Esta vez, Valeria conocía el camino. El tiempo le había permitido asociar ciertos hitos del paisaje con el recorrido diario del sol. Sabía qué dirección la conduciría al muro.
Tras salir sigilosamente de Tiranen antes del alba, ensilló su yegua en el valle que se extendía debajo de la colina y, apesadumbrada, vertiendo amargas lágrimas, inició su camino. Sabía que los bárbaros no podían vencer. Roma era demasiado fuerte. Arden había demostrado su imprudencia conspirando con Galba. Y, ella, para salvarlo, perdía al único hombre al que había amado de verdad. Debía advertir a los romanos del ataque para que este no llegara a producirse. Regresaría al muro. Con su esposo. A un tiempo de lamentaciones, como Galba le había advertido en una ocasión.
Las divinidades eran crueles, y el nuevo dios de Savia se mostraba tan indiferente a sus oraciones como los viejos.
Para evitar que fueran tras ella, seguía las cimas más altas y los páramos más desiertos. No dejó de cabalgar en todo el día y siguió avanzando en la noche solitaria. Había tenido la previsión de llevarse ropa de abrigo y comida, para ella y para su montura, pero la angustia y la falta de descanso empezaban a pasarle factura. El paisaje era gris y anodino, el viento soplaba con fuerza, el brezo estaba seco. En una ocasión incluso oyó el aullido distante de unos lobos.
Se volvía cada poco por si la seguían. Se sentía muy tensa, y eso la extenuaba.
Poco antes del amanecer de la segunda jornada, se detuvo en un bosquecillo de abedules e intentó, sin mucho éxito, conciliar el sueño tapada con la capa. Despertó del duermevela cuando despuntaba un día nublado y silencioso, una mañana sin sol y sin sombras, por lo que tuvo que usar su precario sentido de la orientación para proseguir su camino. La temporada pasada con los celtas le había enseñado que debía tener siempre las Tierras Altas a su espalda. De todos modos, no se atrevía a usar las calzadas ni los caminos, por lo que la distancia que se veía obligada a recorrer era mayor.
La tarde del segundo día empezó a nevar débilmente. Los pequeños copos le besaban las mejillas, por las que habían resbalado tantas lágrimas. Se sentía tan cansada que aquel fenómeno que tantas veces había soñado con ver le pasó casi inadvertido. La nieve era húmeda, le empapaba la capa y le dificultaba la visión. Con horror, se dio cuenta de que su yegua iba dejando un rastro de pisadas por los páramos que atravesaban, pero cuando llegó la noche y la nieve dejó de caer, el fino manto blanco comenzó a brillar en la oscuridad, facilitándole el camino. Maldición y bendición al mismo tiempo. Con la nieve, en definitiva, lo que sentía era más frío y más desolación. Estaba perdida entre dos mundos.
En su avance hacia el sur, el número de granjas aumentaba, y a veces oía ladridos de perros o ecos lejanos de voces humanas que surgían de las hondonadas y resonaban en los páramos. Entonces, con cautela, se desviaba y tomaba otra ruta. Aquellos cambios de rumbo la obligaban a veces a atravesar bosques espesos, a rodear ciénagas o superar colinas, lo que le hacía perder un tiempo precioso, pero no podía arriesgarse a que la atraparan. Al final, siempre volvía a las tierras llanas y baldías, por donde su avance era más rápido. El frío viento del norte le azotaba la espalda y, frente a ella, se extendían cadenas de colinas sin fin. Le dolían todos los huesos, tenía el trasero y los muslos escocidos y, exhausta, se tambaleaba en la silla. Pero seguía cabalgando.
La mañana del tercer día amaneció con un cielo azul muy pálido salpicado de nubes. De pronto, en la lejanía divisó la línea del muro. ¡Por fin! Visto desde allí parecía interminable. Coronaba la cima de la frontera britana como un enorme gusano blanco, encaramada a un risco aquí, descolgándose por un torrente allá. ¿Cómo pretendían los celtas vencer a una civilización capaz de construir algo así? Sin embargo, ¿cómo iba a reunir Roma suficientes hombres para defenderla? Divisó los pendones de los legionarios ondeando en todas las torres de vigía, donde un contubernio de soldados viviría y montaría guardia. Aislados, aburridos, peleándose entre sí, jugando, soñando. Aquella visión le resultó inquietante y tranquilizadora a un tiempo.
¿Cómo la recibiría Marco?
¿Cómo le respondería ella?
El punto por el que llegó al muro no le resultaba familiar. Unos ondulados montes, azotados por el viento, descendían hasta un valle húmedo cuajado de ciénagas y charcas. La barrera de piedra avanzaba sobre los riscos que se alzaban en un extremo de aquella zona pantanosa y hacía de aquel lugar un frente inexpugnable, pues ni siquiera era posible aproximarse. ¡Qué imponente debía de ser la vista desde allí arriba! ¿Habrían disfrutado de ella los que la habían construido, imaginando, orgullosos, la cicatriz que estaban a punto de hendir sobre la tierra? A pesar de su cansancio, intuyó que Petrianis debía encontrarse más al oeste, y cabalgó despacio en aquella dirección. Su yegua temblaba de cansancio.
—Llévame hasta el muro —le susurró—, y tendrás comida y techo. Sólo hasta el muro, y serás una yegua romana. Y todo habrá terminado.
Tras dos millas, la tierra ante la pared de piedra dejó de ser pantanosa y se hizo más firme. Valeria puso rumbo a una torre de vigía, en cuya base se distinguía una puerta. Parecía deshabitada. No divisó ningún centinela. No oía las trompetas de los soldados.
Al acercarse más, el muro le resultó aún más inexpugnable. Su foso en forma de V acentuaba la altura real del parapeto, y en un perímetro de cien pasos —el alcance de un tiro de ballesta— se habían segado arbustos y árboles. Incluso una romana como ella se sentía desnuda y vulnerable al cruzar aquella última porción de terreno. A pesar de no ver a nadie, se sentía observada.
Tras las almenas de la torre se elevaba una columna de humo, pero seguía sin distinguir a ningún soldado. Debían de estar dentro, guareciéndose del frío. La ausencia de centinelas hacía que el muro pareciera custodiado por fantasmas como los del Samhain, pero no, esto era la frontera de Roma, un lugar de piedra, disciplina y cruda realidad.
Era temprano, por eso no se veía a nadie.
—¿Hay alguien ahí? —gritó desde el otro lado del foso, junto al puente levadizo.
No obtuvo respuesta. El olor del desayuno que se cocinaba en el fuego la hizo salivar de hambre.
Se bajó de la yegua, que relinchó de alivio. Con cautela, sacó una lanza corta que llevaba en una funda, detrás de la silla. Era la que le había entregado Hool, la que había usado para matar al jabalí. Se la había regalado en señal de respeto, y ella no pensaba dejarla en Tiranen. Sería el recordatorio de aquel mundo vibrante, carnal, vivaz, exuberante, colorido, comunitario, que estaba dejando atrás. Sopesó la lanza, sorprendida por la fuerza que habían ganado sus brazos en aquel tiempo, apuntó a la puerta de roble, gris y carcomida, y la lanzó.
Se clavó en la madera y el fuste tembló unos instantes. El impacto resonó en la torre.
—¡Hola! ¡Abrid la puerta!
Por fin oyó exclamaciones y unos pasos.
—¿Quién va? —gritó una voz autoritaria. Valeria alzó la vista y vio a un soldado asomado al parapeto—. ¡Esta puerta no está abierta al paso, bárbaro! —dijo en un celta con acento latino—. Ve hasta Aesica si quieres pasar. ¡Estamos desayunando!
—¡Por favor! Soy Valeria, de la Casa de Valens, hija de un senador romano y esposa del comandante de la caballería petriana. Estoy exhausta. Acabo de escapar de los caledonios.
El hombre pareció desconcertado.
—¿Eres una mujer?
Ella se dio cuenta del aspecto que debía de presentar: llevaba unos calzones celtas y unas botas perdidas de barro. Un gorro de lana le cubría el pelo y la capa le disimulaba las formas. Iba cubierta de manchas, salpicaduras, restos de ramas y hojarasca. Y acababa de arrojar su lanza contra la puerta.
—Estoy hecha un asco porque he cabalgado sin parar tres días y dos noches, pero sí, a pesar de mi aspecto soy hija de Roma. Por favor, ábreme antes de que me desmaye.
El soldado dio unas órdenes y Valeria oyó el resonar de botas tachonadas. El cerrojo de la puerta chirrió y la puerta se abrió crujiendo por la falta de uso. Entró con la yegua detrás, ansiosa y famélica. Al otro lado había un pequeño patio al que daban los barracones en que dormían los soldados, y al fondo había otra puerta. Aquello era una trampa. El que lograra franquear la primera se encontraría frenado por la segunda, a expensas de los soldados, que podían disparar desde garitas instaladas en las cuatro esquinas.
Sin Galba, los bárbaros no tenían ninguna posibilidad.
—¿Eres de verdad Valeria? —le preguntó un decurión. Su aspecto era deplorable, tenía la cara sucia, los ojos enrojecidos por la falta de sueño y la tristeza, el pelo enredado. Parecía poseída.
—He venido para alertar de un ataque contra el muro —musitó, antes de desplomarse.
La sección del muro a que Valeria había llegado se encontraba a diez millas del fuerte de la petriana. La reanimaron haciéndola beber un poco de sidra y la acostaron, a pesar de sus débiles protestas, pues sin duda no estaba en condiciones de proseguir camino. Mediante el sistema de señales con banderas, y mientras ella dormía, los soldados de la guarnición enviaron un mensaje a su esposo, y al cabo de poco tiempo recibieron respuesta: «Traédmela». A primera hora de la tarde, la despertaron y la condujeron a un carro. Aturdida, ella montó en él, con la ropa aún sucia, el pelo enredado, las emociones aletargadas por su agotamiento y sin su anillo de desposada. Se aferró al vehículo que había de transportarla.
—¿Estás bien? —le preguntó el auriga encargado de trasladarla, no muy convencido.
—Llévame a casa.
Él hizo chasquear el látigo y enfilaron la calzada militar. Enseguida ganaron velocidad y el viento la reanimó un poco. Dejaron atrás varias torres de vigilancia y varios castillos de defensa. Descendieron hasta hondonadas y se encaramaron a repechos panorámicos. Tras una hora de viaje, alcanzaron el río situado a los pies de Petrianis y ante ella se extendió la misma imagen que había contemplado el día de su llegada. Pasaron junto a la villa de Falco y Lucinda, escenario de su boda, cruzaron el curso de agua y enfilaron el tortuoso camino que conducía a la población, encaramada en lo alto de la colina. El trayecto trajo a su memoria una cascada de recuerdos, y más confusión emocional de la que ya sentía. Accedieron por la puerta del sur, la misma por la que había entrado la noche de su matrimonio. En esta ocasión también iba montada en un carro, y también albergaba dudas respecto de su esposo. Como si su vida fuera una rueda que girara y llegara de nuevo al mismo punto. Un centinela hizo sonar la trompeta para anunciar su llegada, y al punto se encontraron en el patio empedrado del fuerte. Los hombres empezaron a hablar a gritos, los caballos del carro resoplaban y daban coces, suscitando la reacción de los que descansaban en las caballerizas, que les respondían con relinchos. En un instante, Valeria se sintió invadida por los olores de los fuegos de carbón, los establos, el aceite de pescado, las olivas.
Había vuelto.
En ese momento se dio cuenta de que había olvidado la lanza de Hool en la torre.
Empezaba a anochecer. Marco, en la escalinata de la casa, inmóvil como una estatua, no hacía ningún ademán de ir a recibirla, al parecer esperando que fuera ella la que se acercara. ¿Qué estaría pensando? Cansada, Valeria bajó del carro y con porte erguido se dirigió hacia él, sintiendo las miradas de todos los hombres clavadas en su espalda. Nadie le daba la bienvenida. Nadie le ofrecía ayuda. Al llegar a dos peldaños de su esposo, se detuvo y lo miró. Sus respectivas posiciones propiciaban la superioridad de Marco, y aquella realidad incontestable la tomó por sorpresa. Arden jamás había pretendido mostrarse superior ante ella, a pesar de que no era más que su prisionera. ¡Qué mundos tan diferentes!
—He vuelto, Marco —musitó. Temblorosa, esperó a que la abrazara.
—Vistes como un hombre.
—Es porque he venido a caballo.
—Vistes como un bárbaro.
—He cabalgado tres días con sus noches para llegar hasta aquí.
—Eso me han dicho. Bien. —Apartó la vista, como si le incomodara mirarla a los ojos. ¿Le avergonzaba su regreso? ¿Estaba molesto por su ausencia?—. Ni siquiera sabía si estabas viva —añadió en tono distante.
Valeria aspiró hondo y le dijo:
—He escapado para advertirte de la guerra que se avecina. Si actúas con rapidez, lograrás impedirla. Las tribus ya se están agrupando.
—¿Escapado? ¿De dónde?
—Del fuerte de Arden Carataco, el hombre que nos dijo lo de los druidas del bosque. Esposo, aquí todos juegan a un doble juego, y la petriana está en peligro.
—¿Todos? —Marco torció el gesto—. Eso creía yo, hasta que me destinaron aquí. —Y entonces, como reconociendo al fin la desesperación de su esposa, le tendió una mano para que se la cogiera. Tal vez su reserva sólo era una muestra más de su timidez. Recordó que Marco era taciturno, que no demostraba sus emociones. ¡Se veía tan distinto de los celtas! Tan distinto de Arden—. Entra en casa, mujer, a darte un baño y comer. Luego me contarás lo que sabes.
El calor de la casa la envolvió como una manta, y de pronto sintió una aguda nostalgia por los baños y por todo lo que daba fama a Roma. ¡Todo era tan seguro, tan estable, tan predecible! Anhelaba entregarse a aquel orden. Los muebles, la arquitectura, eran recordatorios de su procedencia, de su verdadera pertenencia. Aquella añoranza súbita por el imperio la desconcertó. Era una especie de atracción embriagadora, que la confundió más aún.
¿A cuál de aquellos dos hombres pertenecía ella en realidad?
¿A qué lado del muro se encontraba su corazón? Marco la miraba con desagrado.
—Ve, quítate esos harapos y lávate. Le he pedido a Marta que nos prepare una cena. Mientras comemos hablaremos de esas aventuras tuyas.
—¡Debes alertar a la guarnición ahora mismo! ¡Enviar un mensaje al duque de inmediato!
—Los hombres ya han sido alertados. Báñate primero, seguro que el agua te calmará un poco. Mientras los esclavos preparan la cena, tienes tiempo de ponerte algo más presentable.
—Marco, no lo entiendes…
—Sí lo entiendo, esposa. Entiendo que te estoy pidiendo que te quites esos harapos y te vistas con ropas dignas de una mujer romana. Así que ve ahora mismo. —Era una orden.
Valeria fue a los baños, en la parte trasera de la casa, pero no llamó a ninguna esclava. De pronto, su ayuda le resultaba totalmente prescindible. Se quitó la ropa húmeda y la arrojó hecha un ovillo a un rincón para alejar al máximo su pestilencia. Algo se le enredó al cuello, y reparó en que todavía llevaba los colmillos del jabalí. ¿Qué habría pensado Marco? ¡Adornada como una salvaje! Seguramente creía que los bárbaros no se lavaban nunca, y que ella se había pasado medio año sucia. No le extrañaba que se hubiera mostrado tan distante. Agradecida, se metió en el baño, aunque tuvo que lavarse rápido y no pudo demorarse tanto como le habría gustado. Al no estar Savia, no tenía a nadie que le ayudara a maquillarse, ni tiempo para hacerlo. Se recogió el pelo en una coleta sujetada con un pasador redondo de oro. Y escogió una estola de lana que la abrigara, renunciando a otras más entalladas y seductoras. ¡Lo que menos le apetecía en ese momento era compartir la cama de su esposo! Tardó apenas media hora en estar lista y de nuevo con su esposo, cenando, hambrienta tras todas las aventuras vividas.
«Se te va a poner un trasero como el de Savia», se reprendió en broma. Pero no. Sus hazañas la habían vuelto más fibrosa. Suponía que a su esposo no le entusiasmaría su nueva forma física. No lo consideraría femenino.
Marco la observaba comer en silencio mientras, ausente, se llevaba la comida a la boca. Era como si de aquel modo intentara averiguar algo de ella. Su mirada remota pero sostenida, más fría de lo que ella recordaba, la incomodaba. ¿Por qué se mostraba tan distante?
—Marco, los celtas se están agrupando para atacarte —le dijo.
—Sí, ya me lo has dicho —replicó él sin inmutarse, como si estuvieran hablando del tiempo.
—Oí a escondidas una conversación en el fuerte de Arden Carataco, el hombre que me raptó.
—Le espiaste —puntualizó él, en un tono que, más que un elogio, parecía un reproche.
—Junto a mi esclava. Sospechábamos que estaba pasando algo y nos ocultamos en un pajar para oír lo que decían. —Hizo una pausa, buscando una manera diplomática de decir lo que debía revelarle. Su tribuno en jefe no era sólo un bribón, era un traidor—. Estaba conspirando con Galba.
—¿En serio? —repuso Marco, impertérrito.
—Brasidia llegó con varios soldados para reunirse con los bárbaros. Dijo que iban a trasladarlo a la Galia, que hay problemas con la sucesión imperial, y que a los soldados se los llevan del muro porque se teme una guerra civil en el continente. —Marco seguía sin abrir la boca. El desasosiego de Valeria iba en aumento. ¿Qué era lo que ya sabía su esposo? ¿Había cabalgado como una posesa para advertirle de algo que en realidad no significaba nada?—. El plan de los bárbaros es acabar con todo gobierno romano en Britania —añadió—. Si obtienes refuerzos del sur, lograrás repelerlos. Incluso conseguirías evitar su ataque.
Su esposo miró el tapiz que cubría el mural de la batalla.
—¿Dónde está Savia?
A ella le pareció que aquella pregunta estaba fuera de lugar, dada la gravedad de las noticias.
—Tuve que dejarla allí para que no sospecharan y tardaran un poco en empezar a buscarme.
—Los celtas la liberaron, ¿no?
—Sí, pero ella no quería esa libertad y…
—¿Y qué hicieron por ti?
Valeria se ruborizó.
—Me han tenido cautiva seis meses y…
—Déjalo ya —la cortó.
El desconcierto de la joven era absoluto.
—Marco, ¿qué sucede?
—Basta ya de mentiras. Ya me has humillado bastante.
—¿Mentiras?
—No has espiado a Arden Carataco.
—¡Claro que sí!
—Lo que me dices lo oíste en su cama.
—¡Eso no es cierto!
—¿Ah, no? Pues entonces respóndeme una cosa. ¿Te has acostado o no con ese pedazo de boñiga de asno traidor que te raptó?
¿Cómo se había enterado? Su sorpresa fue tal que no pudo articular palabra.
Su marido se puso en pie, sin dejar de mirarla, convertido en una columna de ira y humillación.
—¿Es o no cierto que me has avergonzado, te has burlado de mí y has destruido mi reputación ante cualquier hombre o mujer respetable de Roma?
—¿Cómo puedes decir eso?
—¿Representaste o no representaste el papel de una de sus diosas paganas, y danzaste en sus ceremonias de sacrificio, y montaste a caballo y cazaste como un hombre, y trabajaste la tierra como una campesina, y comiste como un bárbaro, como acabas de hacer ahora? ¿Es verdad o no que durante cien generaciones el nombre de tu familia quedará mancillado? —Su tono era cada vez más agudo.
Valeria se echó a llorar.
—He venido para advertirte…
—¡Has venido para traicionarme!
—¡No, Marco, no! ¡Estás equivocado!
—¿Dónde va a atacar Carataco? ¡Dímelo, Valeria!
—¡Aquí!
—¿Entonces debo concentrar aquí mis tropas, en la sección más protegida de la muralla?
—¡Sí, sí! —dijo entre sollozos—. Aquí. Eso es lo que creo. Viene a atacarte, y quiero que salves la vida…
—¿La vida de quién, Valeria?
Ella lo miró fijamente, sin comprender.
—¿La vida de tu esposo? —precisó él.
Muda, Valeria asintió.
—¿O la de tu amante?
—Marco, por favor…
—No has galopado lo bastante deprisa, mujer. Galba se te ha adelantado.
Desolada, cerró los ojos.
—No hagas caso a Galba. Es tu enemigo.
—Galba te siguió y me habló de lo mucho que deseabas a ese bárbaro. ¿Te gustaba la dureza de ese tal Carataco, que así es como se hace llamar, en recuerdo de un famoso enemigo de Roma? ¿Te gustaba su crueldad?
—Marco, no creas lo que…
—¿No debo creerlo? ¡Brasidia! —llamó con voz atronadora.
Unas botas resonaron en el suelo de la casa del comandante y Galba apareció con la coraza puesta, la espada en el costado y la cadena rebosante de anillos sujeta a la cintura, listo para el combate. Dio un golpe de talón y se puso firmes.
—¿Comandante? —En sus ojos no había atisbo de sorpresa.
—¿Es esta la mujer de la que te hablaron en el fuerte de Arden Carataco?
—La misma, comandante.
—¿La mujer que abandonó mi casa en plena noche para reunirse con el tribuno Clodio?
—La misma, comandante.
—¿La que ha avergonzado a Roma convirtiéndose en la amante de un bárbaro?
Galba bajó la cabeza.
—Eso me han dicho, comandante.
—¿Y quién te lo dijo?
—Arden Carataco. Se jactó de haber poseído el cuerpo de una hija de Roma.
—¿Y qué prueba te dio que avalara su jactancia?
—Me mostró un trofeo, comandante.
—¿Podría reconocer yo ese trofeo?
—Se lo entregaste a la novia la noche de tu boda.
—¿Es pues un anillo? ¿Y cómo sé yo que dices la verdad?
—Porque lo he traído conmigo. Porque lo tengo aquí.
Galba metió la mano en un bolsillo que llevaba prendido al cinturón y arrojó sobre la mesa algo que tintineó y rodó, hasta detenerse justo frente al prefecto. Era la alianza con la efigie de la diosa Fortuna.
¿Se lo había dado Arden a Galba para traicionarla? Fuera como fuese, lo cierto es que la fortuna había abandonado a Valeria.
—¡No! —gritó con todas sus fuerzas—. Galba fue a Tiranen para conspirar con Arden. Han urdido su plan desde el principio para manipularte y desacreditarte, Marco…
—¡Respóndeme! ¿Te acostaste con ese animal caledonio?
—No es un animal.
—¡Responde!
—Sí —concedió al fin con un hilo de voz, intentando desesperadamente encontrar una explicación convincente—. Estábamos ebrios después de la ceremonia, no tuvo ninguna importancia, y además, he vuelto para advertirte…
—¿Cómo que no tuvo ninguna importancia? —exclamó él dando un puñetazo en la mesa y una patada al suelo. Valeria se encogió. La cólera de su esposo iba en aumento—. ¡Por los dioses, nuestro lecho conyugal apenas si está estrenado y ya me has sido infiel!
—No lo entiendes. Estaba cautiva…
En ese momento apareció Marta, alarmada al oír los gritos. Miró de hito en hito a la pareja, intrigada y conteniendo una sonrisa maliciosa. En menos de una hora, aquella escena sería del dominio de todo el fuerte.
—Vete —le ordenó Marco.
La esclava desapareció.
El prefecto volvió a dirigirse a su esposa.
—Sí, pero de alguna manera obtuviste la libertad en cuanto te lo propusiste, y volviste para decirme cómo debo distribuir mis tropas.
—¡Para advertirte!
—Galba Brasidia ya me ha advertido.
—¡Es un traidor!
—Galba es nuestro agente, Valeria. Lleva años tratando con el malnacido de Carataco. Le llena la cabeza de necedades y despista a los celtas. Tú no tenías ni idea de lo que pasaba en aquel fuerte, ni de lo importante que era para ellos conocer tus secretos.
Su desprecio le resultaba hiriente. Valeria estaba empezando a enfadarse.
—¿Acaso no es cierto que el emperador está enfermo? —replicó—. ¿Acaso no es cierto que los hombres más poderosos de Roma están divididos entre él y su hijo?
Marco no respondió.
—¿Acaso no es cierto que están enviando tropas al continente?
—¿Y qué?
—¡Qué estás en peligro!
—¡Por tu culpa! ¡Tú me has traicionado!
—¡Estaba confundida! Pero he vuelto…
—Para seguir traicionándome con tus palabras.
—¡No!
—Te ha enviado Carataco para que me engañes con lo del ataque. Para que me seduzcas con tu sexo. Para que nos preparemos para recibir el ataque en un sitio mientras ellos nos invaden por otro. De todo eso se jactó ante nuestro tribuno en jefe, Galba Brasidia.
—No… —explicó ella.
—Te ha usado, Valeria. Carataco te sedujo y te convenció de que traicionaras a Roma. Para que fueras el vehículo de la muerte de tu propio esposo. Para que sirvieras de agente de la confusión…
Desesperada, la joven no dejaba de negar con la cabeza.
—Para que abrieras una brecha en el muro.
—Galba te lo ha contado todo al revés.
—Galba os tendió una trampa a los dos. Y ahora la ha cerrado sobre el primero que ha caído en ella, es decir, sobre ti.
Valeria lo miró, incrédula.
—Sí estamos preparados para vencer a los celtas —gruñó Galba—. Lo difícil es convencerlos de que participen en una batalla campal en un lugar que nos resulte favorable. He persuadido a Carataco de que le ayudaré a cruzar el muro, pero cuando lo intente, caeremos sobre él y le destruiremos.
—¿Ves? —exclamó Valeria—. ¡Galba piensa dejar entrar a Carataco! ¡Déjame ir a ver a Arden, Marco! Se va a derramar mucha sangre innecesariamente. Si le advierto, nadie tendrá que morir.
Marco soltó una amarga carcajada, la de quien contempla las ruinas de su matrimonio y su influencia política. Su esposa lo había humillado, a él, que no le había dado más que amor y honor. Ahora, lo único que le quedaba era la victoria en el campo de batalla.
—¿Dejarte volver con Arden? ¡Seguro que es lo que más deseas! Pues ahora vas a lamentar el día en que renunciaste a su protección. Has traicionado a Roma y has destruido nuestro matrimonio. Después de la batalla, ya me ocuparé de ti de acuerdo con la antigua ley.
—¿La antigua ley?
—Un esposo romano tiene derecho al divorcio. A ejercer la disciplina. A quitarle la vida a la mujer adúltera si la traición es grave, como dijeron Catón, Augusto y Constantino. Eso lo sabías muy bien, y aun así te arriesgaste. Preferiste exponerte a morir lapidada o ahogada, o ahorcada.
Valeria estaba aturdida y aterrorizada. Aquello no podía estar pasando.
—Marco…
—Tal vez pretendas clavarte tú misma la daga, o tomar veneno para evitarte la vergüenza, pero no pienso darte ese gusto. Esperarás aquí, encerraba bajo llave, a que tome la decisión final tras la batalla. Y la próxima vez que te deje salir será para que presencies la tortura y la muerte de tu amante bárbaro.