Valeria despertó a media tarde en un mundo que parecía enteramente nuevo y mágico. Se desperezó en el nido de pieles y vellones con lánguida parsimonia, saciada físicamente. Sentía una dicha inmensa y una extraña mezcla de cansancio y plenitud. ¿Cómo había ignorado tanto tiempo que su cuerpo era capaz de sentir así? Sus cuerpos se habían unido como el rayo y el trueno, y toda su sensibilidad se le había puesto al rojo vivo. Después de una maravillosa tormenta había llegado la calma, y al despertar todo estaba húmedo y resplandecía.
Habían hecho el amor hasta bien entrada la mañana, antes de caer exhaustos. En algún momento difuso, él se había despertado, la había besado tiernamente y había salido de la alcoba para atender a su clan. Ella se había quedado acurrucada, caliente, envuelta en el olor de sus cuerpos, agitándose de vez en cuando y soñando en los dioses del bosque y en la bóveda estrellada de una noche de invierno. Ahora despertaba como quien sale de un hechizo. ¡Qué mágico había resultado el Samhain!
Y entonces, al ir recordando dónde estaba y quién era, su alegría empezó a teñirse de culpa.
Le había sido infiel a su esposo.
El mundo parecía haberse vuelto del revés. Se había enamorado de un hombre que no hacía mucho le parecía un bárbaro peligroso, y vivía alejada de aquel por el que había recorrido más de mil millas. Se sentía más cómoda en aquel edificio de madera que en la casa del comandante, construida a imagen y semejanza de Roma. Era más libre y contaba con mayor autoridad en aquella tierra feraz que en la civilización, y por ello tenía más poder en esa modesta tribu del que había gozado en el imperio romano. Y era más feliz que nunca, pero sólo porque había acabado aceptando todo lo que antes despreciaba.
La vida se había convertido en algo muy raro.
Y ahora temía el momento de enfrentarse a Savia. Su sirvienta no dudaría en sermonearla sobre la idea cristiana del pecado.
¿Dónde estaba Arden? De repente se sintió sola con sus dudas. ¿Por qué la había dejado sola, como también había hecho Marco? ¿Actuaban así todos los hombres? ¿Y por qué su corazón se sentía de pronto tan confundido y triste? ¿Qué males le infligían los dioses?
Se levantó, invadida por la inquietud y la premonición de que algo no iba bien. Era evidente que había obrado mal bailando vestida de diosa celta, por más emocionante que le hubiera resultado. Y había hecho mal acostándose con Arden Carataco, enemigo declarado de Roma. Sin embargo, con qué delicia recordaba sus abrazos, a veces dulces, a veces firmes. Con Marco nunca había sentido la pasión y el éxtasis que experimentaba con Arden. El mero recuerdo la mareaba. Así pues, ¿había sido un error su boda, el mejor momento de su vida? ¿Había perdido por completo el juicio? ¿Qué auguraba todo aquello para su felicidad futura?
¿Y si quedaba preñada, allí, prisionera lejos de su esposo?
¿Por qué no había ido Marco a rescatarla?
La habitación estaba fría, y el cielo se había cubierto de nubes. Otra larga noche de invierno no tardaría en llegar, y ya había empezado a oscurecer. Miró por la ventana y vio a unos hombres llevando al cercado unos caballos que no le resultaron familiares. ¿Quién llegaba con el año tan avanzado? O mejor, ¿con el año recién estrenado? De las chozas se elevaban columnas de humo, y se oían los gritos de los niños y los cacareos de las gallinas. Todo parecía normal y a la vez algo distorsionado, como visto a través de un espejo. Su vida había cambiado irremisiblemente.
Se vistió deprisa y bajó. La Casa Grande se preparaba para la cena, y Valeria se dio cuenta de que volvía a estar hambrienta. En Roma, nunca parecía tener demasiado apetito pero allí, donde la comida era tan básica, nunca le faltaba. No era sólo su mente la que había cambiado, también su cuerpo, el sentido del gusto, el recuerdo de los olores. Aún seguía desorientada, como embriagada.
Estuvo a punto de chocar con Asa, y la pelirroja la miró con cautela. La posición de Valeria en el clan había cambiado. Al entregarse al jefe, ella misma había adquirido su poder, de modo que ahora Asa le demostraba la deferencia brusca de un perro bien adiestrado. Aquella gente vivía de extremos, se desbordaba con las victorias y se hundía con las derrotas.
—¿Dónde está Arden? —preguntó.
—En la Cabaña del Consejo, con un visitante. —La pregunta permitió a Asa un pequeño triunfo—: Y ha pedido que no se le moleste.
La Cabaña del Consejo era una de las chozas circulares del interior del fuerte, y se usaba para tratar asuntos que no debían ser conocidos por todos. Los caballos que Valeria había visto pertenecían, sin duda, a otro jefe. ¿Había algún asunto que tratar concretamente el primer día del nuevo año? Tendría que preguntárselo a Arden.
—¿Y dónde está Savia?
—¿Quién sabe? —respondió Asa secamente—. Se escurre de un lado a otro, como las lagartijas.
Valeria se puso la capa y salió fuera. Llevaba las altas botas celtas porque el barro estaba duro por el frío. A juzgar por los resultados, Cailleach había golpeado bien con su martillo. Las nubes se cernían sobre la colina, bajas y plúmbeas. Al respirar, el vaho creaba nubes fugaces. Deseaba encontrar a su sirvienta, que era como una madre para ella, y explicarle lo que había sucedido. O que fuera ella quien se lo aclarara. Sin saberlo, lo que buscaba en realidad era la aprobación de la esclava, su bendición.
Pero Savia no estaba ni junto a las puertas de entrada ni en el pozo. ¿Estaría en el cercado? Se acercó hasta allí y vio que a los exhaustos caballos los habían librado de las sillas, que descansaban sobre la empalizada. Iba a seguir su camino cuando de repente se detuvo y volvió a mirarlas.
Eran romanas.
Su forma, sus costuras de piel, el remate de pequeñas monedas, eran señales inequívocas. Aquellos caballos venían del muro.
El corazón le dio un vuelco. ¿Sería Marco, que había acudido a negociar su rescate? ¿Se había enamorado de Arden Carataco justo en el momento en que debería abandonarlo por culpa de una negociación?
Debería irse para demostrar lealtad a su esposo.
Ese era su deber, sí, pero no su deseo.
Se acercó al cercado y observó los caballos.
Algunos relincharon, empezaron a trotar de un lado a otro, temerosos de que alguien quisiera montarlos de nuevo. Pero no, lo único que ella pretendía era distinguir a quién pertenecían.
—El negro. ¿Lo reconoces? —Se giró con un respingo. Era Savia, que mantenía su rostro oculto bajo la capucha y había sorprendido a su señora por la espalda—. Fíjate, míralo bien.
—¿El negro? —Sí, no había duda, ahí estaba, de color azabache, orgulloso, con la cabeza erguida y las narices dilatadas—. ¡Es el de Galba! ¿También está aquí el tribuno?
—Como una aparición del demonio.
—¿Por qué?
—Sospecho que ha venido a negociar nuestra liberación —dijo Savia.
—¿Después de tanto tiempo?
—Antes de que pase algo peor. Antes de que olvidemos de dónde venimos y quiénes somos.
Valeria se sentía muy mal. De haber sido Marco, tal vez sus sentimientos hubieran sido más contradictorios, pero tener que volver al muro con Galba…
—¿Pero por qué ahora? —preguntó—. ¿Por qué él?
—No lo sé. Pero si se trata de algo que afecta a nuestro futuro, te sugiero que hagamos lo que a las esclavas se nos da mejor, que es escuchar. En la parte trasera de la choza hay un pajar donde cabríamos las dos y desde donde podríamos ver por un orificio en la pared.
—¿Un orificio?
Savia levantó un palo.
—Cuando vi que Galba entraba cabalgando por esa puerta, más tieso que un emperador, yo, que soy más astuta que una loba, hice un orificio.
La puerta de la cabaña estaba custodiada por dos legionarios romanos. Por su pose y su perfil, supo que se trataba de los decuriones de mayor confianza de Galba. Un tercero estaba en la parte trasera, acuclillado con gesto aburrido. Las mujeres se colaron en el pajar contiguo, a apenas cuatro pasos de él, sin que las viera. Por el orificio que Savia había abierto en la pared de adobe vieron a Arden y Galba sentados al calor de un pequeño fuego de brasas encendidas. Sostenían sendas copas de vino, pero se miraban con la envarada cortesía de los hombres que pueden ser aliados pero jamás amigos. Tras ellos, escuchando como un búho envuelto en ropas, se encontraba Kalin.
Las botas del romano estaban manchadas de barro y llevaba la túnica sudada, lo que ponía en evidencia la dureza de su viaje. Su actitud era expeditiva, comercial, como la de Arden. El dulce y apasionado amante del Samhain había dado paso al guerrero. No iba armado pero se le notaba tenso, y exhibía un gesto duro y despierto. El rostro de Galba era más oscuro y sus rasgos parecían más hundidos, como si estuviera enterrándose en sí mismo.
—¿Has venido por la mujer? —le preguntó Arden sin rodeos.
—¿Quién? —Galba pareció no saber por un momento a quién se refería—. Ah, ella. Por supuesto que no.
Arden lo miró inexpresivo.
—Es nuestra rehén en caso de ataque, por si no lo sabes.
Galba asintió.
—La situación ha resultado bastante frustrante para Marco Flavio. Yo finjo no saber dónde se encuentra la joven, y él no se atreve a salir en su búsqueda. Se siente desgraciado tanto si no hace nada como si hace algo. Vacila, se desespera y me culpa a mí, y no hace caso de los despachos que llegan de Roma pidiéndole noticias de la situación de su esposa. Qué cobarde es. Si hubiera tiempo, el duque lo relevaría. Pero los acontecimientos del continente nos indican que tiempo es precisamente lo que falta.
—¿Qué quieres decir?
—Es a mí a quien van a trasladar. A la Galia o a Hispania.
—¿A ti?
—Decisión del prefecto. Nunca ha confiado en mí y en el fondo me culpa por la desaparición de su esposa. Qué más le da a él que yo perdiera a cuatro valiosos hombres intentando salvarla.
—De un encuentro que tú mismo planeaste, Brasidia.
—A instancias tuyas, Carataco.
—No nos advertiste de que aquellos cuatro soldados vendrían tras ella.
Galba se encogió de hombros.
—No lo sabía. El duplicario de guardia aquella noche resultó más responsable de la cuenta. Tuve que castigarle por su diligencia, además de fingir sorpresa.
Arden miró al tribuno con curiosidad.
—Ser despiadado no te importa un ápice, ¿verdad? —Era como si sólo entonces se hubiera dado cuenta de lo peligroso que era aquel romano.
—No me importa ser eficaz, si me obligan los celos y los nombramientos de hombres menos válidos. Marco no soporta que todo lo que aprenderá de la petriana sea menos de lo que yo puedo permitirme el lujo de olvidar. Me teme tanto como me envidia. Por eso intenta librarse de mí, y ahora que las cosas están cambiando, el duque parece inclinado a hacerle caso.
—¿De qué acontecimientos hablas?
Galba se echó hacia atrás, saboreando la expectación ante la noticia que estaba a punto de dar.
—El emperador está enfermo.
—¿Valentiniano? Lleva enfermo más de un año.
—Pero ahora se acerca la hora de su muerte. El nombramiento de su hijo Graciano como coemperador ha dividido a la corte. Los germanos ven en este momento una gran ocasión. Los generales han tomado al niño bajo su protección y le están llenando la cabeza de tonterías. Como precaución se están destinando tropas a la Galia, para prevenir alguna invasión o una guerra civil.
—Y todo esto ¿en qué nos afecta a nosotros?
—Esas tropas son de Britania, y yo tengo que marcharme con ellos.
Se hizo un largo silencio. Kalin, que se había mantenido tan inmóvil que Valeria creía que se había dormido, se incorporó de pronto.
—¿De qué parte de Britania? —preguntó Arden intentando no alterarse.
—Del muro.
Los dos celtas reflexionaron un momento.
—¿Serán capaces de arriesgarse?
—El duque cree que es una locura, pero en el sur los comandantes tienen más influencia y pueden retener más fácilmente a sus tropas. Todo depende de la Sexta Legión Victoriosa. Marco ha tenido mucho que ver, pues asegura que su incursión en el bosque sagrado ha eliminado las posibilidades de una insurrección vuestra. ¡Si hasta considera el secuestro de su mujer como señal de que existe una tregua! En recompensa, la petriana expande su radio de acción y ha doblado la extensión de muro que debe custodiar.
—¿Tan poco nos temen?
—Sabes mejor que yo que las tribus y los clanes nunca se han puesto de acuerdo para actuar conjuntamente. Los romanos creen que pueden trampearos hasta que el tema de la sucesión esté resuelto. Te ven como a un necio, Carataco.
Arden sonrió.
—Espero que tú les animes a seguir creyéndolo, tribuno.
—Maldito sea mi traslado al continente. Ya estoy viejo y he trabajado demasiado duro como para dejar Britania. Por los dioses, pero si he dado mi sudor y mi sangre por la provincia, toda mi vida y ellos me recompensan con un puesto de segunda. He intentado trabajar con el prefecto y ganarme a su pequeña zorra, pero los dos me han despreciado. Así que estoy tentado de aceptar de buen gusto el traslado a la Galia y dejar que Marco Flavio se ase en una de tus jaulas de mimbre, que muera gritando al darse cuenta de lo estúpido que ha sido.
—Aquí ya no asamos a nadie, Galba.
—Qué lástima. Le he convencido de que todavía lo hacéis. Pero aunque ese fuego satisfaría mi rencor, no serviría a mis fines. Así que escucha. El imperio es débil y está dividido. Contáis con una ocasión única de expulsar a Roma de Britania. Reúne a las tribus y atacad el muro. Este se os abrirá como si fuera de mantequilla. Si quieres, puedes saquear sin parar hasta llegar a Londinium y coronarte rey.
—¡Es un traidor! —susurró Savia en el pajar. Valeria le pellizcó en el hombro para que se callara. Los hombres no la oyeron.
—¿Nos ayudarías tú? —preguntó Arden.
—Me aseguraré de que la petriana no os haga frente con demasiada vehemencia.
Arden echó más carbón al fuego.
—¿Y qué quieres a cambio?
—Mi propio y modesto reino, por supuesto.
—¿El muro?
—Al sur, entre la tribu de los brigantes. Conozco a esa gente y puedo hacer que no ataquen a los atacotos. Y a ti puedo explicarte qué debes hacer para derrotar a las legiones. Yo sólo quiero el norte de Britania y una cuarta parte del botín de oro que obtengas en Londinium.
—¿Y no te preocupan tus compañeros soldados?
—Los que me preocupan vendrán conmigo.
Se hizo el silencio de nuevo. Los hombres se miraban fijamente. Unidos por la necesidad, desconfiados por la experiencia.
—¿Cómo sé que estás diciendo la verdad?
—Las noticias acerca del emperador no son ningún secreto, como tampoco el traslado de las tropas —respondió Galba—. Pregunta a tus aliados. Te confirmarán lo que acabo de decirte. Créeme, Carataco, en otro momento te habría combatido con todas mis fuerzas, pero he aprendido que el imperio es un lugar donde a los mejores se les deja de lado y a los peores se les premia. Desprecio a Marco Flavio, y desprecio a la zorra romana que ha consentido que él la use para lograr su ascenso. Quiero construir un…
—Deja de insultarla —interrumpió Arden en tono amenazador.
—¿Qué?
—Que no llames zorra a Valeria.
Galba, sorprendido, guardó silencio unos instantes, antes de sonreír con picardía.
—Vaya, ya veo. También te ha atrapado a ti. Lástima que la primera emboscada que planeamos antes de su boda no hubiese funcionado porque ahora no tendrías el obstáculo de su matrimonio.
Valeria contuvo un grito de estupefacción, Galba tenía planeado el rapto desde el principio. Desde el primer momento había conspirado con los bandidos del bosque. Por eso los celtas sabían dónde y cuándo la encontrarían. Y que ella sabía montar a caballo.
—Los dioses actúan según sus propios y misteriosos dictados —dijo Arden—. De haberla raptado entonces, probablemente Marco habría perdido su puesto de mando y yo estaría a punto de luchar contra ti, Galba.
—En eso tienes razón. Sin embargo, la boda…
—Una promesa vacía no es promesa. Ahora ella vive aquí.
El tribuno contuvo una carcajada.
—Hasta que tenga la ocasión de traicionarte. ¡Despierta, hombre! Poséela si quieres, pero no olvides nunca que es romana. Y los romanos de pura sangre viven sólo para la intriga.
—Creo que ella ya no es romana.
—Pues eres un ingenuo.
—Mira, me ha dado esto. —Arden sacó un objeto pequeño y brillante de un bolsillo. Valeria se puso rígida, igual que Savia.
Era su alianza, la que Marco le había puesto en el dedo la noche de su boda. Lo había olvidado. Había consentido que se la quitara durante el Samhain y que la echara en un cáliz de oro.
Galba lo reconoció.
—¡Por los dioses!, te has acostado con ella, ¿verdad? ¡Y te ha vuelto loco! ¿Su sabor es tan delicioso como su aspecto?
—Cállate, cerdo tracio, o no saldrás de aquí con vida. —La advertencia fue clara y mortífera.
Galba, burlón, levantó las manos en señal de disculpa.
—Lo único que digo es que no está nada mal.
—Es más valiente que muchos hombres.
—¿Y cuántos hombres son valientes? —El tribuno observaba el anillo con interés—. A mí no me importa lo que hagas con ella, aunque reconozco que me gustaría poseerla. Me falta una como ella en mi cadena de trofeos.
Valeria oyó el tintineo de su cinturón.
—Eres un malnacido, Brasidia.
—Un superviviente. No creo que tú tardes mucho en descubrir su verdadera naturaleza. No seas necio.
—El necio eres tú, Galba, que nunca has amado.
—¿Y cómo sabes tú que nunca he amado?
Entre ambos se hizo el silencio. Curiosamente, la expresión del tribuno era de agravio. Era cierto. ¿Quién sabía algo del pasado de Galba?
—No lo sé —admitió el celta—. Lo único que sé es que amo a esa mujer.
Ahora sí, Galba estalló en carcajadas.
—Amor, amor. Muy bien, los cristianos no hablan de otra cosa, ya sabes, de ese amor que dicen suyo.
—Es algo muy poderoso.
—Sí. —Volvió a reírse—. ¡Y ahora matarás a su esposo!
Savia tiró de Valeria para alejarla de allí, aprovechando las estruendosas risotadas de Galba. Las dos se escabulleron y dejaron que los hombres siguieran hablando.
—Todos los hombres de tu vida te han traicionado y abandonado, señora —susurró la esclava, airada—. Tu padre te casó por dinero y posición. Tu esposo te abandonó. Te han seducido, se han burlado de ti y ahora conspiran en tu contra.
—¿Dónde está el Arden al que conocí anoche? —se lamentó Valeria—. ¡No es más que un conspirador, como Galba! Los hombres usan el amor como moneda de cambio.
Savia suspiró.
—¿Cómo saber lo que quiere o piensa en realidad? ¿Es cierto que le diste tu anillo?
—Para que lo dejara en una copa, sólo un momento. Savia, ¿crees que anoche no fue sincero?
—Fue efímero. —Creía que mi vida había cambiado para siempre.
—¿No crees que todos los corazones jóvenes sienten como el tuyo?
Valeria se encogió de hombros.
—Ya no sé qué creer.
—Cree en la ley y el deber, señora. Porque cuando los hombres te fallan, como sin duda acaban haciendo, el orden es lo único que queda.
Volvieron a sus aposentos. Valeria no dejaba de torturarse. Lo que hacía sólo un día le había parecido tan lejano —¡Roma!—, había irrumpido de nuevo en su vida. ¡Galba era un traidor! ¡Enemigo de su esposo! ¡Aliado de su amante! Y aquello convertía a Arden en…
Se echó en la cama, confundida. ¿A quién debía mantenerse leal?
«Cuídate de aquel en quien confías —le había dicho la pitonisa de Londinium—. Confía en aquel del que te cuidas». ¿Quién era quién? ¿De qué lado estaban uno y otro?
La agonía de la indecisión le impedía conciliar el sueño. Al cabo de un rato, se puso la capa y volvió a salir. Era noche cerrada y el caballo de Galba seguía esperando. Pero en las colinas ya empezaban a arder las hogueras de aviso. Los mensajeros ya ensillaban sus caballos para llevar las noticias a los cuatro puntos cardinales. Arden convocaba a todos los clanes a marchar contra el muro. A marchar contra Roma.
Morirían miles de hombres, entre ellos, tal vez, Marco y Arden.
Con todo, el plan del bárbaro se fundaba en el factor sorpresa. Si ella lograba llegar hasta Marco antes del ataque, este a su vez podría alertar al duque, que estaría a tiempo de enviar refuerzos. Y, enfrentados a las fuerzas conjuntas del ejército romano, los celtas tendrían que retirarse.
Marco salvaría su cargo.
Arden salvaría su vida.
Y ella volvería a estar con su esposo, tal como debería querer, ¿no? Era su deber.
¡Deber! Cuántas veces se había burlado de aquella palabra. Ahora comprendía su importancia. Si cumplía con él, salvaría a los dos hombres de su vida y salvaría a Roma.
¿Por qué, entonces, su corazón le pesaba como una piedra? ¿Por qué sentía que a ella también la obligaban a una especie de traición?
No soportaba la idea de abandonar a Arden. Anhelaba sus abrazos. Pero debía volver al muro antes que Galba y dar la voz de alarma.
Mandó llamar a Savia.