CAPÍTULO 25

Las mazmorras de la fortaleza de Eburacum fueron excavadas en las rocas de los cimientos por britanos cautivos hace trescientos años. Cuando se abre su puerta de hierro y madera de roble, desprende el olor de toda la sangre y todas las lágrimas derramadas en ellas a lo largo del tiempo. Los peldaños de piedra, desgastados en el centro por las incesantes pisadas de botas con suelas tachonadas, descienden hasta una penumbra constante rota sólo por la tenue luz de las lámparas. Incluso yo, que he entrevistado a infinidad de presos en las celdas más miserables, vacilo antes de proseguir. El centinela romano, impaciente, me hace señas. Yo sigo, y el eco de mis pisadas resuena. Me pregunto qué sentirán los que son conducidos por esta escalera de piedra, los que oyen la puerta cerrarse con estrépito por última vez y quedan sumidos para siempre en la oscuridad.

Hasta ahora me habían traído a todos mis informantes. Pero a este, Kalin, el sacerdote celta, debo acudir a verlo. Los soldados le temen y no se arriesgan a dejarlo salir a la superficie. Es druida y dice saber de magia antigua y tener visiones proféticas, razón por la que lo tienen encadenado. En la guarnición casi todos preferirían verlo muerto, pero yo he ordenado que lo mantengan con vida. Estos druidas, estas reliquias del pasado, ¿fueron los instigadores o las víctimas? ¿Regresarán alguna vez los bárbaros?

Al final de la escalera se intuye un túnel húmedo parecido a una catacumba. El aire está viciado y huele a humo de lamparillas de aceite. El haz de luz que se cuela por el estrecho hueco de ventilación que hay en el otro extremo de ese corredor permite vislumbrar una serie de cavidades cerradas con barrotes de hierro. Tras ellos se adivina a los habitantes de las mazmorras, hombres abatidos que acabarán volviéndose locos si no los ejecutan. Los guardianes aseguran que uno se acostumbra al hedor y la tristeza, pero yo no lo creo. Trabajar en los calabozos se considera un castigo. La desesperación va calando en los hombres.

—Por aquí, inspector.

Me pregunto qué falta habrá cometido este soldado para tener que hacerme hoy de guía.

Avanzamos por el corredor, dejamos atrás a desertores, traidores, asesinos y locos, a violadores y caídos en desgracia, todos confinados en ese mundo subterráneo. Al final se encuentra Kalin. La túnica marrón del druida se pega a su cuerpo como una cáscara reseca. Tengo la sensación de que al viejo le ha abandonado el espíritu. Espero que aún no haya enloquecido. Apenas se percata de nuestra presencia se acerca al ventanuco, con el gesto temeroso del perro apaleado. Y al hacerlo, resuenan las cadenas que lleva a los pies.

—Abre la puerta —ordeno al soldado.

—Es más seguro hablarle desde aquí fuera, inspector.

—Y menos útil. Enciérrame con él y déjanos solos.

Los barrotes se cierran con un chirrido tras de mí y oigo alejarse al soldado. Toso, intentando no pensar en el hedor que desprende el druida. Cuando nos encierran como animales, en eso nos convertimos. Kalin, en su esquina, se incorpora tambaleante. Veo los grilletes que aprisionan sus muñecas. Tiene los ojos hundidos, los labios resecos y el pelo convertido en una maraña grasienta. La bravura con que dirigía los ejércitos bárbaros ha desaparecido por completo. ¿Peligroso? A mí me parece bastante acabado.

—¿Es el fin? —susurra. Se refiere a la muerte.

—No —le informo para su decepción—. Soy el inspector Draco, y me han encomendado que investigue la reciente rebelión contra el muro. Debo entender qué sucedió.

El viejo me mira fríamente.

—¿Entender? Estoy aquí. He sido derrotado.

—Sí, claro, pero el emperador desea una paz permanente. Quiere entender a tu pueblo.

—¿A mi pueblo?

—A los celtas. A los druidas. A las tribus. A los que prefieren seguir viviendo como bárbaros. No tenemos la intención de conquistaros ni de combatiros. Sólo deseamos mantener nuestra frontera. ¿Por qué nos atacasteis?

El druida parpadea. Pienso que debe resultarle difícil recordar más allá de la pesadilla de su encarcelamiento. Pero no, me responde.

—Fuisteis vosotros los que nos atacasteis.

—Te refieres al incidente del bosque.

Parece no gustarle el término.

—Ese «incidente» del que hablas, romano, le costó la vida a Mebda, la gran sacerdotisa, y acabó con la quema del roble sagrado.

—Los druidas se dedicaban a incitar a las tribus.

—Eso es mentira. A nosotros la política no nos interesa. Nos limitamos a venerar los bosques y las piedras, los arroyos y el cielo.

Eso no es cierto, lo sé. Los druidas ejercen tanto poder como los jefes bárbaros, y lo preservan celosamente apelando a las supersticiones de sus seguidores. Los espíritus, la magia y los caprichos de la fortuna dominan el mundo celta. Sus brujos y brujas los son todo.

—Sin embargo, estabas ahí, dirigiendo el ataque del bosque, según me han dicho. Era una trampa para la caballería romana, ¿no? Una trampa urdida por Carataco bien para masacrar a la petriana, bien para soliviantar a las tribus. Y posteriormente ayudaste al asalto del muro.

—Me has preguntado por qué. Y la respuesta es que fuisteis vosotros quienes iniciasteis los problemas, no nosotros.

—Salvando el pequeño detalle de que la esposa del comandante romano Marco Flavio estuvo a punto de ser raptada cuando se dirigía al fuerte para casarse con él.

—Yo de eso no sé nada.

—Pero después sí conociste a la dama, en la colina en que se alza el fuerte de Arden Carataco, cuando el segundo intento de secuestro culminó con éxito.

—¿Y qué? —se defiende.

—Esa mujer me interesa. Intento comprender qué papel jugó en el desarrollo de los acontecimientos. Mantengo la teoría de que si no hubieran intentado raptarla, tal vez nada de lo que pasó habría sucedido.

El viejo esboza una fugaz sonrisa.

—¿Crees que una sola mujer puede causar tantos problemas?

Eso es precisamente lo que quiero saber. No olvidemos Troya. Pero su escepticismo me hace dudar.

—Quiero saber qué fue de ella.

Kalin, apoyado contra la pared como una mariposa parda, menea la cabeza.

—Si quieres una explicación de los hechos, recurre a los dioses, inspector. Fíjate en lo que vosotros, los romanos, habéis hecho en los lugares sagrados. Recurre a Taranis, a Dagda, a Morrigan. Escúchalos en el trueno del estío, en los vientos invernales. Vosotros los romanos sois una plaga para la tierra, con vuestras pobladas ciudades y vuestros arrogantes ingenieros. Pero los viejos dioses están volviendo a alzarse.

Las considero palabras valientes para un hombre que permanece maniatado en una mazmorra.

—No, Kalin, son vuestros dioses los que están muertos. A veces tengo la sensación de que incluso los nuestros lo están, que han sido sustituidos por el usurpador judío. Tal vez todos están muertos y los hombres nos encontramos solos en este mundo. Sea como fuere, sé que Roma resistirá, como lo ha hecho siempre.

El druida vuelve a menear la cabeza en señal de desacuerdo.

—Lo veo. Veo vuestro fin.

Lo que me hiela la sangre es su convicción, su certeza más allá de toda razón. Los generales están en lo cierto. El exterminio de los que son como él, no su conversión, es la única solución si se quiere que la civilización siga a salvo.

—Pero por ahora vosotros habéis sido conquistados, y yo me encuentro entre los conquistadores.

El viejo se agacha.

—Pues mátame y acabemos con esto.

Su heroica frase me da pie para intentar convencerlo.

—No; he dado la orden de que os mantengan con vida. Quiero saber algo de esos dioses vuestros, y más cosas de la mujer romana que raptasteis. Valeria. No comprendo qué querían de ella las tribus.

—Si te lo cuento, ¿no me matarán?

—Haré todo lo posible para que no lo hagan.

—La existencia en esta madriguera no es vida.

—Tu magia nos da miedo, brujo.

—Mi pueblo no construye mazmorras. A todos les dejamos vivir en libertad. Si alguien no respeta la ley, su clan debe pagar al clan perjudicado. Si reincide, lo desterramos. Si regresa, lo sacrificamos. Pero ¿encerrarlo? Eso resulta una crueldad.

—Ahora no estás entre los tuyos.

—Pues quiero volver con ellos.

Guardo silencio.

—Le hablaré de ti al duque si me ayudas —digo al cabo. Sé que no hay ninguna posibilidad de que lo liberen, pero me hace falta contar con su esperanza.

—Harás mucho más —replica el druida con una desconcertante sonrisa en el rostro—. Te equivocas, inspector Braco. Mis dioses no han muerto. Ayer noche, la luna llena se elevó sobre la flecha y me habló desde su lecho. Y hoy apareces tú. Es una señal de que lo que digo es cierto. Los dioses hablan por tu boca. Eres un mensajero de los hados.

Sus palabras son tan descabelladas que ni me molesto en decírselo.

—Pero no hablaré con el duque hasta que me ayudes —precisó—. Hasta que me expliques por qué raptaron a esa mujer.

—Estás obsesionado con ella, ¿verdad? Igual que Carataco.

—¿Y quién es él?

—Un celta que se convirtió en soldado romano, volvió con nosotros con el corazón lleno de tristeza y una gran sed de venganza. La hija del senador podía proporcionarnos un rescate. Y mantenerla como rehén nos aseguraba cierto control sobre la caballería de su esposo. Con ella podíamos comprar tiempo, mientras nuestro pueblo se armaba de coraje.

—Así que era un valor estratégico —concluyo—. Por eso ese Carataco se arriesgó a capturarla una segunda vez. Pero ¿cómo sabía él que ella iría a aquel manantial?

—Galba prometió que acudiría.

Por fin.

—Así que Brasidia era un traidor.

—¿Seguro? Entregar a Valeria a Caledonia era una manera de mantener la paz. Su captura dejaba impotente a su esposo. Su rapto permitía preservar esa tregua que, en tus propias palabras, Roma tanto desea.

—¿Galba la utilizó para mantener la paz?

—Galba entendía el muro de un modo totalmente distinto al de su comandante.

—Y Carataco era agente de Galba.

—Arden no era el hombre de nadie, y nadie lo utilizaba. Fue él mismo quien sugirió aquel segundo intento de secuestro, no Galba.

—Pero acabas de admitir que Carataco quería la venganza, no la paz.

—Lo que digo es que los motivos de Arden eran tan transparentes como complejos resultaban los de Galba. Los demás los veíamos con claridad en sus ojos y su actitud.

—¿Qué? ¿Qué era lo que quería?

—No sólo lo que aquella mujer pudiera hacer por nosotros. La quería a ella, claro.

¿De qué me sorprendo?

—¿Es que no entiendes lo ocurrido? —pregunta Kalin—. Ella lo había burlado durante la primera emboscada. Su captura no tuvo nada que ver con la guerra, con la venganza, con las tramas de los romanos. Lo que sucedía, sencillamente, era que él no iba a descansar hasta hacerla suya.