El sonido del agua despertó a Valeria. Le pareció percibir que estaba a cubierto, el murmullo de las ondas y los destellos del sol le llegaban a través de una pared desnuda hecha con cañas. La luz se reflejaba en las motas de polvo que flotaban en el aire.
El techo se perdía en la penumbra, pero olía a paja húmeda. El jergón sobre el que estaba tendida era del mismo material —crujía bajo el peso de su cuerpo—, y la habían cubierto con mantas de lana. Estaba tan dolorida que apenas podía moverse. Era como si le hubieran apaleado la mitad del cuerpo. Tenía un tobillo hinchado, y los profusos cortes y arañazos contribuían a su sensación de malestar.
Lo único que la calmaba era el sonido del agua.
Tenía sed, pero volverse para buscar algo que llevarse a los labios le habría dolido demasiado, de manera que se concentró en los sonidos.
Oyó una ráfaga de viento, los graznidos de un ave acuática, el chapoteo del agua como si estuviera en un barco, aunque no se movía, y la respiración acompasada… de un hombre.
Se obligó a girarse, gimiendo de dolor. En la penumbra de lo que parecía una humilde choza había alguien sentado. Incluso allí, medio oculto entre las sombras, su silueta le resultó inconfundible. Arden Carataco había velado su sueño.
—Morrigan ha vuelto —le oyó susurrar.
Aquel nombre la confundió.
—¿Dónde estoy?
—En un lugar seguro. Un lugar de curación.
Valeria se tendió de nuevo.
—Me duele mucho.
—Los mejores son los que más soportan el dolor.
—Ah.
Volvió a quedarse dormida.
Cuando despertó por segunda vez, sintió su cuerpo como un enorme moratón. Todo estaba a oscuras, y la choza en silencio. Al otro lado de la estancia oía la respiración pausada de Arden, que también dormía.
A través de las cañas se filtraba, pálida, la luz de la luna, creando un entramado de plata. De nuevo oía el extraño sonido de olas rompiendo en la orilla. Intentando no gritar de dolor, se incorporó hasta quedar sentada en la cama y miró entre las cañas. Había una extensión de agua al otro lado, un lago o una bahía; iluminada por la luna. Tal vez estuvieran en una barca, una barca varada. Tal vez no estuviera viva.
Algo la rozó ligeramente. Era una mano.
—Toma, bebe un poco —dijo Arden.
Y volvió a su rincón.
Cuando volvió a despertar, tenía hambre. Ya era de día y en un ventanuco se recortaba un trozo de cielo despejado. Arden había desaparecido. Se levantó y se tambaleó, algo mareada. Apoyó los pies sobre unos tablones de madera basta. Llevaba una túnica de lana que le llegaba a las pantorrillas.
A través del ventanuco vio un pequeño lago. Su superficie alcanzaba a la choza en que se encontraba. Cerca, en la sombra, crecían juncos sobre los que se posaban pájaros de brillantes tonalidades rojas y negras. Al otro lado del habitáculo había una puerta. La abrió y vio una rampa de madera que llevaba hasta una orilla cubierta de hierba. Una hilera de alisos se mecía al viento. En la orilla picoteaba una bandada de gansos. Se encontraba sobre un embarcadero construido con pilones. La choza era como una pequeña isla rodeada de agua. Una pasarela la conectaba con otra choza construida sobre pilones que se levantaba a poca distancia.
Por un momento se preguntó si la habrían abandonado, pero enseguida vio a Arden caminando por la orilla con un palo sobre el hombro y dos peces colgando de él. Al verla, la saludó con la mano —como si la construcción en que ella se encontraba fuera la cosa más normal del mundo— y en cuestión de segundos subió a la rampa y avanzó a buen paso hacia ella, haciendo crujir los tablones.
—¡Ya te has levantado! —exclamó—. Antes de lo que creíamos. Tienes la resistencia de una Brigantia. Y el valor de una Morrigan.
—Tengo los huesos de una anciana y los músculos de una recién nacida —repuso ella en voz baja—. Me siento como si estuviera en carne viva. ¿Dónde estamos, Arden?
—En un crannog. A mi pueblo le gusta la protección del agua, así que construimos pequeñas islas o plataformas a modo de refugios. Estabas demasiado maltrecha como para trasladarte a Tiranen, así que te trajimos aquí.
—¿Cuánto tiempo llevo en este lugar?
—Tres días.
—¡Tres días!
—El jabalí te propinó una buena paliza. ¿Te has mirado bien?
—No.
—Tienes todo un costado convertido en un enorme cardenal.
Valeria asintió. Comenzaba a recordar.
—Creía que me mataría. Tenía una expresión mal… —Se detuvo—. ¿Cómo es que me has visto el costado?
—Tuvimos que quitarte la ropa.
—¿Tuvimos?
—Kalin me ayudó.
—¡Kalin!
—Es sanador, Valeria. Si te has recuperado ha sido gracias a su pócima.
Ella no recordaba que le hubiesen administrado ninguna pócima.
—No me parece correcto que me vierais sin ropa.
—¡Pero si olías que apestabas!
Valeria se sintió avergonzada, agradecida e irritada por estar tan a expensas de aquellos hombres. Cambió de tema.
—¿Dónde está Savia?
—Apoderándose de Tiranen, supongo. Cuando se enteró de que estabas herida, me dijo sin ningún reparo lo que pensaba de mí, que supongo no te costará imaginar. Creo que tu recuperación será más rápida si no estás con ella. Pero como se aburre, ha iniciado el asedio al resto del clan. Quiere convertirnos y reformarnos a la vez.
—Sí, eso es típico de Savia. —Empezaba a recuperar la memoria—. ¿Y Hool?
Arden la miró con ternura. Se acercó y le acarició la mejilla con tanta suavidad como la piel de zorra que llevaba alrededor del cuello el día de su boda. Ella se estremeció.
—Está vivo, Valeria.
Qué desconcertante, aquella caricia y su nombre en los labios de aquel hombre, que volvió a acariciarla.
—Salvado por tu valor —añadió él—. Está en la otra choza, y tu recuperación le da fuerzas. Juntos lo conseguiréis.
—¿Puedo ir a verle?
El cazador celta estaba tumbado en un jergón de paja igual que el suyo. Se le veía pálido y encogido, como si la proximidad de la muerte le hubiera hecho replegarse sobre sí mismo. En un primer momento pareció confuso al notar la presencia de aquellos visitantes en la penumbra, pero enseguida reconoció a la joven y esbozó una sonrisa.
—Morrigan —susurró.
Ella se arrodilló a su lado.
—Hool, soy Valeria.
ÉL alargó una mano y le agarró el brazo.
—Ya me han contado lo que hiciste por mí.
—Dejar que te pisotearan, por lo que se ve.
Hool se rio entre toses y, dolorido, dijo:
—Te debo la vida, dama. ¡Salvado por una mujer! En agradecimiento, quiero regalarte mi lanza.
—No seas tonto…
—Te regalo mi lanza a cambio de mi vida. Mi arma te distingue como celta.
Valeria se ruborizó.
—Yo soy sólo una romana.
—Ya no. Ahora eres de los nuestros.
Ella negó con la cabeza.
—Cuando mejores, Hool, podrás regalarme tu lanza. Cuando puedas ocupar de nuevo tu sitio en el pueblo. Yo te ayudaré a recuperarte.
—Estás aquí. Con eso me basta… —Volvió a caer en un estado de somnolencia.
—Y a mí me ayuda ver que sigues vivo.
Hool se había dormido.
Valeria se puso en pie, temblorosa.
—Estoy cansada, Arden.
ÉL le pasó el brazo por los hombros.
—Sí, debes descansar un poco.
Valeria era joven y estaba impaciente por restablecerse. Al día siguiente empezó a moverse un poco más. Su propia palidez le resultaba intolerable, pero seguir con vida era un gran alivio. Se zambulló en el lago. El agua estaba tan fría que por unos instantes dejó de sentir el dolor de las heridas. ¡Había vivido una aventura! Con el tiempo se recuperaría del todo.
Luego visitó a Hool y le cambió los vendajes. También él parecía estar curándose. No se le había infectado nada y conservaba su habitual buen humor. Pertenecía a un pueblo de hombres duros.
La rampa del crannog podía retirarse como un puente levadizo, y ahora que Valeria ya tenía suficiente fuerza, Arden le enseñó a hacerlo. De esa manera, se sentía segura en su choza, con la rampa levantada, rodeada de agua y sentada al sol del verano. ¡Qué paz se respiraba! Qué alejada se encontraba de las preocupaciones del mundo, tras unos días tan agitados, tan llenos de emociones y temores. Le gustaba contemplar los alisos mecidos por el viento, estudiar el verde de sus hojas reflejado en el agua. En su isla particular lograba no pensar. Sabía que ese era el motivo por el cual el jefe la había llevado allí.
Quería que pensara menos y sintiera más.
Quería que entendiera a los celtas.
Pasó otro día y otra noche. Por la mañana vio llegar a un desconocido que, sin embargo, le resultó familiar. Sin saber muy bien qué hacer, acercó la mano a la cuerda con que se levantaba y bajaba la rampa.
Era Kalin, el druida. A Valeria seguía inspirándole temor la fama de aquel sacerdote.
—¿Acaso quieres que me eche al agua y me acerque nadando, romana? —le dijo esbozando una sonrisa encantadora, con la capucha retirada.
—¿Dónde está Arden?
—No tardará en llegar. Te he traído unos regalos, pero si los quieres, debes bajar la rampa.
—Creía que los druidas podían caminar sobre el agua y volar por el aire —respondió ella, burlona.
—Pues no, me mojo igual que tú, dama. ¿No recuerdas que llegué empapado a la Casa Grande?
—Recuerdo el miedo que me diste. ¿Cómo sé que no quieres quemarme en una hoguera, o meterme en una caldera y cocinarme, o ahogarme en una ciénaga con una cadena de oro atada al cuello?
—No desperdiciaría una cadena de oro de manera tan tonta. No tengo ninguna caldera, y no veo ninguna hoguera por aquí. Además, pareces saber menos del futuro que cualquiera de nosotros. Como clarividente no nos servirás de mucho. La muerte de ese jabalí es una señal de algo, aunque no sabemos de qué.
—O sea que me estás curando para averiguar qué significa esa señal.
—Te estoy curando para no tener que venir a pie desde Tiranen hasta aquí.
—¿No posees ninguna montura?
—Para ver lo que debo ver no puedo ir a caballo.
—¿Y qué debes ver?
—Helechos y flores, hierbas y espigas. Mis plantas curativas.
Valeria estaba muy lejos de cualquier médico romano, y no iba a conseguir mejor herbolario que aquel. Además, Kalin también podría echarle un vistazo a Hool.
—Cruza entonces —dijo, y bajó la rampa.
El trato de Kalin le resultó menos brusco de lo que se temía. Le hizo desabrocharse la túnica en el porche para realizar, a la luz del sol, una inspección somera de los cardenales, mientras ella se cubría púdicamente sus partes íntimas. Él murmuró en señal de aprobación al constatar la mejoría. Luego se volvió para que pudiera vestirse. En la choza había un hogar encendido. Kalin avivó los rescoldos, añadió unas ramas más y puso agua a hervir, antes de rebuscar entre las cosas que había traído consigo.
—Esto te lo envía Savia —le dijo alargándole un zurrón de piel—. Un peine, horquillas para el pelo, perfume. Me ha dicho que te ayudará a sentirte más romana.
Valeria sonrió radiante.
—¡Me ayudará a sentirme más humana! —Cogió una barra que desprendía un aroma dulce—. ¿Qué es esto?
—Jabón. Es una esencia que se saca de los animales y sirve para lavarse la piel. Lo perfumamos con bayas.
—¿Qué esencia?
—Grasa.
—¡Qué asco! —exclamó soltándola.
—Pues es mejor que los aceites romanos.
—No me lo creo.
—No hace falta frotar para quitártelo. Se aclara con agua.
—¿Y entonces cómo elimina la suciedad?
—El jabón y el agua trabajan juntos para lograrlo.
Valeria observaba fijamente el jabón, indecisa.
—¿Y si funciona tan bien por qué no lo usan en Roma?
—Vosotros vivís en un mundo primitivo. —Ahora era él quien se burlaba de ella.
—¿Qué más has traído? —Le encantaba que le regalaran cosas.
—Esto te lo envía Arden. —El druida desdobló algo brillante. Valeria ahogó un grito. Era una túnica verde esmeralda que le llegaría a las pantorrillas, hecha de una seda tan fina como la que podía encontrarse en cualquier mercado de Roma, y tejida de manera muy tupida. Aquella prenda valía su peso en oro, y sólo los más ricos podían permitírsela—. Viene de más allá de tu imperio, como ya sabrás. Ha sido transportada en caravanas a lo largo de miles de millas. Es muy resistente y abriga mucho.
—¡Qué suave es!
—Ha dicho que sería un bálsamo para tus heridas.
Valeria la estrechó contra el pecho.
—Una cosa tan fina en un sitio tan agreste.
—¿Tan agreste te parece, Valeria? —Le tendió un mechón de pelo atado con una brizna de hierba—. Esto te lo envía todo el clan. Es de la crin del caballo que cabalgaste durante la cacería. Tómalo como promesa de que te buscarán otro.
Aquel gesto la llenó de satisfacción y sorpresa.
—Espero cuidar mejor del próximo.
—Está claro que sientes un gran amor por los caballos. Como Morrigan.
De nuevo aquel nombre.
—¿Y qué regalos me traes tú, sacerdote?
—Mis conocimientos —respondió, desanudando una tela en la que llevaba sus hierbas—. El bosque es un equilibrio de todas las cosas, y por eso es eterno. Para todo peligro existe un remedio. Todo lo que Hool y tú necesitáis para sanar se encuentra en él. —Empezó a echar puñados de distintas plantas al agua caliente—. Los dos sois jóvenes y fuertes, pero estas medicinas agilizarán vuestra curación.
Un vapor perfumado comenzó a inundar la choza.
—¿Y cómo sabes qué plantas has de recoger?
—Son conocimientos que se remontan al origen de los tiempos. Nuestros mayores enseñan a nuestros acólitos. Nosotros no transcribimos lo que sabemos en tablillas muertas; lo guardamos en nuestros corazones, y cantamos la verdad como los pájaros. Cada generación lo memoriza todo de nuevo.
Le dio a beber un sorbo de la infusión.
—¿Generaciones de druidas?
—Sí. Nuestra misión consiste en conservar la memoria, además de ocuparnos de la sanación y las ceremonias.
—Y el sacrificio.
—Cualquier hombre, si es sabio, devuelve al mundo una pequeña parte de lo que recibe. Arden me mostró las piñas que trajiste.
—¿Mis piñas? ¿Dónde están?
—Las quemó en honor a Dagda poco antes de capturarte.
Aquello la dejó helada. ¿Su propia ofrenda se había vuelto en su contra? Aquel gesto de Arden le pareció una blasfemia.
—Y ahora llamáis a vuestro pueblo a hacer la guerra.
Kalin negó con la cabeza.
—La guerra se avecina, pero no somos nosotros quienes la invocamos. La señal todavía no ha llegado. Lo único que hemos hecho los druidas ha sido transmitir a nuestros guerreros la fuerza del roble y recordarles las artes antiguas. Ellos saben que vuestro muro es una abominación contra la naturaleza, y que de él no debe quedar ni rastro. Que quede o no rastro de tu esposo y sus hombres ya no depende de nosotros, sino de ellos mismos. Nosotros somos instrumentos de los dioses.
—De vuestros dioses.
—De los dioses de Britania. Los dioses romanos están ya medio olvidados, en el interior de vuestros templos crece la maleza, y vuestras creencias cambian tan a menudo como los peinados de la emperatriz. Las nuestras permanecen.
Valeria bebió de la pócima y notó que sus benéficos efectos le recorrían el cuerpo.
—Sin embargo, a pesar de la confianza que parecéis tener en vosotros mismos, necesitáis mantener cautiva a una mujer desvalida como yo.
Kalin soltó una carcajada.
—¿Desvalida tú? Si eres el terror de los jabalíes. ¿Cautiva tú? Si tienes en tus manos la cuerda para bajar la rampa. No son ni las cadenas ni las rejas lo que te mantiene aquí, y los dos lo sabemos.
—¿Qué es, entonces?
—El hombre que te capturó, por supuesto.
—Te refieres a Arden. Dices que soy su prisionera.
—No. Lo que quiero decir es que él es prisionero tuyo. Que tú no te irás hasta que te hayas llevado su corazón.
Cuando Kalin se marchó, Valeria estuvo tentada de escaparse de nuevo, aunque sólo fuera para demostrarle al druida que estaba equivocado. ¡A ella no le hacía falta esperar al engreído y despreocupado Arden Carataco! Era un bribón, un espía, un traidor, un asesino y un bárbaro, y la idea de que ella se preocupara por él o sus sentimientos le resultaba ridícula. ¡Pero si la había secuestrado! ¡Había frustrado todos sus proyectos! Le había arrebatado todos sus sueños de formar un hogar, progresar, tener hijos y posición social. Ahora ella debía usar a Arden de la misma manera en que él la usaba a ella, engañarlo como él la engañaba, para luego contar a los suyos cuáles eran sus puntos débiles.
Pero eso lo haría cuando tuviera ánimos para partir. De momento se sentía bien en aquel refugio aislado. Allí todo era sencillo, no tenía necesidad de tomar decisiones y su vida resultaba plácida.
Arden volvió al atardecer, cuando el cielo era una rosa pálida recortada contra las colinas circundantes y reflejada en las aguas cristalinas del lago. Había cazado dos patos con arco y flechas y llegaba triunfante.
—Les he dado en el ala, el pecho y el cuello —le explicó—. El segundo ha sido un golpe de suerte. También he traído zanahorias y pan de Tiranen. Y vino robado de Roma.
Valeria tenía un hambre atroz, y juntos prepararon una cena muy sencilla. Mientras él desplumaba y limpiaba las piezas que había cazado, ella avivó el fuego y puso a hervir agua para las zanahorias. Después, ensartó los patos en un espetón y empezó a asarlos. La grasa chisporroteaba en contacto con el fuego y lanzaba pequeñas llamaradas. Arden se mantenía cerca de ella, por si necesitaba ayuda. Su presencia era como una protección más.
Cayó la noche y encendieron una vela.
Su captor, o cuidador —ya no estaba segura—, había traído el vino en una bota de piel, y le enseñó a verterse un chorro directamente en la boca. Ella lo intentó, pero aquello le resultaba muy gracioso y, al reírse, el vino se le escurría por la barbilla. Todo era tan rústico, tan propio de las clases inferiores, que su madre, de haberla visto, se habría escandalizado. Sin embargo, Valeria parecía curiosamente satisfecha. Estaban solos en medio de la naturaleza, pero no estaban solos del todo, porque se tenían el uno al otro. No obstante, ella se recordaba que no debía fiarse mucho de él. Seguía siendo un bárbaro. Pero, a la vez, se estaba convirtiendo en una especie de amigo, como Brisa.
Oía y notaba el susurro de la seda contra su cuerpo, y sabía que él se fijaba en los bordes de la túnica que sobresalían de su capa gala. Pero no le dijo nada, y ella se abstuvo de darle las gracias por aquel regalo.
—Ya caminas bien —observó Arden.
—A duras penas.
—Savia sospecha que te torturo. Mañana traeré el caballo y vendrás conmigo hasta Tiranen. Hay una reunión de clanes a la que debo asistir, y tú ya estás lo bastante fuerte como para completar allí tu recuperación.
La sorprendió sentirse decepcionada. Le gustaba la paz de aquel crannog. Le gustaba estar a solas con Arden, lejos del bullicio de aquel fuerte abarrotado. No obstante, sabía que su sitio estaba donde pudieran encontrarla y rescatarla. ¿O no?
—¿Vais a planear otro rapto?
Arden no respondió a su provocación.
—Circulan rumores de que se avecinan problemas.
—¿Qué tipo de problemas?
—Nada que te incumba, de momento.
—¿No has tenido noticias de mi esposo? —Le molestaba que no confiara en ella, y no pudo evitar preguntárselo.
—Ya te he dicho que no actuará contra nosotros.
—Marco no te teme —insistió en ello sin saber por qué.
—Pero sí le asusta lo que pueda pasarte, Valeria, y por eso también teme lo que pueda pasarle a él. Mientras tú sigas con vida, él conservará su puesto. Si mueres, su futuro será muy incierto. Al capturarte a ti, lo hemos capturado a él.
—¿Así que retenéis a una mujer para vencer a un hombre? —repuso ella.
—¿Qué hombre es ese que se deja derrotar tan fácilmente?
Para esa réplica ella no tenía respuesta.
—¿Tan malos te parecen mi clan y mi crannog? —añadió él.
—No son mi casa.
—¿Y si lo fueran? Aquel era el punto débil de Arden, y ella aprovechó la ocasión para clavarle el aguijón.
—Sabes muy bien que nunca lo será. Que nunca te perteneceré. —Ya estaba. Ya lo había dicho.
—Las mujeres celtas no pertenecen a ningún hombre. Y a pesar de eso, sí pertenecen a este lugar. Ahora eres una más entre personas libres. Estar aquí te relaja, lo noto. Ya sé que carecemos de las cosas hermosas de las que os rodeáis, pero nos sobra espíritu. Nos tenemos los unos a los otros.
—Los romanos también.
—Admiro tu lealtad, pero debes ser realista. Es probable que tu esposo se preocupe por ti, es posible que se sienta avergonzado por haber permitido que te raptáramos, incluso puede que eche de menos tu compañía. Pero no arriesgará su carrera, porque no te quiere.
—¿Qué sabes tú del corazón de mi esposo?
—Sé algo del tuyo. Marco no te ama porque tú no le amas.
—¡Qué presuntuoso eres!
—¿Por qué siempre te afectan tanto las verdades? Yo no te rapté, yo te rescaté de un matrimonio pactado y de la ambición romana.
—O sea que ahora encima debo darte las gracias —repuso ella, que estaba ruborizándose.
—Este crannog te gusta. Lo noto en tu cara.
Valeria se volvió.
—Esto es una cena. No toda una vida.
—A veces la vida sólo nos permite una cena. —Se acercó y le rozó los brazos. Ella estaba temblando—. Ven, sabes que te he tratado bien. No discutamos más y comamos. Y olvidémonos del muro por una noche.
Tenía tanta hambre que la cena, a pesar de su sencillez, le pareció muy sabrosa. ¿Cómo era posible que aquellos pocos ingredientes supieran mejor que un refinado banquete? ¿Cómo era posible que una minúscula choza le pareciera tan cómoda como una mansión romana? Charlaron largo rato de muchas cosas, de la caza, los caballos, la historia del clan celta, y dejaron que el vino embotara sus frustraciones y sus deseos.
Ahora la mirada de Arden se demoraba más en ella, observando sus rasgos a la luz de la vela. Valeria se sentía halagada y a la vez nerviosa. Seguía pareciendo una pera machacada y le habría gustado estar más presentable, pero tampoco quería que la mirara de aquel modo. Le había prometido fidelidad a Marco. No obstante, en el fondo deseaba que él la deseara, aunque sólo fuera para rechazarlo.
Estaba totalmente confundida.
—Pareces saber mucho del amor —le dijo al fin.
Él sonrió, astuto.
—Eso es porque he estado enamorado y sé que eso con lo que tanto sueñan las mujeres puede ser muy duro.
Ella parpadeó. Había estado enamorado.
—¿Cuándo?
—Hace tiempo, cuando pertenecía al ejército romano —respondió con la mirada abstraída.
—Cuéntame qué sucedió.
Arden negó con la cabeza.
—Eso no se lo cuento a nadie. No fue un trago dulce, sino más bien amargo.
—Pero a mí sí tienes que contármelo.
—¿Por qué?
—Debes confiar en mí.
El celta la miró, divertido.
—¿Y por qué debo confiar en ti?
—Porque yo confío en ti, los dos estamos solos, a miles de millas de Roma. —Kalin había dicho que cada uno era prisionero del otro.
Arden sabía a qué se refería: el precio de la amistad, algo más profundo. Se quedó un instante pensativo y se encogió de hombros.
—Se llamaba Alesia.
—Un bonito nombre.
—No sé por qué me fijé en ella. Cuando la vi por primera vez ya había visto a mil mujeres, a miles de mujeres. Era muy bella, casi tanto como tú, y tenía una mirada muy dulce, aunque eso solo no era motivo suficiente. Había visto a otras mujeres igualmente hermosas y dulces. No sé, en aquel momento había un brillo especial, un juego de luces… los dioses me guiaron hacia ella. ¿Has experimentado algo así alguna vez?
—No.
—El sol, al ponerse, había iluminado unas nubes más allá del Danubio. La orilla romana estaba teñida de oro. Alesia había ido a buscar agua y la llevaba en una jarra sobre la cabeza, con la espalda muy recta y el cuello erguido. Su túnica, al trasluz, transparentaba un poco. Recuerdo que avanzaba a pasitos cortos, y recuerdo su silueta, sus gestos, su timidez y su gracia. Pasé junto a ella sin detenerme, tenía el encargo de comprar vino para unos camaradas, pero algo me hizo girar.
—Te habías enamorado. —Sentía envidia.
—No habíamos cruzado palabra, pero ya me había robado el corazón. No sólo quería poseerla, sino conocerla, protegerla, asediar su corazón.
Valeria tragó saliva.
—Ella me devolvió la mirada —prosiguió—, y así, nuestros destinos quedaron sellados.
¿Dónde estaba aquella mujer? Todavía no podía preguntárselo.
—¿Por qué te habías alistado en el ejército?
—Mi familia era rica y con los romanos había llegado a ciertos acuerdos. Éramos propietarios de tierras al sur del muro. Conocimos vuestra civilización, pero vuestra civilización nos llenó de deudas. Como mi padre no podía pagar los sobornos, lo detuvieron y nos confiscaron las tierras. Cuando fue a Roma a reclamar justicia, lo ignoraron. Contrajo una enfermedad y falleció. Mi madre, al saberlo, murió de pena. A mí sólo me dejaron la venganza. Por eso me uní a las legiones.
—¿Te alistaste al imperio que odiabas?
—No lo odiaba. Al principio no. Era joven y creía que tal vez todo había sido culpa de mi padre, por no ser lo bastante romano. Me latinicé el nombre, me hacía llamar Ardentio, y acudía donde mi ejército me encomendaba. Al principio, todo lo romano me parecía fabuloso. Presencié el fervor del público en el Coliseo. Custodié a generales que cenaban en villas de acomodados itálicos. Recorrí los muelles de Ostia, por donde entran y salen todas las riquezas del mundo. Mi primera impresión fue la tuya: Roma era universal, eterna y necesaria. —Lo dijo como si no fuera así.
—Roma ha llevado el orden al mundo —observó ella.
—Y la esclavitud, la pobreza y la falsedad. Y unas ciudades tan grandes que no pueden abastecerse a sí mismas. Y unos impuestos que nadie puede pagar. La vida del ejército era dura, y los romanos a los que conocí eran blandos y consentidos, ignorantes de los pueblos que gobernaban y nada dispuestos a luchar. Recibían tributos de lugares cuyos nombres desconocían.
—Y aun así, aceptabas el salario que te ofrecía, llevabas sus ropas y dormías en sus cuarteles.
—Durante un tiempo. Antes de marcharme quería aprender lo bastante de vosotros como para poder venceros.
—¿Marcharte con Alesia?
—A Alesia la deseé desde que la vi a orillas del Danubio. No esa parte entre las piernas que todos los soldados consiguen a cambio de unas monedas; la quería a ella, para poner fin a mi soledad de legionario. Encontré a su dueño, Critón, un peletero, y empecé a negociar su libertad. La seguía al mercado, al río, buscaba excusas para hablar con ella y ayudarla a llevar cosas. Vivía asustada y decepcionada, pero no había perdido la esperanza. Le conté cómo era la vida aquí, le expliqué que en verano el sol parece no querer abandonar el cielo, y que en invierno hay tantas estrellas que parecen copos de nieve. Le dije que a nosotros nunca nos tratarían como a iguales en el imperio, pues yo no era ciudadano y ella era esclava, pero que aquí sí podríamos llevar una vida libre y feliz.
—¿Y te creyó?
—Sus ojos, Valeria, ¡cómo se iluminaron al oír mis palabras!
La joven no dijo nada. ¿Sería ella misma una especie de sustituía de aquella esclava? ¿La habría capturado para ocupar su recuerdo?
—Lo que no había previsto eran los celos de Lúculo, el centurión al mando de mi unidad. Él odiaba la felicidad porque era incapaz de sentirla. Se trataba de un hombre perverso, con esa clase de astucia que tanto abunda en el ejército. Ponía en práctica una forma de soborno particularmente cruel, que consistía en que los soldados debían darle parte de su paga si querían obtener cualquier permiso. Sus familias, sus cosechas, el estado de sus cuentas, todo estaba supeditado a su avaricia. Llegó un momento en que la situación se hizo insostenible, y los demás me convencieron de que hablara en su nombre al comandante de las cohortes. A Lúculo lo amonestaron, tuvo que pagar una multa y perdió poder. Yo fui héroe por un día. Pero mis camaradas no tardaron en olvidarlo. En cambio, a Lúculo no se le olvidó jamás.
—¡Eres un idealista! —Arden era la clase de hombre que su padre, hombre político, siempre había menospreciado. Decía que los imperios se sustentaban sobre la continuidad y que los hombres con principios causaban dolor. Valeria, en secreto, siempre había estado en desacuerdo con él. Ella opinaba que la gente debía creer en algo. Pero su padre la habría llamado irresponsable.
—Por desgracia, me considero bastante clarividente. En fin, que a oídos de Lúculo llegaron mis intenciones con Alesia, como no podía ser de otro modo. En el ejército no existen los secretos. Saber que Ardentio se había gastado todos sus ahorros en comprar la libertad de una esclava le divirtió y le dio que pensar. Fue a ver a Critón y le sonsacó cuándo y dónde nos reuniríamos con Alesia. Después fue a la alameda en que ella me esperaba, y llegó antes que yo. La azotó, la violó y la quemó… y todo para vengarse de mí.
—Oh, Arden…
—De la vergüenza, la pobre se ahorcó. Aquel día yo acudía a verla con un regalo de boda, pero me encontré con su cadáver —dijo con voz hueca.
—¿Qué regalo?
Tragó saliva y apartó la mirada.
—Esa túnica de seda que llevas puesta.
Valeria se ruborizó, alarmada, horrorizada, halagada, confundida. Aquella prenda parecía abrasarle la piel.
—La había ganado tras una hazaña de guerra. Hasta este momento, en mi vida no había habido nadie digno de llevarla.
—Arden…
—Ni por un instante dudé quién la había matado —la interrumpió él.
—O sea que le mataste…
—Nadie había vencido jamás a Lúculo en una lucha, en una competición, en un juego. Pero yo fui a buscarlo aquella noche y le estrangulé con mis propias manos. También maté a Critón, y me llevé tanto el dinero que había pagado por Alesia como los sobornos que Lúculo había cobrado de los soldados, que repartí entre los mendigos. Arrojé mi coraza romana al río y me marché a Germania. Tras muchas peripecias, logré llegar hasta aquí.
—Para convencer a otros de que se unieran a tu venganza.
—Para prevenirlos contra el imperio. Roma se llevó a mis padres y a la mujer que amaba. Por eso te he capturado.
—Para vengarte del imperio —susurró Valeria.
—Al principio esa fue mi intención, sí.
Ella apartó la mirada. No debía dejarse atrapar por su hechizo.
—No creo que pretendas echar a los romanos de Britania sólo por… —hizo un gesto señalando la choza— esto.
—Esto es todo lo que me hace falta.
—Bueno, eso sin contar el vino que has traído. Y yo también soy un producto del imperio que tanto detestas. Si Roma vale tan poca cosa, ¿por qué intentan saquearla los bárbaros?
—Y si vosotros los romanos conquistáis tanto, no os quedará nadie de quien aprender. ¿Por qué tiene que poseer todo el mundo una sola nación?
—¡Esa nación es hoy el mundo entero!
—No el mío. No mi vida.