Como ya me sucedió al principio, dependo una vez más de la buena memoria del centurión Longino. Se acerca a mí apoyado en una muleta, señal de que la infección que le afectaba el pie no se ha extendido a la pierna. Recuerdo lo que me pidió la primera vez que nos entrevistamos: que comprendiera el muro de Adriano. ¿Podría decir que lo entiendo más ahora que cuando empecé mi misión?
—Felicidades, centurión. Pareces estar recuperándote.
—Ya soy demasiado viejo para recuperarme. A lo máximo que puede aspirar un caballo de batalla es a resistir. Por eso resisto el dolor de este maldito pie, resisto la burocracia de la lista de jubilaciones, resisto el parloteo de las enfermeras, y resisto los chistes obscenos de los decuriones, a pesar de que llevo veinte años oyéndolos.
—Parece entonces que nuestra entrevista puede ser incluso un alivio.
Esboza una amarga sonrisa y replica:
—Cuando el interrogatorio de un inspector imperial te resulta divertido, es que tu vida ya no vale nada. Ha llegado el momento de dejar Eburacum.
—¿Y regresar a tu granja?
Sin que se lo indique, se deja caer sobre un banco.
—No, en mi estado no podría trabajarla. Voy a venderla. Un trompetero viejo, Decino, ha abierto un taller de carretero y se ha ofrecido a enseñarme las técnicas del oficio que pueden hacerse sentado. Beberemos, proferiremos palabrotas y nos tiraremos pedos, y así no nos sentiremos tan solos. No es un mal futuro.
El ocaso. A todos nos llega. ¿Por qué no está mejor dispuesta la senda que nos conduce a él? Tal vez la muerte de un guerrero no sea tan terrible como su retiro. Aun así, ¿quería yo morir como un soldado, en el campo de batalla?
—Eres valiente, centurión —digo.
—En el ejército aprendes a hacer lo que debes. Hay gente que a eso lo llama valentía. Estira la pierna herida.
Anoto una frase para dejar constancia de su profesionalidad. Este hombre simboliza Roma.
—Me interesa volver al momento del ataque de los bárbaros. Conozco el resultado de la batalla, pero no su desarrollo. ¿Es cierto que Galba estaba aliado con los bárbaros? ¿Qué pretendía?
Longino reflexiona antes de responder.
—Galba estaba aliado consigo mismo.
—Entonces ¿no permitió el paso de los celtas al otro lado del muro?
—¡Sí que lo hizo! Pero su plan era más ambicioso. Sabía que no podía derrotar a Roma, al menos no a la larga. Sabía que aunque hubieran encarcelado a la mujer, su regreso había sumido a su esposo en la duda y la confusión. Así que ideó un plan de batalla con el que traicionaría a todo el mundo menos a sí mismo.
—¿Estabas tú de acuerdo con ese plan?
—Todos los oficiales lo estábamos, incluido Marco, porque parecía brillante. Sólo tenía un defecto, pero no se puso de manifiesto hasta que comenzó el combate.
—¿Qué defecto?
Longino se ríe.
—Que ellos eran más de los que creíamos.
—Entonces no fue culpa de Valeria. Todo se debió a la política imperial, al traslado de las legiones, a las conspiraciones de las tribus.
Longino menea la cabeza. No es un hombre que perdone ni olvide fácilmente, y menos con el pie en ese estado. No es un hombre que achaque los errores humanos a los avatares de los ejércitos.
—Esa mujer arruinó a Marco. El prefecto inició la guerra e intentó trasladar a Galba. Ella fue la que inflamó al bárbaro Carataco. Y Galba, con su astucia, nos engañó a todos.
Respiro hondo y suelto el aire.
—A Galba le iría muy bien en la corte imperial. —Mi comentario no es adecuado, y menos delante de alguien a quien apenas conozco, pero no resisto la tentación de hacerlo. Porque en Roma, o conspiras por pura supervivencia o te mantienes en la sombra, como me ha sucedido a mí. En cierto sentido, mi trabajo es una forma de mantenerme oculto. Galba, por el contrario, detestaba habitar en la sombra—. ¿Y qué opinaba Marco?
—Que sería él quien ganaría la batalla, que se llevaría la gloria. Eso fue lo mejor del plan de Galba. Todos, Carataco, Marco Flavio y él mismo creían que se alzarían con la victoria.
—Se trataba de una trampa, para Arden y Marco.
—Tendida por Galba Brasidia —corrobora Longino, esbozando una sonrisa fugaz—. Yo iba junto al prefecto y tuve ocasión de ver cómo se desarrollaba todo. La batalla es un espectáculo hermoso, hasta que termina y sólo queda el hedor de la muerte y los gritos lastimeros de los heridos.
Le miro el pie.
—¿Tú también gritaste?
—¿Crees que me acuerdo?
Permanecemos un momento en silencio. El abismo que creí percibir entre nosotros durante nuestro primer encuentro parece más evidente. Es el abismo que separa a la virgen de la ramera, al juego del trabajo. Me he pasado la vida entre soldados, pero siempre después de las batallas: interrogándolos sobre las decisiones tomadas, indagando en los motivos, emitiendo juicios sobre una experiencia que no comprendo.
¿Qué importancia tienen en realidad mis informes?
—¿Qué siente uno al prepararse para la batalla? —le pregunto impulsivamente.
Longino no parece impacientarse con mi pregunta. Nota que mi interés por su respuesta es sincero.
—Lo mismo que cuando reza —dice—. No es que reces, aunque todo hombre sensato lo hace. Lo que quiero decir es que los preparativos para el combate son un ritual en sí mismo, una forma de meditación. No sé lo que sentirán los demás, pero yo siempre tengo la mente llena de pensamientos. Afilo todas mis armas. Como frugalmente, para estar más ágil y para que si me hieren en el vientre no se me infecte la herida. Doy órdenes y tranquilizo a mis hombres, me intereso por su estado, y repaso mentalmente lo que debemos hacer como unidad y lo que debo hacer yo individualmente si me encuentro en un combate abierto: cada embestida, cada movimiento para esquivar las arremetidas del enemigo, cada truco que he aprendido y enseñado. Sueño la batalla antes de participar en ella. Está ese solemne chirrido de las espadas contra la piedra de afilar, ese olor del aceite con el que se abrillanta el acero y se untan los cueros. Las conversaciones son en voz baja.
—¿Y no te sientes asustado?
—Todo hombre sensato se siente asustado. Pero el soldado tomó su decisión hace tiempo, y está demasiado ocupado intentando sobrevivir como para permitir que el miedo lo atenace. Además, están los camaradas, con los que compartes el mismo destino. Es una clase de amistad que un civil no conocerá jamás. Dependemos los unos de los otros, y en esa dependencia existe un amor agridulce.
—¿Amor? ¿En una batalla?
—La guerra no tiene que ver con el odio, inspector. Tiene que ver con la comunión.