CAPÍTULO 20

Marta, la esclava encargada de la cocina, es más bonita de lo que Savia me había dicho. No debería sorprenderme las dos mujeres eran poderes rivales en la misma casa y se profesaban desconfianza mutua. No posee el refinamiento de la mujer romana libre, por supuesto, pero es rubia, de generosa delantera, cintura delgada y unas caderas hermosas para ser cocinera. Sus ojos azules, sus labios carnosos, su aspecto general son capaces de despertar más de un apetito, incluido el mío. En otras palabras, que sospecho que no se ha abierto paso en la vida sólo cocinando, y que su belleza también le habrá granjeado unos celos de los que tal vez pueda aprovecharme para la redacción de mi informe.

Durante el ataque al bosque perpetrado por Marco y Clodio, ella permaneció en el fuerte, razón por la que me interesa saber qué vio durante ese tiempo, en particular si Galba, que se quedó allí, perseguía algo además de la ambición.

Marta entra en la sala del interrogatorio como quien sale a escena, consciente de su aspecto. Es sajona, es decir, orgullosa y descarada, pero se nota que también está acostumbrada a atraer las miradas de sus superiores. Como los esclavos no poseen nada, recurren a su ingenio, a sus músculos, a su belleza. Por eso, mientras le explico lo que quiero de ella, hago esfuerzos por no mirarla.

—Según tengo entendido, serviste en la casa de Lucio Marco Flavio, prefecto y comandante de la caballería petriana.

—Sí, igual que hoy sigo al servicio de su sucesor, Julio Trevilo.

Otra superviviente, pienso. Los ejércitos avanzan, los imperios caen, pero los esclavos permanecen inmutables.

—¿Eras la cocinera?

—Estaba a cargo del personal de servicio.

—Excluyendo a la sirvienta de la señora Valeria, la esclava Savia.

Marta se encoge de hombros, contrariada. Lleva una sencilla estola de trabajo sujeta con un broche de cobre de tal manera que se adivinan sus pechos y el valle que los separa. Me pregunto qué amante le habrá regalado ese prendedor.

—¿Te satisfacía trabajar para el prefecto y su esposa?

—A mí nunca me hicieron nada malo.

—¿Qué relación mantenían?

Me mira como si yo fuera necio.

—Estaban casados.

—Sí, claro, pero ¿estaban muy unidos? ¿Mantenían una relación cordial? ¿Cómo hombre y mujer?

La esclava suelta una carcajada.

—¡Estaban casados! Su relación era de familiaridad, pero no dejaba de ser formal. Como la de cualquier pareja de noble cuna. Tiesos como estatuas, así es como son los aristócratas. Fríos como el mármol. A los romanos los adiestran para ser así. Marco era bastante normal, pero era más un sabio que un soldado, y más aburrido que un pergamino.

Su metáfora me reafirma en mi idea de que es analfabeta.

—¿No le interesaba el amor?

—¿Qué quieres saber? —Esboza una sonrisa maliciosa—. Su espada no encajaba sólo en la vaina de ella, si eso es lo que preguntas. Un prefecto es un hombre muy ocupado, pero no por ello deja de ser hombre. Como tú.

—Así que te acostabas con él. —Me consta que eso es algo muy frecuente.

—Como todos los amos, él también probaba sus propiedades. Pero en su caso lo hacía más por alivio que por placer, no sé si entiendes la diferencia.

Asiento y me doy cuenta de que ella también la entiende, y que sabe demasiado de aquellos a los que sirve. El esclavo es la más complicada de las posesiones. Se posee y al mismo tiempo posee, es sirviente pero al mismo tiempo resulta vital. Muchos acaban convertidos en espejos de sus amos, tan vanidosos, listos, ruines o indiferentes como los romanos que los compran. Nos conocen íntimamente, saben de nuestras debilidades y nos halagan, nos engatusan, nos soportan. En los tiempos antiguos, los esclavos orientales morían con sus amos. Qué sistema tan espléndido debía de ser aquel: los secretos del señor morían con él. Pero ahora, en estos tiempos modernos, los esclavos se han vuelto caros, truculentos, orgullosos e indiscretos. Encontrar buenos esclavos se ha hecho tan difícil que algunos terratenientes están probando con mano de obra libre. ¡Hasta dónde hemos llegado! Y mientras pienso en su clase abyecta, vuelvo a pensar en Savia, en si el consuelo que me brindaría como compañera compensaría los problemas que me causaría como esclava…

Me regaño por dejar vagar así mi mente y vuelvo al tema que me ocupa.

—¿Conocías también a Galba Brasidia?

—Era el tribuno supremo.

—No; quiero decir si lo conociste personalmente. Si también te acostaste con él.

—Sí —responde sin atisbo de vergüenza.

—¿Y te demostraba su interés abiertamente?

—Galba era hombre de fuertes apetitos —responde sonriendo.

—¿Le gustaban las mujeres?

—Las deseaba.

Claro. Esas distinciones resultan importantes.

—¿Deseaba a otras mujeres, aparte de ti?

Marta sabe adonde quiero llevarla.

—Sin duda.

—¿E hizo algo al respecto?

—Galba era un hombre de acción.

Suspiro. Por fin he llegado al meollo de la cuestión.

—¿Y Galba deseaba a la señora Valeria?

La esclava vuelve a soltar una risotada breve y aguda. Esboza una sonrisa sardónica, a su mente vuelve un recuerdo agridulce.

—Estaba tan caliente que si te arrimabas a él te quemabas. Y a medida que ella fue convirtiéndose en la pequeña reina de la petriana, toda esa energía se dirigió hacia ella.

Mi intuición queda confirmada. Galba, apasionado, mujeriego, no parece el tribuno enigmático que los demás me han descrito.

—Pero a los demás les ocultaba su pasión.

—Galba ocultaba todo a los demás —corrige ella.

Y al hacerlo, supongo, se lo ocultaba a sí mismo. Se mentía a sí mismo. Y sus deseos encontrados de poseer a Valeria y de destruirla lo atormentaban. Al menos esa es mi teoría.

—Me han dicho que era muy hermosa.

—La mujer más hermosa que la mayoría de los hombres destinados a aquella plaza habían visto jamás.

Lo dice sin asomo de rivalidad o envidia. Se limita a constatar un hecho. Ninguna esclava puede competir con la hija de un senador, y Marta parece saberlo.

—He interrogado a varios soldados sobre el ataque que Marco y la petriana lanzaron contra el bosque de los druidas. En aquella ocasión dejó a Galba al mando del fuerte.

—Sí. No sólo era aburrido, además era tonto.

La observación resulta grosera viniendo de una esclava, pero debe de haber notado que valoro la sinceridad. Además, lo más probable es que se haya acostado con la mitad de la tropa y cuente con aliados que ignoro.

—¿Visitó Galba a la señora Valeria mientras Marco estuvo ausente?

—Sí, fue a interesarse por su salud y para saber si se adaptaba bien a su nuevo hogar. No era algo habitual en él, a quien importaban poco los sentimientos y las opiniones de los demás. No dejaba de resultar divertido ver su lado menos marcial, más humano, lejos de su coraza, apartado de sus hombres. Ella se mostró recatada, reservada, como correspondía, pero cuando Galba le dijo que le había encontrado un caballo adecuado, pasó de su papel de decente esposa romana al de niña alocada. ÉL le dijo que pensaba salir a pasear con el suyo entre el fossatum y la muralla, y la invitó a ir con él.

Según he sabido, el fossatum es la zanja, el dique y el camino de este lado del muro, en su parte meridional. El espacio que se extiende entre ambas líneas, de la anchura de un tiro de flecha, es zona militar.

—¿Y ella aceptó?

—De inmediato. Galba era perspicaz. Había dado con el talón de Aquiles de Valeria.

—¿Con su talón de Aquiles o con su deseo?

—Es lo mismo, ¿no te parece?