Los celtas avanzaron hacia el muro como un solo hombre, quebrando la fina capa de hielo que cubría el Ilibrium y aullando al notar sus gélidas aguas. Tras alcanzar la otra orilla, comenzaron a remontar la colina como una ola acercándose a la playa. Veinte hombres cargaban con un tronco de pino afilado, parecido a un enorme falo marrón de venganza, ariete con el que pretendían reventar la puerta. Muchos hombres llevaban garfios atados a carretes de cuerda.
Ahora, sobre los parapetos de la puerta se veía a varios romanos que corrían de un lado a otro dando gritos de alarma. Sonó una trompeta y una lluvia de flechas cayó sobre los atacantes. La mayoría de ellas chocó contra los escudos o se clavó en el suelo. Una hizo impacto en un guerrero, que lanzó un grito y cayó al suelo. Otra alcanzó a otro en un ojo, haciéndolo gritar y retorcerse de dolor. Un golpe seco y un silbido rasgaron el aire helado. Gruesas flechas de ballesta y proyectiles de catapulta se abatieron sobre los bárbaros causando estragos.
La batalla había empezado.
Los atacantes, a su vez, corearon sus gritos de guerra y los arqueros, entre ellos Brisa, dispararon sus flechas. La lluvia de proyectiles bárbaros alcanzó en el pecho al soldado que manejaba la catapulta. Con aquella baja, el camino a la puerta quedaba expedito.
—¡Arremeted, rápido, no les deis tiempo a reponerse! —bramó Arden.
Un romano con una flecha atravesada en la garganta se despeñó al vacío y cayó en el foso. Lanzando un grito, un celta se abalanzó para cortarle la cabeza. Cuando lo hubo hecho, la lanzó rodando colina abajo, en dirección al río, como una pelota. Una mujer atacota la persiguió, la atrapó y, sosteniéndola en alto, se puso a bailar junto al Ilibrium. En ese momento una flecha abatió al verdugo del romano.
La catapulta volvió a disparar, pero esta vez su alcance fue mayor y el proyectil pasó silbando sobre la primera oleada de atacantes.
—¡Estaremos más a salvo bajo el muro! —gritó Arden.
Los disparos romanos empezaron a escasear y a resultar menos precisos. Los que se asomaban por la muralla para disparar o lanzarles piedras se convertían en blancos, y cuando se retiraban ya tenían clavadas cinco o seis flechas. Un celta lanzó uno de los garfios y atrapó a un romano. Tirando de la cuerda, lo hizo caer al vacío por encima del parapeto. Otros garfios se hincaron entre las almenas y los bárbaros empezaron a escalar el muro.
El camino de tierra que pasaba sobre la zanja defensiva no había sido eliminado, por lo que los celtas no encontraron obstáculo para cruzar con el ariete y arremeter contra la puerta. El impacto reverberó bajo el arco de piedra de la entrada y su sacudida se sintió en toda la torre. La puerta crujió y se astilló. Los celtas siguieron golpeándola una y otra vez, a pesar de que desde arriba les lanzaban jabalinas y flechas.
—¡Seguid disparando! —ordenó Arden—. ¡Lluvia de flechas! ¡Lanzad más garfios!
Las cuerdas a las que iban sujetos aquellos arpones iban cubriendo la pared como una telaraña. Un romano se asomó para cortar una con su espada, pero Brisa le acertó una flecha en la cabeza, derribándolo. Un celta primero, luego dos, después tres, llegaron al parapeto y se enzarzaron con los defensores. En más de diez puntos los bárbaros escalaban la pared como hormigas. Los romanos estaban desesperados.
El ariete volvió a embestir y en esta ocasión la viga transversal cedió y la puerta se abrió, partiéndose en pedazos. Los bárbaros entraron en tromba, y aunque algunos legionarios intentaron impedírselo, eran más y no tardaron en deshacerse de ellos. En lo alto del muro, los romanos optaron por escapar en desbandada. Los celtas, triunfantes, se descolgaron con sus cuerdas hasta el patio interior de la torre. Saquearon los barracones y derribaron la segunda puerta. Arden iba en cabeza del grupo de guerreros que la cruzó primero.
¡Habían franqueado el muro de Adriano! Como Galba había prometido, no había sido más difícil que perforar una caracola, y había resultado más sencillo que partir un pergamino con una espada. Ante ellos se extendía el dique de tierra del fossatum, y más allá todas las riquezas de Britania. El ejército celta aún no había terminado de cruzar las puertas de la torre, pero los primeros bárbaros ya se esparcían entre el muro y el dique lanzando sus gritos de guerra.
Galba observó impasible el inicio del ataque desde su escondite, en lo alto del dique del fossatum, a trescientos pasos de allí. Los bárbaros entraban en masa como un enjambre de furiosas abejas, semidesnudos y triunfantes. Si sus hombres aún no habían salido a su encuentro había sido sólo gracias a la férrea disciplina que les había impuesto. Los jinetes agonizaban de impaciencia, deseosos de acudir en ayuda de los primeros camaradas que caían defendiendo el muro, pero Galba los retenía.
—Ya tendréis vuestra ración de sangre —les prometió—. Montad cuando os lo ordene.
Ahora había llegado el momento. Bajó del dique y montó a su semental negro, Imperio, que se encabritaba de la emoción. Cien jinetes lo imitaron, con las lanzas apuntando al cielo. Con una mano enguantada sujetó las riendas y con la otra sacó la espada de empuñadura labrada, según se decía, en el hueso de un enemigo.
—¡Recordadlo bien! —bramó—. ¡Quiero a Carataco con vida!
Se acercó al borde del dique, observando con parsimonia a los bárbaros para valorar el momento perfecto. Inmóvil como una efigie de mármol, de pronto gritó.
—¡Ahora!
Una flecha encendida fue disparada al cielo desde detrás del dique, dando la señal. A un cuarto de milla en cada dirección desde la torre de vigilancia tomada por los bárbaros, en el camino de seis pies de anchura que recorría lo alto del muro, dos centurias de infantería romana se alzaron de donde habían permanecido ocultas. Un bosque de lanzas se alzó con ellas. En silencio, pero con estudiada celeridad, las dos unidades se encaminaron hacia la torre que los defensores acababan de abandonar. Sus botas resonaban contra la piedra que coronaba el muro. Les seguían arqueros que iban desplegándose para disparar a los bárbaros que se acercaban al pie del muro. Por fin, la trampa se había cerrado.
Pocos celtas vieron el peligro. Brisa lanzaba sus flechas contra los romanos que les atacaban pero, frustrada, contemplaba cómo los repelían sus escudos. Una flecha enemiga le alcanzó entonces en el brazo, y al caer se le partió el arco. Dolorida, soltó una maldición.
La punta de lanza del ejército de Arden todavía no se había percatado del progreso de los otros romanos que se desplegaban por el muro, a espaldas de ellos. Sus hombres seguían avanzando entre este y el dique, dispersándose, sin mantener la formación, a pesar de que su jefe les gritaba que conservaran un mínimo orden. ¿Cuántas veces les había advertido de la importancia de la disciplina? Pero ellos no le hacían caso, les parecía que la batalla ya había terminado.
—Todavía no. —Galba contemplaba la dispersión creciente de los celtas—. Todavía no…
Las dos columnas de la ofensiva romana que avanzaban por lo alto del muro alcanzaron la torre rápidamente y cargaron contra los pocos celtas que quedaban allí. Sus lanzas atravesaban los cuerpos de los caledonios, que caían como moscas. Los escasos supervivientes, confundidos, se precipitaron por la escalera de la torre dando voces de alarma para advertir a Arden del ataque romano, pero ya era demasiado tarde. Los legionarios se encontraron sobre una montaña de cuerpos, en la parte superior del arco de la puerta exterior. Obedeciendo las órdenes precisas que les dieron, arrastraron enormes calderas hasta el borde y vertieron brea negra sobre los celtas que, confusos, intentaban escapar. Los bárbaros fueron presas del pánico. Voló una antorcha, y aquel líquido pegajoso empezó a arder. ¡Fuego griego!
El pasaje se convirtió en un infierno aceitoso, y los que intentaban cruzarlo quedaban envueltos en llamas. Los guerreros, consumidos por el fuego, daban media vuelta y corrían despavoridos por la ladera, en dirección al río, buscando desesperados algún alivio para su tortura. A medida que ardían, su furor se iba apagando.
Desde lo alto de la fortificación se produjo otra disciplinada descarga de flechas. Uno tras otro, los bárbaros caían fulminados. Al parecer, los hechizos de los druidas no les protegían de aquellos proyectiles romanos hechos con madera de fresno. Algunos legionarios recuperaron la catapulta y empezaron a lanzar sus enormes misiles, que segaban filas enteras de atacantes. Otros se dirigieron a la parte interior de la torre y cerraron la segunda puerta para impedir que la avanzadilla de Arden pudiera emprender la retirada.
El ejército celta había quedado dividido en dos partes. El muro había vuelto a cerrarse; la puerta de acceso ardía, la otra estaba cerrada, y la parte superior se encontraba más custodiada que nunca. Carataco y doscientos de sus seguidores habían quedado atrapados de pronto al sur del muro.
—¡Aniquiladlos! —rugió Galba.
Se oyó un estruendo de trompetas, y a continuación los soldados de la caballería romana emergieron tras el dique como los difuntos del Samhain alzándose de la tierra. La pendiente les sirvió para darse impulso en su carga contra el enemigo.
—¡Traición! —exclamó Arden, advirtiendo a sus hombres. Pero era demasiado tarde.
El choque de la caballería romana contra la infantería celta provocó un estrépito de escudos, espadas y lanzas, acompañado de gritos de hombres ensartados y relinchos de caballos destripados. Luego llegó el cuerpo a cuerpo y el tribuno supremo blandió la espada, espoleando a su caballo para que lo llevara hasta Arden.
—¡Lo quiero con vida, no lo olvidéis! ¡Muerto no me sirve de nada!
Se oyeron más trompetas, seguidas de vítores que llegaban desde el muro.
Fuera, más al norte, Marco y doscientos soldados de refuerzo de la petriana acababan de salir del bosque. Así como Galba acorralaba a parte del ejército bárbaro al sur de la muralla, Marco se disponía a hacer lo mismo por el norte. Atrapados entre dos fuegos.
Lucio Marco Flavio, con su esposa encarcelada y su carrera en inminente peligro de ruina, iba a alcanzar la gloria ese día. Si no, moriría en el intento. Roma se había construido sobre conquistas sangrientas, y su historia demostraba que una victoria militar bastaba para borrar cualquier rastro de vergüenza o humillación. Roma se había construido sobre el sacrificio, y los legionarios muertos tenían derecho a reclamar cualquier honor perdido en vida.
Aquel era su momento de redención.
Con doscientos hombres había salido del fuerte de Petrianis al anochecer del día anterior, en un galope desbocado por territorio enemigo que pretendía alcanzar a los bárbaros por detrás. Aquella incursión había dejado a su guarnición sin soldados, y millas del muro desprotegidas, pero Galba lo había convencido de que corriese el riesgo, pues los celtas se concentrarían en el punto en que él había recomendado a Arden que atacara. De otro modo, ¿cómo iba a imponerse la petriana sobre un número mucho mayor de enemigos?
La caballería de Marco se había estacionado en un hayedo al norte del muro antes del alba, y desde allí habían visto desarrollarse el ataque. Impaciente, Marco aguardaba la flecha encendida que, según lo convenido con Galba, sería la señal para atacar. Ahora, el ejército celta había quedado limpiamente escindido en dos, tal como había prometido el tribuno supremo, y Marco tenía la oportunidad de arrasar la retaguardia. Si lograban aplastar a los bárbaros y matar a Carataco —llevar ante Valeria la cabeza ensangrentada y sucia de aquel hombre—, tal vez consiguiese salvar algo de su carrera y su matrimonio. Si, por el contrario, moría en el campo de batalla, también en ello encontraría algo de paz. Porque la vida había comenzado a ser para él más una carga que un motivo de alegría. El rapto de su esposa había representado una humillación, y su infidelidad, una horrible traición. Su puesto en el muro había degenerado hasta lo indecible. Su futuro se había disuelto en un caos.
Por eso deseaba untar su espada con la sangre de caledonios, pictos, atacotos, escotos y sajones, devolverles parte de la tristeza que le habían infligido a él. O eso, o morir en el intento.
—¡A por ellos! —gritó—. ¡Por Marte y por Mitra! ¡A la carga!
La línea de caballería romana emergió de entre los árboles como si el bosque hubiera estallado. Los escudos, en el brazo izquierdo, las lanzas inclinadas hacia la derecha, los cascos de los caballos atronando contra el suelo helado, como tambores. Los cientos de celtas que tenían delante se revolvían, confusos, frente al muro de Adriano, tras haberse replegado al ver la puerta en llamas. Algunos los vieron y comenzaron a gritar para advertir a sus camaradas. Los guerreros se giraron y, con sorpresa y horror contemplaron la carga de caballería que se acercaba por detrás. Y cada uno decidió si prefería luchar o huir. Pero ¿huir adónde? A su espalda quedaba la fortificación y una lluvia de flechas.
Las filas de Marco se ensanchaban y se dispersaban en busca de blancos para sus lanzas.
Muchos celtas, claro, les desafiaban e incluso iban a su encuentro con el fatalismo de los condenados. Se alzaron los escudos y se blandieron las espadas. Compensaban la ausencia de táctica con un arrojo rayano en la locura. Luchaban como posesos, y los romanos sabían que esa sería su perdición. Eran valientes, sí, pero irreflexivos. Eso los condenaba. O al menos era lo que Marco esperaba.
En primer lugar, la caballería arrolló a muchos celtas acampados en las inmediaciones y causó estragos en su retaguardia. Las víctimas, aterrorizadas, chillaban cuando los cascos de los caballos les arrollaban. Después se enfrentaron a la primera línea de guerreros, que los esperaban con los escudos levantados, las hachas en posición. Algunas flechas celtas dieron en el blanco, descabalgando a varios jinetes de Marco. Brisa había encontrado otro arco y seguía disparando. Ahora, desesperada, disparaba tan rápido como podía.
Pero no bastaba. Los romanos, sencillamente, los arrasaron. La joven arquera vio la imagen confusa de los caballos, la vorágine que se le echaba encima, y de repente estaba debajo, pateada y zarandeada, a punto de perder el conocimiento. Los dos ejércitos al norte del muro se enzarzaron en la lucha como habían hecho los del sur. Las lanzas empalaban a los celtas que no lograban escapar, los caballos relinchaban y caían, lanzando por los aires a los hombres, que caían como muñecos. El poder y el peso de la caballería deshizo la heterogénea formación bárbara, y los romanos empezaron a gritar consignas victoriosas mientras conducían sus caballos en busca de más enemigos que pasar por la espada. Los filos se alzaban y se desplomaban sobre ellos a un ritmo infernal, como brazos de algún mecanismo primitivo.
Marco guio con pericia su caballo entre la confusión del combate. Tras la batalla en el bosque sagrado, los horrores de la guerra ya no le sorprendían tanto. Fintó a la derecha para esquivar a un bárbaro con la cara pintada que blandía una espada de dos filos, y acto seguido echó el caballo a la izquierda para pillarlo por sorpresa. Adelantó el escudo para protegerse de la arremetida del celta, y al mismo tiempo le hundió la espada en un costado. El bárbaro gritó y cayó al suelo. El prefecto prosiguió su avance, valiéndose de su corcel para arrastrar a más bárbaros hacia el gélido río, pisoteando a algunos. Presenció el impacto de una jabalina en la espalda de un jinete y vio que otro romano se abalanzaba y cortaba la cabeza al atacante.
Los romanos apostados en la muralla lanzaban gritos de aliento y no dejaban de disparar flechas. Ahora, a ambos lados del mismo, la caballería romana neutralizaba el fragmentado ataque enemigo. Los celtas no podían tardar en rendirse, se convertirían en esclavos o irían al encuentro de una muerte segura. Algunos bárbaros desmoralizados buscaban refugio entre las ruinas humeantes de la puerta quemada, pero allí sólo se encontraban con los legionarios romanos que se descolgaban desde el parapeto superior.
—¡Victoria, Marco Flavio! —exclamó el legionario Longino—. ¡Ya los tenemos!
En ese momento, los cuernos celtas sonaron de nuevo.
Más de mil hombres y mujeres habían seguido a Arden Carataco en el primer asalto a lo que él mismo había asegurado que sería una puerta apenas defendida. Eran los mismos que ahora se encontraban en una situación desesperada, divididos en dos grupos y luchando contra una fuerza romana mucho menor en número pero más disciplinada y mejor situada. Ya habían muerto centenares, y otros tantos se encontraban heridos. La aniquilación parecía una posibilidad más que real.
Sin embargo, en una quebrada cercana se habían ocultado otros mil guerreros celtas, entre ellos la totalidad de sus jinetes, que representaban lo mejor del ejército bárbaro. Galba no le había dicho a Arden que al abrir una brecha en la muralla se encontraría con una emboscada, pero sí le había hablado del ataque de Marco por la retaguardia. Así, la carga del ala petriana no representó una sorpresa.
En todo caso, aquella retaguardia era un cebo, y los celtas estaban decididos a hacer caer a los romanos en la trampa que ellos mismos habían tendido. Emergiendo del bosque que se extendía al norte, los caballos bárbaros emprendían un ataque feroz contra la retaguardia de la caballería romana, seguidos por centenares de guerreros de infantería, asimismo reservados para aportar refuerzos. Su intención era rodear a la petriana, como esta había tratado de rodearlos a ellos.
Los soldados apostados en la muralla comenzaron a gritar advirtiendo de su avance, de la nueva matanza que se avecinaba, pero los jinetes de Marco se encontraban en plena lucha encarnizada y no prestaron atención. Un grito ensordecedor resonó en el aire. Era una invocación a sus dioses que helaba la sangre, como la muerte misma. Los caballos celtas embistieron en avalancha, derribando a los romanos sin darles tiempo a girarse, reagruparse o escapar.
En unos momentos, la infantería bárbara, que había dado alcance a los jinetes romanos, desprovistos ya de sus monturas, dio inicio a una nueva carnicería.
El ímpetu del ataque empujó a Marco hasta el Ilibrium, cuyas aguas se habían teñido de sangre. Lo que estaba sucediendo lo confundía. ¿De dónde salían todos aquellos bárbaros? Hacía un momento, la victoria parecía en sus manos. Instantes después, su caballería parecía ahogarse en un mar de celtas, flechas y lanzas que silbaban, y los caballos relinchaban aterrorizados antes de ser destripados. Los bárbaros que se encontraban desmoralizados enarbolaban ahora las armas de la venganza. Algunos heridos, incluso, se levantaban del suelo para lanzarse una vez más contra los romanos.
—¡Marco, debemos retirarnos! —gritó Longino, tirando de las riendas para maniobrar el caballo.
En ese instante, un jefe celta, pelirrojo y con un casco rematado con dos cuernos, se acercó a galope y hendió un hacha de doble filo en el costado del animal, haciéndolo caer junto con su jinete a las heladas aguas del río.
Longino forcejeó para librarse del peso de su agonizante caballo, lo logró y, balbuceando juramentos, alcanzó la orilla. Se le había caído la espada. El bárbaro falló en su intento de rasgarle el pecho con su espada, pero le alcanzó el pie. El centurión lanzó un grito y volvió a caer al agua.
Marco intervino presuroso y, con un golpe de espada, le cortó el brazo al bárbaro. Un chorro de sangre salió disparado al momento. Tambaleándose, el celta se inclinó hacia un lado y cayó del caballo.
El prefecto desmontó, se metió en el gélido río y rescató al centurión medio ahogado, arrastrándolo hasta la orilla más cercana al muro. La batalla se había convertido en una pesadilla. Sus hombres se desplomaban uno tras otro, las banderas y los estandartes de la petriana caían como árboles talados entre los gritos exultantes de los celtas. La marea de la batalla había vuelto a cambiar de sentido. Las flechas llegaban de todas partes, y en la confusión se clavaban por igual en camaradas y enemigos.
Homero, su caballo, también fue abatido y eso redujo sus posibilidades de escape.
—¡Debemos llegar al muro! ¡Allí buscaremos protección!
Empezó a arrastrar a Longino por la pendiente, salpicada de cadáveres de ambos bandos. El centurión, herido, iba dejando su propio rastro de sangre con su bota medio amputada. Fueron pocos los romanos que vieron a su comandante y formaron un círculo protector en torno a ellos. Con todo, aquella concentración humana no hizo sino atraer más fuego enemigo, y los improvisados guardias fueron cayendo uno a uno, abatidos por las flechas.
Marco arrastraba a Longino con una mano y con la otra blandía la espada. Sintió un golpe en el muslo y se tambaleó, apenas consciente de que lo habían herido. Lo más sorprendente era que no le dolía. El esfuerzo le hacía jadear.
Al fin, alcanzó la mole de piedra. Había jinetes luchando a brazo partido contra los celtas que habían encontrado refugio bajo el pasaje quemado.
¿Dónde estaba Galba? ¿Por qué no prestaba ninguna ayuda?
Los celtas volvían a ascender por la ladera. Había llegado el momento de plantarles cara. Echando a un quejoso Longino tras la puerta rota, con la esperanza de que no lo descubrieran y se salvara, se dio la vuelta para enfrentarse al enemigo. Una lanza se le clavó en un costado. Y una flecha se le hundió en un hombro. Tambaleándose, comenzó a retroceder.
«Me muero», pensó sombríamente.
Aquella idea lo sumió en una paz desconocida.
De pronto recordó al celta del bosque, el que se había atado el torso a un árbol para morir de pie.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, alcanzó la cuerda de un garfio y cortó un trozo. Retrocedió hasta un poste ennegrecido y todavía humeante. Perdía mucha sangre y empezaba a nublársele la vista. No le quedaba demasiado tiempo.
—¡Que alguien me ate! —rugió—. ¡Que alguien me ate para morir como un hombre!
Como si lo hubieran entendido, los celtas se quedaron un instante inmóviles. Unas manos pequeñas agarraron la cuerda y se la pasaron por el pecho. ÉL, agradecido, giró un poco la cabeza para agradecer con la mirada a su benefactor, y constató con sorpresa que se trataba de una mujer y le resultó vagamente conocida.
—¿Savia? —balbuceó.
Era la criada de su esposa, que lo miraba con los ojos aterrorizados pero con el rictus serio, decidido, compasivo. ¿Qué hacía ella allí, en medio de tanta sangre y tanto barro?
—Adiós, Marco.
¿Era acaso una alucinación?
—Remátalo, Casio —oyó gritar a los bárbaros—. Acaba con él y confirma así tu libertad.
Entonces, algo frío como el fuego se le clavó en el costado, robándole el aire que le quedaba. El filo de una espada.
—¡Valeria! —exclamó sin saber lo que decía.
¿Estaría por fin su padre orgulloso de él?
La espada volvió a hundirse en su cuerpo, y entonces expiró.
Atrapado en el lado interior de la muralla, Arden esquivó la lanza de un jinete y golpeó con su espada las patas del caballo, que cayó de lado, aplastando con su peso al romano. Antes de que pudiera zafarse del animal, el celta le cortó el cuello con la espada, notando el crujido del cartílago al romperse. Sin perder ni un segundo, se volvió y la hundió en la espalda de otro soldado de caballería, que también cayó entre gritos de dolor. Dos guerreros bárbaros se acercaron y lo remataron con puñales. Entonces, una flecha romana se hundió en el pecho de uno de ellos, mientras un lancero acababa con el otro. Arden veía caer a sus hombres como árboles talados, aplastados por los cascos de los caballos. La caballería de Galba contaba con la ventaja de la altura y disponía de muchos más caballos. Y las flechas disparadas desde el muro diezmaban a sus hombres. Se trataba de una masacre despiadada y de una traición en toda regla.
—¡Retirada! ¡Formad junto al muro!
Los bárbaros retrocedieron hacia la puerta sur de la torre por la que hacía media hora habían cruzado, pero fueron recibidos por una renovada lluvia de flechas. Acababan de cerrar la puerta de nuevo. Uno tras otro, los celtas caían sin tener siquiera la ocasión de medirse con sus enemigos en el manejo de la espada. Los caballos los acorralaban contra el muro de piedra, y tenían tan poco espacio que no podían ni levantar las armas. Los ensartaban con las lanzas como si fueran cerdos, y sus propios compañeros, moribundos, los remataban. Algunos, que preferían la muerte a la esclavitud, se clavaban dagas en el corazón.
Pero a Arden no le alcanzaba ninguna flecha, ninguna lanza se clavaba cerca de él. ¿Le protegían los dioses?
No; era Galba, que pretendía atraparlo vivo.
—Recordad que a ese lo quiero con vida. Quien lo mate correrá la misma suerte.
¿Qué incomprensible conspiración lo había arrinconado allí? ¿Qué había ocurrido con los atacotos y los pictos al otro lado del muro? ¿Por qué no acudían en su ayuda? ¿Por qué Galba no se había vuelto contra los romanos, como había prometido? Brasidia le había traicionado, igual que Valeria. ¿Conspiraban juntos? Desesperado, Arden cogió un casco y se lo lanzó al tribuno, dándole en el hombro.
Si no conseguía otra cosa, al menos se llevaría la vida del maldito tracio. Arremetió contra él.
Galba aceptó el reto y encaró su caballo negro en dirección al jefe de los atacotos. Este quería hundir la espada en el vientre del animal, para desmontar a Galba y matarlo en el suelo. Pero al agacharse para iniciar el ataque se dio cuenta de que el tribuno había envainado su espada y sostenía otra cosa. ¿Qué era? Oyó un zumbido sordo, el chasquido de un látigo que le atrapó un brazo y le hizo caer de rodillas.
—¡Ahora! ¡La red! Notó que algo le aprisionaba. Dos soldados habían lanzado aquel objeto que había visto usar a los gladiadores del circo. Intentó incorporarse, pero tiraron de la red y volvió a perder el equilibrio.
—¡Dame ocasión de luchar! —gritó.
—Mirad el tatuaje que lleva —replicó Galba entre carcajadas—. Hemos atrapado a un desertor.
Entre los hilos trenzados que lo aprisionaban vio a sus últimos hombres acorralados contra el muro, atravesados por lanzas, abatidos por flechas, aplastados por las piedras que arrojaban desde arriba. Luca cayó, sangrando por veinte heridas. Los celtas no se rendían e intentaban llevarse por delante al máximo número posible de romanos.
Entonces, algo le golpeó la cabeza y todo se sumió en una profunda oscuridad.