Estaba a punto de amanecer, había llegado la hora del ataque. El bosque de los druidas se encontraba en una hondonada envuelta en niebla, y las copas de los grandes robles emergían de ella como islas en medio de un mar plomizo. ¿Qué secretos se ocultaban allí? No había ni rastro de movimiento humano. El guía que los había conducido hasta el lugar, un celta malcarado y escurridizo, había cogido el oro que le habían pagado y se había esfumado en plena noche. Ahora, sobre los árboles sólo se elevaba una débil columna de humo.
Si no encontraban a ningún sacerdote, Marco quedaría como un necio.
Al iniciar la expedición, su sentimiento había sido de júbilo liberador. Él había yacido con Valeria la noche anterior, impaciente por poner a prueba su fertilidad plantando la semilla de un retoño. Disfrutaba de la intimidad que compartían, pero no se demoraba demasiado en su compañía, y en su deber conyugal se mostraba tan brusco y directo como cuando pasaba revista a las tropas o contaba las provisiones. Valeria quería más, como cualquier mujer, así que él aguantó tanto como pudo, y luego se fue a dormir solo, para no molestarla al levantarse. Para él era muy raro estar casado. No estaba acostumbrado a pasar la noche entera en la cama con otra persona, tenerla a su lado constantemente, queriendo charlar de todo y de nada. La muchacha le hacía mil preguntas, aventuraba opiniones que él no le pedía, e incluso estaba aprendiendo la lengua de los bárbaros gracias a las esclavas del servicio, lo que, en su opinión, resultaba indigno. A veces hasta quería saber en qué estaba pensando él.
Por eso, fue un alivio ponerse la brillante coraza y marcharse con sus hombres. Había encargado a Roma la confección de una loriga de estilo oriental, con sus escamas torneadas como hojas de anverso dorado, que creaban un efecto más llamativo y brillante que las simples cotas de malla grises y aceitosas que llevaban hombres como Galba. Sí, era ostentosa, indicadora de su riqueza, pero Marco no era capaz de resistirse a su esplendor. Esa coraza lo señalaba como comandante. Se la había puesto solo, sin la ayuda de sus esclavos, sobre la túnica acolchada. Después se ciñó el cinto y se ató la vaina, enfundó la espada y la daga, y sobre las calzas rayadas, tan necesarias en aquel clima, se puso las espinilleras. Su casco rematado en cresta le obligó a agacharse al pasar por el umbral. Así, se internó en la noche oscura, aún salpicada por las últimas estrellas y, sin perder la compostura, compartió algunas bromas con sus centuriones. Cuando toda la unidad estuvo preparada, se puso al frente de ella y todos salieron por la puerta septentrional. Apenas despuntaba el alba. Cabalgaron durante una larga jornada y una noche entera, más larga todavía, para pillar a los druidas por sorpresa. Aunque le dolían todos los músculos, se sentía bien. Nada proporcionaba mayor sensación de libertad que una campaña. Todo el tedio de las listas, de la logística, todas las rivalidades absurdas y todos los presupuestos insuficientes, todas las interminables reparaciones y las piezas perdidas, se olvidaban por un tiempo. En el campo, él era la punta de lanza de un ejército que se extendía hasta Roma. El garante de una tradición que se remontaba a mil años de antigüedad. Un millón de romanos habían marchado y muerto antes que él. Erguido en su silla, mientras la espada le golpeaba rítmicamente el muslo, cogía con fuerza las riendas de Homero con sus manos enguantadas. Los músculos del animal se contraían bajo los suyos. El aire era fresco y el horizonte se iluminaba… En aquel momento se sentía hermanado con todos aquellos antepasados.
Pero ahora, las muchas horas sin dormir empezaban a pesarle. Y sus dudas aumentaban con la niebla.
—¿Estamos seguros de que este bosque es el origen de nuestros problemas? —le preguntó a Longino, el centurión que estaba a su lado en lo alto del monte.
—Eso nos dijo nuestro espía. En esta vida, prefecto, de nada podemos estar seguros del todo.
—No quisiera equivocarme atacando a esta gente.
—Al norte del muro, no suele ser fácil distinguir lo que está bien de lo que está mal. Los que un día se alían contigo, al siguiente te cortan el cuello, y los que te prometen fidelidad en verano combaten contra ti en invierno. Este es el feudo de la sangre, de los robos de ganado, de la magia. Para ellos no hay más. Pero si aquí hay druidas, seguro que son enemigos de Roma; enemigos acérrimos. Nos odian y nos temen porque les despojamos de su poder.
—Todo eso ya lo sé. Sólo quiero tener absoluta certeza.
—La certeza es de los muertos. —El centurión estaba impaciente. A ningún soldado le gusta seguir a un hombre indeciso, porque de la indecisión surge el temor.
—He leído que son capaces de predecir el futuro —comentó Marco—. Cuando era apenas un soldado raso, Diocleciano intentó engañar a una tabernera con el cambio, y la druida que regentaba la taberna le reprendió por su mezquindad. Él, riéndose, le dijo que si algún día llegaba a emperador sería más generoso. A la mujer no le hizo gracia su broma y le predijo que, en efecto, llegaría a emperador, pero sólo tras matar a un jabalí.
—¿Y salió de caza? —Longino no conocía la historia.
—Se olvidó por completo de la profecía. Pero antes de asumir la púrpura, tuvo que matar al prefecto de la guardia pretoriana, que se llamaba Aper, es decir, jabalí.
Longino soltó una carcajada.
—Tal vez fue casualidad, nada más. Si esos druidas son tan clarividentes como dices, no tardaremos en verlos salir huyendo despavoridos del bosque.
Marco se alejó del risco y se quedó inmóvil, muy erguido, como un dios reluciente y vengativo. Las primeras horas de la mañana eran siempre límpidas en Britania. La hierba de mayo estaba alta y verde, y los árboles estallaban en una explosión de hojas nuevas. Todo se encontraba húmedo de rocío. Los jinetes habían dejado las lanzas en la pradera, porque una vez entre los árboles no iban a servirles de nada, y ahora creaban una geometría euclidiana sobre la hierba. Aquel parecía un día para la poesía, no para la guerra. Pero si Marco quería estar a la altura de su ambición, tenía que demostrar su valía en el muro, y para hacerlo debía emprender acciones como la de aquella jornada, acciones con las que divulgar un mensaje claro e inequívoco. Allí sería donde vengaría el insulto de que había sido víctima su esposa. Y allí le demostraría quién era a Galba Brasidia. A su padre. A sus tíos. A su joven mujer.
¿Cumpliría Clodio con su parte?
«Deja que el joven encabece un ala —le había aconsejado Galba en privado—. Puede que venza o que le maten. En cualquiera de los dos casos, el problema quedará solucionado».
Aquel era el tipo de comentario despiadado que Galba prodigaba con aparente naturalidad. Para él parecía no existir la filosofía, ni la duda ni el remordimiento. No había profundidad en las cosas, ni complejidad. Con todo, Marco envidiaba la autoridad que ejercía sobre los soldados.
El prefecto hizo un gesto con la mano y todos montaron. Ante la perspectiva de la acción, los caballos piafaban, y el chirrido de las espadas al encajarse en sus vainas hizo que a Marco le recorriera un escalofrío como el que sentía cuando alguien pasaba las uñas por una tablilla de pizarra. La obediencia automática a las órdenes que daba seguía sorprendiéndole. No le extrañaba que a Galba le gustara tanto. Longino había sugerido que se internaran a pie en el bosque, pero Marco esperaba que se produjera una desbandada y una persecución posterior. Cargados con el peso de sus corazas, los soldados habían aprendido hacía tiempo lo útiles que resultaban los caballos para dar caza a los bárbaros. El enemigo, a su vez, sabía que resultaba más prudente esconderse en bosques o en campos salpicados de piedras, donde las cargas de la caballería no pudieran aplastarlos. Así que la decisión ya estaba tomada: los druidas estarían agrupados en campo abierto o atrapados en su bosque; la petriana se entrenaba todas las semanas para superar terrenos pedregosos. Y los bosques siempre podían rastrearse.
—Dad la señal a la otra ala —ordenó—. Tended la encerrona.
Desde lo alto de la colina hicieron ondear un estandarte, y recibieron la respuesta del lado opuesto del valle. El mensajero aplicó los labios al largo cuerno, y con la mano libre se apretó la nuca para presionar con más fuerza el metal. Sopló con los carrillos hinchados, y el sonido reverberó por todo el valle, con su grave tono de advertencia. Los pájaros que poblaban los árboles se alejaron en desbandada. Empezaron a avanzar colina abajo, rasgando con estrépito el silencio de la mañana. Formaban un arco plateado y pardo, una media luna de hombres que se cernía sobre un bosque de robles. Su estridente galope coincidió con la salida del sol, que tiñó de fuego la niebla como una renovada promesa. Desde el interior del bosque llegó la nota grave y sostenida de otro cuerno.
¡Los celtas! Los bárbaros debían de estar allí, como les habían dicho.
Al poco, los romanos alcanzaron la linde del bosque y refrenaron sus caballos. Los árboles iban separándolos como los separaría un tamiz. Los hombres perdían de vista a casi todos los demás mientras se internaban al paso en la espesura, en dirección a su centro. Allí dentro la luz era todavía gris y la niebla convertía las ramas en fantasmas. Como podían, los corceles sorteaban los barrancos llenos de hojas secas y superaban sus márgenes fangosos. Cuanto más se adentraban, más perdían el sentido de la orientación y se limitaban a hacer avanzar sus caballos siguiendo el sonido de sus camaradas o el vago rastro de algún venado. Su intención, sin embargo, era cobrarse piezas humanas. Tensos, aguardaban algún grito, alguna flecha, el chasquido de una rama que señalara un ataque desde las alturas. Pero no se oía nada. El bosque contenía la respiración.
Marco se detuvo un instante para estudiar aquellos robles, con el casco alzado sobre la frente. Eran enormes, y sus raíces se retorcían como miembros anquilosados, con un grosor que superaba el de las columnas de Roma. Eran tan viejos que parecían inmunes a los estragos del tiempo. En aquel bosque había poder, un poder del que se nutría el valor de los bárbaros.
Sus enemigos eran los propios árboles.
A su derecha se oyó un grito que se cortó en seco. ¡Alguien acababa de morir! Empuñó con más fuerza su espada, pero ante él no se materializó ningún peligro; todo seguía vacío. Se giró a ambos lados, y vio a sus hombres maldiciendo cuando alguna rama les daba en la cara, insultándose cuando sus caballos tropezaban. Oír aquellas obscenidades resultaba tranquilizador.
De pronto, como una codorniz asustada, apareció un fugitivo que se escabulló en la espesura. Un decurión salió en su persecución. La presa era ágil, pero la caza no duró demasiado: un caballo a la carga, los trompicones de un celta, y un romano acorralándolo contra un árbol y hundiéndole la espada en el cuerpo con tanta violencia que hizo temblar la empuñadura. El hombre boqueó como un pez y luego quedó inmóvil. Tenía el pelo cano y vestía con una túnica. ¿Sería un druida? El decurión retrocedió y desmontó para liberar su espada; el cuerpo cayó sobre el follaje. Tras limpiar el filo, el romano volvió a su montura y retomaron el avance.
Llegaron a una zanja ancha y vieja, con el fondo cubierto de agua ennegrecida. Serpenteaba a izquierda y derecha y parecía formar un enorme círculo que enmarcaba el centro del bosque.
—Agua sagrada, prefecto —dijo Longino—. Mira, un dique.
En un extremo de la zanja se elevaba un repecho de tierra que también formaba un círculo. Si los celtas pensaban resistir, lo harían sin duda allí, al borde de sus árboles más sagrados. Pero no, en aquel lugar no había nadie custodiándolos. Ni un alma. Los caballos cruzaron la zanja, salpicándose de agua, y se internaron sin dificultad en la parte interior del círculo de hierba. Las filas se apretaron más.
Los robles que se alzaban en el interior de la circunferencia eran más viejos y mastodónticos, sus troncos, más anchos que una choza. Sus raíces recorrían el suelo como nidos de culebras. Sobre sus nudos y en el interior de algunos huecos se ocultaban bastas y grotescas imágenes de madera, piedra y arcilla.
—Dioses celtas. Ese es Badb, el cuervo, y ese otro Cernunnos, el de los cuernos. —Siguieron avanzando despacio. El hombre señalaba aquí y allá—. Esus, manchado de sangre. Taranis, el del trueno. Epona, de larga cabellera. Aquella es la gran reina Morrigan, que lo es de la guerra, los caballos y la fertilidad. Son todos dioses del principio de los tiempos.
De las ramas colgaban guirnaldas de frutas frescas y también secas, collares de hueso y trozos de conchas, madera y latón que tintineaban movidos por la brisa. La cornamenta de un antílope estaba atada a un tronco, y a otro los cuernos de un toro. Los rayos de sol empezaban a rasgar la niebla, y más allá de la gran arboleda se extendía un prado salpicado de rocas puestas en vertical, monolitos que brillaban con el rocío matutino.
A Marco se le puso piel de gallina. Se sintió observado por algo blanco, y espoleó al caballo para que se acercara más. El objeto que había llamado su atención se encontraba acurrucado en el corazón hueco y muerto de un árbol viejo, relucía como si lo hubieran pulido y lo miraba con sus dos pozos de noche eterna. Tragó saliva. Una calavera.
—¿Quién osa violar el bosque sagrado de Dagda? —atronó en latín una voz aguda.
El prefecto tiró de las riendas y el caballo avanzó hasta el claro. Entre los monolitos aguardaba un hombre de frágil figura, delgado, de pelo largo, que se apoyaba en un bastón de madera con una empuñadura labrada en forma de cuervo. Un druida. No llevaba armas y vestía una túnica blanca, tan fina como una hoja seca. No parecía intimidado por la caballería que le rodeó con su maraña de corazas, cascos y espadas. Marco tardó unos instantes en reconocer que se trataba de una mujer, una sacerdotisa, al parecer tan vieja como los árboles que custodiaba.
—¿Quién comete asesinatos en un bosque sagrado? —preguntó en voz más baja.
Tenía la cabeza extrañamente echada hacia atrás, como si fuera ciega.
—No son asesinatos, es la guerra —replicó Marco, alzando la suya para que le oyeran sus soldados—. Soy Lucio Marco Flavio, de la caballería petriana, y vengo en busca de los bandidos que asaltaron a mi esposa. Tenemos noticias de que las órdenes partieron de este bosque.
—Aquí no sabemos nada de ese asalto, romano.
—Pues a nosotros ha llegado que fue obra de los druidas.
—Eso es falso. Volved, a vuestra casa.
—¡Ya estamos en nuestra casa, bruja! —A pesar de decirlo con convicción, ni él mismo lo creyó. La niebla parecía tragarse sus palabras.
La druida señaló hacia el sur.
—Sabes mejor que yo que Roma termina en vuestro muro. Fueron tus soldados los que trazaron esa línea en la tierra, no nosotros.
—Y vuestros seguidores los que la violaron, según espías de vuestro propio pueblo. —¿Dónde estaba el resto de los celtas? Notaba su presencia, agazapados, ocultos, pero aunque se giró para ver, no divisó a ninguno—. Entregadnos a los intrusos y nos iremos.
—Sabes que aquí los únicos intrusos sois vosotros —insistió la vieja—. ¿No lo notas? —Hizo una pausa para que él pudiera oír el silencio, sofocante, intenso. Sus hombres se removieron, inquietos—. En cualquier caso, la vida de un hombre no es mía y no puedo dártela, pero tuya tampoco, y no puedes arrebatarla. La gente del roble tiene el alma tan libre como el lobo, y tan esquiva como el viento. La gente del roble pertenece a los árboles, a las piedras y al agua de esta tierra.
Marco se estaba impacientando. Sí, pertenecían a la tierra, y aquel era precisamente el problema. En cualquier mundo civilizado era al revés, la tierra pertenecía a las personas.
—Si respondéis a un árbol, el árbol será talado —proclamó—. Si cometéis crímenes en honor de una piedra, esa piedra deberá ser destruida. Si brindáis sacrificios al agua, esa agua será drenada. —Se volvió hacia un decurión y señaló el roble de la calavera—. Si no nos da lo que queremos, talad ese árbol y quemadlo. Y quemad también las baratijas que cuelgan de él.
El soldado desmontó de su caballo y escogió a varios hombres, que tras desamarrar las hachas que llevaban sujetas a las sillas se dirigieron al roble.
—¡Estás sellando tu propia maldición, romano!
Marco no le hizo caso.
—Partid la calavera primero. No me gusta su manera de mirarme.
Un soldado obedeció. Se oyó un chasquido seco y el hueso se partió lanzando al aire una lluvia de astillas. La mandíbula inferior se descolgó, como en un gesto de sorpresa.
—¡Eso es lo que opino yo de vuestros dioses, bruja! ¡No tienen ningún poder sobre Roma!
La mujer alzó su bastón.
Entonces se oyó un grito, y Marco vio que uno de sus hombres tenía una flecha —que había atravesado la cota de malla— clavada en la espalda. Entonces el aire se inundó con un zumbido como de grasa friéndose y una piedra cayó sobre la cabeza de otro soldado, despojándolo de su casco. El jinete, con la cara y la nariz ensangrentadas, se desplomó y su caballo relinchó.
—¡Bárbaros! —gritaron los romanos—. ¡Emboscada!
Los celtas empezaron a aparecer de todas partes, desde detrás de los monolitos y desde más allá del círculo de agua. Como no podían enfrentarse a los romanos abiertamente, pues estos iban montados, avanzaban gateando por detrás. Disparaban flechas, lanzaban piedras y arrojaban lanzas. Sin corazas ni escudos, medio desnudos y con las caras pintadas, bramaban furiosamente. ¿De dónde habían salido? Eran salvajes como animales y luchaban con la desesperación de gladiadores, agitando sus espadas, tan inconscientes del peligro al que se exponían que por un momento pareció que los romanos, los cazadores, habían sido cazados.
Pero mientras Marco y sus hombres se defendían como podían, con las espadas en alto y los animales pisoteando a sus enemigos, se oyó el sonido de otro cuerno.
Esa era la batalla que tanto había esperado. Y Clodio y Falco venían de camino.