CAPÍTULO 22

Me gustaría poder decir que el relato me sorprendió, pero no fue así. He redactado muchos informes sobre lo que la gente hace o dice cuando se deja llevar por la pasión.

—Parece un hombre irreflexivo —me limito a observar ante Marta.

—Había ejercido tanto poder con mujeres humildes que se equivocó en la ocasión que se le brindaba con Valeria. O tal vez se sentía tan frustrado que estaba dispuesto a asumir el riesgo.

—¿Lo consideraste temerario?

—Los hombres deben saber a qué clase pertenecen.

¡Por supuesto! Es interesante constatar que los esclavos son más conscientes de lo que corresponde a cada clase que cualquiera de nosotros. Me pregunto si todos estos desastres se habrían producido de haber aceptado su deber todos los implicados, pilar en el que se sustenta el imperio.

—Con todo, era bastante arriesgado actuar así en casa del comandante.

—Él seguía considerándola su casa, inspector. Y se moría de envidia. Ese asunto del mando lo reconcomía por dentro. Además, sabía que Valeria no le contaría una palabra de todo aquello a Marco. Había medido de antemano que la vergüenza de ella superaría con creces la suya propia. Pero también sabía que entre los dos ya no podría haber nada, y que con su esposo las cosas ya nunca irían bien. Se lo había jugado todo a una carta, y había perdido. Había soltado su escudo y había recibido una puñalada en el corazón.

—Por eso acudió a ti.

—Era como un ciervo en celo, y yo le serví de sustituta.

—Lo soportaste.

—Lo disfruté.

Me remuevo en la silla, incómodo. No termino de acostumbrarme a la franqueza de los esclavos.

—¿Y volvieron a verse después del regreso de Marco?

—Por supuesto. Petrianis es un sitio pequeño.

—¿Cómo reaccionó ella?

—Se mostró distante, pero no estaba tan ofendida como aparentaba. La proposición de Galba le repelía, pero a la vez la fascinaba, eso era evidente. No digo que la aceptara de buen grado, pero a pesar suyo se sentía halagada. Es curioso. Sé que nos oyó gemir mientras fornicábamos. El tribuno era un hombre apasionado, todo lo contrario de su esposo. Para él, Valeria era como una mosca para una araña. Él lo percibía, y la idea le torturaba. Y a ella también. Nosotros nos reíamos de los dos. Para los de mi clase las cosas son mucho más sencillas.

Busca suscitar mi envidia. Y en cierto modo le doy la razón.

—¿No sucedió nada más?

—Discretamente, Galba hizo saber que había resuelto el misterio del asesinato de Odo.

—¿Qué pruebas tenía?

—De eso no hablaba. Aún no.

De manera confusa, empiezo a entender.

—Y entonces regresó Marco.

—Con las manos manchadas de sangre, saciada su sed de venganza, embebido en su propia rectitud, sin apenas ver a nadie de su entorno. Valeria y Galba se comportaron como si todo aquello no hubiese sucedido, claro; de todos modos, el prefecto se pasaba el día pavoneándose y no se daba cuenta de nada. Y el necio de Clodio era aún peor, pues le había robado la torques a un bárbaro para cubrirse la cicatriz y se paseaba como si fuera el nuevo Aquiles. Eran hombres que jugaban al juego de una guerra que adoraban. Antes de su expedición habían visto las hogueras de las fiestas de Beltane, que se celebran en primavera. Supusieron que se trataba de alguna señal de guerra, y cuando el fuego se apagó… ¡se atribuyeron ellos el mérito! No me extraña que decidieran prender otro, esta vez real.

—¿Fue Clodio a visitar a Valeria?

—Sí. Durante un tiempo ella, que seguía confundida y avergonzada, lo rechazó, pero tenían casi la misma edad y eran amigos. ÉL percibía que ella le deseaba.

—¿También eran amantes? —A Marta ninguna pregunta le parece fuera de lugar.

—No lo creo. Preferían la tensión a la descarga. Coquetear más que fornicar. —Se encoge de hombros. Nunca llegará a comprender la mente de sus superiores.

—¿Y qué pasó entonces?

—Ahí fue donde empezaron los problemas de verdad. Marco había cometido un sacrilegio al quemar aquel bosque. Aquello era precisamente lo que buscaban los jefes celtas. Una patrulla petriana fue apresada. A un centinela le dispararon una flecha en una noche de luna llena. Surgieron rumores que aseguraban que los bárbaros saltaban el muro. El prefecto no había logrado acobardar a las tribus, sino todo lo contrario. El duque lo convocó a Eburacum para dar cuenta de la situación. Y fue entonces cuando Galba amenazó con arrestara Clodio.

—¿Que hizo qué?

La esclava sonríe y asiente con la cabeza. Es evidente que le gusta sorprenderme con los errores de cálculo de los demás. Pero ¿y si no fue un error de cálculo?

—Cuando Marco marchó a Eburacum, Galba asumió de nuevo el mando de la guarnición. Fingió hacerse amigo de Clodio, alabó su actuación en el ataque. Le ordenó que inspeccionara el sector occidental del muro, y luego se dirigiera al manantial del dios celta Bormo, para reunirse con uno de los agentes de Roma, el cual debía informarle sobre los ánimos que se respiraban entre las tribus. El joven se sintió halagado. Cuando se hubo ido, el tribuno mayor se reunió con el centurión Falco, amo del esclavo Odo.

—Sí, con Falco ya me he entrevistado.

—Galba le dijo que había encontrado un cuchillo de mesa utilizado en la boda escondido en el aposento del joven tribuno. Y que Clodio también ocultaba una pulsera celta que el esclavo llevaba en una muñeca. En su opinión, había que interrogar al joven.

—¿Y tú cómo sabes todo esto?

—Clío, que trabaja en los cuarteles como administrador, nos lo contó. En el fuerte de la petriana no hay secretos. —Vuelve a esbozar una sonrisa, divertida al notar mi incomodidad. Sospecho que si cualquier esclavo se enteraba de las conversaciones de los oficiales, también podía enterarse cualquiera de sus enemigos. Debo incluir esta reflexión en mi informe—. Falco le comunicó que Marco le había pedido que se olvidara del tema. Pero Galba creía que no castigar un asesinato cometido por un romano era una incitación a las tribus. Por el contrario, la presentación de cargos meramente formales y el cobro de una compensación, también formal, servirían para demostrar la justicia de Roma.

—Y para manchar el expediente del joven Clodio.

—Galba comentó que el ataque del bosque había sido un error y que sus dudas sobre Marco habían quedado confirmadas. Creía que los demás oficiales debían actuar contra el joven tribuno antes de que Marco regresara, porque los aristócratas siempre intentan protegerse entre sí. Como Clodio se encontraba en el norte, en misión de reconocimiento, podían arrestarlo sin apenas provocar conmoción. Aunque se había ganado ciertas lealtades, en el santuario de Bormo no contaría con la protección de sus hombres.

No le encuentro sentido a nada de todo eso.

—Marco ya le había prometido una compensación a Falco. ¿Por qué iba a aceptar ese plan?

—Es que no lo aceptó, según supimos luego. Al parecer, le dijo que un esclavo no merecía tanto revuelo y que debían aguardar el retorno del prefecto. El centurión era un hombre prudente. Temía que Galba estuviera tramando una rebelión, y no pensaba permitirlo. Pero todo aquello acabó en nada —replicó.

—¿En nada? ¿Porque Galba pensaba actuar solo?

—Porque nunca había planeado ninguna detención. La idea no era más que una pantomima. Galba pilló a Clío escuchando su propuesta y, antes de que Falco tuviera tiempo de objetar nada, le ordenó que se marchara. Sabía que el esclavo estaría espiándoles, y eso era precisamente lo que quería.

—No lo entiendo.

—¿Has visto alguna vez a un mago callejero, amo?

Sus modales me irritan. Parece una maestra explicándole algo a un alumno retrasado.

—Sí, claro. ¿Qué pasa con el mago?

—¿Sabes cómo hace sus trucos? Te convence de que le mires una mano mientras él te engaña con la otra.

—¿Qué tiene que ver con la detención del joven Clodio?

—Galba era un mago.

—No sé a qué te refieres.

—Nunca iba a producirse ninguna detención. Si mantuvo aquella conversación con Falco fue sólo para que los esclavos la oyeran y lo comentaran entre ellos, para que llegara a oídos de Savia, la sirvienta de Valeria, que era la destinataria final de la noticia.

De pronto todo encaja.

—¡Clodio no le importaba en absoluto! —A Galba la joven se le había escapado de las manos. Había visto a su rival casarse con ella. No había logrado destruir su matrimonio seduciéndola. Pero su esposo había cometido el error de atacar a los druidas, y si el tracio llegaba a eliminar el origen de su influencia política…

—Así es, el joven tribuno no le importaba —concluye Marta—. Pero Valeria se había burlado de él, lo había humillado. Y ella era lo bastante ingenua como para creerse cualquier trama. Y lo bastante impulsiva como para abandonar el fuerte. Parecía predestinada a partir hacia un nuevo mundo.