—Marta, el tribuno mayor viene a cenar esta noche.
Los ojos de Valeria brillaban, tenía la piel sonrosada y brillante. El paseo a caballo le había hecho transpirar ligeramente, y el pelo se le había ondulado en las puntas. Todavía tenía la respiración agitada —no del esfuerzo, sino de la emoción— y su pecho subía y bajaba rítmicamente.
La cocinera sabía muy bien cómo Galba encendía el deseo de las mujeres: no era su aspecto, sino su intensidad lo que las seducía.
—¿Tu esposo sigue en campaña? —le preguntó con inocencia.
—Sí. —Al decirlo, se dio cuenta de lo poco adecuado de su respuesta, por lo que se justificó—. Espero mejorar las relaciones con el tribuno. Galba ha sido generoso con nosotros, y ahora quiero mostrarle nuestra buena disposición.
—Por supuesto —Marta hizo una leve inclinación de la cabeza—. Entonces habrá que preparar algo especial para la cena. Una salsa picante para el ciervo asado, tal vez. Pasteles de vino dulce.
—Sí. Y esos guisantes que te salen tan buenos.
—Vitelio. Con esencia de anchoa.
—Exacto. Y todo regado por un buen vino.
—Diría que has disfrutado la excursión, señora.
Lo cierto es que había resultado magnífica. Galba le había enseñado a dominar el caballo y a unir su cuerpo a la silla, a moverse siguiendo su ritmo. Habían cabalgado a galope tendido, él a lomos de su semental negro, Imperium, y ella sobre la yegua blanca de la que se había enamorado en los establos, y a la que bautizó como Boudicca, en honor de la reina guerrera de los celtas. Como el muro de Adriano reseguía las altas cumbres de esa región de Britania, el espacio que quedaba entre esta y el fossatum se ondulaba según la orografía, descendiendo por pronunciadas pendientes hasta hondonadas y escalando luego para alcanzar el siguiente promontorio. Como un viento, recorrieron el sinuoso camino, lanzándose colina abajo y remontando la siguiente.
Los poderosos músculos de su caballo se contraían bajo sus muslos. Aquel excitante latido le cortaba la respiración. Galba, que hablaba poco, la vigilaba a distancia, señalándole los posibles peligros y guiándola por espesuras en las que sola jamás se habría atrevido a internarse.
Su compañía le había resultado halagadora y el paseo, toda una liberación.
Ahora pretendía devolverle el favor y, al hacerlo, facilitarle las cosas a su esposo. No era ningún secreto que a Clodio no le caía bien Galba, y que se sentía incómodo en su presencia. El orgullo masculino se interponía en una posible amistad entre ambos. En tanto que mujer, tal vez estuviera en su mano lograr que los tres sellaran la paz. No había duda de que Galba gustaba de su compañía. Y debía intentar sacar partido de ello.
Valeria tomó un largo baño, dejando que Savia le frotara con la esponja y pensando de qué podrían hablar con Galba. El tracio era demasiado masculino para ser un buen conversador. Demasiado provinciano para ser refinado. Aun así, era guerrero, y como tal quizá lograra convencerle de que le contara alguna de sus aventuras pasadas. Que compartiera con ella sus ideas sobre la petriana. ¡Tal vez ella llegara a reformar el fuerte! Invitarlo a cenar no sólo era un placer, era también un deber.
—No me gusta —le dijo Savia—. Se ha mostrado descortés con Clodio y difícil con tu esposo. Y ahora, apenas Marco abandona el fuerte, ¿te lleva a pasear a caballo?
—Es un hombre de frontera —replicó Valeria mientras se vestía—. Ahora estamos en su mundo. Debemos esforzarnos por comprender a hombres como él.
—No hay nada que comprender. Los hombres viven de impulsos, y por eso les hacen falta las mujeres. Nosotras les damos cierto sentido.
—No creo que mi esposo sea un hombre impulsivo.
—Pero Galba sí. Cuidado con confundirle.
—¿Cómo va a confundirle la mera cortesía? Sinceramente, Savia, conviertes cualquier cosa en algo más complicado de lo que es.
—La que complica las cosas eres tú. Ese hombre es un asesino, Valeria.
—Es un soldado subordinado a mi esposo.
—Eres una ingenua.
—No; soy una mujer, una dama romana, y estoy más que cansada de tus incesantes opiniones. Así que dame la estola y cierra la boca.
La idea de soportar las muecas de desaprobación de su esclava durante toda la noche la molestaba. Ya no era la niña que había sido en Roma. Savia no soportaba que la joven que tenía a su cargo se hubiera hecho mayor. Así pues, le ordenó que llevara a Lucinda una cesta de pasteles de vino dulce en pago por su generosidad durante la boda. Cuando se hubo ido, se ocupó de escoger las joyas que iba a ponerse y de maquillarse.
El tribuno supremo fue puntual y llegó en la duodécima hora, cuando el cielo se teñía de rojo por el oeste. También él se había bañado y había cambiado la coraza por una túnica azul. Se le veía aseado, fuerte y algo fuera de lugar, combinación que a Valeria le resultó enternecedora. ¡El rudo soldado esforzándose por hacer compañía a una hija de Roma! Tan fuerte. Tan masculino. Tan desarmado.
Marta sirvió mejillones hervidos de aperitivo, y se quedó en el comedor tanto rato que Valeria tuvo que indicarle que se retirase. Galba, de natural reservado, dejó que su anfitriona le preguntara sobre caballos y sobre las aptitudes necesarias para gobernar un ejército de quinientos hombres. A su vez, él se interesó educadamente por sus proyectos para la casa, por la aparente facilidad con que estaba aprendiendo la lengua celta y por los cambios que había traído al fuerte. El tribuno se fijó en que habían cubierto el mural de tema sangriento con un tapiz floreado.
—¿Te interesa mi campaña doméstica, tribuno?
—Aunque por breve tiempo, esta también fue mi casa.
Valeria lo miró, comprensiva.
—Sí, claro. Debe de resultarte raro encontrarte de nuevo en las dependencias del cuartel.
Galba le dirigió una mirada enigmática.
—Ahí fuera me siento en casa.
—Este ha de ser el hogar de toda la guarnición, no sólo el mío, tribuno. Compartiremos muchas comidas. Deseo que los oficiales de mi esposo se sientan a gusto aquí.
—Es muy generoso por tu parte.
—Es lo mínimo que puedo hacer.
Les sirvieron la cena. Galba parecía entretenerse viendo comer a Valeria, observando el ligero movimiento de sus labios, sus dientes como perlas, sus ojos transparentes. A ella le gustaba la atención que le dedicaba. El vino la relajaba, y la compañía la alteraba.
—¿Qué primeras impresiones has tenido de Britania? —le preguntó él al fin.
El tema le pareció adecuado. Todavía no era momento de abordar las relaciones existentes en el fuerte.
—Es una provincia muy hermosa, claro.
—Casi todas las del imperio lo son. —Quería una respuesta más interesante.
—Me resulta una combinación curiosa entre lo rústico y lo refinado. En la villa de Lucinda he tenido ocasión de ver los mismos productos que pueden encontrarse en Roma. A una milla de distancia, hay una granja celta que no ha cambiado en los últimos mil años. Los britanos parecen taciturnos y al momento siguiente se les ve animados. Incluso el clima cambia de humor. Es fascinante.
—¿Y no te resulta aburrido, tú que conoces las glorias de la capital? —insistió él, dando un bocado al ciervo.
—Esas glorias ya las conozco, y aquí me siento más viva. Clodio comentó que es la incertidumbre de la muerte la que define la vida.
—¿Eso dijo?
—La emboscada de que fuimos objeto me ha hecho apreciar más la vida, creo. Curioso, ¿verdad?
—Y ahora han ido a vengarte.
—Sí, mi esposo y Clodio.
—Y doscientos hombres más. Para que te sientas más segura.
Ella se encogió de hombros.
—Ya me siento segura. Contigo me siento a salvo.
Galba se echó a reír.
—A un pretendiente un comentario así no le parecería un cumplido. Ni a un guerrero.
—¿Y tú qué eres, Galba?
—Un guardián. Un muro.
—El muro lo es todo para ti, ¿verdad?
—Es mi vida. No tan importante como la de un senador, pero la petriana es mi centro.
—No creo que seas el lobo solitario que finges ser. El hombre peligroso que finges ser. Ni el provinciano que finges ser. Porque no me dirás que no finges; ¿verdad?
—Todos fingimos un poco. Pero yo soy lo que soy.
—Eso es lo que me gusta de ti. Finges menos que los jóvenes de la capital.
—Forma parte del proceso de hacerse hombre. Dejar de fingir. En el campo de batalla no sirve de nada fingir ser lo que no se es. Al débil que finge ser fuerte lo matan.
¿Lo diría por Marco?
—Tú no eres un hombre débil.
—Yo soy un hombre capaz que sólo necesita los contactos adecuados para llegar lejos.
—¡Por supuesto que sí!
—Pero me hace falta relacionarme con las personas adecuadas para llegar a lo más alto. Ha habido emperadores de orígenes tan humildes como los míos.
—¿Quieres decir un mentor?
—Quiero decir una alianza. Entre las dos personas más brillantes que viven en esta plaza.
¿Era aquella la ocasión que ella buscaba?
Marta trajo los pasteles y ninguno de los dos dijo nada mientras los servía. Sin embargo, Galba observaba atentamente a Valeria; aquella interrupción lo impacientaba.
—¿Te sientes sola, Valeria? —le preguntó al fin, una vez la esclava se hubo retirado—. Estás muy lejos de casa.
—Tengo a Savia, claro. —El tribuno ahogó una risa—. Pero es una pesada. No se da cuenta de que ya he crecido. Me trata como a una niña.
—Y ya eres una mujer.
—Claro.
—Que tiene necesidades de mujer.
—Sí. Aunque sé que ahora estoy viviendo en un mundo de hombres. Aquí todo es muy distinto de Roma. Debo hacer nuevas amigas. Vivir experiencias nuevas.
—Y eres un espíritu aventurero.
—Quiero saber qué es la vida. Siempre me han protegido mucho.
—Experiencias como el paseo a caballo de hoy.
—¡Y esta cena! Estoy disfrutando mucho con nuestra conversación.
—¿Y con mi pobre compañía?
—También disfruto con tu compañía.
—A mí también me place la tuya. Valeria, yo puedo hacerte adquirir más experiencias.
Ella lo miró, entre divertida y asombrada.
—¿Cómo es eso, tribuno?
—Puedo enseñarte cómo es el mundo real, no lo que los poetas imaginan. Cómo imponerle tu voluntad. Y tú a mí podrías enseñarme cómo es Roma.
Valeria se echó a reír, algo nerviosa pero entusiasmada.
—¡Menudo profesor serías tú!
—También puedo enseñarte lo que es ser mujer.
—¿Tú? Pero si eres un hombre.
—Puedo enseñarte lo que es ser hombre.
Ella lo miró, desconcertada, sin saber muy bien de qué estaban hablando. Galba la observaba con una perturbadora expresión de franqueza.
—Puedo enseñarte lo que hacen hombres y mujeres.
De repente, el tribuno se inclinó, le pasó un musculoso brazo por los hombros y la atrajo hacia sí para besarla. Su gesto fue rápido, como la estocada de un sable, y antes de que Valeria pudiese protestar o resistirse, él ya la estaba besando, su barba contra la piel, su perseverante lengua entre los labios.
Ella se asustó y echó atrás la cabeza, se zafó de su abrazo y le dio una bofetada que, a causa del miedo y la confusión, sonó más bien como una palmadita en la mejilla, provocando tan sólo la sonrisa de Galba.
—Por favor, no.
Él se inclinó para besarla de nuevo.
Valeria se apartó y, al levantarse, derramó el vino y volcó la silla.
—¿Cómo osas? —exclamó azorada.
El tribuno también se puso en pie.
—Siempre he sido un hombre osado. Tú todavía no has conocido ninguno, Valeria. Deja que te enseñe cómo son los hombres de verdad.
—¡Acabo de casarme!
—Con uno que nunca está contigo, o que cuando lo está parece ausente. Marco se encuentra a un día de viaje de aquí, y tu sirvienta se ha retirado a sus dependencias. Deja de soñar con la vida y empieza a experimentarla. Aprovecha las ocasiones que te brinda. Si no, acabarás llena de reproches.
—¿Qué ocasiones?
—La de estar con un hombre de verdad, con un soldado que podría poner a tus pies todo un imperio, no sólo este rústico fuerte.
Valeria siguió retrocediendo hasta que tocó el tapiz con la espalda y creyó notar el macabro mural que ocultaba. Su indignación crecía a la par que su vergüenza. ¿Cómo podía haber errado tanto en sus cálculos?
—Has malinterpretado por completo el motivo de mi invitación. ¡Por los dioses! ¡Pero si no eres más que un soldado! ¿Y te atreves a hacer proposiciones a la esposa de tu comandante, un prefecto de Roma que se acaba de casar? —Se mantuvo muy erguida, intentando mostrarse altiva, pero la voz se le quebraba por momentos—. ¿A la hija de un senador, a una mujer casta y fiel? ¡Has confundido un ofrecimiento de amistad por otro muy distinto!
—No finjas que no lo esperabas. Que no lo deseabas.
—¡Por supuesto que no! ¿Crees que podría sentirme atraída por alguien con tu aspecto? ¿Qué podría llegar a la intimidad con alguien de tu clase?
—¡Maldita coqueta!
—Lamento que hayas malinterpretado mi invitación.
—Yo no he malinterpretado nada.
—Ahora debo pedirte que te retires, y que no vuelvas a menos que mi esposo esté presente.
¿Así que aquella niña engreída se creía demasiado buena para él? La furia de Galba iba en aumento.
—Acabas de preguntarme si fingía alguna vez, y la respuesta es no, niña romana. Soy un hombre sincero, y por eso le resulto incomprensible a alguien tan falso como tú. ¿Juegas a hacerte la ofendida? Conozco muy bien a las mujeres como tú. Por los dioses, puedes estar segura de que no volveré a poner los pies en esta casa, se encuentre en ella o no tu esposo. Todos sabemos que tu alcurnia es el único motivo que explica el nombramiento de Marco, y que ninguno de los dos sobreviviría un solo día en el muro sin la protección de hombres como yo.
—¡Qué arrogancia la tuya! ¡Fuera de mi casa!
Galba dio un paso atrás. Por momentos, la distancia entre ellos se estaba convirtiendo en un abismo.
—Sí, ya me voy, y te dejo con tu soledad. Pero algún día, cuando crezcas, es posible que eches de menos a un hombre de verdad. Y cuando llegue ese día, serás tú la que irá a buscarme. Entonces nos encontraremos en las caballerizas, no aquí.
—¿Cómo te atreves a hablarme así?
—¿Y tú? ¿Cómo te atreves a jugar conmigo?
—¡Te desprecio!
—Y yo me río de tus pretensiones.
Valeria estalló en lágrimas y abandonó corriendo el comedor.
Galba la vio alejarse y un leve rastro de dolor le cruzó el semblante. Entonces, airado, volcó la mesa de una patada. La vajilla se hizo añicos y el vino se derramó sobre los mosaicos. Marta, que había acudido a la puerta al oír la discusión, volvió a toda prisa a la cocina. El tribuno mayor se dirigió furioso a la puerta pero antes de alcanzarla se detuvo, se volvió y miró en dirección a la cocina con los ojos encendidos. ¡La esclava lo había oído todo! Estaba rabioso y necesitaba descargar su ira.
Así que volvió sobre sus pasos y entró en aquella estancia caldeada. Todos los esclavos menos Marta se escabulleron como conejos. La cocinera tenía la cara colorada de moverse entre los fogones, y la túnica le dejaba al descubierto el escote y los brazos. Atemorizada pero con cierta sensación de triunfo, clavó la mirada en los ojos del tribuno y él se abalanzó sobre ella. La levantó del suelo y la sentó sobre la madera de cortar. Los alimentos cayeron a un lado. Con una mano le apartó la túnica y le levantó el delantal. Marta abrió las piernas sonriendo con malicia.
—Esto es lo que quieres, Galba. Esto es lo que te mereces. No una niña patricia, sino una mujer de verdad.
Él la embistió como un animal. Sus gruñidos de deseo resonaron en casa del comandante como un escarnio, y los gritos de Marta llegaron aún más lejos, a los pasillos y las habitaciones, hasta traspasar el umbral de la sombría alcoba de Valeria, que yacía sola, llorando.