—Yo ahí arriba no puedo subir —se obstinó Savia.
—Pues entonces no vengas.
La esclava le dedicó una mirada asesina.
—¿Y cómo vas a vestirte, a bañarte, a comer? ¿Y qué le diré a tu esposo cuando vuelva y me pregunte dónde estás? No. Prefiero perderme contigo en esas tierras remotas, que me desgarren los animales salvajes, a tener que explicar tu ausencia.
—Entonces deja de quejarte de Atenea, que es la yegua más tranquila y obediente que existe, y monta de una vez.
Estaban en las caballerizas de la guarnición, hablando en susurros y a oscuras, pues no se atrevían a encender ninguna lámpara.
—Venga, que te empujo y te ayudo a subir.
—¡Es demasiado grande!
—¿Y no te parece que ella debe de pensar lo mismo de ti?
Al fin, con un resoplido, Savia logró montar, y Valeria hizo lo propio con Boudicca, la yegua blanca con la que había salido de paseo en compañía del presuntuoso Galba. En la cena posterior, el tribuno había puesto en evidencia su verdadera naturaleza. Por eso, cuando Savia le contó que el tracio planeaba un acto de traición contra el pobre Clodio, la noticia no le sorprendió. ¡Pues ella sí iba a sorprenderle a él, adelantándose a sus propósitos! Aferrada a su silla, por delante de su esclava, dejó atrás el cuartel y se dirigió a la puerta norte, pasando entre construcciones dispersas. Era medianoche y el fuerte se encontraba en calma. El claro de luna lo iluminaba tenuemente. Recortados contra el cielo se adivinaban los perfiles de los centinelas.
El duplicarius de guardia salió de la garita del centinela.
—¿Señora Valeria?
—Abre la puerta, Prisco. Nos dirigimos a un servicio cristiano. Nos reunimos con nuestra iglesia cuando la luna está en lo más alto.
Él la miró con desconfianza.
—¿Te has convertido al cristianismo? No he oído rumores.
—Como nuestro emperador.
—No he visto a otros fieles.
—Mi esclava es la encargada de prepararlo todo.
Prisco negaba con la cabeza, meneándola despacio.
—Te hace falta un salvoconducto, señora.
—¿Y a quién se lo pido? —Irguió la cabeza—. Yo, que pertenezco a la Casa de Valens, que soy hija de un senador, la esposa del comandante. ¿Se lo pido al gobernador? ¿Al duque?
—No estoy seguro, señora…
—A lo mejor crees que debo informar por carta al emperador, para que me autorice a cruzar esta puerta y poder rezarle a su mismo Dios. O despertar al tribuno Galba.
Prisco vaciló. Valeria llevaba toda la vida ejerciendo la autoridad que le otorgaba su clase, mientras que el duplicarius se había pasado la suya plegándose a ella. Enemistarse con la esposa del comandante parecía una insensatez. Hizo una seña para que abrieran la puerta.
—Permíteme que avise para que te envíen un escolta…
—No hay tiempo. Y además no la necesitamos. —Se puso en marcha y cruzó el arco de la puerta. La yegua de su esclava la siguió por instinto—. No molestes a nadie por culpa de nuestras oraciones. ¡Estaremos de vuelta antes del alba!
Así, cruzaron el puente que salvaba el foso e iniciaron el trote colina abajo. Savia se balanceaba temerosa en su silla.
El duplicarius las observó alejarse, intranquilo. Se olía algo que no le gustaba.
—Rufo —le dijo a su compañero—, reúne tres hombres y seguidla. Aseguraos de que no le pase nada.
—Tardaremos un poco en ensillar los caballos, decurión.
—No importa. Mira qué despacio va la esclava gorda. No creo que tengáis problema en alcanzarlas.
Al llegar a un páramo, Valeria se detuvo para contemplar el muro. Era la primera vez que se encontraba al norte de aquella barrera. Su perfil almenado se ondulaba y se perdía en la distancia en ambas direcciones. Todas sus torres aparecían iluminadas con antorchas, como faros, y las estrellas semejaban chispas frías sobre su fuego. El encalado del muro resplandecía a la luz de la luna, como cuarzo mojado. Desde ese lado parecía inexpugnable. La vegetación se mantenía baja hasta una milla de distancia de la zanja, y no se autorizaba la instalación de granjas. Qué extraño debía de ser venir del norte, ignorante, sucio, y divisar esa imponente pared de piedra por primera vez.
—Qué solitario es esto —susurró Savia.
—Las tribus rondan por ahí. Espero que estén dormidas.
—Creo que es una idea pésima.
—Y yo creo que vamos a salvar a nuestro amigo Clodio. He conocido la verdadera naturaleza de Galba Brasidia, y es imprescindible que advirtamos a nuestro joven tribuno.
—¿Su verdadera naturaleza?
—Es un hombre arrogante y temerario.
Así, siguieron su camino, por más que Savia no terminaba de acostumbrarse a su montura y se bamboleaba de un lado a otro, rezongando sus recelos. Valeria reconocía para sus adentros que aventurarse más allá del muro era arriesgado, y más de noche. Cualquier hondonada boscosa parecía una guarida ideal para osos o lobos. Cualquier risco podía ser un refugio de bárbaros al acecho.
Con todo, al ver que avanzaban milla tras milla sin incidencias, una emocionante sensación de libertad fue embargándola. Nunca hasta entonces la había experimentado de aquel modo. Se sentía como un pájaro, como un espíritu, vagando como un fantasma sobre un paisaje plateado de rocío iluminado por la luna. Nadie la observaba. Nadie la juzgaba, ni la deseaba, ni la envidiaba ni recelaba de ella. ¿Por qué no seguir cabalgando así para siempre?
Cuando le comentó aquellos pensamientos a Savia, esta no se mostró precisamente comprensiva.
—Pues yo no me siento libre. Lo que tengo es hambre. ¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a nuestro destino?
—Informar al pobre Clodio y decirle que vaya a ver al duque, para acallar de una vez esas ofensivas acusaciones. También me divertiría bastante ver a ese pelotón de arresto de Galba pillándonos a nosotras en lugar de a él. No dudaría ni un momento en decirle lo que pienso sobre su persona.
Savia la miró con gesto de desaprobación.
—Ya te lo he advertido, señora.
—De eso no vamos a decir nada más.
Así que se quedaron unos momentos en silencio, hasta que la esclava volvió a hablar.
—Pero ¿y si resulta que Clodio sí mató a ese Odo y no pagó lo que le costó a su amo?
—¡Savia! ¿Cómo puedes pensar así de nuestro escolta, de un hombre que intentó salvarme en el bosque?
—¿Salvarte? Pero si ni siquiera logró ponerse en pie.
—Su valentía le valió un corte en el cuello. Y Marco me comentó que en el bosque luchó con arrojo. Galba se ha mostrado injusto con Clodio desde el momento en que atracamos en el puerto de Londinium.
—Los soldados de Galba me dan miedo.
—Pues a mí no.
La última milla era la que más imponía. El sendero que llevaba al manantial de Bormo descendía por una cañada boscosa. Bajo los árboles, la oscuridad era más cerrada y se hacía difícil seguir el camino. Mientras avanzaban entre aquellas tinieblas, oyeron el galope de caballos a lo lejos, como si alguien las estuviera siguiendo. ¿Ya había llegado Galba?
—¡Debemos darnos prisa!
Siguieron su avance, esquivando ramas por los pelos, y al fin Valeria oyó el débil rumor del agua. ¡El manantial! Al cabo de un momento llegaron a un claro rodeado de olmos. La luna brillaba sobre sus cabezas y todo se teñía de blanco. En el extremo más alejado se alzaba un santuario celta dedicado a Bormo, el dios del agua. En un saliente de la roca había esculpido el relieve de una voluptuosa ninfa, de cuya boca brotaba el agua del manantial, que caía sobre un manto de musgo formando un lago ancho y oscuro surcado de ondas. Selene se reflejaba en las monedas de oro y plata que tapizaban el fondo y formaban otro cielo de lunas. La gente, con la esperanza de que sus oraciones o maldiciones fueran escuchadas, había esparcido por la zona flores, pequeñas prendas de ropa, joyas y recordatorios. Más allá, entre los árboles, se alzaba un pequeño templo romano, donde estaban atados varios caballos.
—¿Los ves? Ahí debe de estar Clodio.
—Este es un lugar pagano —susurró Savia—. Un escenario del mal.
—Tonterías. ¿No notas la presencia del dios del agua?
—No, estos dioses están muertos, Cristo los ha matado, y su lugar lo ocupan los demonios. No deberíamos estar aquí, Valeria.
—No nos quedaremos mucho rato, si es que te callas y me dejas transmitir nuestro mensaje.
El templo era un simple edificio de planta cuadrada, con techo abovedado, pórtico y columnas frente a la puerta. Valeria se acercó y llamó a su amigo en susurros.
—¡Clodio!
No obtuvo respuesta. Llamó a la puerta.
—Clodio, ¿estás ahí? ¡Abre! ¡Los soldados se acercan!
Durante unos momentos nadie respondió.
—¡Por los dioses! ¡Eres tú!
Se giraron. El joven romano, agazapado, se había acercado por la parte de atrás, con la espada en alto y la capa envuelta en su brazo izquierdo a modo de improvisado escudo.
—¡Clodio!
—Pero ¿qué haces aquí? —El joven parecía desconcertado.
Ella se acercó y le dio un fugaz beso en la mejilla.
—¡Por fin te encuentro!
—¿Qué estás haciendo aquí en plena noche? ¡Por poco arremeto contra ti! Me ha parecido oír el murmullo de hombres, no de mujeres.
—Hemos venido a avisarte. Galba Brasidia quiere detenerte por la muerte del esclavo Odo. Sus hombres vienen de camino.
—¿Qué? ¿Estás segura?
—Ve a Eburacum y exige al duque que se haga justicia. El joven bajó la espada.
—¿Y qué pruebas tiene? Falco me aseguró que el asunto ya estaba solucionado.
—Dice que ha encontrado una pulsera de Odo en tus aposentos. Y uno de los cuchillos de mesa del propio Falco. Quién sabe qué más.
—Los habrá puesto allí el propio Galba —dijo el joven tribuno, indignado—, estoy seguro. Desde el principio ha hecho todo lo posible por echarme de aquí.
—Pues échale tú. Convence al duque de que lo traslade a Germania.
—Marco debería darme su apoyo.
—¡Lo hará! Los dos sois de la misma cuna.
Clodio oyó el rumor lejano de cascos que se acercaban.
—¿Y habéis venido hasta aquí a caballo, las dos solas?
—El esclavo Clío le contó el secreto a Savia. Cuando ella me transmitió el plan de Galba, supe lo que teníamos que hacer.
La criada esbozó una tímida sonrisa, intentando mostrarse a la altura de su recién adquirida fama de valiente.
El tribuno se volvió y se dirigió a un punto en la oscuridad.
—¡Sardis! ¡Debemos partir de inmediato! —Un celta de rostro anguloso surgió de las tinieblas como un fantasma—. Es uno de nuestros informantes —aclaró Clodio—. Hay grupos de bárbaros cerca. Este no es un lugar seguro. Será mejor que vengáis conmigo a Eburacum.
—No. Savia y yo no haríamos más que retrasar tu llegada. Vete solo, nosotras engañaremos a Galba. Él nos conducirá de vuelta al fuerte.
—Tiene razón, tribuno —intervino Sardis—. Partamos, si es que queremos… —Dio un respingo y se tambaleó como si estuviera borracho.
Valeria hizo esfuerzos por ver el resplandor de la luna. Algo le sobresalía del cuello, y él balbuceaba de manera extraña.
Era una flecha. Savia gritó.
—¡Es Galba! —exclamó Clodio—. ¡Vamos, deprisa! ¡Entremos en el templo!
En ese momento tropezó con una estaca que apareció entre los arbustos y se materializaron unos hombres silenciosos. Uno le dio un golpe en la mano para hacerle caer la espada. Varios más bloquearon la entrada al templo y otros aparecieron a su espalda. Llevaban barba y la piel ennegrecida. Sus espadas eran excepcionalmente largas. Las mujeres se quedaron atónitas, asustadas. ¡No eran romanos! Valeria se dio cuenta de que el bárbaro que retenía a Clodio en el suelo era Luca, el mismo de la emboscada en el bosque, pero en ese momento unos brazos poderosos la sujetaron por detrás. Y una voz que hablaba en latín le susurró al oído:
—Esta vez sí nos vamos juntos, señora.
¡Era el bandido que había intentado raptarla! Forcejeó con él, pataleando, pero él la apretó con fuerza y soltó una risotada.
—Esta vez no voy a dejar que utilices el broche. Ya no vas a pinchar más a mi caballo.
Otros bárbaros habían reducido a Savia y la estaban amordazando para que dejara de gritar. Los caballos que se aproximaban se oían con nitidez cada vez mayor.
—¿Quién viene? —preguntó uno de los hombres.
—¿Has venido con escolta, señora? —preguntó el captor al oído de Valeria—. Habla claro y deprisa, si no quieres que Luca le corte el cuello a tu amigo. —El bárbaro tenía de nuevo el cuchillo en la garganta de Clodio.
—Es Galba Brasidia —dijo ella—. Viene a arrestar a Clodio.
Los celtas soltaron toda clase de maldiciones.
—Dijiste que el tracio no vendría hasta aquí —se quejó Luca a su jefe en celta. Los conocimientos que Valeria había adquirido de sus sirvientes le permitieron entenderlo.
—¿Galba? —repitió el cabecilla del grupo, escéptico—. Me parece que te confundes, señora, o mientes. Tienen que ser otros, otros que te buscan en la oscuridad.
Valeria se revolvió, intentando zafarse del abrazo para morderlo o arañarlo.
—¡Mi esposo es el comandante de la petriana!
—Y se encuentra a cien millas de aquí.
¿Cómo sabía eso un bárbaro?
—Vámonos, Arden —instó otro de los hombres en celta—. Ya tenemos lo que hemos venido a buscar.
—También quiero sus caballos.
—Gurn ya ha ido por ellos —aclaró una voz femenina en la oscuridad.
—¿Y qué hacemos con este? —preguntó Luca. Estaba sentado sobre Clodio y le tiraba del pelo para que no levantara la cabeza.
—No se mata a un hombre que ya ha sido abatido. Dale un golpe seco y déjalo ahí.
El bárbaro le golpeó en la cabeza con la empuñadura de la daga, se levantó y le propinó una patada para asegurarse de que lo había dejado sin sentido. El romano no se movió.
Entonces el jefe levantó a Valeria en brazos, se la cargó al hombro como si no pesara más que una capa, y guio al grupo entre los árboles a paso rápido.
—¡Esta zorra me está arañando! —bufó.
Sus hombres rieron quedamente.
Un niño apareció con los caballos romanos en el preciso instante en que los jinetes hacían su entrada en el claro.
—¡Socorro! ¡Quieren raptarnos! —gritó Valeria.
A continuación se oyó el rumor de pasos que rastreaban el terreno.
—¡Hacedla callar! —ordenó Arden.
Alguien rasgó el dobladillo de su túnica para hacerle una mordaza. Cuando se disponía a atársela, se oyeron unos chasquidos cerca de ellos, y otro grito.
—¡Por aquí! —gritó un romano—. ¡Bárbaros!
Era Clodio, que había recobrado el conocimiento y acudía en su rescate.
—Creía que lo habías dejado inconsciente —masculló Arden.
—Debe de tener la cabeza dura como un casco.
—Ya haré callar yo a ese cabrón —terció otro celta apuntándole con una flecha.
Pero en ese momento una jabalina surgió de la oscuridad y se clavó en el pecho del arquero, que cayó de espaldas, empalado, con la lanza vertical como un estandarte.
—¡Britanos, esta vez no escaparéis! —exclamó Clodio con la espada en alto, la cabeza ensangrentada y los ojos sedientos de venganza. Su avance fue tan temerario y tan inesperado que en un momento se plantó casi encima del jefe de los bárbaros sin que este pudiese reaccionar. Arden tuvo que soltar a Valeria, que cayó al suelo, sorprendida, como un saco de trigo, y en un movimiento desesperado se llevó la mano a la espada. ¡Clodio estaba a punto de acabar con él! Sin embargo, el honor impidió al tribuno aprovecharse de su ventaja.
—¡Desenvaina antes de morir, bandido! —exclamó.
Desconcertado ante ese indulto temporal, el jefe obedeció. Entonces se oyó el entrechocar del hierro, y unas chispas saltaron por los aires. Manos bárbaras inmovilizaron a Valeria para amordazarla, pero ella oyó los gritos de otros romanos que desmontaban y se acercaban entre los árboles. La voz del jefe no se parecía en nada a la de Galba. Era Rufo, el soldado que custodiaba la puerta del fuerte.
—¡Clodio! —logró exclamar Valeria antes de que la mordaza le cubriera la boca—. ¡Aguanta! ¡Llegan refuerzos!
La espada del tribuno resonaba en el aire.
—¡Esta vez no pienso fallarte!
El celta se agachaba y hacía fintas a la manera de los espadachines del circo. Se notaba que era diestro en el manejo del arma. Clodio acometió, pero su contrincante esquivó la embestida. Las espadas se repelían mutuamente y resonaban en el silencio de la noche con chasquidos metálicos que parecían no tener fin.
—Acaba con él, Arden —instó uno de los celtas.
—A la señora le gusta —replicó el jefe entre jadeos.
—¡Acaba con él antes de que nos condene a todos!
Valeria se levantó para huir corriendo, pero una bota se le hundía en el estómago. Volvió a caer al suelo, sin aliento, y las estrellas del firmamento empezaron a girar sobre su cabeza. El jefe de los bárbaros se distrajo un instante y Clodio aprovechó para lanzarle una estocada mortal. La espada silbó en su larga trayectoria. ¡Por fin iba a vengar el anterior asalto!
Sin embargo, la reacción del celta fue instantánea. Agachándose, se echó hacia delante y clavó su propia espada en el vientre del romano hasta hacerla salir por la espalda. Todo fue tan rápido que ninguno de los dos fue muy consciente de lo que estaba sucediendo.
Clodio se quedó inmóvil, con una expresión más de sorpresa que de dolor, como si algo inconcebible hubiera ocurrido. Abrió la mano y soltó su arma.
«Los cementerios están llenos de hombres que jugaron limpio…».
El celta empujó al romano y la espada se separó de su torso, empapada en la sangre del joven tribuno, que murió antes de dar con sus huesos en el suelo.
En ese momento aparecieron Rufo y sus tres compañeros, con las armas en alto, sin saber muy bien qué tenían delante pero ansiosos por entrar en combate.
—¡A por ellos! —ordenó Rufo.
El sonido de los arcos rasgó la noche y las flechas comenzaron a silbar. Los demás celtas se habían parapetado, y los romanos fueron al encuentro de aquella mortífera descarga. Todo se desarrollaba en un tenso silencio y sólo se oía el golpe sordo de las flechas al hacer blanco en los romanos, que se desplomaron como marionetas a las que hubieran cortado los hilos, y quedaron tendidos sobre el follaje, inmóviles, con dos o tres flechas clavadas. Los celtas se abalanzaron y les cortaron el cuello mientras, triunfantes, soltaban alaridos.
El jefe Arden pasó el filo de su espada por la hierba para limpiarla y la envainó. Luego se acercó a Valeria y volvió a levantarla con sus brazos manchados de sangre. Ella se sentía mareada y medio desmayada. ¡Todo había sucedido tan deprisa!
—Si tu amigo nos hubiera dejado marchar, todos seguirían con vida —dijo él. Echó a andar con ella en brazos y la tumbó boca abajo sobre el caballo. Montó y se puso en marcha—. ¡A Tiranen!
Sus hombres lo corearon.
—¡A Tiranen!
Todos montaron, con las espadas en alto en señal de triunfo. Savia iba con ellos, cautiva. El eco de sus voces resonó en el sereno manantial de Bormo, bajo la luna. Cabalgaron rumbo al norte, alejándose del muro, internándose cada vez más en territorio bárbaro.