La embestida de los bárbaros fue violenta. Los hombres de Marco y sus atacantes se enzarzaron en un encarnizado combate de lanzas y espadas. A pesar de la sorpresa, los romanos contaban con la ventaja de la altura, los caballos y la coraza. Daban puntapiés para derribar a los celtas, y luego los pasaban por la espada. Al mismo tiempo, los ágiles bárbaros se agachaban bajo los animales y los apuñalaban, o se escabullían entre los árboles, que usaban a modo de escudos. Cuando los caballos heridos se desplomaban, los celtas acababan con sus aturdidos jinetes sin piedad. Por otra parte, los caballos daban coces y pisoteaban a los bárbaros.
Una piedra pasó rozando la cabeza de Marco, pero no le dio. Él se inclinó un poco y le clavó la espada a un atacante entre el hombro y el cuello. La dureza del impacto le recorrió el brazo hasta el codo. El celta gruñó algo antes de caer. Homero se movió en círculos a su alrededor. Por fin, la espada de Marco estaba manchada de sangre. El prefecto buscó otro objetivo en las inmediaciones, tirando de las riendas para hacer girar la montura. En un árbol a apenas dos pies de distancia, a la altura de su cabeza, se clavó una flecha. El corazón le latía con fuerza.
—Marroo! —gritó un celta—. ¡Muerte!
Marco vio que se trataba de otro druida, un hombre más joven y más alto, que, de pie en el terraplén, dirigía el ataque bárbaro contra el dubgall, es decir, el intruso. Marco tuvo que agacharse al notar que otra flecha pasaba silbando por su lado.
—¡A por el sacerdote! —rugió el romano. Suponía que ahí estaba el origen del ataque, en ese brujo de la guerra. Si acababa con su caudillaje, los bárbaros se rendirían. Los druidas creían que iban a obtener la victoria en su robledal, pero su magia sería su condena.
Sus hombres empezaron a avanzar hacia el druida. ¿Podrían capturarlo e interrogarlo?
—¡Kalin!
Los romanos estrechaban el círculo. En ese momento el druida se escabulló, al tiempo que más celtas aparecían entre los árboles. Uno de ellos le clavó una lanza a un caballo con tanta fuerza que lo echó hacia atrás. A otro, una espada romana le partió el cráneo y su rostro barbudo explotó soltando un chorro de sangre.
Si el contingente romano hubiera estado formado exclusivamente por los hombres de Marco, la lucha habría resultado desesperada y muy reñida, pues los números estaban prácticamente igualados. Pero cuando el combate estaba en su punto álgido, se oyó el sonido de otro cuerno y el avance de otro batallón resonó con el estruendo de un terremoto. La estrategia consistía en hacer retroceder a los celtas, acercándolos al contingente de Clodio, que los esperaba en el otro extremo del bosque, pero el joven, al oír los sonidos de la batalla, había decidido no esperar. Se había internado por aquella otra salida del bosque y en ese momento irrumpió en el claro e inició la carga, sorprendiendo a los bárbaros en la misma medida en que estos habían sorprendido a los hombres de Marco.
Ahora la caballería doblaba en número a su enemigo.
Clodio encabezaba a sus hombres, muy erguido y expectante, como un halcón, con la espada en alto y la sed de venganza en el corazón. Los celtas caían gritando a sus pies. El joven tribuno acorraló a uno y le hundió la espada entre los hombros. Luego esquivó por los pelos la flecha que le lanzó otro. Vio otro objetivo y se lanzó en su persecución.
—¡Una bruja!
La druida ciega avanzaba agazapada entre los monolitos, tanteando con la mano y el bastón. Un celta corpulento y barbudo apareció por detrás de uno de ellos para detener el galope de Clodio, pero el romano, con gran destreza, maniobró, hizo saltar al caballo y le clavó la espada en la barbilla, destrozándole media cara. La gran espada de aquel hombre se agitó, inofensiva, en el aire, y su cuerpo se convulsionó. El joven tribuno siguió avanzando hasta alcanzar a la arpía y cortarla en dos como a una espiga. Acto seguido, le clavó la espada para rematarla. Se la hundió en el pecho una, dos veces, mientras su caballo se encabritaba. Finalmente se retiró con la espada manchada de sangre y el rostro enrojecido.
—¡Venganza, sin piedad Marco! ¡Venganza por mi garganta! —gritó.
Aquella distracción casi le costó la vida al prefecto. Se oyó un gruñido, y Marco se agachó instintivamente en el preciso instante en que una flecha pasó rozándole la cabeza. Intentó hacer girar su montura para cargar contra el enemigo que tenía a la espalda y el caballo, nervioso, se abalanzó sobre el celta, pisoteándolo y partiéndole los huesos. El joven tribuno corrió también para aplastar sin piedad a aquel bárbaro.
—¡Se escapan!
Los bárbaros supervivientes huían entre los árboles, y los romanos hacían lo posible por dominar los caballos y lanzarse en su persecución. Un celta tenía inmovilizado a un soldado contra el suelo y lo apuntaba con la espada de este, que gritaba y pataleaba bajo la presión de la punta, hasta que su comandante cargó y cercenó de un golpe la cabeza del asaltante, que se alejó rodando como una pelota, llenándose en su avance de hojas secas y barro, hasta quedar inmóvil con una expresión inerte.
Los celtas se dispersaban, y los árboles dificultaban su persecución. Marco se acercó hasta un grupo de romanos reunidos en torno a un roble. Rodeaban a un bárbaro como perros acorralando a un oso. El jefe celta, herido, se había atado a sí mismo al tronco, con una cuerda alrededor del pecho, y los provocaba con maldiciones pronunciadas en latín.
—¡Venid a medir vuestras espadas con Urthin, perros romanos! —exclamaba—. ¡Venid a morir conmigo!
Los romanos lo atacaban una y otra vez, pero él se defendía con su espada y repelía los sablazos.
—¡Miradme! ¡Moriré de pie, no de rodillas, escoria legionaria! ¡Venid a mí! ¿O acaso le tenéis miedo a un viejo? Un romano quería clavarle una lanza, y otro encadenarlo y hacerlo esclavo, pero un decurión los disuadió. Luego se adelantó y empezó a infligirle pequeñas heridas para minar su resistencia. El bárbaro no tardó en quedar suspendido de la cuerda, sin aliento. Las fuerzas le abandonaban por momentos, como la sangre que perdía.
—Yo sangro pero vosotros meáis, romanos —masculló en un susurro—. Meáis el miedo a Urthin —añadió, y en ese momento los ojos empezaron a ponérsele vidriosos.
El decurión le hendió la espada por última vez, y el episodio concluyó.
Los soldados prosiguieron su avance, dando alaridos. Marco se quedó contemplando aquel cuerpo apoyado contra el tronco. ¿Por qué no se había rendido el celta? ¿Qué tipo de gente era esa que se ataba a los árboles para morir de pie? Con la vista clavada en aquel cadáver sangrante, sintió de pronto un mal presagio. No le extrañaba que Adriano hubiera construido aquel sólido muro interminable.
Los romanos celebraron su triunfo con gritos de júbilo. Los britanos, muertos y heridos, se esparcían por todo el bosque. El prefecto pasaba al trote junto a ellos y los miraba. Constató que varios eran mujeres, aunque la furia que habían demostrado en su ataque era equiparable a la de los hombres. No había duda de que esas tribus eran bárbaras.
Los jinetes silenciaban a golpes de espada a todo el que se quejara o diera alguna señal de vida. Al final, todo quedó en silencio.
—Era una trampa, Marco —dijo Clodio casi sin aliento, con la espada ensangrentada y los ojos iluminados. Temblaba de emoción—. Nuestro espía tenía razón a medias.
—Una trampa, sí, pero al final no hemos sido nosotros quienes hemos caído en ella.
Un círculo de jinetes se formó mirando hacia fuera. Junto a Marco, un soldado sonrió con malicia y señaló la espada ensangrentada de su comandante.
—Hoy has perdido la virginidad, prefecto.
—Eso parece. —El duro cumplido le agradó. Tenía la ropa salpicada de sangre. Los oídos le zumbaban y los músculos le temblaban de la tensión acumulada. Tenía frío y a la vez sudaba, acalorado. Pero sobre todo se sentía exultante de vida—. ¡Adelante! ¡Avanzad!
Como la onda expansiva que forma una piedra arrojada a un lago, los romanos sortearon el dique y se internaron entre los árboles circundantes para dar caza a posibles supervivientes. ¿Dónde estaban? Los celtas volvían a ser escurridizos como el humo. ¿Cómo habían podido desaparecer con tanta rapidez? ¿Cómo era posible que corrieran tan deprisa?
Tras unos minutos, Marco alzó su espada y los caballos se detuvieron. Reflexionó sobre lo que debían hacer. Longino se le acercó a lomos de su corcel.
—¿Por qué vacilamos?
—¿De dónde han venido, centurión? No pueden haberlo hecho desde detrás de las montañas, porque los habríamos visto al llegar. ¿Cómo pueden habernos rodeado?
—Son animales. No se mueven como nosotros.
—No. Algo se nos ha escapado. Nos han cogido por sorpresa y se han esfumado con la misma rapidez. —Marco tomó al fin una decisión—. ¡Desmontad! —La orden resonó hasta alcanzar el final de la fila—. ¡Volved sobre vuestros pasos y registrad la tierra hasta el dique! ¡Con cuidado!
Los soldados desmontaron a regañadientes, pues a pie se sentían más vulnerables, y comenzaron a tirar de sus caballos en dirección al claro central del bosque, arrastrando los pies sobre el tapiz de hojas secas. De pronto, un hombre tropezó y un tobillo se le hundió en la tierra.
—Tienta con tu espada —le ordenó Marco.
El soldado lo hizo, y esta se hundió en la tierra.
—Aquí hay un agujero —dijo.
Los romanos apartaron las hojas y descubrieron una trampilla de mimbre que camuflaba la entrada a un túnel. De sus paredes sobresalían raíces de árbol y su fondo estaba totalmente oscuro.
—De ahí deben de haber salido, y seguramente por ahí se han escapado —dijo Marco.
El soldado se santiguó.
—Como los demonios —dijo.
—O como los gusanos —apostilló Longino.
—¿Cómo podríamos atraparlos?
—Tal vez usando fuego. El humo les hará salir.
Marco negó con la cabeza.
—Lo más probable es que se trate de una madriguera con más de una salida. Además, ya hemos matado a suficientes. El verdadero peligro no son los supervivientes, sino el bosque en sí. Su osadía nace de él. Si lo destruimos, perderán su valentía.
—¿Y cómo vamos a destruirlo?
Marco contempló la espesura que les rodeaba.
—Quemándolo. No estos huecos, sino el bosque entero. Longino, que los hombres se replieguen hasta el círculo en el interior del dique. Que la mitad de ellos se mantenga vigilante por si atacan de nuevo. Y que la otra mitad se encargue de la destrucción de este lugar. Que talen los árboles, que echen por tierra los monolitos, que cieguen el dique. Trabajaremos en turnos de una hora. Quiero que este bosque desaparezca del mapa. ¿Entiendes?
—Si lo hacemos, pueden aparecer por sorpresa y atacarnos de nuevo.
—Pues tanto mejor. —El prefecto hablaba con un nuevo aplomo—. Volveremos a vencerles.
Sin embargo, no hubo más ataques. Los bárbaros que habían sobrevivido se mantuvieron ocultos en sus oscuros túneles, o bien escaparon arrastrándose por el bosque. Sólo se oían los golpes de las hachas, los crujidos de los árboles al caer. Los más viejos y grandes parecían de hierro, así que los oficiales ordenaron que desbastaran las cortezas y amontonaran ramas secas alrededor de sus troncos. Los cuarenta celtas abatidos fueron cubiertos con leña para formar una pira, con la bruja en lo más alto.
A los cinco romanos muertos los cubrieron con sus capas y los ataron a sus caballos para trasladarlos al fuerte. Seis más habían resultado heridos durante la incursión.
Los soldados trataron de volcar los monolitos, pero no tardaron en rendirse. Parecía que la porción enterrada fuera interminable, que llegara al centro de la tierra, así que se conformaron con orinar sobre ellos y garabatear obscenidades. Cubrieron con tierra tramos de la zanja de agua que rodeaba el corazón del bosque, pero el día avanzaba y cada vez se hacía más evidente lo ingente de la tarea. Así pues, Marco ordenó incendiarlo todo. A nadie le apetecía pasar la noche allí y el sol ya se hundía tras los montes que rodeaban el valle mientras el cielo se teñía de rojo.
—Tribuno, sea tuyo el honor —dijo Marco—. Hoy has demostrado tu coraje.
Clodio asintió. Tomó una rama seca a modo de antorcha y se acercó a la pira de cadáveres. Antes de prenderle fuego, se detuvo a examinar a la druida que había matado. Tras observar su rostro marchito se apartó con gesto de preocupación y alargó la antorcha a la base. La pira empezó a arder y el humo, muy negro, ascendió por el aire. Los soldados, conteniendo la respiración, retrocedieron.
También prendieron fuego a los árboles talados, y después a los imponentes robles que habían quedado en pie. Las llamas se arrastraban a su alrededor e iban ascendiendo hacia las ramas superiores. Finalmente alcanzaban las copas, y sus ennegrecidos miembros parecían los brazos extendidos de delincuentes crucificados. El calor se hizo tan intenso que los romanos tuvieron que retirarse hasta el dique medio destruido. El humo y las chispas se elevaban sobre sus cabezas, alcanzaban el bosque principal y prendían nuevos fuegos. El aire reverberaba y se hacía irrespirable.
—Deberíamos irnos —dijo Clodio. Le había sacado un collar a uno de los celtas abatidos, lo había limpiado y se lo había puesto para cubrir la herida que aún le marcaba la garganta. A pesar de ese trofeo, no se sentía nada eufórico.
—Sí —asintió el prefecto—. Ya hemos hecho lo que vinimos a hacer.
Salieron del bosque en llamas a lomos de sus caballos y subieron hasta la cima de un monte, donde se detuvieron. Ya había anochecido y las primeras estrellas puntuaban el firmamento. La columna de humo, resplandeciente, se elevaba al cielo azul cobalto como una advertencia dirigida a todas las tribus de Caledonia. ¡Ese era el precio por amenazar a una mujer romana! El corazón del bosque estaba al rojo vivo, como un horno incandescente, y los monolitos eran los dientes ennegrecidos de una boca de brasas.
—Ansiabas venganza, Clodio, y ahora ya te has saciado —le dijo Marco—. ¿Te alivia el dolor de tu herida?
El joven se llevó la mano al cuello.
—No es que me sienta mejor, es que en realidad no siento nada. —Quiso decir algo más, pero vaciló.
—¿Nada?
—La bruja. No me enorgullece haber acabado con la vida de una vieja.
—También te has enfrentado a bravos guerreros. Ella era la hormiga reina que los instigaba.
—Es posible. —Observó el volcán de chispas que se elevaban al cielo nocturno—. Cuando me disponía a encender la pira, me vino a la memoria.
—¿Qué?
—La había visto antes, creo. Ya había estado antes con esa mujer. En Londinium, en las escalinatas del palacio del gobernador. Era una pitonisa ciega.
—¡Una pitonisa!
—A Valeria le hizo una predicción que la afectó mucho. No recuerdo qué era.
—¿Y a ti también te leyó el futuro?
—Me dijo que pronto mi vida sería tan breve que valdría apenas una moneda.
—Seguro que te confundes. ¿Cómo va a venir una mendiga desde Londinium hasta aquí?
—Sí, ya sé que es absurdo, pero juraría que era ella.
Marco le puso la mano en el hombro.
—Cuando estamos cansados la memoria nos juega malas pasadas. Enorgullécete del deber con el que has cumplido hoy. Hasta Roma llegarán noticias de tu valor.
—Matar no es lo que yo esperaba, prefecto. Deja un regusto amargo, como a cobre.
—Entonces volvamos a casa y te lo quitas con vino.
Emprendieron la marcha hacia el sur formando una línea larga y prieta. Los romanos se alejaban. Una gran nube de humo cubría las estrellas.
Falco cabalgó junto a su comandante en silenciosa camaradería. El veterano centurión observaba atentamente a Marco. Al cabo de un buen rato, habló.
—No sonríes, prefecto.
Marco se giró para observar una vez más el resplandor que se alzaba a sus espaldas.
—Ningún filósofo se alegraría con tanta destrucción, centurión. El prefecto que hay en mí la ordenó, el marido que hay en mí la deseaba, y el soldado que hay en mí la ejecutó. Pero el poeta que hay en mí la lamenta.
—¿Y los celtas?
—Saben muy bien que se lo han buscado. Lo lamento, pero no me siento culpable.
—Eso es también lo que yo siento.
Marco paseó la vista por la larga columna de su exhausta caballería.
—Y ahí tenemos al joven Clodio, ensangrentado, saciado, tras demostrarse a sí mismo que es un petriano más, pero aún acusado de haber matado a Odo. ¿Qué debemos hacer al respecto?
Falco observó la dureza que había asomado al rostro del comandante y comprendió qué respuesta esperaba oír.
—¿Acaso importa? Aquel hombre era sólo un esclavo, prefecto.
—A su propietario sí le importa.
El centurión asintió.
—Sí, pero es una pérdida que puede permitirse —dijo.
—Su comandante también puede permitirse compensarlo por ella —repuso Marco.
—Gracias, prefecto. Por mi parte el asunto está olvidado. Sólo te digo que esa muerte les importa a los britanos que gobernamos. Ellos quieren ver el funcionamiento de la justicia romana.
Marco señaló hacia atrás, hacia el valle en llamas.
—Pues que vengan hasta aquí y lo verán.