Mientras se acercaban al fuerte de adobe y madera que coronaba una colina, Valeria pensaba desesperadamente en la manera de escapar. Seguro que varias partidas de la caballería romana estaban buscándola. No se trataba ya de que la rescataran por ser quien era, sino que además ahora poseía una información valiosísima para la causa romana: el informante de Galba no era otro que el bandido que la había atacado en el bosque la primera vez. No estaba segura de lo que aquello implicaba, pero Marco debía saber que el espía que había proporcionado a la petriana la información sobre los druidas del bosque sagrado parecía seguir del lado de los bárbaros. O eso, o es que era un canalla que jugaba a dos bandas. ¿Porqué? ¿Acaso ese Arden intentaba propiciar una guerra a gran escala? Al capturar a la hija de un senador había dado un gran paso en esa dirección, de eso no había duda.
Observó al hombre alto y arrogante que cabalgaba delante, con el pelo suelto sobre los hombros, la espada cruzada en sus anchas espaldas, los brazos desnudos, morenos, de músculos que se le marcaban cuando sujetaba con fuerza las riendas de su semental, el cuello que mostraba la torques de valor que lo adornaba. Ahora que estaba de nuevo en su territorio, se le veía más despreocupado, menos cauto. Y aquello era bueno. Su confianza sería su perdición.
El fuerte del jefe coronaba la colina como una tonsura, circundando su cima con una zanja, un dique de adobe y una empalizada baja. Aquel rudimentario recinto daba protección a una gran construcción de madera, a una docena de chozas circulares celtas con techumbre de paja, y a varios establos y corrales para caballos y ganado. La puerta aparecía flanqueada por dos torres gemelas, también de madera. Sobre la plataforma que las unía, sendos guerreros hicieron sonar sus cuernos en señal de bienvenida al ver al grupo ascender por la pendiente. De inmediato, al parapeto del fuerte, hecho con troncos, acudieron más bárbaros, que empezaron a gritar y jalear.
Desde ahí arriba se tenía una vista privilegiada del paisaje que acababan de dejar atrás, y Valeria volvió la cabeza para contemplar las colinas agrestes que se elevaban al sur. El mundo parecía salvaje y vacío, un refugio para bárbaros y bestias. Por un momento creyó ver el destello de una coraza en la distancia, el brillo de un jinete que acudía en su rescate, pero sabía que no era más que el reflejo del sol en los lagos distantes. Creyó vislumbrar el resplandor blanco del muro, pero sabía que aquella línea clara era sólo una nube baja. A los pies de la colina había otras casas, varios campos de cereal y un cercado para los caballos. ¿Podría robar alguno y huir por su cuenta? ¿O la encerrarían en una jaula de mimbre, con la llama a punto por si aparecía su esposo?
La aristócrata romana buscó a la pobre Savia con los ojos, con la esperanza de que a su sirvienta se le hubiera ocurrido alguna idea. Sin embargo, la esclava, que había caído en un estado de abatimiento general, no le devolvió la mirada. Si la promesa de libertad hecha por Arden la había alentado en alguna medida, no daba muestras de ello. Incluso había dejado de quejarse.
Valeria nunca se había sentido tan impotente.
Por el contrario, Arden Carataco cabalgaba como un príncipe, alzando los puños en respuesta a los hurras de los hombres y los gritos de las mujeres, saboreando el triunfo como un general romano. Desde el fuerte, su pueblo lo aclamaba.
—¡Veo que nos has traído a una gatita romana!
—¿No te ha pinchado el caballo esta vez?
—¿Fornica tan bien como se defiende?
—¿Cuánto oro podemos sacarle?
Al pasar entre las dos torres, los gritos y silbidos aumentaron.
—¿Dónde está tu esposo, guapa? ¿Te ha perdido?
—¡Roma debe nadar en la abundancia para dejar escapar a una como tú!
—¡Eso es lo que les pasa a los romanos que queman árboles sagrados, perra tirana!
El patio del fuerte era una pocilga de barro, paja y estiércol, un sitio pisoteado donde los perros correteaban, los caballos orinaban y los niños gritaban y corrían a sus anchas. Desde las chozas se elevaban columnas de humo, y alrededor de los montículos de estiércol revoloteaban las moscas. Cuando los guerreros desmontaron al fin entre el lodo, la muchedumbre, exultante, se arremolinó en torno a ellos para vitorearlos. Valeria y Savia seguían en sus caballos, muy tiesas, contemplando con horror toda aquella mugre y temerosas de aquella horda de rubios y pelirrojos que las rodeaba. A pesar de que la mayor parte del recinto era anodino, la ropa que vestían tanto hombres como mujeres resultaba una intrincada mezcla de colores vivos con tonalidades marrones. Valeria se fijó en los cuadros, las rayas y los rombos que decoraban todos los tejidos. Sus joyas eran pesadas y ostentosas, y sus armas, de un tamaño desproporcionado. Llevaban el pelo largo, suelto, en melenas onduladas que caían sobre los hombros. En ellos no había rastro alguno de sutileza o estoicismo: todo se hacía para que los demás lo vieran. Las mujeres eran tan escandalosas como los hombres, ordinarias y mal habladas, y sus hijos se peleaban, se pegaban y chillaban. Casi todos eran jóvenes y estaban en buena forma, así que no entendía por qué no se esforzaban un poco y pavimentaban el suelo. Aquel lugar era una pocilga, pero los celtas parecían no darse cuenta. Los hombres daban leves puñetazos a Arden en señal de bienvenida, y las mujeres lo abrazaban y lo besaban, felices por la captura de aquella romana de alcurnia. Valeria era su trofeo.
Sólo una mujer no compartía el júbilo de sus vecinos. Con creciente angustia, buscaba en los rostros de los jinetes, hasta que, lanzando un alarido de dolor, se arrojó sobre el cuerpo envuelto del celta al que Clodio había matado con la jabalina.
Arden la miró, comprensivo, pero no le dedicó ningún gesto de consuelo. La muerte era el destino del guerrero, todos lo sabían.
Lo que hizo fue levantar los dos brazos para acallar el griterío.
—¡Os he traído invitadas! —exclamó.
De inmediato, se reanudaron los vítores y los comentarios soeces.
—¡Quítale la grasa a la gorda y pónsela a la flaca, Arden, a ver si entre las dos consigues una que valga la pena!
—¿A la dama le gusta montar?
—¡Entrégame a mí a la otra, que me la llevo al establo! ¡Tiene el culo de mi caballo, las ubres de mi vaca y la cara de mi cerda más guapa!
Valeria seguía muy tiesa, decidida a mantener su aristocrática indiferencia. «¡Eres hija de Roma!». Pero secretamente temía estar a punto de ser violada.
Carataco hizo otro gesto para imponer silencio.
—Y como invitadas del clan de Carataco, de la tribu de los atacotos, de la tierra de los caledonios, debéis tratar a estas mujeres como si fueran vuestras madres o vuestras hermanas. Si las tratamos bien, nos servirán de armas y nos traerán riquezas. Si les hacemos daño, nos serán del todo inútiles. Desde ahora os digo que garantizaré su seguridad con mi corazón y con mi espada, y que si alguien las ofende, será como si me ofendiera a mí. —Miró fijamente a los congregados, desafiante. Su advertencia logró calmar un instante a la multitud.
—¡Y a mí! —atronó una voz ronca. Atónita, Valeria la reconoció al instante: ¡era Casio, su escolta, desaparecido durante la emboscada!—. Ya la protegí en una ocasión y volveré a hacerlo si es necesario —dijo el gladiador a su nuevo clan—. Hasta el día en que huí para obtener mi libertad, nunca tuve problemas con ella. —Y se abrió paso a codazos hasta llegar al pie de su caballo. Era más fuerte y musculoso que cualquiera de los bárbaros, y llevaba una enorme espada celta a un costado.
Arden asintió y siguió con su parlamento.
—A la gorda, que se llama Savia, la he liberado, pero trabajará en la Casa Grande igual que hacía en Roma. Cuando llegue el momento, elegirá su propio futuro. La flaca se llama Valeria, y nos contará más cosas de su esposo y sus hombres. No la insultéis, pues es una gran dama nacida en la ciudad de Roma.
Un coro de voces burlonas se mofó de aquellas palabras.
—Un momento, os hablo en serio —replicó Arden—. Podemos aprender cosas de ella.
—Sí, aprender a ser arrogantes y corruptos, y a cobrar unos impuestos inhumanos —exclamó un hombre.
—Y a ser traidores y despiadados —añadió otro.
—Valeria, por su parte, también aprenderá cosas de nosotros —continuó Arden—: el placer de la vida entre el pueblo libre y orgulloso de los atacotos. —Su comentario recibió gritos de aprobación. Entonces, el jefe la miró con un destello de humor, como si la conociera bien y comprendiera sus temores. A Valeria la desconcertaba que aquel hombre se creyera conocedor de algo que tuviera que ver con ella, y le molestaba descubrirse agradecida por recibir las migajas de su compasión. Ese hombre era el enemigo de su esposo y el asesino de su amigo—. Vivirá entre nosotros, y acabará siendo una más —añadió.
—¿Y de quién será la cama que compartirá, Arden Carataco? —inquirió con sorna una mujer.
Él la miró con gesto serio.
—La que ella escoja, como cualquier mujer celta. Se instalará en la Casa Grande, como invitada, y si su esclava liberta está de acuerdo, gozará de su compañía.
Todas las miradas se centraron en Savia.
—Por más que digáis, no abandonaré a mi señora —declaró ella con voz trémula pero decidida—. Yo también soy una mujer romana, y pienso seguir sirviendo a mi ama.
Con los miembros agarrotados, bajó del caballo y se dirigió al de Valeria para ayudarla a desmontar. Y así quedaron las dos, de pie, rodeadas de barro, frente a todas aquellas personas de gran estatura que las rodeaban, hombres fuertes, mujeres hermosas y altaneras, niños curiosos y atrevidos, perros acercándose a olisquearlas.
—Me aterroriza quedarme a solas con estos salvajes —susurró la esclava.
—Pero si te han dado la libertad, Savia.
—Me aterroriza depender de mí misma.
La Casa Grande, rectangular, dominaba el fuerte como el templo de un foro o el torreón de un castillo. Tenía una altura de cuarenta pies y una extensión de doscientos, y con su rotunda presencia demostraba que los celtas eran capaces de erigir construcciones más complejas de lo que Valeria creía. Sus pilares eran troncos de pino finamente esculpidos con relieves de pájaros posados en ramas de parra que se enredaban por el fuste. Las vigas estaban rematadas con caras de dragones, unicornios y dioses con las bocas abiertas. La alta puerta de entrada exhibía una decoración de lunas y estrellas. El exterior del edificio, de madera lisa y desgastada, estaba salpicado de dibujos de caballos galopando que destacaban como abstracciones en blanco y negro. La construcción se veía tan elaborada como el baúl romano en que ella había transportado su ajuar, aunque incomparablemente mayor en tamaño. ¿Cómo había logrado una gente tan primitiva construir algo así? ¿Cómo habían arrastrado los troncos hasta allí arriba?
En el interior, bajo los aleros de las ventanas, la luz se colaba por unas celosías sin cristales que podían cerrarse en caso de tormenta. El humo había ennegrecido las paredes, pero para compensar, los pasillos laterales y los techos estaban decorados con vistosos estandartes, tapices tejidos, escudos pintados y lanzas cruzadas. No había pilar que no tuviera colgados cuernos y cabezas de animales que se exhibían como trofeos de caza. Unas esteras que retenían el barro del patio cubrían el suelo. Las alargadas mesas de roble olían a madera, humo y cerveza.
Allí era donde los miembros del clan de Arden Carataco se reunían cada noche para cenar, cantar, fanfarronear y urdir sus planes. Allí era donde las leyendas y costumbres de los druidas se transmitían de generación en generación. Donde se intercambiaban informaciones, se propagaban rumores, se decían y se rebatían mentiras, se zanjaban diferencias, se iniciaban romances, se castigaba a los niños, se participaba en juegos, se llenaban las copas, se daba de comer a los perros y se dejaba que los gatos persiguieran a los ratones hasta las alcobas.
Los dormitorios, forrados de madera se abrían a un patio central común. Brisa y Casio, el esclavo liberto, condujeron a Valeria y Savia hasta uno de ellos.
—Como no tienes ni hombre ni familia, dormirás aquí —le dijo la arquera.
La cámara contaba con dos tarimas de madera llenas de vellones de lana y pieles, una palangana de cobre para lavarse y un suelo de tablones sin pulir. Un tapiz colgado de la pared representaba un bosque fantástico, tejido con todos los colores del arco iris. Además, había una mesa con un espejo de mano, de bronce, y un estante con varias velas. La cera olía a frutos del bosque, a mar. Se trataba de una alcoba muy sencilla pero limpia.
—¿Vais a encerrarnos? —preguntó Savia.
—No hace falta. No podríais escapar a ninguna parte.
—¿Podemos encerrarnos nosotras por dentro? —quiso saber Valeria.
—Nadie os molestará.
—Yo duermo cerca —intervino Casio—, y os protegeré como hacía antes. No te preocupes, señora, aquí estarás más a salvo que en las calles de Roma.
—No confío mucho en ti, Casio, después de tu deserción en el bosque.
ÉL bajó la cabeza.
—Mi intención no era insultarte. Sé muy bien que los soldados romanos se mofan de los gladiadores, y no tenía ningunas ganas de vivir rodeado de ellos. Temía llegar al muro.
—Parece que esta gente te trata como a un príncipe.
—Me considero libre, señora, y no sólo porque soy mi propio amo. Me resulta difícil explicar la sensación de libertad que siento. Con el tiempo tú también lo entenderás.
Savia frunció el entrecejo.
—Pues menudo lugar basto y primitivo para ser libre, Casio.
—Tú también lo eres. Arden me ha dicho que te ha liberado.
Savia se ruborizó.
—¿Qué va a ser de nosotras? —preguntó Valeria.
Brisa se encogió de hombros.
—Eso sólo lo saben los dioses. Y los druidas.
La mención de aquellos sacerdotes la inquietó. Aunque Marco había intentado mantenerla ignorante de las terroríficas historias que se contaban de ellos, los esclavos no escatimaban ningún detalle. Así, le habían llegado rumores de sacrificios humanos.
—No he visto a ninguno —dijo con una débil esperanza—. Sólo al bandido engreído que nos ha traído hasta aquí, a Carataco.
—No es un bandido, sino un jefe. Y Kalin, sacerdote del bosque sagrado, acudirá esta noche, puntual como el búho de la noche.
—¿Quién es Kalin?
—El druida que aconseja a nuestro clan. Luchó contra vuestros romanos en el bosque sagrado.
—¿Y por qué va a venir?
—Para verte a ti, claro.
—¿Vais a pedir rescate por mí? —Era una manera sutil de preguntar si iban a matarla.
—Lo preguntas como si fuera decisión mía —respondió Brisa sin acritud—. O de Casio, o de Arden, o de Kalin. Pero ahora, romana, estás al norte del muro. Tal vez seas tú misma la que decida su destino. Tú y tu diosa. Tal vez tu futuro ya lo han escrito las runas y las estrellas.
—O el único dios verdadero. Nuestro Señor Jesucristo —interrumpió Savia.
—¿Quién? —preguntó Brisa.
—El Salvador de todos nosotros —aclaró la sirvienta.
—Nunca he oído hablar de ese dios.
—Es la nueva divinidad del mundo romano. Incluso el emperador lo adora.
—¿Y qué clase de dios es?
—Un dios bueno y pacífico. Lo mataron los soldados romanos.
La celta soltó una risotada.
—¿Y ese es vuestro salvador? ¿Un hombre incapaz de salvarse a sí mismo?
—Resucitó de entre los muertos.
Aquel comentario mereció más respeto.
—¿Y cuándo sucedió eso?
—Hace más de trescientos años.
Al rostro de Brisa regresó el escepticismo.
—¿Y ahora dónde está?
—En el cielo.
—Ya. —Las miró, incrédula—. Todas las mujeres encuentran a su propia diosa o dios que les habla al corazón de una manera especial, como un amante, un hermano, un esposo. Así que vosotras podéis tener a ese lejano dios vuestro, que está muerto y está vivo, si es lo que queréis, a mí no me importa. Pero nuestros dioses habitan en todas partes, alrededor de nosotros, en las rocas, en los árboles, en las flores, en los arroyos y las nubes. Ellos nos han mantenido libres de vosotros, romanos, desde hace también trescientos años. En Caledonia son esos dioses los que tienen poder. Os aconsejo que escuchéis al que canta en vuestro corazón y que le preguntéis a él o ella, no a mí, qué va a ser de vosotras.
—Nos lo aconsejas —ironizó Valeria—, después de habernos raptado y traído aquí en contra de nuestra voluntad.
—Tal vez no haya sido en contra de la voluntad de tu dios —replicó la guerrera celta esbozando una fugaz sonrisa—. Ahora perteneces a nuestro clan, dama romana, y tu destino está unido al nuestro. Si así lo quieres, puedes pasarte los días soñando con estar en otro lugar, pero yo te digo que deberías comer, dormir, tejer, cazar, y esperar que sean los dioses, no los hombres, los que te digan qué debes hacer.
En el Gran Salón comían cien personas. Las mujeres se sentaban sin ningún recato en los bancos, al lado de los hombres, cosa que escandalizó a Valeria. Tanto ellas como ellos cocinaban y ayudaban a servir, los niños se peleaban y gateaban por debajo de las mesas, los perros rondaban por la sala mendigando restos de comida y de vez en cuando enzarzándose en peleas. Las llamas de los hogares proyectaban una luz trémula y rojiza. Sobre unas piedras calientes había una enorme olla de hierro llena de agua, que usaban para lavarse antes de sentarse a comer. No dejaba de sorprenderle que los celtas fueran tan cuidadosos y metódicos. En contra de lo que le habían dicho en Roma, se ocupaban de tener buen aspecto y de oler bien. Para celebrar el regreso de Arden, hombres y mujeres se habían peinado con esmero y se habían adornado con sus mejores alhajas. Algunos se habían pintado el rostro con sus colores de guerra, y otros habían recurrido al zumo de bayas rojas y a la ceniza para resaltarse los labios y perfilarse el contorno de los ojos. Pero cuando estaba a punto de admitir que los romanos tenían algo en común con aquel rudo pueblo, cuando comenzaba a albergar la esperanza de llegar a entenderlos, vio que todos bebían de una única copa, y que esa copa, según constató con horror, no era otra cosa que un trozo de calavera, sin duda procedente de algún enemigo, a la que habían añadido dos asas chapadas en oro.
—¿Usáis para beber huesos de muertos? —preguntó azorada.
—Honramos el espíritu de nuestros enemigos venerando sus cabezas —le explicó Brisa con naturalidad—. La cabeza es la morada del alma.
Los celtas no prestaban particular atención a sus nuevas prisioneras. A la dama romana no le habían cedido un asiento especial, pero tampoco la habían inmovilizado con cuerdas o grilletes. A Savia se la llevaron para que ayudara a servir, pero a Valeria le ahorraron aquella humillación. Los rudos guerreros la miraban casi con timidez, mientras que su alto jefe fingía indiferencia. Su falta de vigilancia le sorprendía y, en cierto modo, la confundía. Si quisiera, pensó, podría clavarle un cuchillo en el ojo a cualquiera. Con todo, sospechaba que un acto de esas características podía no resultar tan fácil como a primera vista parecía en medio de la algarabía general. Tal vez un poderoso brazo se alzaría a tiempo para impedirlo, alguna sirvienta chillaría, y entonces sería ella la que acabaría muerta. Así que no intentó nada, excepto comer mucho, pues se sentía hambrienta, y observar fascinada el trato que los hombres recibían de las mujeres, que se mostraban orgullosas y actuaban en pie de igualdad con ellos. Si alguno lanzaba una bravata, ellas no se arredraban. Bromeaban al mismo nivel y expresaban sus opiniones sobre los pastos del ganado, la tiranía del clima y la impotencia de los romanos. Valeria sabía que un solo escuadrón disciplinado de la caballería bastaría para acabar con todos ellos, pero los guerreros que la habían capturado no dejaban de vanagloriarse de su arrojo junto al manantial, y de la desventura de sus rivales.
Obligada a recordar el episodio, pensó en Clodio, la pérdida de aquella joven vida. Y se entristeció de nuevo. Aquel bárbaro había asesinado a su mejor amigo, al hombre en cuya ayuda ella había acudido. Arden había desafiado el poder de su esposo, era un enemigo declarado de Roma. Y ahí estaba, atractivo, sentado a la cabecera de la mesa. Lo odió por su triunfo. ¿Debía soportar una existencia al lado de aquel hombre y de los suyos, y aguardar lo que el destino le deparara, tal como había sugerido Brisa? ¿O debía intentar comunicarse de algún modo con unos soldados que, estaba segura, debían haber partido ya en su busca? ¿O era mejor escapar por su cuenta y volver a casa sola?
Los hombres le resultaban menos temibles de lo que había creído en un principio, y en cambio era una mujer la que le inspiraba temor. Se trataba de una hermosa celta, de expresión orgullosa y vigilante. Pelirroja, dedicaba de vez en cuando miradas de desaprobación a Valeria e, invariablemente, observaba luego a Arden con ojos de deseo. No había ninguna duda. ¡Todo tuyo! Sin embargo, el jefe parecía no hacerle ningún caso. Si la intención de la joven era hechizarlo con la mirada, él se esforzaba en evitarla. Valeria le preguntó a Brisa quién era.
—Se llama Asa —respondió, pinchando un trozo de cerdo con la punta de un cuchillo—. Amante de Carataco, aunque no están prometidos, como a ella le gustaría. Es tan diestra como yo en el manejo de las armas, y no es recomendable tenerla de enemiga. Si eso acaba sucediendo en vuestro caso, te aconsejo que no pierdas mi amistad.
—Es muy hermosa.
—Está acostumbrada a que los hombres no le quiten la vista de encima. No te quedes con ella a solas.
Las canciones, que al principio relataban las escaramuzas con los romanos, dejaron paso a leyendas más antiguas y más solemnes sobre grandes expediciones y viajes por paisajes cubiertos de niebla, sobre hordas de dragones y bestias míticas. Nadie se levantaba de la mesa pero comían frugalmente, y a Valeria no le pasó por alto que evitaban esa glotonería intencionada tan propia de los banquetes romanos. Savia no paraba de picar, pues las recientes aventuras le habían abierto tanto el apetito como a su señora. Brisa la observaba con gesto de desaprobación, hasta que no pudo contenerse y la reprendió.
—Deja de comer, liberta, o tendrás que pagarnos la tasa de grasa.
—¿Qué? —preguntó Savia con la boca llena.
—A los celtas torpes que no corren ni saben pelear por estar gordos les cobramos un impuesto. La forma de un cuerpo es el reflejo de los dioses. Si comes demasiado, pagas hasta que pierdes peso. Entonces se te devuelve el dinero.
—Pero yo no soy celta.
—Lo serás si nos demuestras tu utilidad. Si no, te morirás de hambre.
Savia miró al resto de la concurrencia y, a regañadientes, se apartó de su plato.
—Qué cruel país el vuestro, en el que preparáis tanta comida y no la coméis.
—Sólo los romanos os lo termináis todo. Nosotros comemos sólo lo que necesitamos. Por eso vuestro lado del muro es tan pobre, y está todo parcelado y la tierra desventrada y los arroyos confiscados, mientras que en el nuestro todo se parece más a lo que los dioses pensaron, y las flores todavía cantan al sol.
—Si cultivarais mejor, comeríais más.
—Si encendiera una hoguera de veinte pies de altura, podría sentarme más lejos, pero ¿qué sentido tendría?
Se había hecho tarde y Valeria tenía sueño. Sin embargo, los allí reunidos no daban muestras de querer retirarse. Oía el rumor de la lluvia y suponía que la mayoría del clan había decidido pernoctar allí. Tal vez el tiempo, en esa tierra, importara menos.
También se apreciaba la camaradería que unía a los miembros del clan. La mayor parte de ellos pertenecía a la misma familia, y todos desempeñaban algún papel en su pequeña sociedad: el cuentista, el bromista, el guerrero, la madre protectora, el bebedor, el mago, el cantante, el cocinero. Conocían los puntos fuertes y los débiles de los demás, sus aptitudes, sus sentimientos y su pasado, y entre ellos no existían diferencias de rango. Valeria se sentía aislada, añoraba su casa y lo único que deseaba era acurrucarse entre las pieles del camastro. Cuando se estaba planteando la manera de escabullirse discretamente, se oyeron unos gritos y se abrió una puerta que, además de permitir el paso de una ráfaga de viento, llevó hasta el salón a un nuevo invitado, que apareció encapuchado y manchado de barro. Se trataba de un hombre alto y delgado al que la capucha ocultaba el rostro. Su presencia provocó el silencio de todos.
El recién llegado permaneció un instante más en el umbral, atrayendo todas las miradas, y a Valeria le recorrió un escalofrío al caer en la cuenta de quién debía de ser: el hombre de los dioses arcanos y los sacrificios de sangre. ¿La entregarían a él para que siguiese practicando sus rituales mágicos?
—Llegas a nosotros como el búho de la noche, Kalin —le saludó Arden.
—Como el búho, sí, aunque al no ser tan sabio como él no he logrado mantenerme a recaudo de la lluvia. —Aquella modestia sorprendió a la romana—. La noche está húmeda como un tronco en un arroyo de primavera, fría como el trasero de una mujer huesuda, oscura como el agujero del culo de un centurión.
Los presentes estallaron en carcajadas.
El druida se retiró la capucha y Valeria vio que le quedaba poco pelo y lo llevaba corto. Tenía nariz aguileña y ojos astutos y penetrantes. Él también se fijó en ella. Avanzó en dirección a la cabecera de la mesa, deteniéndose a saludar a unos y otros, dedicando miradas fugaces a Valeria. Al fin llegó junto a Arden, y entonces sí clavó la mirada en la romana.
—Y bien, Carataco, ¿es esta pieza de mullida pelusilla tu última captura?
Valeria se sentía física y emocionalmente vapuleada, pero todavía conservaba su belleza italiana y su altivez romana. Su perfil era el mismo de siempre y la estola, aunque manchada, seguía sentándole bien. Era delgada y de porte delicado. Sin darse cuenta, se incorporó un poco en el banco al oír aquel cumplido.
—Nuestra invitada de alta cuna —respondió Arden.
—Bienvenida al norte, dama romana —dijo el druida—. Refugio de libres, cuna de los que no han sido conquistados, donde no rendimos tributo a emperadores distantes y veneramos a los dioses del roble. Me han contado tu proeza. Para cabalgar en pos de salvar a un amigo hay que tener un espíritu celta.
—Pues no logré salvarlo —replicó ella en un tono más seco del que hubiera querido, y sorprendiéndose al oír su propia voz en medio del silencio—. Y además, yo aquí no soy libre.
—No te preocupes, es una situación temporal. Pronto toda Britania será libre. Y cuando eso suceda, tú también lo serás.
Su suficiencia le resultó irritante.
—No, pronto llegará la caballería romana y este fuerte será pasto de las llamas. Todos arderéis en él. Será entonces cuando yo me consideraré libre.
La asamblea se rio de su osadía.
—Veo que todavía no la has ganado para tu causa, Arden —observó Kalin.
—No se deja convencer fácilmente.
—¿La temes?
—La respeto.
—¿Y su esposo vendrá a rescatarla?
—Eso esperamos, aunque todavía no tenemos noticia de ello.
Aquellas palabras le resultaron hirientes a Valeria. ¡Seguro que los hombres de la petriana ya la estaban buscando! Tal vez estuvieran esperando a que Marco regresara precipitadamente de su encuentro con el duque. Tal vez aquella conversación era una farsa para que ella perdiera la esperanza.
—Vendrá —aseguró con aplomo.
—No lo hará —dijo el druida—. Nos retará, pero no se arriesgará a que te matemos, no se atreverá a poner en peligro su carrera adentrándose tanto en territorio caledonio. Vamos a informarle de que usaremos los gritos de tu agonía para predecir el curso de la batalla. —Aquella amenaza dejó a Savia sin aliento—. A menos que tu esposo sea un necio, creo que seguirás siendo nuestra invitada un tiempo más. Trabajarás de aguadora, tal vez, o de molendera.
—¡De ningún modo! ¡O me tratáis como merezco o ateneos a las consecuencias!
—Le gusta amenazar —terció Arden, como justificándola.
—Las amenazas resultan ridículas a menos que uno tenga el poder de cumplirlas —sentenció Kalin. Y era cierto: los hombres se estaban riendo de ella, la trataban como si estuviera loca, e incluso Asa, que la miraba desde la otra punta de la mesa, sonreía burlona.
—Devolvedme a casa y evitaremos una guerra —pidió Valeria con voz grave.
—La guerra ya ha empezado, dama, empezó cuando tu esposo quemó el bosque. Desde entonces los tambores y las gaitas han resonado por todas las Tierras Altas para dar a conocer la ofensa. Carataco propició el error de cálculo de tu esposo, a quien, una vez en el bosque, quedaban sólo dos opciones: o ser destruido en la emboscada o provocar una guerra mayor. Ahora aguardamos el momento propicio. Y tú eres nuestra garantía de seguridad hasta que ese momento llegue.
—En ese caso escaparé. Escaparé mucho antes de que me utilicéis en esta guerra vuestra.
El druida sonrió y gesticuló a las sombras del Gran Salón, que se alargaban y se volvían más oscuras a medida que las llamas se apagaban y dejaban paso a las brasas.
—¿Y adónde irías? ¿Cómo encontrarías el camino para volver a tu casa? Antes de regresar a tu viejo mundo, ¿por qué no abres los ojos y ves este? Y después cuentas a los romanos cómo es. Para que lo entiendan.
—¿Entender qué?
—Que por primera vez en tu vida eres libre y, por tanto, estás auténticamente viva. Da las gracias, porque la alternativa es ser como ellos —añadió señalando con un dedo admonitorio.
Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que la penumbra de los rincones no estaba tan vacía como creía, y que allí había cuatro rostros con gesto compungido y los ojos cerrados. Eran las cabezas de los romanos que había visto colgando de los caballos, clavadas en lanzas y plantadas en las cuatro esquinas del salón.
Casi amanecía cuando Valeria se incorporó en el camastro.
Como había dicho Brisa, en la alcoba no había ningún pestillo. Savia roncaba ligeramente, vencida por el cansancio, pero su señora estaba demasiado alterada para conciliar el sueño. No era sólo que su situación fuera crítica. Su captura paralizaría a su esposo y destruiría su carrera. No había mejor momento que aquel para escapar. Debía sacar partido de la arrogancia celta.
Con cautela, abrió la puerta y asomó la cabeza. Algunos celtas borrachos y saciados dormían en el salón del banquete, pero ninguno se movió cuando se aventuró a salir. No se encontró con ningún guardián que se interpusiera en su camino. ¿De verdad la creían tan desvalida? De puntillas, se acercó a una puerta lateral y salió al exterior. Apoyó la espalda contra las maderas de la Casa Grande. Lamentaba tener que dejar a Savia, pero en aquellas circunstancias la esclava no sería más que un obstáculo.
Seguía cayendo una lluvia mansa que no dejaba ver la luna. El único resplandor era el de la fogata que ardía en lo alto de la torre de vigilancia, cerca de la puerta del fuerte. Por ahí la huida era imposible. Tampoco podía llevarse a su yegua Boudicca. Se acordó de los caballos que habían conducido al cercado de abajo. Cruzó a paso ligero el patio enfangado que la separaba de él. Un perro ladró a lo lejos. Escaló el dique que formaba la parte inferior de la empalizada que rodeaba el fuerte y miró más allá de la empalizada. La negrura era total. No veía ni la zanja ni el declive de la colina. Mejor. Así nadie la vería. Se incorporó y se quedó un instante de pie sobre los troncos, manteniendo el equilibrio, temiendo oír un grito o sentir el impacto de una flecha. Saltó y cayó rodando por la pendiente de aquel foso encharcado. Salió de él y comenzó a avanzar colina abajo, exultante, sin aliento.
Nadie la había visto. Nadie había dado la voz de alarma.
Estaba empapada y tenía frío, pero era libre.