CAPÍTULO 28

La idea de salir a cazar un jabalí llenaba a Valeria de emoción, temor e impaciencia. Se trataba, sin duda, de poner a prueba su valor. Ya había tenido que soportar bromas sobre su «huida» al bosque de Iola y su extravío, pero también había detectado cierto respeto soterrado entre los celtas, por la valentía de que había hecho gala escapándose sola. Les había oído susurrar que no era la gatita desvalida que su aspecto daba a entender. Tal vez en ella había también algo de felino salvaje. Por su parte, Valeria sentía que no sólo se representaba a sí misma, sino también a todo el imperio. Así que en esta ocasión se llevó a su yegua Boudicca, la ensilló con montura romana y se puso botas de piel y calzas de lana.

Savia contempló con horror aquel atuendo masculino, convencida de que los bárbaros representaban un infierno particularmente corrupto.

—Si te viera tu madre se moriría.

Los participantes en la cacería se congregaron, y Carataco no fue tan crítico en su apreciación.

—Esta vez sí te has vestido correctamente. ¿Lista para arriesgarte a vivir la aventura de los atacotos?

—El riesgo es vuestro, bárbaro. Llévame con vosotros a más partidas de caza, y antes o después encontraré el camino de regreso.

Los demás jalearon su descaro.

—Confío en que cuando eso ocurra ya no tengas ganas de abandonarnos —contraatacó Arden.

—Vives muy seguro de tus encantos.

—De los míos no, dama. De los de los bosques y pantanos, páramos y praderas.

Arden le había puesto al jabalí el nombre de Erebo, la personificación de las tinieblas infernales de la mitología griega. La referencia clásica ponía de nuevo en evidencia el misterio que rodeaba la vida de su captor. Había descrito a la presa como a una bestia negra, monstruosa y peluda, toda testuz y pezuñas, tan peligrosa como un oso y tan veloz como un toro. El animal salía del bosque por la noche con sus ojos rojos y sus colmillos amarillentos, cavando y destrozándolo todo, y ya había matado a dos perros guardianes. Finalmente, Carataco había ordenado al jefe de caza del clan, un leñador viejo y enjuto llamado Mael, que lo siguiera hasta su guarida. Y eso había hecho.

Ahora, doce hombres y mujeres partían a caballo desde Tiranen, fuertemente armados con lanzas, arcos y flechas. El mismo número de perros les acompañaban, corriendo por campos de hierbas altas. El verano se encontraba en sus inicios, los pájaros salían volando, asustados por el galope de los caballos, los prados se veían cuajados de flores y la mañana auguraba lo mejor.

Valeria carecía de la experiencia y confianza necesarias para llevar armas, de modo que sólo le dieron una daga de plata. Brisa cabalgaba a su lado, con su arco y su carcaj. La orgullosa Asa también participaba en la cacería, y su mata pelirroja ondeaba al aire fresco de la mañana. Sujetas a la silla llevaba tres jabalinas. Arden empuñaba una lanza larga; Hool, otra más corta y más gruesa; y Luca, una espada. Valeria ya había aprendido que aquellas armas tenían nombre, además de haber sido bendecidas por los druidas, tener historias complicadas y una decoración muy elaborada. En los fustes de las lanzas había relieves finamente labrados, las flechas estaban rematadas con plumas de varios pájaros y los arcos, tachonados con incrustaciones de plata.

Brisa había adoptado a Valeria como a una mascota, y estaba decidida a enseñarle las costumbres celtas. Valeria nunca había visto una mujer tan masculina, y aun así la arquera se refería con frecuencia, en términos favorables y con gran descaro, a los atributos de los hombres de la tribu: admitía alegremente que hacía el amor a menudo. A diferencia de las mujeres de la clase a que pertenecía Valeria, no parecía tener una prisa especial por casarse, ni necesitar a un hombre para sentirse realizada. Era lo bastante bonita como para atraer las proposiciones, más o menos educadas, de los solteros, de los que se reía, salvo que le gustaran. En ese caso se los llevaba a la cama. Esa independencia emocional fascinaba a Valeria, cuya sociedad primaba la cautela en las relaciones y las alianzas formales. En una ocasión le preguntó a Brisa por qué se resistía al matrimonio. «Todavía no he encontrado a un hombre que me deje ser como soy. Pero todo se andará», contestó la arquera. De momento vivía en la choza de sus padres, rechazando a los pretendientes serios y viviendo la vida como un chico.

Mientras cabalgaban, los celtas alardeaban de anteriores cacerías. Un halcón que volaba en círculos sobre sus cabezas les hacía recordar una jornada de cetrería, el destello fugaz de un ciervo al internarse en la espesura les llevaba a rememorar algún gran ejemplar abatido, y la carrera de un conejo les despertaba el recuerdo de un zorro astuto. Cada roca, cada árbol, llevaba escrito un trozo de la historia del clan; cada valle, cada repecho, hablaba del tránsito de dioses y espíritus. Valeria se dio cuenta de que ese pueblo rudo veía los paisajes de un modo distinto al suyo. Para ellos estaba vivo, vivo de un modo que los romanos no se habían planteado jamás. Tras el mundo aparente existía un segundo mundo de visiones, leyendas y canciones aprendidas de memoria, y para aquellos bárbaros era tan real como las piedras, los troncos y las hojas de los árboles. A cada objeto correspondía un espíritu. Cada acontecimiento tenía su magia particular. El mundo de la vigilia era sólo un sueño breve, y sus vidas lujuriosas y violentas no eran más que fugaces alucinaciones que experimentaban antes de internarse en algo más sustancial y duradero.

Por todo ello, la existencia libre, indisciplinada y guerrera de ese pueblo empezaba a cobrar cierto sentido para ella. Tras regresar con Arden del bosque de Iola, había recorrido Tiranen y llegado a la conclusión de que aquel pueblo no era simple e ignorante como ella había dado por sentado. Todas las familias estaban unidas y vivían en comunidad, en una organización muy distinta de la rígida jerarquía romana que regía a las familias aristócratas. Tres generaciones sucesivas se afanaban en las tareas domésticas y en procurarse comida, cama y fuego. Sus muebles, pieles y tejidos de lana solían ser de muy buena calidad y muy ornamentados, y el uso a lo largo del tiempo se mostraba generoso con ellos. Pero aun así, no existía la sensación de deber, de disciplina. Los celtas iniciaban cientos de proyectos con el entusiasmo de los niños y los abandonaban con la misma rapidez para irse a montar a caballo, a enzarzarse en luchas de exhibición, a entrenarse con el arco o a hacer el amor, esto último con una entrega audible desde el exterior de las chozas. Aquellos sonidos de lujuria intrigaban a Valeria. ¿Qué hacían? ¿Qué se estaba perdiendo? Las mujeres eran las que más se dejaban oír, pero su timidez le impedía preguntarles nada en relación con sus experiencias. Aquellas gentes luchaban con la misma naturalidad con que hacían el amor, y a ninguna de ambas actividades concedían demasiada importancia. Por la noche se lavaban juntos en las tinas de agua caliente, y por la mañana chapoteaban en unos barriles que usaban para recoger la lluvia, lanzando gritos de placer al sentir su frío abrazo. Les encantaban los perfumes, las buenas ropas, las joyas brillantes y los elaborados tatuajes. El empeño con que se acicalaban era proporcionalmente inverso al estado lamentable en que mantenían sus chozas. Usaban su pelo como adorno, y algunos hombres se atiesaban los mechones con lejía de ceniza para que les quedaran de punta, como crines de caballo. Les encantaba vestirse, decoraban sus cascos ceremoniales con plumas o cuernos, y se mostraban tan cobardes ante la superstición como valientes ante la batalla, lo que les impulsaba a cubrirse de amuletos. Parecían indiferentes al dolor, pero el sonido del trueno les causaba espanto.

Aunque no concluían del todo ningún trabajo, se mostraban satisfechos del resultado, y siempre parecían dispuestos a sumarse a actividades insensatas que prometieran nuevos moratones y arañazos. Los niños eran aún más asilvestrados, corrían medio desnudos y sus travesuras apenas les valían leves reprimendas. Sólo de sus animales esperaban disciplina. Mantenían a raya a los perros a puntapiés, y montaban a sus caballos con tanta constancia que acababan fundiéndose con ellos. Galopaban por los agrestes y arbolados paisajes con imprudente despreocupación, lanzando alaridos como si estuvieran locos.

Valeria seguía creyendo que cualquier batalla entre los bárbaros y la caballería petriana acabaría en victoria de esta. Pero sospechaba que si con posterioridad se producía una persecución, si los celtas huían, darles caza sería como intentar atrapar el viento.

Seguían avanzando a campo traviesa, al parecer sin una meta definida, como perros explorando algún terreno. Arden escogía una cuesta por sus vistas, una hondonada por la placidez de su arroyo. La ruta que seguían constituía la antítesis de la rectitud práctica que caracterizaba los avances romanos. A medida que el sol ganaba altura, el aire se calentaba y se impregnaba de la fragancia del brezo. Las flores brillaban con todos sus matices y las rocas resplandecían. Valeria se sentía extrañamente viva entre aquella gente. Su entusiasmo era contagioso, y notaba que el corazón le latía con fuerza.

—Me sorprende que en la cacería participe tanta gente —le comentó a Brisa sin dejar de cabalgar—. ¿Y las tareas? ¿Quién las hace?

—Esta es la tarea, romana. Erebo lleva tiempo aterrorizando a nuestro ganado y destrozando nuestros campos. Además, con su carne, el clan comerá tres días.

—¿Pero para qué tantos?

—Para acabar con un jabalí tal vez todos debamos participar. Según Mael, es de los grandes.

—Entonces ¿corremos peligro?

Había oído hablar de cacerías de jabalíes, claro, pero no conocía a nadie que hubiera participado en alguna. En Roma, sólo en el circo había visto animales salvajes, donde los mataban para diversión del pueblo.

—Sí, claro, y por eso resulta divertido.

—¡Tú quédate rezagada! —gritó Asa—. Las atacotas enseñaremos a Roma cómo se hace. —Desde que había regresado a Tiranen con Arden, la antipatía que aquella celta sentía por ella había aumentado.

«Zorra», pensó Valeria.

—No he dicho que tuviera miedo, Asa.

—Ya lo tendrás. Y esta vez Arden estará demasiado ocupado para cuidar de ti.

Descendieron por la pendiente de un congosto hasta un estrecho desfiladero que les condujo a un valle boscoso. Al llegar al límite del bosque, refrenaron los caballos. Mael desmontó y bajó de la silla un vellón ensangrentado que le habían arrancado a una de las ovejas atacadas por el jabalí. Se lo dio a oler a los perros para que iniciaran el rastreo.

—¡A la caza! —gritó Arden.

La jauría partió enloquecida, aullando, y los cazadores se dispersaron en busca de la bestia.

La cacería, entre los árboles, resultaba tan rápida y tan confusa que era como rodar por una pendiente. La yegua de Valeria seguía el ritmo de los demás caballos, los cascos repicaban contra el suelo, pero ella perdía el control, las ramas le pasaban rozando y se aferraba desesperadamente al cuello del animal para no caerse. Los hombres emitían gritos y las mujeres respondían con alaridos agudos y entrecortados. Era como estar atrapado en una ola imparable.

Seguro que el jabalí los oiría y huiría a toda prisa. Sin embargo, los bárbaros gritaban como si el animal los estuviera esperando.

Valeria observaba a los que cabalgaban junto a ella. Tenían las mejillas encendidas, los ojos iluminados, las bocas abiertas, el pelo ondeando al viento, y se dio cuenta de que, mentalmente, ellos mismos se habían convertido en el jabalí. Sus pensamientos recreaban los de la bestia, la imaginaban despertando soñolienta, saliendo de algún barrizal, gruñendo, perpleja ante el ruido atronador que se acercaba, sacudiendo su enorme cabeza peluda al oír el aullido de los perros, rascando la tierra con sus afiladas pezuñas, trotando un poco por sus túneles de matorrales, preguntándose quién osaba perturbar su pesado sueño. Y, de algún modo, el jabalí también oía los pensamientos de los celtas, igual que ellos oían los suyos, y así se medían mutuamente. De pronto, Valeria supo, con la misma certeza que exhibían los celtas, que el animal no trataría de escapar. Que los estaba buscando igual que ellos a él.

Al llegar a una hondonada de vegetación más espesa, aminoraron el paso. Los perros se habían arremolinado en torno a unos matorrales, aullando con frenesí. La expedición se detuvo para disponer las armas. Brisa tensó el arco y preparó una flecha. Asa agarró una jabalina y la sopesó con el puño cerrado. Arden posó en el suelo el fuste de la lanza, como queriendo anclar a su caballo, con la mano cerca de la punta del arma.

Hool desmontó, lanza en mano.

—La vaca destripada hace dos semanas era mía —dijo—. Dame a mí la primera llamada, Carataco.

—¿No usarás el caballo?

—Los caballos se asustan. Me fío más de mis pies. Así podré mirar a ese cerdo cara a cara.

Mael gritó a los perros, instándolos a internarse en la maleza. Los animales vacilaron un instante, girando sobre sí mismos, indecisos, y entonces el guía salió disparado y los demás se armaron de valor para seguirlo. ¡Estaban hechos para la caza! Mientras se perdían entre el laberíntico follaje, sus frenéticos ladridos resonaban cada vez más lejos, hasta que de repente se produjo un extraño silencio. Entonces Valeria oyó un ronquido y un rugido grave, acallado al instante por los ladridos renovados de la jauría. ¡Habían encontrado al jabalí! Se oyó una especie de grito que se interrumpió en seco, como si una espada lo hubiera partido en dos, y acto seguido el trote de algo pesado y enorme que atravesaba la espesura. Los perros aullaron y empezaron a seguirle. Las zarzas temblaban con el avance de la presa, cuya estampida resonaba cada vez más cerca, en una carga interminable. Hool se puso rígido y observó por un túnel de maleza. Entonces, con una velocidad sobrenatural, algo enorme y negro surgió del bosque.

¡Erebo! Valeria ahogó un grito y su yegua se apartó, asustada. El monstruo era mayor de lo que esperaba, su grupa llegaba casi a la altura de las caderas de un hombre. Sus colmillos eran tan largos como dedos. Parecía todo cabeza y cola, una cola larga y deshilachada, como algo lanzado desde una catapulta. Hool se adelantó para cerrarle el paso emitiendo un alarido de venganza, pero la bestia era más rápida y más astuta. Se zafó de la arremetida del cazador y se revolvió tan deprisa que Valeria no pudo verlo. Por debajo de la lanza de Hool, le embistió las piernas con la fuerza de un tronco. Levantó por los aires al celta, que describió una voltereta perfecta y cayó al suelo con las piernas ensangrentadas. El jabalí ya había pasado como una exhalación por delante del caballo de Arden, que soltó una maldición al no conseguir arrojarle la lanza. Brisa le disparó una flecha, que tampoco le dio y fue a clavarse en un tronco, haciéndole soltar una retahíla de palabrotas más propias de un decurión. La bestia se había escapado.

—¡Por aquí! —Los jinetes volvieron a ponerse en marcha tras el rastro del jabalí. Los perros supervivientes se unieron a la furibunda cacería. Su presa se había adelantado bastante, zarandeando los brotes tiernos a su paso. De repente, todos desaparecieron entre los árboles.

Valeria, impresionada por la velocidad del animal, no les siguió. Luchaba por recuperar el control de su espantada yegua y por fin consiguió llevarla al trote hasta donde Hool seguía tendido, pues tal vez estuviera herido de gravedad. Tenía un corte rojo en un muslo, y la otra pierna doblada de manera extraña, como si se la hubiera roto. Mostraba todos los dientes en un rictus de dolor.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

—Furioso como un lobo y enloquecido como una cabra —exclamó él entre jadeos—. Por Taranis y Esus, creo que nunca había visto a un jabalí tan grande. Ni tan rápido.

—Es un milagro que sigas vivo. —Desmontó y con su daga cortó un trozo de su túnica—. Tengo que detener la hemorragia antes de que te desangres y mueras. —El celta esbozó una mueca de dolor cuando ella comenzó a vendarlo—. Y hay que entablillar esa pierna. Tienes suerte de no estar muerto, Hool.

—Si lo estuviera, no creo que nada en el infierno me asustara más que lo que acabo de ver. Nunca me he encontrado con un hocico tan pavoroso, ni siquiera cuando miro a las hijas de Luca, que son horrendas. Tenía los ojos como carbones encendidos y los colmillos como navajas.

Valeria buscó con la mirada algo con lo que entablillarle la pierna.

—Podríamos usar el fuste de tu lanza para enderezarla.

Se agachó para recogerla y le sorprendió su peso, pero también lo bien equilibrada que estaba. Era la primera vez que sostenía una. Todavía notaba el calor y el sudor de Hool en el fuste. La punta, muy afilada, era de hierro azulado.

—Es demasiado larga.

—¡Ni se te ocurra romperla! —le advirtió Hool.

—Tal vez podría atártela al cuerpo.

—Espera a Arden y Mael. Ellos sabrán qué hacer.

—¿Y cuándo volverán?

—Cuando maten al jabalí. —Se tendió sobre la hojarasca para descansar un poco.

Se quedaron allí, esperando en silencio, haciéndose compañía en la penumbra verdosa del bosque. Aún se oía a los demás pero el sonido llegaba lejano y amortiguado. Tal vez la bestia había escapado. Valeria esperaba que no tardaran en desistir y volvieran a ayudar a su compañero.

Pero no lo hacían, y el tiempo iba pasando.

De pronto se oyó un crujido en los matorrales. ¿Eran los cazadores que por fin regresaban? Levantó la vista y buscó la dirección de aquel ruido que se oía cada vez más cerca. Entonces se topó con una silueta oscura que, con la mirada fija, resoplaba rítmicamente. ¿Sería un perro herido? No, era más grande…

Se quedó sin aliento y el corazón le dio un vuelco.

Era el jabalí.

Hool también lo vio y, dolorido, trató de incorporarse.

—Súbete al caballo —le ordenó.

Valeria dio un paso atrás. ¿Qué hacía allí aquel animal? Era evidente que había logrado burlar a sus perseguidores y había vuelto a internarse en la maleza que era su guarida. Habría seguido el rastro de la sangre y…

—Ve en busca de ayuda, date prisa…

El animal estaba muy cerca, era casi tan grande como un oso, tenía un hocico terrorífico y un lomo lleno de cerdas ásperas y tiesas. De los colmillos le goteaba sangre mezclada con saliva. Los miraba fijamente, y Valeria olió su fetidez.

Todavía empuñaba la lanza en la mano. ¿Debía dársela a Hool?

El jabalí rascó el suelo con las patas, gruñendo.

—¡Deprisa! —gritó Hool.

Pero el animal cargó contra ellos. La romana corrió hacia su yegua que, aterrorizada, empezaba a encabritarse y relinchar. ¿O era ella la que gritaba? Antes de que la bestia arremetiera contra el celta herido con la fuerza de un carro, Valeria tuvo una visión fugaz de su furia. Hombre y bestia rodaron por el suelo, y Hool gritó de dolor. El jabalí embestía con el morro y le clavaba los colmillos una y otra vez. El celta gemía de rabia e impotencia, golpeándole los flancos con los brazos mientras el animal lo zarandeaba como a un muñeco. ¡Debía hacer algo!

Valeria había logrado montar en su yegua que, enloquecida, se agitaba sin parar. Agarró las riendas con una mano y sujetó la lanza con la otra. Tras varios intentos, logró enfilar a Boudicca y la espoleó con fuerza, obligándola a acercarse al jabalí. Cuando lo consiguió, se inclinó y le clavó la lanza en un cuarto trasero.

La bestia dio un respingo, como si le hubiera picado una abeja, y se giró. La yegua se había puesto de lado y, asustada, erguía la cabeza con los ojos muy abiertos. En esa posición no podía ver por dónde le venía el peligro.

El jabalí se abalanzó sobre Valeria, que levantó la pierna para evitar sus afilados colmillos, haciendo que la bestia se estrellase contra el costado de Boudicca. Como si el oleaje más fuerte de un mar embravecido la hubiera impactado, la yegua se levantó en el aire y junto a Valeria fue arrojada contra un árbol. Sus relinchos no dejaban lugar a dudas: aquel monstruo la había destripado. La joven intentó clavarle la lanza en la grupa, pero tenía una joroba y un cartílago tan duros como una cota de malla. Los tres se empotraron contra el roble, que se tambaleó con el impacto. El jabalí estaba frenético, quería atacarla a toda costa, pero la base de la lanza había quedado encajada en el tronco y la punta metida en la joroba de la bestia. El fuste de fresno se arqueaba, a punto de partirse, pero justo antes de que lo hiciera, la propia embestida del animal hizo que la punta de la lanza rasgara por fin el cartílago y se hundiera profundamente. El jabalí chilló, y sus chillidos se confundieron con los de Valeria, que a su vez se mezclaban con los relinchos de Boudicca. Los tres cayeron al suelo. La joven, atrapada en la silla, se desplomó sobre los cuerpos de los dos animales.

Aterrorizada, esperó el instante en que sentiría los colmillos hundiéndose en su carne.

Pero no. El monstruoso jabalí gruñó, bufó y se estremeció. Y un instante después quedó inmóvil.

A Valeria se le nublaba la vista y estaba aturdida. Oyó gritos, ladridos, y de pronto se vio rodeada de perros que mordían enloquecidamente al jabalí pese a que Arden y Mael intentaban impedírselo gritándoles órdenes. El jefe tanteó al animal con su lanza. Estaba muerto, con la lanza de Hool clavada a la altura del corazón. Todo estaba salpicado de sangre, y la romana yacía en una extraña postura, como sin vida.

—Buen Dagda, ¿has matado a mi señora? —Arden le levantó la cabeza con expresión temerosa. Ella tenía los ojos cerrados, y un mechón de pelo metido en la boca.

—Me he quedado atrapada —susurró en voz casi inaudible.

—¡Ayudadme a levantar este caballo! —exclamó Arden.

Varios brazos musculosos movieron un poco a Boudicca para que Arden pudiera sacar a Valeria, que se estremeció aún aturdida. Su yegua agonizaba y sus vísceras se desparramaban sobre el cuerpo del jabalí. Luca le clavó su lanza para poner fin a su sufrimiento.

—¡Hool está vivo! —anunció Brisa. El celta, tendido en el suelo, se quejaba.

—El muy bribón dio un rodeo para volver a rematarlo —dijo Mael, admirado de la astucia de la bestia—. Si tu joven romana no hubiera estado aquí, lo habría destrozado antes de volver a por nosotros.

Arden se había sentado en el suelo y sostenía a Valeria entre sus brazos. Ella se sentía medio desmayada, acunada en la calidez de aquel cuerpo protector, sorprendida de estar viva.

—Ha matado al jabalí más grande que he visto en mi vida —murmuró Arden—. Ha salvado al pobre Hool.

Asa, sintiendo envidia, observaba a la joven.

—¿Y cómo ha logrado esa enclenque clavarle la lanza por la joroba? —dijo.

Mael señaló el tronco del árbol.

—Fijó la base ahí, y el jabalí hizo el resto. Es el acto de caza más valeroso que he visto nunca.

Valeria quiso decir que en ella no había habido un ápice de valentía, pero estaba tan aturdida que no le salieron las palabras. A su lado, su presa parecía una montaña negra. Por su hocico escapaban dos hilos de sangre.

—La romana me ha salvado —dijo Hool con voz entrecortada antes de perder el conocimiento.

Arden miró a los demás.

—Nadie sabe qué piensan los dioses —dijo—. Nadie sabe por qué las cosas suceden como suceden. Pero yo os digo que esta mujer ha aparecido en nuestras vidas por algún motivo, y de parte de él acabamos de ser testigos. Esto se convertirá en una leyenda que cantarán las generaciones venideras.

—Tuvo suerte, nada más —terció Asa—. Miradla. Si casi está muerta del susto.

—Es una mujer sagrada —la contradijo Brisa—. Fijaos en las piernas de Hool. Se nota que ella intentó vendárselas. Y eso que es nuestra prisionera, y que si hubiera querido podría haberle cortado el cuello. Esta mujer tiene espíritu celta, Arden Carataco. El corazón de una Morrigan.

—Entonces será nuestra Morrigan.