Cuando traen a Savia de nuevo ante mí, me doy cuenta de que nuestra relación ha cambiado sutilmente. He ordenado que la trasladen a unos aposentos más decentes, y con discreción he preguntado por su precio. Como esperaba, se trata de una suma modesta. A sus oídos debe de haber llegado alguna noticia de mi interés. Se sienta ante mí con renovada confianza.
Lo cierto es que no parecemos amo y esclava, ni interrogador y testigo, sino más bien dos posibles aliados que intentan comprender qué sucedió en el muro de Adriano. La constatación de nuestra igualdad no me molesta demasiado, y he aguardado con impaciencia nuestro nuevo encuentro. Ella es la mujer que estaba más cerca del corazón de Valeria y, por tanto, la más importante para entender qué sucedió. Además, por extraño que parezca, su presencia me tranquiliza, como si nos conociéramos mejor de lo que nos conocemos.
Está un poco más delgada que la vez anterior, lo que no la desmejora en absoluto, y de hecho posee un atractivo que hasta ahora me había pasado inadvertido. Se trata de la hermosura serena de la buena madre, de la compañera de toda una vida. Pienso que la belleza de los demás aumenta con el afecto que les profesamos. ¿Es posible que sienta algo por ella? ¿Qué pasa entonces con la soledad a la que estoy acostumbrado? He recorrido el mundo romano y he conocido a miles de personas. Y después de todo este tiempo, ¿a quién me siento unido? En mi juventud, esa pregunta me habría parecido trivial, pero con la edad adquiere una importancia creciente.
Se sienta ante mí, esta vez menos nerviosa, sabiendo que entre ambos hay un acuerdo tácito. Tal vez crea que la historia que trato de recomponer me ha afectado de un modo sutil. Sin duda estoy más familiarizado con este episodio de Britania, me siento menos escéptico que aquel refinado inspector enviado por Roma. A mi imaginación ha llegado el olor del bosque quemado y el hedor del jabalí muerto.
Lo que parece inexplicable en la distancia resulta normal una vez encajado en su contexto. Ahora compartimos una historia; ella por haberla vivido, y yo porque la comprendo mejor, y estamos vinculados por lo que sucedió y lo que había de suceder a continuación.
La saludo amablemente y le transmito lo que me ha contado el druida Kalin, el hombre que cuidó a Valeria en el crannog. Le pido que intente recordar su cautiverio en Caledonia, con el clan de Arden Carataco, príncipe de los atacotos. ¿Qué surgió entre el guerrero celta y aquella mujer romana que desde su matrimonio había madurado tan deprisa?
—Me han contado lo de la caza del jabalí. A partir de ahí cambiaron varias cosas, ¿no es así?
—Valeria cambió —responde Savia, mirándome con esperanza.
—¿En qué sentido? —Empleo un tono más suave que el de nuestro primer encuentro.
—Estuvo apunto de morir, de perder la vida para siempre. Cuando trajeron a aquel monstruo enorme a Tiranen para el banquete, tuve ocasión de verlo. Pesaba tanto que tuvieron que traerlo suspendido de dos caballos. Y fue Valeria la que lo mató.
—¿Quedaron impresionados los celtas?
—Lo vieron como una señal. Cuando Valeria regresó del lago con Arden, empezaron a alabar sus poderes como si se tratara de una amazona. Hool también volvió con ellos, aún con vendajes en la pierna y el torso, pero todos supieron que ella le había salvado la vida, y que después le ayudó a recuperarse. ÉL mismo se dedicó a cantar sus excelencias. Casio, su anterior escolta, le entregó los colmillos del animal limpios y pulidos para que los llevara al cuello. La mirada de Valeria tenía un brillo extraño, el fulgor de ser ella misma una bárbara.
—Le gustaba.
—Más tarde me contó que nunca había sentido tanto miedo. Ni tanta alegría por haber sobrevivido. El lago al que la llevaron para que se recuperara también la sedujo.
—Así que Arden y ella regresaron convertidos ya en pareja.
—No, no. Ella volvió siendo la casta esposa que había salido de allí días antes, pero a él el deseo lo delataba.
—¿Se sentía leal a su esposo?
—La fidelidad lo es todo. Otra cosa era saber si su esposo seguía siéndole leal.
—¿Había renunciado Valeria a la idea del rescate?
Savia reflexiona unos instantes.
—Creía que la habían abandonado. A las dos nos parecía así. Seguíamos esperando que el sonido del cuerno anunciara a los celtas que su esposo se acercaba con su coraza dorada, dispuesto a luchar para recuperarla. En las leyendas antiguas sucede así; Agamenón navegando hasta Troya para recuperar a la raptada Helena. Pero pasaban los días y no había ni rastro de la caballería romana. Y pasaron las semanas y los meses. No entendíamos qué sucedía en el imperio, ni qué hacía Galba para manejarlos temores de Marco. Nada de todo eso llegaría a aclararse hasta el invierno.
—De modo que Valeria, y a pesar de su castidad, albergaba dudas.
—Las dos nos sentíamos abandonadas. Abandonadas y adoptadas, pienso.
—¿Cómo era su vida entre los celtas?
—Más sencilla. En Roma todo era estratégico: el matrimonio, la carrera profesional, los hijos, los cargos, la casa, el vecindario, el entretenimiento. El progreso de la vida se medía en dinero y posición social. Los bárbaros, por el contrario, eran como animales, o como niños. Era difícil lograr que adquirieran algún compromiso más allá del día siguiente, y más difícil todavía hacerles pensar a meses o años vista. El tiempo tenía menos sentido. Convocaban una reunión y luego se olvidaban de ella. O aparecían horas más tarde y no se disculpaban. Eran unos magníficos artesanos, capaces de convertir un trozo de madera en una pieza refinada, pero también podían pasar semanas enteras sin reparar la gotera de un tejado.
—Supongo que vivían pendientes de las estaciones.
—Para eso estaban los druidas. Los sacerdotes observaban el sol y las estrellas y les decían cuándo sembrar y cuándo recolectar. También adivinaban el futuro.
—¿Mediante sacrificios de sangre?
—De animales. Aunque yo no dudaba de que también serían capaces de hacerlo con presos romanos.
—¿Era evidente para ellos que se acercaba una guerra?
—La incursión en el bosque había encendido los ánimos de las tribus, pero el muro era casi inexpugnable y los bárbaros estaban muy divididos. La meta de Arden era unir a pictos, atacotos, escotos y sajones para formar un gran ejército, aunque se trataba de un proyecto prácticamente inalcanzable. No contaban con ninguna estrategia. Arden sabía de planificación porque había vivido entre romanos, pero le resultaba difícil explicársela a su gente. Para ellos, el tiempo era circular y la vida, breve.
—Una existencia sin objetivos.
—Sí los tenían, pero se concentraban en las acciones del día a día, no en lo que debían hacer mañana. Es un modo de vida que no resulta enteramente desagradable. Miden la felicidad más por los sentimientos que por los logros. Sus hogares son más rudimentarios que los edificios de pisos de Roma, su calor es más pegajoso, los baños propiamente dichos no existen, los tejidos que usan irritan más la piel, su cocina es más sencilla, hay barro por todas partes, y hay más probabilidades de verlos cenando con una vaca que con un aristócrata. Ahora bien, ¿por qué se oían más risas en Tiranen que en Petrianis, o que incluso en la casa romana del senador Valens? Porque sus posesiones eran tan escasas que no les preocupaba mucho conservarlas. Como tenían tan poco de lo que sentirse orgullosos, parecían menos proclives al pecado del orgullo.
—Supongo que Valeria añoraba las comodidades romanas.
—Sus costumbres bárbaras acabaron contagiándonos. Yo nunca me había fijado tanto en las flores y los pájaros como aquel verano. Disfrutaba con la lluvia, porque entonces nos quedábamos a coser dentro de la casa, y con el sol, porque cuando salía íbamos a pasear por los prados. Valeria salía a cabalgar casi cada día en la yegua que le regalaron, y Brisa empezó a enseñarle el uso del arco. La celta había tomado a mi señora bajo su protección, y en ella había encontrado la relación que tanto echaba de menos desde la muerte de sus hermanos. Si Valeria mejoraba su celta, Brisa aprendía un poco de latín. Dependíamos tanto de nuestros captores que acabamos sintiendo una curiosa gratitud hacia ellos, la entrega normal de un hijo hacia su padre, de un esclavo hacia su amo, de un legionario hacia su centurión. Seguíamos esperando que acudiesen a rescatarnos, claro, y lo veíamos todo como un interludio. Casi como un sueño.
—¿Y los bárbaros eran amables con vosotras?
—Los bárbaros eran personas. Algunas eran amables, otras se mostraban vulgares. La única que nos incordiaba era Asa, que le jugaba malas pasadas a Valeria. Un vez le puso un erizo bajo la silla de montar para hacerla caer del caballo. Aquella zorra le echaba sal a la miel, o vinagre al vino. Eran cosas sin importancia, pero además se dedicaba a propagar rumores sobre ella. A Valeria le molestaban, aunque sus protestas no servían de nada.
—¿Por qué le tenía esa animadversión?
—Porque estaba enamorada de Arden, y él sólo tenía ojos para Valeria. Ella eso sabe hacerlo muy bien. Desde pequeña se acostumbró a lograr lo que quería y a salirse con la suya. Por más que se aferrara a su fidelidad conyugal, no dejaba de coquetear con él, y disfrutaba torturándolo aunque no lo admitiese. El jefe había advertido a los demás que la dejaran en paz, y él se sentía obligado a hacer lo mismo, porque sentía que, si la poseía, su valor como rehén desaparecería. Pero aquello lo atormentaba. A pesar del odio declarado que profesaba a Roma, la veía como algo exótico, mejor que las mujeres de Caledonia. Creo que Roma le gustaba tanto como la odiaba; su fascinación y su odio nacían, en parte, de la convicción de que ellos eran inferiores. Y todo se complicaba aún más porque Valeria también se sentía atraída hacia él. Intentaba ocultarlo, pero yo lo notaba. Todos lo notábamos.
—Por edad, estaba más cerca de él que de su esposo.
—Era muy apuesto. Y atrevido, y decidido. Todas las mujeres sentían algo por dentro cuando él pasaba por su lado. Pero creo que había algo más. Encajaban a la perfección, como dos mitades de una moneda rota. A pesar de sus protestas, él era lo bastante romano como para entender su mundo, y ella lo bastante indómita como para comprender el suyo. Y a pesar de ello se mantenían a distancia, como si al menor contacto hubieran de quemarse. Parecían hechizados, y eso a los guerreros les preocupaba. Se decía que debía casarse con la romana o librarse de ella.
—¿Y tú qué le aconsejabas a Valeria?
—Que se mantuviera fiel a Marco, claro. Pero como pasaba el tiempo y este no venía, advertía que la pobre criatura empezaba a dudar. Todas las tardes nos acercábamos a la empalizada, y el paisaje que se extendía hacia el sur aparecía desierto. En realidad no había llegado a estar casada. Su esposo se había mostrado siempre muy distante. Ahora, el bárbaro estaba a su lado. Yo le aconsejaba a favor del deber, pero en secreto me preguntaba dónde sería más feliz. Al final, me decidí y fui a visitar a Kalin.
—¡Menuda reunión! ¡Una cristiana y un místico celta!
—Ya habíamos hablado en alguna ocasión. Él le tenía miedo a mi dios porque yo no temía a los suyos. Le había dicho que los viejos dioses habían muerto y que si intentaban atacar el muro lo comprobarían. Roma contaba con la protección del Jesús a quien en otro tiempo había crucificado. Mi advertencia le impresionó. Que los hombres se sacrificaran por los dioses era algo que entendía bien, pero que un dios se sacrificara por los hombres no le cabía en la cabeza. ¿Cómo creía la gente en aquel absurdo? Pero yo le conté que, a su vez, los mártires cristianos se habían sacrificado por ÉL. Le fascinaba una Roma que apenas lograba imaginar, y a mime intrigaban las hierbas y raíces que usaba para sanar y curar heridas.
—¿Así que os hicisteis amigos?
Savia se ríe.
—¡Estaba decidida a lograr que no me sacrificara!
Sonrío. No soy el primer hombre al que Savia ha manipulado.
—¿Y qué sugirió él en relación con Arden y Valeria?
—La fiesta de Año Nuevo llega una vez que las hojas han caído de los árboles. Los celtas fechan sus años a partir del fin de la recolección y el principio del invierno, y lo llaman Samhain. Creen que los espíritus de sus antepasados despiertan esa noche y caminan sobre la tierra, y que esa celebración asegura extraños poderes y permite libertades que no se consienten todos los días. Se celebra un rito de la fertilidad en el que intervienen dos divinidades celtas, Dagda, la masculina, y Morrigan, la femenina. Cada año se escoge a una pareja distinta para que interprete los papeles. Es Kalin quien los reparte.
—Y ese año decidió dárselos a Arden y Valeria.
—Dijo que era una noche que pertenecía a otro mundo, y que lo que sucediera durante el Samhain quedaría en manos de los dioses, no de los hombres.