CAPÍTULO 31

El Samhain tenía lugar la primera noche del invierno, el final y el principio del año celta, y por tanto quedaba fuera del ciclo normal del tiempo. El mundo se detenía, los muertos se levantaban para bailar en los valles y la realidad se convertía en sueño.

Valeria nunca imaginó que seguiría en Tiranen a aquellas alturas del año romano, ni que se sentiría tan integrada en aquel mundo ajeno.

Aquel largo verano del norte lo había pasado sin noticias del rescate, disfrutando de unos días en los que el ocaso se demoraba hasta más allá de la hora de acostarse y el alba llegaba apenas la rueda de las estrellas había empezado a girar. Era como si la noche estuviera a punto de ser revocada. El ganado engordaba, las cosechas maduraban y, al llegar a la mitad de la estación, el clan celebró una fiesta dedicada al dios Lugh, el de los muchos talentos. Valeria no había pasado nunca tanto tiempo al aire libre. Se sentía más fuerte y el aroma del mar y el brezo la vigorizaba. Cabalgaba, ayudaba en la recolección, paseaba, tejía, esperaba, y se adiestraba en cosas que una patricia jamás habría aprendido en Roma. Vivía en el despreocupado limbo de su cautiverio, pues pasado y futuro habían desaparecido. Aunque estaba prisionera, muchas de sus preocupaciones cotidianas dejaron de existir, en un primer momento a causa de su desvalimiento, y luego por su resistencia a reconocer y enfrentarse a la confusión de sus sentimientos.

Le resultaba más fácil dejarse llevar.

Después, el sol empezó a desplazarse hacia el sur, las noches fueron alargándose y llegó la Fiesta de la Cosecha, el encuentro que marcaba el equinoccio de otoño. Todos los miembros del clan, desde los niños hasta el jefe, participaron en la gran recolección, incluidas las romanas cautivas.

Valeria y Savia se reunieron un amanecer con las demás mujeres en el linde de un campo de trigo amarillo, con una cesta al hombro y un recipiente de agua fresca atado a la cintura. Un tambor y una flauta comenzaron a desgranar una melodía, y la fila de mujeres inició su avance por entre el grano crecido con las manos extendidas, arrancando con sus ágiles dedos las espigas maduras. Los granos pasaban por los tamices y caían en los sacos que llevaban al hombro. Las cosechadoras se balanceaban rítmicamente, interpretando una lenta danza de mujeres celtas vestidas con túnicas azules, amarillas y rojas que avanzaban por los campos como alegres pájaros canores. Sus hombres venían detrás, en otra formación rítmica, segando con sus hoces las espigas, para tener paja y heno el próximo invierno. Los ratones huían entre los rastrojos, y los halcones volaban en círculos sobre sus cabezas, dándoles caza.

Era la primera vez que Valeria recogía el trigo que había de convertirse en el pan que comería. A mediodía, las mujeres se sentaron a la sombra para charlar y tomar un almuerzo que les llevaron los niños más pequeños desde las chozas. Trabajar las convertía en parte del grupo, y ella disfrutaba con aquella nueva camaradería que nacía de la labor compartida. Al concluir la jornada tenía las manos doloridas, la espalda molida y los pies hinchados, pero cuando vertió el contenido de su cesta en el almacén de grano sintió que ella misma se procuraba su sustento, a pesar de no existir todavía ese pan. Y quiso compartir su entusiasmo con Brisa.

—Para ti es una novedad —replicó la arquera mientras se daba un masaje en los pies—. Yo llevo segando desde que aprendí a caminar. Prefiero practicar con el arco.

—Es maravilloso trabajar en equipo. En Roma hay tanta gente que nunca te encuentras con nadie.

—Eso no tiene sentido.

—En las ciudades suele ocurrir.

—Nunca he estado en ninguna ciudad, y por lo que cuentas, no tengo demasiado interés.

Valeria se descubrió a sí misma comiendo como una loba, aunque no ganaba peso. Su piel iba bronceándose y adquiriendo un tono vulgar y escandaloso. Su resistencia física aumentaba. Empezó a fijarse en cosas a las que jamás había prestado atención: la inclinación de la hierba barrida por el viento que señalaba un cambio de tiempo, la progresiva migración de las aves, el peso del rocío, las dos medialunas perfectas que eran las huellas que dejaban los ciervos en el barro, el sonido de la lluvia sobre la paja.

Después de la cosecha, Arden la llevó a cabalgar a las tierras altas, tan azotadas por el viento que sus cimas estaban desnudas de toda vegetación, excepto algún liquen que salpicaba las rocas. La vista parecía no tener fin, pero el muro seguía sin intuirse en ninguna parte. Luego la condujo por valles estrechos y umbríos para enseñarle a pescar. Picaron algunos peces. Arden no la tocó, aunque no dejaba de mirarla. Ella se sentía hechizada por él.

Brisa seguía enseñándole a disparar con el arco. De tanto tensarlo le salieron callos en los dedos, y su puntería mejoró notablemente. Un día, en un prado, Asa, su rival, dejó su cesta de costura sobre una roca y Valeria, impulsiva, la atravesó con una flecha, dando un buen susto a la joven. La romana no dijo nada, pero el mensaje quedaba claro. Se estaba convirtiendo en una mujer peligrosa. A partir de entonces, las bromas pesadas de Asa cesaron.

En el fuerte tejía tartanes en los telares del clan e intercambiaba recetas con sus captores. Por la noche escuchaba las leyendas de sus dioses y héroes, y explicaba las de Hércules, Ulises y la corte de Júpiter.

Durante la fiesta de la recolección, los animales volvieron de los pastos más altos y fueron conducidos a los establos. La gente empezó a preparar las conservas de las verduras y a salar la carne. La fruta se metía en unas tinas enormes. La cerveza nueva se fermentaba en barriles que olían a malta y cebada. Las noches iban ganando la batalla a los días. Llegaron las primeras heladas y los vientos fríos, y las hojas empezaron a caer de los árboles. El embate del invierno era aquí mucho más profundo y duradero que en Italia y, abandonada ya la esperanza de un rescate, Valeria se preparó para la estación que se avecinaba.

Ahora, en el Samhain, el momento en que los muertos caminaban y los reyes se alzaban de sus túmulos, el clan iba a celebrar el Año Nuevo. Y Valeria fue escogida al azar para representar el papel principal.

A instancias de Kalin, todas las jóvenes habían tejido una borla con un dibujo distinto. Brisa le había enseñado uno que mezclaba los colores azafrán y azul cobalto. Mientras tejían, Valeria admitió para sus adentros que era cautiva sólo de nombre, que si quisiera podría volver a escaparse a caballo. Sin embargo, el hecho de que Marco no hubiese ido a rescatarla, el ciclo de las estaciones y su interés por Arden habían conspirado para aplacar su impaciencia.

¡Y seguía aprendiendo cosas de aquellos celtas!

Y su captor seguía perturbándola.

Metió su borla en una canasta de mimbre, junto a las demás.

Tres noches antes del Samhain, Kalin se plantó frente al grupo para escoger a la mujer que representaría el papel de Morrigan la buena, la terrible, y extrajo la borla de Valeria.

Se oyó un murmullo general de confusión y desaprobación.

—¡Pero si no cree en la diosa que va a representar! —protestó Asa.

—¿Cómo va a hacer de celta una romana? —añadió Luca.

Kalin escuchó en silencio sus protestas. La decisión también horrorizó a Valeria, que pensaba observar la ceremonia desde un discreto segundo plano. ¿Por qué la fortuna la había señalado a ella para representar el papel principal? Miró a su sirvienta, pero los ojos de Savia rehuyeron los suyos.

—Es la propia diosa la que guía mi mano —dijo Kalin—. Y este año, por la razón que sea, Morrigan ha decidido que sea la romana la que le baile.

Valeria se vio atrapada. Aquel nuevo honor volvía a destacarla del resto, justo cuando comenzaba a encajar en el grupo. Temía sentirse avergonzada participando en una fiesta pagana, o crearse nuevas enemistades.

Brisa intentó convencerla.

—Morrigan habitará en ti y te guiará. Te está concediendo el honor por lo del jabalí.

—Tienes que explicarme qué debo hacer.

—Pregúntale a la diosa.

—¡Te lo pregunto a ti!

—Cálmate. Vendré a verte la noche anterior al Samhain y te lo explicaré todo.

Brisa lo hizo, como le había prometido, y la encontró preocupada, peinándose su largo pelo moreno ante un espejo de bronce pulido.

—Brisa, no quiero bailar —dijo Valeria.

—Kalin cree que estás tocada por la magia. Como dijo Asa, es curioso que la diosa te haya escogido a ti. Tal vez quiere que entiendas las costumbres de los caledonios, por si en algún momento regresas a tu muro.

—¡Claro que regresaré! ¡Y pronto! ¡Es mi deber!

—Sí, pero ¿es eso lo que quieres?

Valeria ya no estaba segura de la respuesta. Tiranen era un lugar bastante inhóspito, sus habitaciones eran muy frías, su patio era un fangal, sus letrinas no eran más que huecos en el suelo, la comida era más simple y las conversaciones resultaban menos ingeniosas e informadas. Había muchas cosas que Valeria echaba de menos. Sin embargo, las restricciones que limitaban su vida romana habían desaparecido y en vez de sentirse cautiva, se sentía extrañamente liberada. Entre esa gente la igualdad entre hombres y mujeres era un hecho. En su nueva vida no le hacía falta tenerlo todo previsto. La amistad era más fácil. El placer, más rápido. Las preocupaciones, menos complicadas. Con todo, esa no era ella. ¿O sí?

—Mira —le dijo Brisa, cogiendo una manzana brillante—. Para bailar la magia de Morrigan necesitarás la fruta de los dioses. Pártela con tu daga y te revelará el futuro que te espera.

—¿Mi futuro? Para que me lo contaran pagué en Londinium, y casi nada de lo que me predijeron se ha hecho realidad.

—A veces el futuro tarda. Córtala.

Valeria se dispuso a hacerlo, aunque con reticencia.

—¡Así no! A lo ancho.

Obedeció y cortó la manzana horizontalmente. Brisa le señaló la estrella de cinco puntas que se dibujaba en el centro de las dos mitades.

—Este es un fruto de la tierra que refleja las estrellas. Un signo más de que todo es uno. ¿Lo ves?

—Sí.

—Ahora, sin dejar de mirarte en el espejo, da un mordisco. La leyenda dice que a tu espalda verás reflejada la imagen de tu futuro esposo.

—¿Mi futuro esposo?

—Es una costumbre celta.

—Brisa, pero si yo ya tengo esposo.

—Entonces ¿por qué dudas? Dale un mordisco.

Valeria lo hizo. En el espejo sólo se reflejaba ella, claro. Ni rastro de Marco, ausente igual que a lo largo de todo el verano. Ni rastro de su esposo. ¿Sería aquello lo que quería decirle la diosa?

—No veo nada.

—Traga.

Valeria obedeció. La fruta estaba jugosa y dulce. Cerró los ojos para recordar mejor a su esposo y se sorprendió al constatar que la imagen de Marco se había vuelto borrosa. Se acordaba más de su frialdad que de su aspecto. Qué raro…

—¿Valeria? —Era una voz masculina.

Abrió los ojos, alarmada. En el espejo se reflejaba tenuemente una figura apostada en el quicio de la puerta. Pero no era su soldado romano. Sin levantarse, se volvió.

Arden.

Él parecía a punto de decirle algo, pero al ver su expresión de sorpresa se detuvo. Advirtió que ella sostenía algo pequeño en la mano.

—No era mi intención asustarte —le dijo con expresión confundida—. He venido a hablarte del Samhain. Para el clan es importante que todo salga como es debido. ¿Te encuentras bien?

Valeria volvió a darle la espalda, alarmada.

Fue Brisa la que respondió con voz pausada.

—Se encuentra bien, Arden Carataco. Valeria representará bien su papel. Ahora vete, ya has cumplido con tu deber. Nos veremos junto a la hoguera.

Valeria se negó a mirarlo. Soltó lo que sostenía en la mano, y él vio que se trataba de media manzana mordida, que fue a caer bajo el taburete.

Arden desapareció al momento.

—Lo he visto a él —susurró Valeria.

—Has visto lo que Morrigan quería que vieras.

La celebración iba a tener lugar a medianoche, en la pradera de los caballos que se extendía bajo el fuerte. Antes, habría tiempo para organizar el banquete en la Casa Grande en honor de los difuntos, que esa noche podían regresar al reino de Tirnan Og y festejar como si siguiesen vivos. Dispusieron bandejas de madera, cuchillos de mesa y tazas de peltre para los inquietos fantasmas. Llenaron las tazas con leche y decoraron las bandejas con manzanas y manojos de cebada. Los bancos estaban vacíos, la penumbra era profunda. Si los difuntos acababan por venir —en la única noche entre el pasado y el futuro en que el tiempo perdía su sentido y los hechos lejanos podían predecirse—, lo celebrarían allí y no molestarían a los vivos, que estarían en la pradera, bailando.

El clan abandonó el fuerte en procesión. Uno de cada tres participantes en la comitiva sostenía una antorcha, y aquella marcha de luces trajo a Valeria el recuerdo de su distante boda. ¡Qué distintos eran aquellos dos mundos, y qué parecidos en el fondo! En lugar de serios legionarios flanqueando el camino, allí brillaban linternas hechas con cuernos y colgadas de altas estacas. En cada una lucía esculpido un rostro grotesco, sonriente, siniestro. Las velas encendidas en su interior las iluminaban con un fulgor sobrenatural, convirtiéndolas en un arco de luciérnagas anaranjadas, en una ristra de huevas de salmón iluminadas.

—¿Qué significan estas imágenes? —le preguntó a Brisa cuando pasaron por delante. Savia iba un poco más adelantada y no dejaba de santiguarse.

—Esta noche, estas linternas nos protegen, son nuestros guardianes, iluminan nuestro camino hasta el Samhain y ahuyentan a los espíritus errantes. Nos dan suerte para que podamos llegar al nuevo año que empieza con el alba, cuando la vieja bruja Cailleach golpea la tierra con su martillo y la vuelve dura de escarcha.

—Los romanos creemos que el año empieza con la primavera.

—Los celtas creemos que la primavera empieza con el triunfo del invierno. La muerte es el preludio necesario para el nacimiento, y la oscuridad es el heraldo del sol que se acerca.

Era una noche helada. La luna llena estaba muy alta e iluminaba los perfiles de las colinas circundantes. Unos grandes árboles alzaban sus ramas desnudas al cielo, y los colores parecían haberse borrado del mundo. A Valeria había llegado a gustarle el bosque, pero aquella noche no le costaba imaginarlo poblado de espíritus, ni que los dólmenes de los difuntos se abrirían y estos asesinarían a los guerreros que avanzaban entre ellos. Las viejas renacerían convertidas en doncellas. A los niños ahogados les concederían los cuerpos adultos de que jamás disfrutaron. Todos se deslizarían por la tierra y, con la neblina, llegarían hasta el fuerte, donde se sentarían en el salón del banquete para cenar en el mundo de los vivos.

Valeria se estremeció y se cubrió con la capa para protegerse del frío.

Mientras avanzaban, los celtas iban entonando una canción, la saga de un jefe legendario que fue en busca del oro del dragón Brengatha, y de la reina guerrera que lo liberó de su guarida. Después entonaron un agradecimiento a los dioses por concederles un año más, una cosecha más, otro ciclo de vida. Y luego, una cancioncilla subida de tono sobre Rowena, una doncella tan hermosa que volvió locos a tres hombres y se hizo amante de un cuarto.

En medio del claro habían dispuesto un enorme cono de madera. La procesión lo rodeó, se detuvo y observó el fuerte en lo alto de la colina. Gurn, que en la festividad del dios Lugh había pasado de niño a hombre y por tanto, a sus catorce años, era el guerrero más joven, seguía despierto y los observaba desde allí —era una manera de poner a prueba su valor ante la inminente llegada de los fantasmas—. Al verlos detenerse, se apartó de la puerta y entró a toda prisa en la Casa Grande vacía, notando que el vello de la nuca se le erizaba y un escalofrío le recorría la columna. La chimenea encendida apenas calentaba, pero proyectaba sombras en el techo inclinado. Encendió con sus llamas la última antorcha y salió corriendo, aliviado, para unirse a los demás, que le vieron descender y crear filigranas en la noche con aquella bola de fuego. Al fin, el joven se incorporó triunfante a su círculo, jadeando, y una joven llamada Alita lo miró con ojos de deseo. Fue él quien arrojó su antorcha a la base de la pirámide de madera, que empezó a arder.

Los miembros del clan se cogieron de las manos y, mientras las llamas arañaban el gélido cielo, cantaron una canción sobre el sol que se va y el sol que regresa.

Al terminar, todo quedó de nuevo en silencio y los celtas aguardaron a que el fuego les calentara una parte de su cuerpo y el frío les helara la otra. Al final, el círculo se abrió para dejar paso a Kalin, que avanzó con la capucha retirada, los ojos brillantes y un animal tembloroso entre los brazos. Era un cordero negro como una noche de invierno.

El druida se detuvo en el interior del círculo. A sus espaldas se elevaba una columna incesante de chispas. Tenía el rostro perlado de sudor y habló con voz resuelta.

—¿Quién habla en nombre del clan de Carataco, de la tribu de los atacotos, perteneciente a la alianza de Caledonia?

—Yo —respondió Arden. Estaba muy erguido, con la espada en un costado, la capa retirada, el cabello trenzado y la túnica abierta para mostrar la torques que le adornaba el cuello—. Soy el jefe de este clan, confirmado por combate y aclamación.

—¿Tu clan valora lo que los dioses del bosque y el agua le han dado, jefe Carataco? ¿Están agradecidos y son humildes de corazón?

—El clan agradece al buen dios Dagda, que conoce todas las artes y todos los corazones, y que nos ha otorgado la cosecha para que pasemos el invierno.

—¿Y quién habla en nombre del gran dios Dagda?

—Yo —respondió de nuevo Arden.

—¿Acepta el dios el sacrificio que le ofrecen los caledonios?

—El dios lo exige. El dios lo desea.

Con sorprendente fuerza, Kalin levantó el cordero, que llevaba atadas las patas, por encima de su cabeza. Los celtas lanzaron un grito de aprobación. Acto seguido, el druida dejó al animal sobre la hierba seca y desenvainó una daga de oro.

—¡Acepta que te devolvamos parte del fruto que nos has dado, Dagda! —declamó, hundiéndole la hoja en el cuello.

El cordero estiró las patas y se quedó inmóvil. Kalin retiró la daga ensangrentada y lo giró para degollarlo. Completó una vuelta alrededor del fuego para que el reguero de sangre dibujara un círculo. Entonces volvió a su posición inicial y arrojó la pieza al fuego.

—¡A Dagda y a todos los dioses! —exclamaron los reunidos al unísono.

Y así, entre el olor acre de la lana y la carne quemadas, dieron comienzo las celebraciones.

Valiéndose de jarras sacaban un hidromiel agridulce de unas barricas y lo vertían en cuencos hechos con calaveras, que se pasaban unos a otros. También había vino, comprado o robado a los romanos. Y cerveza, almacenada en barriles de roble. Trajeron espetones y carnes envueltas en hojas humeantes. En las dagas clavaban cortes de cerdo y buey, y los chorreones de grasa se rebañaban con pan caliente. Había manzanas recién recogidas del árbol, las últimas verduras del otoño, pasteles con miel. Todos comían iluminados por la luna, las estrellas, la hoguera. Sus risotadas se dibujaban en el aire con el vaho de sus bocas. De vez en cuando, temerosos, volvían la vista hacia el fuerte y se preguntaban cómo iría el banquete que se celebraba allí arriba.

Arden se mantenía a una distancia prudencial de Valeria, pero no le quitaba los ojos de encima y observaba cómo comía rodeada por los demás, y cómo alguien le plantaba un beso en la mejilla o en broma le recriminaban sus orígenes romanos. Ella se movía con el aura serena de la diosa a la que estaba a punto de encarnar. ¿Qué pensaría ahora de ellos, en lo más profundo de su corazón? ¿Qué haría cuando al fin su esposo viniera a rescatarla, lo que sin duda habría de suceder algún día?

Valeria sostenía su copa.

—Está empezando a gustarme su hidromiel y su cerveza —admitió ante Savia, aunque sin dejar de mirar discretamente a Arden.

—No bebas tanto que luego te olvidas de quién eres.

Brisa le tocó el brazo para indicarle que había llegado la hora de retirarse y se la llevó. Arden también desapareció. En su ausencia, la algarabía y el banquete siguieron su curso, mientras el fuego se alimentaba con más leña. Transcurrido un rato, se oyó la grave y sostenida nota de un cuerno que resonó en las colinas. Los congregados fueron quedando en silencio. Casi todos estaban borrachos.

En la oscuridad atronó la voz de Kalin.

—¡Abrid paso al buen dios Dagda!

Empezó a sonar una música de tambores y flautas. Hombres y mujeres aplaudían y se movían al ritmo de la melodía. Entre las sombras apareció un venado, con sus cuernos de cinco puntas y su cabeza rematada en un puntiagudo hocico, los hombros cubiertos con una piel de ciervo. Era un venado sobre dos piernas, sólo humano en parte, ágil y fuerte. El animal se acercó corriendo, se detuvo, dio unos pasos vacilantes y volvió a detenerse. Entonces, con la cabeza levantada, reconoció al clan y la hoguera que le daba la bienvenida todos los años, y se puso a bailar. Unos ojos azules lo observaban todo desde los orificios abiertos en la cabeza, y la imponente cornamenta subía y bajaba como la de un dios en celo. Buscaba pareja.

—¡Dagda! —exclamó la concurrencia—. ¡El señor de todos los dioses!

Sin dejar de bailar, el venado dio tres vueltas alrededor del fuego. Entonces volvió a sonar el cuerno.

—¡Morrigan, la del caballo, pace libre en las praderas! —gritó Brisa—. ¡Y ahora va a entrar en el círculo de fuego!

La diosa-yegua apareció en el corro como si alguien la hubiera empujado, y se detuvo poco antes de chocar contra la hoguera. Comenzó a dar vueltas sobre sí misma, confundida, como desorientada o ebria. Las dos cosas eran ciertas, por supuesto. Llevaba puesta una máscara que representaba la cabeza de un caballo, con una crin larga y suelta, y el cuerpo, sin la capa, dejaba entrever la figura de una diosa. Vestía una túnica ceñida por un cinturón que le dibujaba un aspa entre los pechos y, con la luz de la hoguera, las piernas delgadas y fibrosas se le transparentaban a través de la tela. A la esbelta cintura, un cordón de oro cuyos extremos le caían en cascada sobre los muslos. Al cuello, los relucientes colmillos de un jabalí. La diosa-yegua corría de un lado a otro, y todos sus intentos de escapar se veían frustrados por el corro de hombres y mujeres que, divertidos, no paraban de reír. Rindiéndose, empezó a bailar ligera y libre como una potrilla alrededor de la columna de llamas; el ciervo astado la seguía medio círculo por detrás. Los tambores resonaban cada vez con más fuerza, y las florituras de las flautas parecían querer alcanzar el clímax.

—¡Morrigan, la del caballo! ¡Su vientre nos trae la promesa de la primavera!

Temiendo que algo irrevocable estuviera a punto de suceder, la diosa no dejaba de trotar. Se detenía, dejaba que Dagda se acercara y volvía a salir disparada. Así, bailaban sin parar. Dagda se acercaba y retrocedía fingiendo impacientarse, y Morrigan giraba sobre sí para mostrar sus muslos. El calor les hacía sudar y la noche les provocaba escalofríos.

Los pies retumbaban en el suelo y las palmas acompañaban el rítmico tronar de los tambores, cada vez más acelerado, marcando los intentos cada vez más procaces de Dagda de acercarse a la diosa cuya fecundidad había de traerles de nuevo la luz y el sustento. Ella, agotada, ya no corría tanto, y miraba por encima del hombro al ciervo astado. Totalmente imbuida de su personaje, sus movimientos se habían hecho más sinuosos y seductores. Movía las caderas al ritmo de la música y saltaba con los pies descalzos sobre una hierba retorcida por el calor. La túnica se le pegaba a los pechos y a las caderas por culpa del sudor. Los brazos del venado eran musculosos, y cuando bailaba un collar de hueso brincaba alrededor de su cuello.

—¡Atrápala, buen dios! ¡Prométenos que el invierno terminará!

Pero ella seguía escapándose. Parecía que la tensión de la danza no iba a terminar nunca.

Entonces Dagda se detuvo de pronto, se dio la vuelta y echó a correr en el otro sentido. Y al instante se encontró con una Morrigan aturdida y sorprendida que no había reparado en su treta. La tomó con sus brazos y empezaron a girar en una danza acompasada. Los dos animales se rozaban por fin los hocicos. Los cuernos de Dagda parecían ramas desnudas de árboles que se alzaran queriendo tocar la luna. ¡La había atrapado! ¿O había sido ella la que se había dejado atrapar? Cuando la diosa, desfalleciente, tropezó, él la sujetó entre sus brazos justo antes de que la máscara de caballo se le resbalara y cayera al suelo. Valeria miró mareada, entregada, a la bestia que la sostenía.

Los celtas vitorearon a la pareja.

Entonces, el venado huyó hacia las sombras de la noche, con Morrigan en sus brazos.

Savia lloraba en silencio.

El caballo de Arden los esperaba. Dejó su máscara en el suelo, subió a Valeria a la grupa del semental y él montó detrás.

—Reclamemos nuestro hogar a los difuntos —susurró.

Cabalgaron entre la línea de linternas encendidas. La cera de las velas goteaba y la luna, en su viaje hacia el oeste, se teñía de naranja. El caballo avanzó a galope cuesta arriba, siguiendo el serpenteante camino iluminado, mientras todos los observaban desde el prado, y entró en el fuerte.

En Tiranen reinaban la oscuridad y el silencio. Arden desmontó y ayudó a Valeria a bajar, sujetándola por los muslos para impedir que tocara el suelo embarrado y cubierto de escarcha con los pies descalzos. Se dirigieron a la Casa Grande, donde los difuntos habían celebrado su banquete. Abrió de par en par las puertas, con una seguridad propia de los dioses. Arden constató, satisfecho, que las tazas de leche estaban vacías y que en las bandejas ya no había manzanas ni cebada. Sus ancestros habían quedado saciados. Los fantasmas se habían ido.

Llevó en brazos a Valeria y, al pasar junto a la chimenea, empujó un tronco con la bota para alimentar los rescoldos que todavía ardían. Apartó el tapiz de las aves con las alas extendidas y entraron en una cámara que ella no conocía.

De allí partía una escalera de madera con una balaustrada labrada imitando las escamas de una serpiente, que conducía a una alcoba. Desde sus ventanas se veían los lagos y los montes, bañados por la luna y las estrellas. Valeria se había medio desvanecido mientras él la llevaba, sin saber del todo si era diosa o mortal, si estaba viva o muerta, si seguía despierta o soñaba. Arden la tendió en una cama cubierta con pieles de oso y zorro, cerró las contraventanas y encendió el fuego del hogar. Ella lo observaba, mareada, y lo único que sabía era que deseaba los brazos, el pecho, el corazón de Dagda.

Arden se arrodilló y le susurró al oído:

—Derribemos el muro, Valeria. —Le sujetó la mano y, con ternura, le quitó el anillo de plata de su boda, con la imagen grabada de la diosa de la Fortuna. Ella no se acordaba de que lo llevaba puesto. Entonces, Arden le tendió el broche del caballito de mar que había dejado en el bosque hacía tanto tiempo—. Lo he conservado desde el primer día en que te vi. Para el Samhain los uniremos en un cáliz de oro.

El anillo y el broche sonaron al caer en la copa.

Valeria estaba temblando.

—No se dónde estoy. No sé quién soy.

—Eres de los nuestros.

Se acercó a ella y el calor de su cuerpo la quemó. La besó con una ternura que ella nunca había conocido. Sin vestigios de la impaciencia del venado, la desnudó despacio, susurrando palabras y acariciándola, extasiado.

Era más hermosa de lo que había soñado. Tenía los pechos firmes, prietos, los pezones rosados, las caderas como las curvas de aquella manzana brillante que se le había caído de la mano.

El cuerpo de él era firme, caliente, como una madera recién lijada. Siguieron besándose, y su pasión y su ímpetu crecieron.

Valeria se abrió a él como una flor.

Los dioses se unieron a ellos y gritaron jubilosos, mientras el último resplandor de la luna se colaba por las rendijas de las contraventanas. Luego, por levante, una claridad preñada de promesa tiñó el cielo, y al fin, más abajo, en las últimas linternas encendidas, se apagaron las grotescas sonrisas.

Había llegado el Año Nuevo.