CAPÍTULO 37

—El muro, Carataco.

El suelo estaba cubierto de una fina capa de hielo. En el río Ilibrium, poco profundo, se había formado una costra helada. Aquel curso de agua serpenteaba a través de una hondonada por debajo del muro. Grises nubarrones habían cubierto las estrellas, y al despuntar el día caían copos de nieve dispersos. La imponente pared de piedra fue haciéndose visible lentamente, surgiendo entre la niebla que se elevaba del suelo como la espalda ondulada de un monstruo marino. Su serpenteante cresta marcaba el horizonte. Contra el cielo se recortaban las cabezas de algunos soldados romanos, pero como Galba les había prometido, allí no parecía haber una concentración significativa de efectivos.

—La mañana es propicia para la lucha —añadió Luca estirándose para desentumecerse. Al hablar, una nube de vaho le salía de la boca—. Sería un buen día para salir de caza o simplemente cabalgar.

—¿Lograremos vencerles? —le preguntó Arden en voz baja.

Luca lo miró.

—A buenas horas lo preguntas.

—Nadie en el mundo les ha infligido una derrota duradera.

—Este no es momento para las dudas —repuso Luca.

—Todos dudamos alguna vez.

—Sí, pero los hombres de verdad no lo expresan en voz alta. Esa mujer se ha llevado consigo tus certezas, Arden, y no volverán hasta que la recuperes. Cruza ese muro y ve en su busca. Mátala o cásate con ella, pero vuelve a poner las cosas en su sitio.

—Sí. En su sitio.

¿La encontraría? Y si lo conseguía, ¿qué diría ella? ¿Había huido de él o de su guerra? Especular era tan inútil como escupir al fuego.

Repasó mentalmente su estrategia. Cada torre de vigilancia contaba con dos puertas que forzar, una en la pared que se veía desde donde se encontraban, y otra en el interior del pequeño baluarte que sobresalía del muro como un grano cuadrado. Si lograban cruzarlas, tendrían ante ellos la Britania entera. Entonces…

—Los druidas dicen que el tiempo de los romanos se acaba —dijo Luca—. Nunca han sido tan débiles como ahora, y nosotros nunca hemos estado tan unidos. Preocúpate si eso es lo que quieres, pero yo pienso comer con cubiertos de plata romanos esta noche.

Arden pensó que aquel exceso de confianza tentaba el desastre. Era mejor preocuparse.

—¿Está lista la caballería?

Toda la aristocracia celta se había congregado allí. Coronaban sus cabezas cascos de fantásticas crestas, llevaban las espadas grabadas y las lanzas labradas y con incrustaciones de oro.

—Sí.

Así que por fin había llegado el momento. Nadie respetaba y temía más que él la destreza de Roma en la batalla. Pero nadie confiaba más que él en la valentía de los celtas. En una carga frontal, su clan resultaba imparable. Ahora ambos ejércitos iban a ponerse a prueba, a medirse.

Arden llevaba cota de malla pero había renunciado al casco porque no quería que nada le dificultara la visión. Entre sus hombres de infantería varios habían rechazado cualquier tipo de protección, y aguardaban casi desnudos, sólo con sus capas, como lobos pacientes y peligrosos. Así, agazapados, eran cientos, y mantenían la vista clavada en aquella muralla de piedra con avidez depredadora. Entre ellos se encontraba el exgladiador Casio.

Los arqueros esperaban cerca, con los arcos casi tan altos como ellos. Eran capaces de alcanzar blancos a trescientos pies de distancia. Serían los encargados de proporcionar cobertura al resto. En las largas tardes de invierno habían torneado las flechas, una a una, y les habían grabado nombres propios antes de encajarles las puntas, finas y de hierro, capaces de atravesar corazas. Brisa, la joven arquera, se encontraba entre ellos, pues Arden confiaba más en su puntería que en la de cualquier otro.

Otro de los grupos congregados era el de los escotos, que habían venido navegando desde Eiru. Habían llegado hacía apenas un día, pintados de azul y prestos para la guerra, con rictus feroces e impacientes. El nunca había combatido a su lado, pero afirmaban querer vengar con sangre romana la captura y asesinato de un príncipe suyo al que llamaban Odocullin de la Dal Riasta.

Arden envidiaba su fiera pasión.

Por su parte, curiosamente, la emoción que llevaba tanto tiempo esperando no había hecho acto de presencia. El mundo le parecía una llanura cubierta de cenizas con sabor a arena. Le había abierto el corazón a dos mujeres en su vida, y las dos veces su corazón había acabado estrujado como un trapo, desangrado. Creía que, después de lo de Alesia, ya nada volvería a dolerle tanto, pero al descolgarse de aquel roble y ver a Valeria en aquel carro, asustada pero valiente, y lo bastante lista como para valerse de su broche para hacerle descabalgar, había sabido que estaba perdido una vez más.

Por eso la persiguió, la raptó y se la llevó a su mundo, porque quería que lo conociera. Y cuando más la necesitaba, cuando más confiaba en ella, cuando más la deseaba, Valeria lo había abandonado para irse con su esposo. ¡Había preferido un matrimonio vacío en vez del amor! Hasta se había llevado su anillo de casada. Había escapado para alertar a los romanos y asegurar así la derrota de los celtas, para firmar su sentencia de muerte. La verdad era que, después de su traición, a Arden no le importaba morir. Pero antes haría todo lo que pudiera para causarle un gran daño a Roma. Después moriría con un grito celta brotando de su garganta.

—Los odias de verdad, ¿no, Arden? —le preguntó Luca—. En eso te diferencias de nosotros, que lo único que queremos es el oro, el vino, la seda, el algodón, los caballos.

—Yo los conozco. Por eso soy distinto.

Se volvió y se fue hasta donde se encontraba Savia, que había querido seguirle desde Tiranen como una mascota. ÉL se lo había consentido porque, por curioso que resultase, le recordaba a Valeria. La joven había heredado parte de la fuerza de aquella mujer. Savia le había dicho que todo buen romano, en la tesitura de elegir, optaría por el deber, renunciando al amor. Él le había respondido que todo buen celta escogería la pasión.

—¿Dónde crees que está tu señora?

—En el fuerte de la petriana, supongo —le respondió la liberta con ojos tristes. Sabía que su señora le había roto el corazón, como él se lo había roto a Valeria con aquella guerra absurda.

—Si logramos atravesar el muro y vencer a la guarnición, quiero que la encuentres, la protejas y me la traigas.

—¿Qué le pasará si lo hago?

¿Qué le pasaría? No lo sabía. Temía que llegara ese momento, por más que lo deseara. Temor e impaciencia.

—Para entonces mi espada estará saciada de vísceras y tendré los brazos fatigados de tanto matar. Le miraré a la cara y al corazón, miraré a la mujer que hizo el amor conmigo y después me abandonó, y juntos decidiremos cuál habrá de ser nuestro sino.

Savia cerró los ojos.

Arden se adelantó hasta donde Kalin aguardaba apoyado en el bastón de la cabeza de cuervo. Cuando se detuvo a su lado, los bárbaros se incorporaron como un solo hombre. Una imponente hueste se alzó sobre la hierba seca y escarchada, como una cosecha de muerte. ¿Cómo verían desde el muro a aquel ejército materializándose entre la neblina?

Estaban listos.

Carataco alzó la espada y se dirigió a sus hombres. Ya no dudaba de su propio coraje.

—¡Por Dagda! —clamó. Su voz reverberó en el aire invernal.

Kalin blandió su bastón.

—¡Por los dioses del robledal! —exclamó.

Los guerreros gritaron en respuesta.

—¡Por Dagda! —Sus lanzas temblorosas parecían espigas de trigo mecidas por el viento, y sus aullidos los de una jauría—. ¡Por el bosque sagrado!

A la pálida luz, en los cuellos refulgían las torques y en los brazos las pulseras de plata. Los músculos, engrasados para protegerse del frío, brillaban como el bronce. Alzaron e hicieron sonar los cuernos. El clamor recordaba al estrépito de una bandada de gansos.

«Ya venimos —prometían los cuernos—. Detenednos si podéis».

Entonces iniciaron la carga, y el suelo bajo sus pies tembló y se estremeció.