Los celtas se habían llevado consigo los caballos de las romanas y así, a una milla de la fuente, Valeria y Savia se vieron libres de sus mordazas y montaron en sus propias yeguas para que el avance fuera más rápido. Les ataron las muñecas a la silla, y con cuerdas unieron las riendas a otros jinetes. Las monturas de los romanos muertos, así como el corcel de Clodio, seguían detrás, formando una fila, y el celta caído en el combate iba atravesado a lomos de un caballo. Según contó Valeria, habían sobrevivido ocho guerreros. Siete de ellos eran hombres de aspecto desaliñado, mientras que el octavo, para su sorpresa, era una mujer. El cabello le llegaba hasta la cintura, y lo llevaba trenzado y remetido en el cinturón para que no se le enredara con el viento. Cruzados sobre la espalda, un arco de madera de tejo y un carcaj lleno de flechas rematadas con plumas. La joven tenía el mismo porte arrogante de sus compañeros y montaba con gran soltura.
Aquella perversión de la naturaleza resultaba terrorífica y fascinante a un tiempo.
El jefe daba las órdenes con una seguridad sosegada, muy distinta de la rígida formalidad de Marco o la brusquedad de Galba. Más que exigir obediencia, parecía conformarse con el respeto de sus maltrechos guerreros, por más que se rieran de la ruta que había escogido o de su buen ojo para las rehenes bonitas. Parecían no seguir ningún rumbo predeterminado. A ratos avanzaban por el camino, pero luego lo abandonaban y atajaban por campos, páramos y bosques bañados por el claro de luna, demostrando gran seguridad. Caledonia entera parecía teñida del color de un hueso reseco.
Savia iba muda de terror y se aferraba como podía a la silla, mientras Valeria sollozaba en silencio la muerte del pobre Clodio y, desesperada, intentaba entender qué había sucedido. ¿Qué estaba haciendo ese bárbaro junto al manantial sagrado? ¿Por qué el pobre Rufo había cabalgado hasta allí con sus hombres y había encontrado la muerte? Y, sobre todo, ¿adónde la llevaban y qué harían con ella cuando llegasen?
Al alba, se internaron en una hondonada boscosa para descansar y abrevar a los caballos. A las romanas las ataron a un árbol con una cuerda. En la penumbra del amanecer, los bárbaros las miraban con la misma curiosidad con que ellas los estudiaban. El que se llamaba Luca era un hombre corpulento y musculoso, de pelo largo y bigote típicamente celta, que sólo vestía unas calzas y una capa. Al parecer, era tan resistente a las inclemencias del tiempo como una tienda de campaña bien engrasada. Llevaba el pecho al descubierto y la cara tiznada de carbón para camuflarse en la noche. La mujer iba ataviada con unas calzas parecidas, pero además, sobre el justillo de piel, tenía puesta una cota de malla que le aplanaba unos pechos no muy grandes. Sus brazos y piernas se intuían tan largos y fibrosos como firmes. A pesar de lo masculino de sus maneras, era rubia y bastante hermosa, pero los hombres no se tomaban confianzas con ella.
—Brisa, dales comida y agua —ordenó Arden en su lengua nativa.
La joven asintió y se acercó al arroyo. Que fuera una mujer la que se ocupara de las cautivas, no un hombre, resultaba hasta cierto punto tranquilizador.
Savia arrugó la nariz al probar un poco del aromático queso que le ofrecieron, pero Valeria se negó a probar bocado, pues no tenía apetito. Lo que sí hicieron las dos fue beber agua de un pellejo. Luego aguardaron, temerosas, atentas a cualquier oportunidad para escapar. Los guerreros ni siquiera las vigilaban. Satisfecha su curiosidad inicial, ya no prestaban más atención a sus rehenes de la que habrían prestado a unos perros.
El jefe bárbaro se acuclilló junto al riachuelo y se lavó la cara y los brazos. Parecía abstraído, absorto en sus pensamientos. Valeria lo observó con atención. Ya había escapado de sus garras en una ocasión, y estaba decidida a lograrlo de nuevo. Arden, lo llamaban los demás. Llevaba una túnica sin mangas que dejaba al descubierto los fuertes brazos que la habían levantado al vuelo, y parecía inmune al frío del amanecer. Resultaba curioso verlo lavarse, contradiciendo la imagen que hasta entonces tenía de los bárbaros del norte, a los que consideraba poco más que vulgares ladrones de ganado. Tal vez intentara borrar la sangre que manchaba sus manos. Sin duda le había dado satisfacción matar a Clodio y capturar a Valeria tras su fracasado primer intento. Pero ¿cómo sabía que ella estaría en el manantial? ¿Acaso conocía a Galba?
Al cabo de un rato, el jefe se levantó y se acercó a las romanas con el paso de un hombre acostumbrado a cubrir muchas millas a pie, y se acuclilló ante ellas. La transformación que el agua había operado en su rostro resultaba sorprendente. Libre de barro y pinturas, el bárbaro era bastante atractivo, de una belleza inesperada, como un héroe entre chacales. Se afeitaba la barba, como los romanos, aunque esa mañana se le veía algo crecida. Llevaba el pelo largo recogido a la espalda. Tenía una nariz recta, expresión seria, y ojos de un azul luminoso. Miraba con franqueza y sus maneras eran pausadas.
Valeria lo odió con toda su alma.
—Dormiremos aquí unas horas antes de seguir nuestro camino —les dijo en latín.
—Muy bien —replicó ella con más confianza de la que sentía—. Así la petriana tendrá más tiempo de atraparos, azotaros y colgaros de un árbol.
Su captor se fijó en sus piernas.
—Nadie debe de haber dado la voz de alarma, dama. Antes de que los soldados de la petriana se levanten de sus camas, nosotros ya volveremos a estar de camino. —Su seguridad parecía grande.
—Secuestrando a la esposa de un comandante e hija de un senador has cavado tu propia tumba —le espetó ella—. La Sexta Victoriosa en pleno vendrá a rescatarme. Reducirán a cenizas Caledonia si es necesario.
Él fingió reflexionar sobre aquellas palabras.
—Entonces quizá sea mejor que te corte aquí mismo esa linda cabecita y se la envíe en una cesta. Así les ahorramos la molestia.
Savia soltó un chillido, pero en los gestos de aquel hombre no había nada que hiciera pensar a Valeria que hablaba en serio. Si las hubiese querido muertas, ya las habría matado.
—Tengo influencias —aventuró Valeria—. Déjanos ir y ordenaré que interrumpan la búsqueda y os permitan escapar.
El celta rio y, burlón, se llevó la mano a la oreja.
—¿De qué búsqueda hablas? ¡Yo no oigo nada! —Se acercó más a ella—. Tú eres la garantía de que no van a seguirnos, dama romana, porque si nos persiguen no seré yo quien muera, sino tú. Te hemos raptado por nuestra seguridad, y si la caballería nos encuentra, tú y tu esclava seréis las primeras en morir. ¿Entiendes? Reza para que tu esposo se olvide de ti.
Valeria lo miró, intentando ocultar su vacilación tras un gesto de desprecio. No creía que no acudiesen tropas en su rescate. Ni que él fuera a matarlas cuando eso sucediera. El celta quería algo de ella, de lo contrario no habría vuelto a buscarla. Sólo por eso debía escapar a cualquier precio.
—¿Entiendes lo que te digo? —insistió él.
—Has matado a mi amigo Clodio.
—He matado a un soldado romano tras un combate justo que él no debería haber provocado. Se comportó como un necio la primera vez que nos vimos y ordené que le marcaran el cuello en señal de advertencia. Pero los que siguen comportándose como necios una segunda vez no viven para lamentarlo.
Valeria no encontró respuesta para esas palabras.
—¡Nosotras no podemos dormir en el suelo! —protestó Savia.
Arden la miró con interés.
—Vaya, por fin una objeción concreta. ¿Y dónde dormirías tú, esclava?
—¡Estás delante de una dama romana! ¡En un lecho como debe ser! ¡Bajo un techo digno!
—¿Por qué? En verano, la hierba es un lecho tan bueno como cualquier otro, y el cielo, el mejor de los techos. Que descanséis. No os molestaremos.
—¡Hace demasiado frío para dormir!
El celta sonrió.
—Así no proliferan ni insectos ni serpientes.
—Savia, cállate —susurró Valeria—. Nos acurrucaremos juntas y nos cubriremos con las capas. Dormiremos sobre el fango, que es donde a esta gente le gusta vivir.
—¿Qué pretendéis hacer con nosotras? —insistió Savia.
El bárbaro las miró, de nuevo serio y con gesto grave, antes de esbozar una sonrisa y mostrar unos dientes tan blancos y limpios como su rostro. No mostraba la sordidez propia de la ignorancia que Valeria había supuesto, y en realidad hacía gala de una arrogancia bastante irritante, así como de un indudable orgullo. Según había oído, la gente primitiva era vanidosa.
—Mi intención es llevar esta dama a casa y enseñarle a montar al estilo celta. —Lo que quería decir no quedó del todo claro.
—Si me tocas, el rescate que podrás pedir por mí no será tan alto.
—Y en cuanto a ti —añadió él dirigiéndose a Savia—, lo que pretendo es darte la libertad.
—¿La libertad?
—No me gustan los esclavos, sean celtas o romanos. Es algo antinatural, porque todas las criaturas son libres. Así que cuando estés en mis montes, dejarás de ser una esclava, mujer.
Savia se arrimó más a Valeria.
—No pienso abandonar a mi señora.
—Pues no lo hagas. Pero entonces será decisión tuya, no de ella.
—¿Y cuándo será eso? —La esclava no pudo evitar la pregunta.
—Ahora. —El jefe se puso en pie—. A partir de este momento eres cautiva, pero no esclava. Permaneces atada en tanto que mujer libre, de acuerdo con las leyes celtas, y de ese modo pasas a ser igual que tu señora.
Valeria observó airada al bárbaro, que tras aquellas palabras se alejó.
—Qué arrogante es. No le hagas caso.
—Por supuesto que no. —Aun así, Savia contempló a Arden con cierta emoción, y se sintió culpable por desear la libertad—. Ser libre con él me da más miedo que ser esclava contigo —dijo al fin—. Acaba de hacerme una promesa vacía.
—Diga lo que diga, no deja de ser un bruto, un animal, un asesino. La caballería llegará, ya lo verás, y estos bandidos acabarán en la horca. Si se quedan dormidos, podríamos intentar desatarnos y llegar hasta los caballos.
—Monto tan despacio que seguro que me atraparán.
—Pues tendrás que darte prisa si no quieres quedarte aquí para limpiar sus pocilgas. O algo peor. —Miró alrededor—. Nuestros caballos son los que están más cerca y… ¡Oh! —Se le escapó un gritito.
—¿Qué? —preguntó Savia, girándose.
—¡No mires!
Aquello sólo logró que la esclava hiciera lo contrario. Y vio cuatro cabezas de romanos, boquiabiertos y con las miradas vacías, atadas a las sillas de montar. Cada vez que el caballo se agitaba, la cabeza se balanceaba, como enviándoles una macabra advertencia.
A última hora de la mañana ya volvían a estar en marcha. Cada vez se alejaban más de la muralla. Valeria no había logrado conciliar el sueño y se sentía agotada. El cuerpo le dolía por la patada que le habían propinado, por la larga marcha a caballo y por la dureza del suelo. Había cometido un error rechazando la comida que le habían ofrecido. Nadie había vuelto a traerle nada de comer y ni siquiera se molestaban en mirarla. No estaba acostumbrada a que la ignoraran, y aquella sensación también la irritaba.
Con la luz del día, comenzó a hacerse una idea más clara acerca del país de los bárbaros. Avanzaban por tramos de viejas calzadas romanas, abandonadas hacía mucho tiempo, tras la retirada de Caledonia, y reconocibles principalmente por lo recto de su trazado. Sin embargo, por lo general su ruta era más sinuosa, como para confundir tanto a las rehenes como a sus posibles seguidores, pues la mayor parte del tiempo seguían tortuosas cañadas para el ganado y senderos originalmente practicados por el paso de animales que habían acabado convertidos en caminos. No se encontraban con poblaciones y las zonas valladas eran escasas. La dispersión de las granjas era tal que el ganado pacía a sus anchas, sin obstáculos que limitaran sus movimientos. Todas las casas eran de estilo celta, chozas redondas rematadas por techos cónicos de paja, pero parecían más humildes y más pobres que las erigidas al sur del muro; eran más bajas y estaban manchadas del humo de la turba, con más desperdicios a los lados. Había gallinas, perros que ladraban, niños desnudos que jugaban en las inmediaciones. Olían a humo, a carne asada, a heno, abono y cuero. Pero a pocos pasos comenzaban campos de cereales y praderas de altas hierbas donde pacían rebaños de ovejas y los ponis hacían cabriolas.
Sus captores no volvieron a detenerse. Tal vez Arden temiera que los estuvieran siguiendo más de lo que admitía. Atravesaban una interminable sucesión de colinas, cuyas cimas les impedían ver a lo lejos y tener sensación de avance. Al pasar junto a algún rebaño de ovejas, estas a veces salían en estampida. En ocasiones aminoraban la marcha, pues incluso los celtas empezaban a dar muestras de cansancio. Cuando Valeria se sentía más mareada, enferma y débil de hambre, hasta el punto de temer que en cualquier momento iba a caerse del caballo, buscaron un lugar para pasar la noche y se detuvieron. Estaba aturdida. Su casa y Marco parecían encontrarse tan lejos que resultaban inalcanzables, y el muro se perdía en una nube de polvo levantada por unos caballos al galope. La muerte de Clodio parecía una pesadilla irreal. El paisaje que se extendía ante su vista era más accidentado, más montañoso, las granjas dejaban paso a mugrientas chozas, y los campos se convertían en páramos desnudos. Estaba siendo engullida por una tierra baldía.
Acamparon junto a un arroyo, en un bosque de pinos. Sus agujas secas alfombraban el suelo. Volvieron a atar los caballos y encendieron una fogata. Con el aroma de las gachas y la carne asada, a Valeria el estómago empezó a retorcérsele de hambre. Brisa volvió a llevarles un poco de queso, y esta vez Valeria lo aceptó de buena gana y lo devoró en segundos. Les acercaron un odre que contenía un líquido amarillento, y ella lo estrujó para probar su primer trago de cerveza, acre y espumosa. Le pareció repugnante, pero la bebió de todos modos, pues en su espesa textura creyó intuir alimento. Estaba exhausta y ya no pensaba en huir.
Entonces, la mujer celta tensó el arco y disparó una flecha. Luego indicó a Valeria y Savia que se levantaran, se señaló la entrepierna y, acto seguido, un lugar oculto por arbustos.
—No hace falta que te esfuerces. —Valeria habló en celta por primera vez—. Entiendo tu lengua.
La mujer se puso en guardia.
—¿Cómo es posible que una romana conozca el idioma de las tribus libres? Tú nunca has estado en nuestro país.
—He aprendido un poco de los celtas de Petrianis.
—¿Por qué? ¿Eres espía?
—Quería entender a vuestra gente.
—Y lo aprendiste de tus esclavos, ¿verdad?
—De mis ayudantes.
—De tus perros cautivos, a los que azotáis y despojáis de su orgullo. Ellos ya no son celtas. —Miró a Savia—. ¿Y ella? ¿Conoce nuestra lengua?
—Bastante como para responderte.
Se quedó unos momentos observándolas.
—Reconozco que es una novedad conocer a unas romanas menos simples que los burros que las transportan. Hasta ahora no he conocido a ninguna que se preocupe de nada a excepción de su propia comodidad.
¡Aquella salvaje se pretendía superior a ellas!
—Si quieres, podemos poner a prueba tu latín —replicó Valeria para devolverla a su sitio.
La celta señaló los arbustos de nuevo.
—Podéis orinar, pero si intentáis escapar, os mato.
Las romanas hicieron sus necesidades y se acercaron al arroyo para lavarse, como había hecho el jefe bárbaro. El agua estaba helada pero resultaba tonificante, y Valeria se despejó instantáneamente. Llevaba apenas un día alejada de sus baños diarios, de sus peines y afeites, y ya se sentía desaliñada en grado sumo. No soportaba el aspecto que intuía en sí misma, su pelo despeinado, sus ropas manchadas, sus joyas perdidas por culpa de su imprudente ansia de aventura. Ahora ya no pedía comodidades, sólo decencia. Debía de verse tan descuidada como aquella mujer celta. De todos modos, y a decir verdad, la guerrera no era nada fea, e incluso resultaba atractiva a su manera. Se adornaba con una gargantilla de plata brillante y varias pulseras. Llevaba una espada corta, envainada al cinto, y una cota de malla que brillaba como la lluvia en las ventanas. Las botas de cordones que le llegaban a media pantorrilla eran de piel de cervatilla. Se cubría con una capa verde oscuro y se movía con una gracia animal similar a la de Arden.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Valeria.
La mujer entendió a qué se refería.
—Soy Brisa, hija de Quint y guerrera de la tribu de los atacotos. Como todavía no me ha vencido ningún hombre, cabalgo con ellos.
—Pero eres mujer.
—¿Y qué? Tengo mejor puntería que cualquiera de estos, y corro más que ellos. Todos lo saben, y por eso me temen y respetan. Cuando mataron a mi hermano, tomé su coraza y su espada. Las mujeres celtas no somos blandas ni necias como vosotras. Vamos donde nos place, hacemos lo que queremos y nos acostamos con quien nos apetece.
—Como animales.
—Como mujeres que eligen libremente. Nosotras satisfacemos las exigencias de la naturaleza yaciendo con los mejores hombres, mientras que vosotras, las romanas, cometéis adulterio con los peores. Os vanagloriáis de vuestra superioridad, pero vivís encadenadas por el miedo, la costumbre y la hipocresía. Tenía muchas ganas de ver ese muro vuestro. Pero ahora que lo conozco, no me impresiona en absoluto. Podría escalarlo en un momento si quisiera.
—También en un momento te detendrían.
Brisa soltó una risotada.
—Pues no han atrapado a ninguno de nosotros.
—No es natural que una mujer se vista como un hombre —insistió Valeria.
La celta volvió a reírse.
—Voy vestida para cabalgar, para hacer la guerra. Lo que no es natural es vestirse sin sentido, como vosotras. Tal vez esos hombres de ahí, que llevan la misma ropa que yo, son los que van vestidos de mujer. ¿Te lo has planteado?
¡Aquella celta lo ponía todo del revés!
—¿Y cómo aprendiste a disparar?
—Me enseñó mi padre, de la misma manera que mi madre me enseñó a tejer. Y yo podría enseñarte a ti, si decidimos no matarte. —Aquello confirmaba la precariedad de su futuro—. A apuntar, al menos. Luego ya se verá si le das a algo.
Valeria miró el arco, secretamente intrigada.
—Ni siquiera sé si sería capaz de tensarlo.
—Si practicas cada día, cada día acabas tensándolo un poco más. —Brisa se levantó de un brinco, dispuesta a no desaprovechar la ocasión de lucirse—. Mira. —Se quitó una pulsera—. Cógela y camina veinte pasos hacia el pino donde te atamos. Valeria vaciló.
—Vamos, no tengas miedo, no voy a hacerte daño. A tu compañera sí podría hacérselo si no haces lo que te ordeno —añadió mirando a Savia.
Valeria cogió la pulsera y caminó en dirección al árbol.
—¡Ya! ¡Para y gírate!
Ella obedeció.
—Ahora alarga el brazo y extiende la pulsera…
Sin darle casi tiempo, Brisa tensó el arco y disparó. Un soplo de aire rozó los dedos de Valeria, y la punta de la flecha se coló por el centro de la pulsera y fue a clavarse en el pino. Fue todo tan rápido que Valeria oyó el sonido de la flecha al hundirse en la corteza antes de darse cuenta de lo que había sucedido. Al hacerlo, soltó la pulsera como si le quemase.
—¡Podrías haberme matado! —exclamó.
Brisa se acercó y recogió la pulsera.
—Ni te he rozado, pero si quiero puedo clavarle una flecha en el ojo a cualquier romano, así que hasta que te haya enseñado a disparar no te metas conmigo. Si es que Arden te perdona la vida. —Se colgó el arco al hombro—. Cosa que hará, creo, a juzgar por el modo en que te mira. Ven, parece que la comida está lista. Si no quieres pasar frío aquí en el norte, tendrás que comer carne.
El alimento y el fuego resultaron tan reparadores que, a pesar de sus miedos, Valeria se sumió en un sopor reconfortante. Los bárbaros se quedaron junto a la hoguera para cantar y fanfarronear. Nadie se molestó en montar guardia. Nadie acudía al rescate de Valeria y su sirvienta, que no tuvieron más remedio que escuchar cómo, uno tras otro, alardeaba de su arrojo durante la emboscada. Al parecer, a aquella gente andrajosa no le bastaba con lo que hacía, y se regocijaba relatando sus hazañas. Eran como niños vanidosos.
—Las romanas entienden nuestra lengua, hermanos —dijo la mujer—. Así que vamos a recordarles lo que han visto.
Brisa se jactó de que clavar la flecha en el cuello del espía había sido tan difícil como enhebrar una aguja en una habitación a oscuras. Luca recordó cómo había hecho tropezar al tribuno sacando una estaca entre los arbustos. Los guerreros estallaron en carcajadas al rememorar la imagen ridícula de Clodio caído en el suelo. Uno de ellos, llamado Hool, explicó con orgullo que cuando disparó la segunda flecha a los romanos, la primera todavía no había impactado en el blanco. El joven imberbe al que llamaban Gurn afirmó haber robado todos los caballos romanos antes de que sus jinetes hubieran muerto.
Sólo Arden, el jefe, guardó silencio y se negó a rememorar cómo había matado al tribuno romano con una estocada arriesgada, en un movimiento desesperado. Lo que sí hacía era observar a Valeria, que seguía sentada frente a él, como si reflexionara sobre qué hacer con ella. Cuando terminó la cena y los guerreros, sin separarse de sus espadas, comenzaron a cubrirse con sus capas, se levantó y se fue a sentarse a su lado. Ella se incorporó, desconfiada.
—He visto lo que Brisa ha hecho con su flecha —le dijo en voz baja—. No temas. Somos guerreros, no ladrones. Eres un botín de guerra y te mantendremos a salvo.
—Pero si no hay ninguna guerra.
—La hay desde que tu esposo quemó nuestro bosque sagrado. ÉL ha conseguido algo que ningún druida había logrado: unir a todas las tribus.
—¡Pero eso lo hizo porque tú me atacaste antes! ¡Recuerda la emboscada, antes de que yo llegara al fuerte!
—Los druidas no tuvieron nada que ver con eso.
—No fue esa la información que nuestro espía transmitió a Marco.
—¿A Marco o a Galba?
—Querían quemarme metida en una jaula de mimbre.
Él sonrió.
—Tú no tienes ni idea de lo que está pasando. Pero en tu caballería hay hombres que sí conocen la verdad.
—¿Qué hombres?
Arden no respondió.
Valeria lo observó con ceño. Había matado a Clodio, sí, pero por sus maneras y sus palabras se notaba que no era un simple salvaje. Tenía una mirada penetrante y se comportaba casi con cortesía, hasta el punto de parecer romano.
—No llevas ni barba ni bigote, y no tienes las maneras de los celtas —le dijo—. Hablas un latín muy fluido, y pareces entrenado en el arte de la espada. ¿Quién eres?
—Soy de mi pueblo.
—No, tú eres algo más.
—Pareces emitir juicios con gran seguridad.
—Y tú no te ocultas tan bien como crees.
Arden sonrió.
—A los aristócratas romanos se les da tan bien juzgar y ubicar a la gente como a un sabueso britano seguir el rastro de un tejón.
—¿Lo ves? Sabes demasiado de la aristocracia romana.
La sonrisa del celta se transformó en carcajada.
—¡La prisionera eres tú! Soy yo quien debería hacer las preguntas.
—Pero actúas como si lo supieras todo de mí. Soy yo quien está en tu poder y quien no conoce su destino. ¿Por qué me has capturado? ¿Qué vas a hacer conmigo?
Arden reflexionó antes de responder, contemplando sus rasgos a la luz de la hoguera, como si fuera un trofeo largamente anhelado.
—Soy caledonio, de la tribu de los atacotos —dijo al fin—. Por mis venas corre la sangre de las tribus del norte. Pero sí, tienes razón, sé algo sobre Roma. —Levantó un brazo y le mostró un tatuaje—. Estuve alistado en vuestro ejército.
—¡Eres un desertor!
—Soy un hombre libre y he vuelto a ayudar a mi pueblo a seguir siéndolo. Me alisté para conocer ese mundo romano vuestro, para aprender y poder venceros. Soy un patriota, y lucho contra la opresión de vuestro imperio. —Hablaba con una convicción ciega.
—Me he equivocado al juzgarte —replicó ella—. No sabes nada de Roma.
—Eres tú, malcriada y de alta cuna, la que no sabe nada. ¿Qué sabes tú de los plebeyos que padecen para alimentar a los de tu clase?
—Más de lo que crees. Mi padre es un senador sensible a las necesidades de los pobres.
—Sí, y ha enviado a su propia hija a los confines del imperio a cambio del dinero que necesita para mantenerse en el cargo. Y por eso ahora tú estás aquí, cautiva, pasando frío, con un desertor, asesino y traidor como yo, mientras él sigue pronunciando sus discursos y aceptando sobornos a mil millas de aquí.
—¡No es justo lo que dices!
—Es la moral de un imperio emponzoñado.
—Hemos traído la paz al mundo.
—Sí, convirtiéndolo en un erial.
—Y sin embargo no temes la venganza de mi esposo.
—He de mantenerte con vida. Tu seguridad es la nuestra. Y nuestra desgracia será la tuya.
Valeria se cubrió con la capa, pensativa. Le resultaba raro estar a cielo descubierto en plena noche, mientras las llamas le calentaban el pecho y la fría noche se ensañaba con su espalda. Sin más techo que la bóveda estrellada, las tinieblas se cernían sobre su cabeza como un océano en el que estuviera a punto de hundirse.
—Tiene que haber algo más —dijo de pronto, convencida—. Algún otro motivo que te hace odiar a Roma y que te ha llevado a raptarme.
Arden se puso en pie.
—Ahora me voy a dormir.
—Ni siquiera me has dicho cómo te llamas.
—Arden. Ya lo sabes.
—Sí, pero ¿por qué otro nombre se te conoce? ¿Cuál es el nombre de tu clan?
Le respondió en voz tan baja que casi no le oyó:
—Me llaman Arden Carataco. Carataco el Patriota —aclaró, dedicándole una última mirada antes de retirarse.
Valeria lo observó desaparecer en la penumbra. Arden Carataco: el espía de Galba.