los celtas. Se unirá en la pira a mis legionarios caídos.
La joven aspiró hondo.
—A sus legionarios, querrás decir.
Galba negó con la cabeza.
—Eran míos. Nunca fueron suyos, y él lo sabía.
—Tu comentario demuestra que eres un hombre cruel, Galba Brasidia.
—Y tú, una esposa desleal.
—¡El desleal eres tú!
—Yo, señora, soy un soldado que ha vencido en la batalla. Que lo ha ganado todo.
Ella le miró, desconcertada.
—Entonces, ¿los celtas han sido derrotados?
—Por supuesto.
—¿Y Arden?
—Carataco está preso, encadenado. Lo ejecutarán cuando yo lo ordene.
Valeria se apoyó contra la pared. Hacía sólo unas noches, durante el Samhain, que había conocido la felicidad completa. Pero por siempre jamás, en castigo por ella, su vida se había convertido en una pesadilla. Había intentado salvarlos a todos, pero ni siquiera había logrado salvarse a sí misma.
—Si se me hubiera dado el mando que me correspondía, esta guerra no se habría producido —prosiguió Galba—. Los celtas no se habrían atrevido a alzarse, y cientos de valiosos hombres seguirían con vida. Has sido tú quien ha provocado todo este desastre. Has sido tú quien casi destruye el muro.
Valeria clavó la mirada en Savia.
—¿Y tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
—No lo sé. Me ha encontrado entre los supervivientes y me ha traído.
—Está aquí para hacerte entrar en razón —dijo Galba—. Tu esposo está muerto y tu amante, preso. Eso te deja sin protección alguna. Tu familia romana se encuentra a más de mil millas de distancia, y a tu padre ya no puedes serle útil. En mi mano está arruinarte la vida divulgando tu escándalo. Eres una viuda sin futuro, una adúltera que se ha acostado con un bárbaro. La desgracia y la pobreza caerán sobre ti para el resto de tu vida.
Valeria le miró perpleja.
—¿Por qué me odias tanto?
—Odio a todos los de tu clase. Odio todas sus pretensiones, los privilegios que no se han ganado, su ignorancia de la realidad, su vida regalada. Viven a nuestra costa, y los hombres como yo les preocupamos tan poco como cualquier perro callejero.
—Roma te ha recompensado con una carrera y un cargo destacado.
—¡Roma no me ha recompensado con nada! ¡Con nada! ¡Todo lo que tengo me lo he ganado!
—Nunca hubiese tenido la ocasión de…
—¡Ya basta! A partir de ahora hablarás sólo cuando te lo ordene, o te haré azotar hasta que no sepas si estás viva o muerta.
En lugar de acobardarla, aquel comentario encendió toda su ira.
—Pienso seguir hablándote como el provinciano que eres y que siempre serás…
La bofetada la estampó contra la pared como el zarpazo de un oso. Valeria se tambaleó y se dejó caer hasta sentarse en el suelo, con la boca ensangrentada. Savia gritó, pero no se atrevió a moverse, temerosa de que también le pegara a ella.
—Ahora escúchame bien —gruñó Galba acercándose a Valeria—. Te queda sólo una salida para recuperar tu posición. ¡Una única salida para seguir llevando una vida digna de tal nombre! Puedo hacer saber al mundo entero de tu indecencia, de la humillación de haberte amancebado con un bárbaro. O puedo salvarte y lograr que recuperes tu reputación.
Aguardó a que ella, con voz dolorida le preguntara:
—¿De qué manera?
—Casándome contigo.
Valeria ahogó un grito.
—¡No hablas en serio!
Galba asintió.
—Tan en serio como en serio me tomo las batallas. Si te casas conmigo, nadie conocerá tu vergüenza. Y recuperarás tu posición social, y ni tú ni tu familia viviréis en la ignominia.
—¡Eres un provinciano!
—También lo fueron la mitad de los emperadores romanos. Si te casas conmigo accederé a la clase patricia.
—¡Tú sólo buscas medrar!
—Si yo medro, también medrarás tú. Y disfrutarás de lo que consiga. A diferencia de tu anterior esposo, yo sí tengo habilidades. Lo único que me falta es un origen noble. Tú lo tienes, pero eres mujer. No somos tan distintos como crees. Juntos podríamos alcanzar el éxito.
—No dices más que locuras.
—Es tu única salida sensata.
—Nunca me acostaría contigo. Ya te lo dije una vez.
—Soy yo quien tal vez no quiera acostarme contigo. Lo que quiero no es amor, sino un matrimonio. Sólo si me place te tomaré. Pero si me place, serás mía por derecho de matrimonio.
—Rechazo tu oferta.
—¿Prefieres la humillación pública como adúltera y traidora?
—Prefiero el respeto a mí misma y la libertad.
—La libertad no, señora, porque te encerraré aquí hasta que te pudras.
—No te atreverás. ¡Soy la hija de un senador!
—Si tu padre se entera de tu conducta, te repudiará para salvar su cargo. Eso lo sabes mejor que yo.
—¡Tú no conoces a mi padre!
—Sé que te vendió a un mediocre para mejorar su posición política.
Ella negó con la cabeza, cada vez más decidida.
—La respuesta es no, Brasidia.
—Vaya. Resulta que el juguetito tiene algo de carácter. ¿Lo encontraste al norte de la muralla?
—Sal de aquí. Déjame en paz.
—Si me rechazas, también condenas a Roma.
—¿A Roma?
—Si no te casas conmigo, mujer, y me abres las puertas para que pueda ascender, yo abriré las del muro a los celtas. Ya me oíste prometérselo al cretino de Arden. En esta ocasión lo haré de verdad, me aliaré con los bárbaros. Veré arder Londinium y me nombraré rey.
—Si te atreves a hacerlo, te encontrarán y te ahorcarán.
—Si no lo hago, seré un don nadie con las ambiciones frustradas.
Valeria se dio cuenta de que estaba dispuesto a cumplir su amenaza. Parecía ebrio de resentimiento. Pero aquel era un problema de Roma, no de ella.
—No me importa. No pienso casarme contigo, Galba. Ya me casé una vez con alguien a quien no amaba. No voy a hacerlo con alguien a quien odio.
—Sí que lo harás. —La miró con aplomo—. Porque tienes otro motivo para buscar mi protección. Si no te casas conmigo, perra romana, condenarás al hombre a quien te entregaste.
—¿Cómo dices? —susurró, aunque sabía muy bien a qué se refería.
—Sea cierto o no, se sabe que Arden Carataco es un agente de Roma. En cierto sentido, podría decirse que trabajaba para mí. No sería difícil conseguir su salvación. De hecho, si te casas conmigo se salvará. Pero si no…
—Lo matarás —completó la frase en voz casi inaudible.
—Lo crucificarán en lo alto de la muralla de Petrianis.
—¡Eso es inhumano! ¡Los cristianos se pondrán furiosos! ¡Esa tortura ya no se usa!
—Pues yo la usaré. Y así tardará varios días en morir. A ti te ataré a un poste, a su lado, para que lo veas sufrir.
Valeria se tapó la cara con las manos.
—No te quiero y nunca te querré —prosiguió él—. Pero te necesito. Cásate conmigo, Valeria, y tanto mis problemas como los tuyos quedarán solucionados de un plumazo. Si me desafías, te destruiré, destruiré a Arden Carataco y destruiré a la Britania romana.
Savia había empezado a llorar en silencio.
Galba les sonrió a las dos.
—Piensa en todos los dioses. Piensa en todos los druidas. En todos los sacerdotes. Y luego piensa en mí, que no creo en ninguno, y piensa que soy yo el que ha ganado.
—¿Por qué no me matas a mí y a él lo dejas libre? —propuso ella en un susurro.
—Eso sería demasiado fácil. —Se pasó la mano por el cinturón, haciendo tintinear los anillos de sus víctimas.
Savia lo observó.
La esclava constató, sorprendida, que la villa de Falco y Lucinda bullía de silenciosa actividad. A pesar de ser plena noche, había velas encendidas y los esclavos iban de un lado a otro, a toda prisa, metiendo en las carretas las posesiones de sus amos. En el patio ardía una hoguera de basura y deshechos. La familia se estaba preparando para huir.
—¿Quién va? ¿Qué quieres? —preguntó Galeno, el sirviente de Falco, que custodiaba la entrada de la casa empuñando su espada.
—Vengo de parte de Valeria. Tengo que ver al centurión Falco.
—¿Savia? —Entrecerró los ojos para verla mejor—. Creía que los celtas te tenían cautiva en Caledonia.
—Me trajeron para la batalla. He presenciado la lucha en el muro. Por favor, mi señora está en peligro.
—Como todos. Ha estallado la guerra. Mi señor no tiene tiempo para recibirte.
—¿Qué está pasando? —Se fijó en el ajetreo frenético de los esclavos, que seguían con los preparativos para la marcha—. ¿Se va Lucinda? Pero si Roma ha ganado.
—La batalla sí, pero no la guerra. El muro ha sido asaltado y franqueado por otros puntos, y las noticias empeoran hora a hora. El duque no aparece por ninguna parte. Y no son sólo los pictos y los atacotos. Los escotos, los francos y los sajones también están atacando. Mi señora parte para Eburacum, tal vez para Londinium.
—He venido para impedir esa derrota. Valeria, mi señora, está en peligro, como lo está el fuerte y todos los que viven en él. ¡Debo hablar con Falco sobre Galba!
—Ya no tiene tiempo para Galba, como el tracio no lo tuvo para su prefecto —soltó Galeno—. Mi señor está harto de traiciones. Nos hemos convertido en una unidad dividida y desmoralizada en la que los oficiales sólo se preocupan por sí mismos. Si regresan los celtas, mi señor no se hace responsable de lo que pueda ocurrir.
—¡Por eso tengo que verle! Por eso y para que se aplique la justicia romana.
—¿Justicia? —Se rio—. ¿Y eso dónde se encuentra hoy en día?
—Es por el asesinato de Odo, su esclavo.
—¿De Odo? Ese asunto ya es agua pasada —replicó Galeno, que sin embargo sintió curiosidad por saber más.
—Los druidas lo exhumaron al norte del muro y habló por última vez, pronunciando el nombre de su asesino. No fue el joven Clodio, como creyó todo el mundo.
—¿Qué quieres decir?
—Que la petriana ha quedado en manos de un hombre que no sólo es despiadado, sino también un criminal. Pero tu señor es persona justa. Déjame que se lo explique.
Lo encontraron dando instrucciones al capataz para que llevara el ganado hasta unos bosques cercanos. Lucinda, nerviosa, iba de habitación en habitación gritando órdenes como un general.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Falco contrariado.
—Esta esclava tiene noticias urgentes sobre Odo.
—¿Urgentes? Britania entera está asediada. Y tanto Odo como su asesino llevan tiempo muertos y enterrados.
—En eso te equivocas, centurión —intervino Savia—. He acudido a ti porque eres la última esperanza para mi señora. ¿Recuerdas el mango del cuchillo que mató a tu esclavo…?
—De mi propia cubertería, que Clodio usaba.
—También la usaban los demás invitados, incluido Galba.
—¿Estás acusando a nuestro nuevo comandante? Entre Odo y Galba no había ninguna enemistad.
—Lo mató para sembrar la duda sobre Clodio. Para provocar el ataque al bosque sagrado. Para llevar a mi señora Valeria a un lugar donde pudiera ser raptada…
—¡Todo eso es absurdo!
—El tribuno supremo te ha deshonrado haciéndote creer lo que no era, centurión.
—No le tengo ninguna simpatía a Galba Brasidia, pero no tienes ninguna prueba de lo que dices.
—A menos que un hombre muerto hable.
—¿Qué?
—¿Sabías que los celtas exhumaron el cuerpo de Odo?
—Sí, nos llegaron noticias.
—Lo llevaron al norte para entregárselo a los escotos. Al frente de la expedición iba un druida llamado Kalin. Cuando me llevaron al norte, lo conocí. Ahora lo han hecho prisionero, así que fui a verle y él me contó algo muy extraño. Parece que tras bañar y preparar el cuerpo del pobre Odo, cuando intentaban meterle una moneda en la boca, descubrieron que ya tenía algo dentro.
—¿Qué era?
Savia le enseñó un grueso anillo de guerrero, de oro y con una piedra roja engastada.
—¿Lo reconoces?
Falco lo miró, desconcertado.
—La incursión en ayuda del viejo Cato. Galba le quitó ese anillo al jefe escoto al que mató. Fue durante aquella batalla cuando capturamos a Odo.
—Si cuentas los anillos que cuelgan del cinturón de Galba, verás que falta uno.
—¿Y?
—Seguro que Odo lo cogió antes de morir.
—¿Quieres decir que se aferró al cinturón de Galba?
—Y todos los anillos cayeron al suelo como monedas. Como estaba oscuro y él tenía prisa, pues debía prepararse para la procesión de la boda, no tuvo tiempo de recuperarlos todos. El que se dejó olvidado acabó encontrándolo el druida Kalin. Estaba en la boca de la víctima. De ese modo, el esclavo nombró a su verdugo después de muerto.
—Así que Galba nos engañó a todos. —Suspiró—. De todos modos, ¿qué más da todo esto en medio de la catástrofe que vivimos? ¿Qué importa una víctima más? —Hizo ademán de retirarse—. Ahora Brasidia está al mando. Si le acuso me hará arrestar, o peor, me obligará a acudir al campo de batalla para que me maten. No puedo hacer más que intentar salvar lo que me queda.
—Sí hay algo que puedes hacer, centurión, antes de que Galba se case con la viuda de Marco Flavio, el comandante muerto.
—Que se case con Valeria si es eso lo que quiere.
—Puedes hacer algo antes de que establezca una tiranía en el muro que tu familia lleva generaciones defendiendo, antes de que traicione a más ejércitos, antes de que los últimos vestigios de la petriana se sacrifiquen en aras de su ambición.
—¿Y qué puedo hacer, esclava?
—Ayudarme a liberar a Arden Carataco. Y dejar que sea él quien ejerza por ti la justicia romana.