La euforia no le duró demasiado.
Se acercaba el mediodía del día siguiente y Valeria estaba desorientada, deprimida y cada vez más asustada. Se encontraba en un bosque denso y silencioso. No había ningún sendero ni camino reconocible y los árboles se alineaban sin fin como falanges de un ejército, impidiendo la visión. El sol brillaba por su ausencia y la incesante llovizna le calaba los huesos. Su sentido de la orientación había desaparecido. Apenas unas horas después de su huida, la fugitiva romana estaba totalmente perdida.
En un primer momento, su plan había funcionado. Había alcanzado el pie de la colina y se alegraba de que la lluvia ocultara sus movimientos. El amanecer había llegado con una claridad grisácea que ni despertó el poblado ni recortó su sombra contra los árboles. Había avanzado a rastras por campos sembrados de cereal, cruzado corriendo un huerto y visto unos caballos pastando en una pradera. Saltó una valla hecha con zarzales secos que le arañaron los brazos y el rostro y consiguió acercarse a una yegua marrón sin asustarla. Agarrándola de la crin logró montarla. Sin silla se sentía vulnerable, pero su convicción le daba fuerzas. A un golpe de talones la yegua se puso en marcha. Valeria cerró los ojos cuando llegaron al límite del cercado, pero el animal se agazapó un poco y lo superó de un salto. Eran libres. Sin aliento, cruzó un paraje salpicado de árboles mientras los balidos de las ovejas daban las primeras señales de aviso.
Temió que saldrían en su persecución de inmediato, pero no fue así.
Tal vez había logrado burlar a aquellos bárbaros ebrios que no dejaban de roncar.
El caballo aminoró la marcha al cabo de un rato. Soltaba nubes de vaho por las narices y movía pesadamente los flancos. Valeria lo espoleó y enfilaron la pendiente de una colina, alcanzaron su cima y se dirigieron hacia el sur. Pero tras recorrer un par de millas, Valeria creyó que un avance tan directo facilitaría su captura, de modo que abandonó la parte más alta de la sierra y descendió hasta un valle angosto, con la intención de cruzar un arroyo y llegar hasta otra cadena de montes que se levantaba al fondo. Así, en su ruta hacia el muro, había girado hacia el este. Superó más colinas, atravesó un bosquecillo, dejó atrás un claro, otra colina, se adentró en un bosque más extenso, abriéndose paso entre una densa masa de árboles…
Y ahora estaba perdida.
No era sólo que no conociera el mejor camino para volver a casa a través de los bosques, era que no sabía ni cómo salir de ellos. Parecían no tener fin, como aquel en que Carataco había estado a punto de raptarla antes de su boda. Aunque hacía frío, era verano y los árboles estaban llenos de hojas. Sus copas formaban una bóveda tan densa y oscura que el camino parecía un laberinto de túneles selváticos. Valeria tenía un hambre atroz; su huida había sido tan repentina e impulsiva que no había pensado en llevar comida. Y como había salido sin capa, sentía frío. Confiaba en el sol, que todavía no había hecho acto de presencia, y en un camino que no encontró. Y aún peor, estaba desanimada y se sentía sola. Casi no había dormido, y actuaba movida por el miedo.
Pasaban las horas y en su mente se confundían los árboles, las ciénagas, los pequeños claros. Al fin llegó a un pequeño arroyo que serpenteaba por el bosque. En sus aguas aceradas se reflejaba el cielo plúmbeo. Era un torrente cenagoso y bordeado de alisos muertos, con los troncos como estacas hundidas en el agua. Si seguía el curso del agua, su caballo podía quedar empantanado, así que decidió cruzarlo con la esperanza de encontrar una tierra más firme. Debía darse prisa, porque la luz ya empezaba a menguar. La idea de pasar la noche sola en aquel bosque la aterrorizaba.
Comenzó a descender por una ladera idéntica a las otras muchas por las que había pasado y de pronto se detuvo, confundida. En el barro había pisadas de caballo. Miró alrededor. El bosque se encontraba en silencio, no parecía que ningún otro ser humano hubiera estado en ese lugar. Sin embargo, algo le resultaba familiar en aquel árbol inclinado, en aquel tronco hundido… ¡Estaba avanzando en círculos! Al constatarlo se le vino el mundo encima.
Estupefacta, observó las huellas y, desmontando del caballo, se echó a llorar.
Junto al río había una roca y, desolada, se sentó en ella, sollozando de impotencia y maldiciéndose por no haber seguido cabalgando por la cima de los montes, por haber aceptado casarse e irse a vivir al fin del mundo. Clodio estaba en lo cierto. Aquel era un país odioso lleno de bárbaros y zonas pantanosas. Su decisión de seguir a Marco a Britania había sido un craso error, y haber pretendido acudir a solas a su encuentro había acabado en un desastre todavía mayor. Su propia impulsividad infantil había terminado por condenarla. Las alimañas carroñeras no dejarían de ella ni los tuétanos. Además, había abandonado a Savia, la mejor amiga que le quedaba.
Quería seguir adelante, pero no tenía ni idea de cómo encontrar el muro de Adriano. También pensó en desistir, pero no se veía capaz de dar con el fuerte de Arden. Quería dormir, pero estaba calada hasta los huesos y aterida de frío. Quería comer, pero no tenía nada que llevarse a la boca. Su caballo parecía tan desorientado como ella, y suponía que si algún romano de la capital pudiera verla, la tomaría por una mujerzuela, por una pordiosera, una leprosa, una huérfana…
—En este país resulta fácil perderse, ¿no crees?
Valeria se giró sorprendida y asustada, y de pronto humillada. ¡Carataco! No sabía cómo, pero le había dado alcance y ahora se encontraba a menos de veinte pies, sin inmutarse, dando un bocado a una salchicha y con aspecto de sentirse como en casa. Llevaba su gruesa capa sobre la cabeza, perlada de lluvia, y la espada envainada. No empuñaba ninguna arma. No hizo ademán de acercarse más, y parecía tan tranquilo como desesperada se sentía ella, como si su encuentro fuera lo más inevitable del mundo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —balbuceó Valeria.
—Seguirte, por supuesto, pues ningún hombre en su sano juicio se internaría en el bosque de Iola a no ser que una hermosa cervatilla hubiera entrado en él, y tal vez ni siquiera en ese caso osaría hacerlo. La vegetación es muy espesa. No sé si sabes que, cuando no te has movido en círculos, has avanzado en dirección nordeste, alejándote de tu querido muro.
—¡No es verdad!
—Estás más lejos que nunca de la caballería romana que supuestamente ha de acudir en tu rescate.
Valeria buscó con la mirada algo que le permitiera contradecirle, pero no lo encontró. Sin sol, el cielo era de un gris oscuro, y el bosque un laberinto.
—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó al fin.
—Llevo horas siguiéndote.
—¡Horas! ¿Y entonces por qué no me has capturado?
—Para no tener que pasar por esto de nuevo. No quiero que me obligues a encerrarte, pero debes comprender que es imposible que llegues a tu muro. Nunca encontrarías el camino. Y aun en caso de que lo encontraras, no te lo permitiríamos. Has tenido suerte de no llegar más lejos, porque entonces ya no habría sido yo quien te hubiera dado caza, sino los perros. Y tal vez, antes de que me hubiera dado tiempo a llamarlos, te habrían mordido con fiereza. —Le dio un mordisco a la salchicha. A Valeria le crujió el estómago—. Ahora ven. Estoy cansado de este juego.
—¿Por qué no me matas de una vez? —suplicó ella con voz desgarrada.
Arden fingió considerar la posibilidad.
—Porque eres demasiado valiosa —dijo al cabo—. Porque la pobre Savia está que no sabe qué hacer, furiosa porque la has abandonado. Porque me divierte ver tus intentonas, incluso cuando sean tonterías. Porque tienes chispa.
—Estoy demasiado empapada para tener chispa.
Arden sonrió.
—No estoy de acuerdo. Todavía estamos a tiempo de hacer de ti una buena celta.
Llevaron los caballos hasta los árboles y los ataron. Arden le dio una capa que llevaba enrollada bajo la silla, como si hubiera previsto su captura desde el momento mismo de pedir su caballo. Su seguridad la enfurecía. A pesar de todo, agradeció su atención, pues se sentía helada. Miró a su captor, que había empezado a recoger leña para encender una hoguera. Buscaba debajo de los troncos secos y con un cuchillo raspaba virutas. Un sílex y un trozo de metal le sirvieron para hacer saltar chispas. Por más que le irritara que la hubiera encontrado, debía reconocer que su experiencia con algo tan fundamental como el fuego la tranquilizaba. En el nido de hojarasca prendió una llama y fue añadiendo ramas, las más delgadas primero, las más gruesas después, para alimentar el fuego. La madera crepitaba, y unas primeras pavesas se elevaban por los aires. El calor resultaba hipnótico, y Valeria se puso muy cerca, abriéndose la capa para que se le secaran un poco las ropas empapadas.
—Gracias por el fuego.
—No lo he encendido por ti. El humo es la señal de que te he encontrado. —Le alargó un trozo de pan y una salchicha—. Así todos podrán volver dentro a calentarse.
—Ah.
—Pero también es cierto que no me interesa que mueras de frío. ¿De qué me servirías entonces?
—Oh. —¿Se estaba burlando de ella? ¿O le daba miedo mostrarse amable? El pan le supo a ambrosía y la salchicha la reconfortó.
—Me había perdido —admitió.
—Eso es evidente.
—Creía que me matarías si me encontrabas.
—Me habría ahorrado un trozo de pan y una salchicha, sí, pero entonces ¿para qué molestarme en perseguirte?
Así que no iba a matarla. Tampoco daba muestras de querer abusar de ella. A pesar de sus peores temores, lo cierto es que de pronto se sentía extrañamente a salvo con aquel hombre, aquel bárbaro, aquel asesino, aquel siniestro cazador de cabezas que se relacionaba con brujas y era el cabecilla de una banda de salteadores. No parecía que estuviera haciéndola prisionera, sino salvándola, como si pretendiese liberarla de sí misma. La sensación le surgió de manera tan inesperada que se sintió confusa. Al escapar se había creído muy valiente, muy lista, pero ahora se veía como una estúpida.
—Habría acabado por encontrar el camino —insistió, impulsiva.
—¿El camino adónde?
—Hasta mi esposo.
Arden refunfuñó. La mención de Marco lo irritaba.
—A quien apenas conoces.
—Mi corazón le pertenece. Y mi corazón, antes o después, me habría conducido hasta él.
El bárbaro meneó la cabeza.
—Creo que todavía no sabes dónde tienes el corazón. Que no has sentido amor en tu vida. Tú no te pareces en nada a tu esposo.
—¡Y qué sabes tú de eso!
—Eso lo sabemos todos los que vivimos cerca del muro.
—¿Cómo te atreves a decir algo así?
—Todo el mundo ha oído hablar de tu matrimonio, de que él logró el puesto gracias a ti, de que tú eres en realidad tres veces más valiente que el prefecto, y cinco veces más lista. Los romanos te temen y los celtas te admiran. El lugar al que has llegado es mejor que el que dejas atrás, créeme.
Valeria no se creyó ni por un instante aquellas palabras, pero el comentario sobre sus sentimientos la perturbó. En el fondo intuía que había algo de verdad en las afirmaciones de Arden, que no por ello le indignaban menos. ¿Quién era él para decirle lo que sentía, si se había enamorado de verdad o no? Sin embargo, en su pecho latía un anhelo postergado, y veía su matrimonio como una formalidad que parecía contradecir la predicción que le había hecho aquella vidente de Londinium. Tal vez un amor más profundo se desarrollaría con el tiempo, pero aquel bandido le había robado parte de su conformismo.
—Sé que mi esposo me está buscando en este mismo momento, que va al frente de quinientos hombres armados —dijo.
—Y yo sé que no es así. —Se había sentado sobre un tronco y, con los dientes, arrancaba pedazos de pan que engullía como un lobo. ¡Qué hombre tan vulgar! Y a pesar de ello, en su falta de impostación, en su seguridad absoluta, había algo muy atractivo.
—Te pillará desprevenido —se obstinó Valeria.
—No lo hará.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque le hemos enviado una cabeza de los soldados que matamos, conservada en aceite de cedro, con una advertencia de que la tuya será la siguiente si se atreve a acudir en tu rescate. Si te quiere de verdad, dejará que sigas aquí, conmigo.
—Eso que dices no es cierto. Las cuatro cabezas estaban en la Casa Grande. Yo misma las vi.
—Viste cuatro, pero había cinco.
A Valeria se le heló la sangre.
—¿Clodio? ¡Eres un monstruo!
—Soy un guerrero. Y un hombre realista.
Furiosa consigo misma por mostrar su debilidad, no pudo evitar romper a llorar de nuevo.
—Vamos, mujer, no es para tanto. Tu joven soldado murió luchando, que es la mejor manera de morir que tiene un hombre, y así se rinden honores a su cabeza. Eso significa que su alma sigue protegiéndote. Si intercambiáramos nuestras suertes, yo me sentiría halagado. —Metió la mano en un zurrón—. Toma, come fruta seca —le dijo, tendiéndole trozos de manzana y pera arrugados.
Ella todavía tenía hambre y los habría comido con gusto, pero los rechazó y, furiosa, se sentó junto al fuego. No terminaba de creerse que Marco no intentara su rescate. La cabeza del pobre Clodio, más que un freno, sería un acicate. Pero entonces, ¿cómo tardaba tanto? Tal vez lo mejor sería esperarle. Esperarle instalada en el fuerte de Arden. Odiaba a los hombres y sus crueldades.
—Así que la cuestión —prosiguió Arden— es qué hacer contigo entretanto. Por lo que he oído y visto, todo parece indicar que eres una amazona nata, una Morrigan romana.
—¿Quién es Morrigan?
—¡Cuánto ignoráis los romanos de la isla que habéis conquistado! Es la diosa de la guerra y la caza. Su símbolo es el caballo.
—Me gustan los caballos, eso es todo. Me resultan tan nobles como mezquinos los hombres.
—Así que al final sí estamos de acuerdo en algo. ¿Cabalgarás conmigo entonces?
—¿De vuelta al fuerte?
—Sí, en tu yegua robada, y debemos llegar antes de que caiga la noche. Pero me refería a si vendrás conmigo de caza.
—¿De caza?
—Hemos organizado una partida, por diversión y por necesidad.
—¿Una mujer cazando?
—La mujer puede hacer lo que se proponga.
—En Roma no.
—Ahora no estás en Roma. Estás en un lugar donde, a diferencia de tu país, la mujer puede ser propietaria de la tierra, llevar una lanza o elegir con quién se acuesta y con quién se casa. Y créeme, las dos cosas no las hace siempre con la misma persona. Ven conmigo. Será emocionante.
—Intentas llevarme a tu terreno.
—Intento que te calmes.
—¿Por qué? ¡Si he huido! ¿Por qué no me encierras en una jaula?
—Pero si no has huido. Estás aquí, sigues siendo mi prisionera. Y si vuelves a intentarlo, tendré una nueva excusa para raptarte de nuevo —dijo con una sonrisa maliciosa en los labios.
Valeria no replicó para no darle el gusto.
—¿Has recobrado fuerzas? ¿Puedes montar al menos?
Ella asintió muy seria.
—Entonces volvamos a casa. A la mía, que temporalmente es también la tuya.
Cabalgaron por senderos apenas perceptibles, marcados en el bosque por el paso de venados, que Valeria, con sus nervios y su inexperiencia, no había sido capaz de distinguir. Arden no intentó en ningún momento atarla o restringirle en modo alguno los movimientos. Mientras la conducía hasta lo que llamaba su casa, hasta aquel fuerte en lo alto de una colina al que llamaban Tiranen, a Valeria se le ocurrió que era allí, en aquel bosque, donde él se sentía más a sus anchas. Si había dioses de los sauces y oscuros santuarios, no demostraba ningún temor.
—¿Cómo es que te resulta tan fácil encontrar el camino? —Necesitaba hablar de algo, porque no dejaba de preguntarse por qué la había raptado, por qué la había seguido con tanta insistencia. Y las conclusiones a que llegaba no le resultaban nada tranquilizadoras.
—Me crie en este país. Pero el bosque de Iola es desconcertante incluso para los que lo conocemos bien. No tienes que avergonzarte por haberte perdido.
—Uno de los soldados de mi esposo me contó que vosotros, los celtas, creéis que los bosques están encantados. Que árboles como el sauce pueden llevar a la gente hasta un mundo subterráneo.
—Creemos que los bosques están habitados por espíritus, o para ser más exactos, que los árboles son espíritus en sí mismos, pero eso no significa que estén encantados. Lo del sauce es un cuento para niños. —Se giró para mirarla—. Bueno, yo no me quedaría dormido debajo de uno, por si acaso.
—Tito me habló de Esus, el dios de los leñadores que exige su tributo de sangre.
—Es cierto que hay que aplacar a Esus. Los dioses deben ser venerados mediante el sacrificio, para devolverles una pequeña parte de lo que nos dan. Pero también está Dagda, el dios bueno, que camina entre estos árboles como un romano se pasearía por su jardín. Los robledales son lugares de oscuridad pero también de luz. Igual que sucede en el mundo en su conjunto.
—Savia cree que existe un solo dios.
—Sí, eso he oído. Y los cristianos se comen a su dios y se beben su sangre para hacerse fuertes, lo que, en mi opinión, es más salvaje que ofrendar un cautivo a Esus. Los cristianos hablan de un padre, un hijo y un espíritu, y discuten entre ellos sobre si los tres son uno o si el uno son tres. ¿No tengo razón? Cuando era soldado en tu mundo oía hablar de ese tema. En eso no son tan diferentes de los celtas. Para nosotros, el tres es el número más sagrado, y nuestros dioses son muchas veces trinidades, como Morrigan, Badb y Nemhain, separados y al mismo tiempo el mismo.
—Y si son el mismo, ¿cómo son tres?
—El tres es un número sagrado. El tres se rodea a sí mismo. Cada uno de sus miembros está flanqueado por otros dos. Los druidas creen que la mente educada precisa: en primer lugar, de conocimiento; en segundo lugar, de naturaleza, y en tercero, de verdad. Esas tres cosas son la misma, pero a la vez son distintas.
—Entonces tal vez deberías hacerte cristiano.
—El suyo es un dios muy débil, un hombre humilde al que mataron tan fácilmente que ya nadie se acuerda siquiera de su aspecto. En nuestro mundo adoramos a los fuertes. Además, ¿cómo iba a hacer un solo dios el trabajo de muchos? Menuda tontería hacer que la gente, que es distinta y tiene necesidades distintas, adore a un mismo dios. Es un desafío al sentido común.
—Cristo es el dios de la civilización. Ahora es el dios de Roma.
—¿Y de qué sirve la civilización? A vuestros pobres los explotan como animales, vuestros ricos se vuelven tiranos. En nuestro mundo, tanto hombres como mujeres son más iguales, compartimos los trabajos, nos movemos con el viento y las estaciones, y nos permitimos disfrutar de la vida. Sólo nos importan las obras, no los monumentos. Para nosotros lo importante no es el poder, sino la amistad. Y la muerte, que no es más que una dulce liberación, no nos preocupa; nos preocupa la vida. Y el ciervo y el roble y el arroyo y la piedra. Los cristianos se enorgullecen de que su dios caminara entre ellos, pero nuestros dioses celtas nos acompañan siempre, están con nosotros en todo lo que vemos y tocamos. El dios cristiano se ha ido, pero los nuestros nos hablan con el viento y el trueno, y a veces, más dulcemente, con el trino de los pájaros.
—Sin embargo es Roma la que gobierna el mundo.
—Este mundo no lo gobierna. Y a este guerrero tampoco. —Alzó la vista y contempló los árboles—. Te voy a enseñar una cosa.
Se incorporó, se agarró de la rama de un roble y se soltó del caballo con la destreza de un acróbata. Se subió a lo más alto, cortó algo con su daga y se dejó caer al suelo como un gato. Ella se acordó de cómo se había descolgado sobre la carreta durante la emboscada. Volvió a montar y acercó su caballo al de Valeria.
—Ten —le dijo, y le dio una rama con hojas brillantes y unas bayas blancas, muy distintas a las del árbol del que las había cogido.
—¿Qué es? —El muérdago sagrado. Una planta mágica que crece en la copa de los árboles. Si te pones una ramita en el pelo, te protege de los malos espíritus. Si lo llevas en la mano, evitas la muerte y las heridas que te desfiguran. Para que las hadas no se lleven al recién nacido, has de poner un poco sobre la cuna. Es la planta más poderosa que los dioses le han dado a la tierra, y no cuesta nada, todos podemos recogerla. Simboliza la verdad del mundo, nos dice que el bosque y el agua nos dan todo lo que necesitamos.
Valeria lo miró, escéptica.
—Pues los celtas hacéis incursiones en nuestro territorio y robáis para poder vivir como los romanos.
Arden soltó una carcajada.
—Qué lista eres. Algunos lo hacen, no lo niego. Pero la magia del muérdago no termina aquí. —Alargó el brazo y le acercó la ramita a la cara. La sacudió un poco y de pronto le dio un beso, tan rápido y fugaz como las flechas de Brisa—. ¡Ya está!
Valeria, consternada, se echó atrás.
—¿Por qué lo has hecho?
—Porque el muérdago es nuestra planta de la amistad y la conciliación. Nuestra planta del amor, y porque eres muy bonita y me ha apetecido hacerlo.
Ella se ruborizó.
—Pues a mí no me apetecía. Y no pienso consentir que ningún hombre se tome estas libertades. —Se acordó de Galba—. ¡Te voy a… te voy a…! —Buscaba mentalmente alguna amenaza con la que mantenerlo a raya—. ¡Te voy a pinchar con mi broche!
Las risotadas del bárbaro resonaron en el bosque, pero de todos modos retiró unos pasos su caballo.
—Pero niña, se trata sólo de una costumbre celta. Mira que si me amenazas con tu broche, retiro el encantamiento. —Levantó el brazo e hizo ademán de tirar la ramita.
—¡No! No me beses, pero tampoco la tires. Quiero llevarla para que me proteja, como dices. Por favor, dame un poco.
Arden cortó un ramillete y se lo dio. Ella se lo puso en el pelo.
Siguieron su camino, y justo cuando el sol, antes de ponerse tras los riscos que asomaban por el oeste, se dejaba ver entre las nubes, salieron por fin del bosque de Iola. A galope, subieron hasta una cima desde la que parecía poder verse el mundo entero… Sí, tal vez todo menos el lejano muro. En las hondonadas brillaban los lagos, bañados por la luz dorada del atardecer. La niebla se arremolinaba en las cumbres como lana cardada del cielo. Los arcos iris parecían los portales del firmamento. Las rocas refulgían, húmedas por las últimas lluvias, y sus vetas parecían blondas de diamantes. Tanta belleza la dejó sin aliento.
—Qué maravilloso es el mundo —murmuró, tanto para sí como para él—. ¿Llegaremos antes de que caiga la noche? —añadió.
—Mira, ahí está Tiranen. —Señaló un punto en la distancia y ella vio la cima cónica de la colina y el fuerte que la remataba, a tan sólo dos valles de allí—. ¡Vamos, te echo una carrera hasta mi casa! —Soltó un grito parecido al graznido de un águila y salió a galope tendido sin siquiera volverse para mirarla.
Valeria le siguió lo más deprisa que pudo, aferrándose a la crin de su yegua.
Debía admitir que no se había alejado mucho del fuerte. Sin embargo, Arden había logrado inocularle la curiosidad por su mundo. Tal vez acabara aprendiendo algo práctico de aquel extraño pueblo. Algo importante que llevar de vuelta a casa para darlo a conocer a los romanos. Para que lo conociera Marco.