CAPÍTULO 17

Por las descripciones que me han hecho de él, ese Clodio, ese hombre-niño, no me impresiona en absoluto.

—¿En serio sospechabas que fuera él el asesino?

Le formulo la pregunta al centurión Falco, dueño del esclavo muerto, sin saber si este extraño rodeo tiene algo que ver con el misterio que intento aclarar.

—Clodio no había impresionado a nadie, excepto, tal vez, a Valeria. Los dos tenían aproximadamente la misma edad, y ambos acababan de llegar. En mi opinión, ella lo había embrujado, por lo que a los demás hombres les resultaba todavía más necio de lo que era. De modo que sí, los demás sospechábamos de él.

—Cuéntame cómo sucedió.

—A mi esclavo, Odo, lo encontraron muerto la mañana posterior a la boda, asesinado con un cuchillo de cocina clavado en el corazón. Todavía tenía la cabeza pringosa de la cerveza que Clodio le había echado encima, y todos sabíamos que este seguía furioso con los celtas por haberle herido en el cuello. Odo era escoto, una captura reciente, y al ser un guerrero nato todavía no había adoptado del todo la humildad propia del esclavo. El joven tribuno estaba borracho, se sentía desgraciado e incapaz de vengarse. Creíamos que podía haberlo matado presa de la frustración.

—¿Qué dijo Clodio en su defensa?

—Que se avergonzaba de lo que le había hecho al esclavo durante el banquete y que no tenía ningún motivo para hacerle daño. En todo caso, Odo tenía más motivos para estar resentido con él que a la inversa. Lo que, por supuesto, nos llevó a suponer que tal vez el esclavo hubiera atacado al tribuno. Clodio carecía de coartada. Había abandonado la boda en un estado lamentable y nadie lo había vuelto a ver en toda la noche.

Estudio a Falco con detenimiento. Parece un hombre ecuánime y práctico. Su decencia se asienta sobre férreos cimientos.

—¿Te importaba tu esclavo?

—Lo valoraba en trescientas silicuas.

—De modo que querías que castigaran al culpable.

—Quería que me pagara por la pérdida.

—¿Y qué decidió Marco?

—Nada, como de costumbre. —Falco se detiene, consciente de que por fin me ha revelado algo que puede resultarme útil. Aparta la mirada al acordarse de una época desgraciada.

—El prefecto era un hombre muy indeciso —apunto a modo de aclaración.

El centurión vacila, sopesando sus lealtades, y entonces le vienen a la mente las muertes de tantos hombres.

—El prefecto era… cauteloso. Más adelante supimos que había cometido un grave error recién estrenado su cargo de tribuno, durante la campaña contra unos bandidos en Galatia. Con posterioridad, fue acusado injustamente de un escándalo sexual que afectaba a un superior. Y había estropeado un negocio de su padre. La experiencia le enseñó a ser cauto. Pero de la cautela al miedo hay sólo un paso.

—He oído que tenía devoción por los libros.

—Su biblioteca llenaba dos carros. No era a lo que estábamos acostumbrados.

—Te refieres a Galba.

—Galba podía parecer duro, pero era decidido. Sus estilos eran muy diferentes.

Estilos diferentes. Las unidades responden a sus comandantes como los caballos a las riendas, y su personalidad acaba siendo también la de sus hombres. De la misma manera, cuando se produce un cambio, estos tardan un poco en acostumbrarse al tacto de la nueva mano. Si es que se acostumbran.

—¿Trabajaban bien juntos?

—No mucho. La primera vez que vi a Galba en los baños, le conté veintiuna cicatrices en el torso, ninguna en la espalda. Tenía una especie de cadena, o de cinturón, con unos anillos…

—Sí, ya he oído hablar de esa cadena.

—Marco, por su parte, nunca había participado en una batalla real. Y la cosa se hizo todavía más incómoda tras casarse con su inquisitiva esposa.

—¿A los hombres tampoco les gustaba Valeria?

—Apreciaban su belleza, a pesar de que estaban inquietos por culpa del deseo que sentían. Pero sí, también nos generaba cierta incomodidad. Incluso Lucinda estaba escandalizada. Valeria recorría el fuerte como un decurión más. Se mostraba interesada por los lugareños y exigía que la camarera les enseñara la lengua celta a ella y su esclava romana. Y lo aprendía, lo absorbía todo como los niños, y preguntaba sobre cosas que no son asunto de mujeres.

—¿Como cuáles?

—Sobre artes de guerra. Sobre el estado de ánimo de los hombres. Sobre la organización de la petriana. Quería saber cómo se encendía una fragua, cómo se enderezaba la punta de una flecha, cuáles eran las enfermedades de los soldados. Su curiosidad no tenía límites. Marco no lograba hacerla callar. Creo que ella lo avergonzaba, pero a la vez lo confundía, y eso a los hombres no les gustaba. Todos sabíamos que si había obtenido el mando había sido gracias a ella.

—¿Y Galba?

—Cuanto más callaba su resentimiento, más diáfana resultaba su frustración. ÉL era quien conocía el funcionamiento del fuerte, y todos se dirigían a él en busca de consejo y guía. Hasta el propio Marco lo hacía. No obstante, el romano no dudaba en replicar al tracio para que su autoridad no quedara en entredicho. Éramos un cuerpo de caballería bicéfalo.

Arrugo la frente. Reconozco la situación por problemas que he investigado en ocasiones anteriores. No hay nada peor que la desunión en el mando.

—¿Y el duque no hacía nada?

—Su residencia estaba en Eburacum, y las cosas tardaban tiempo en llegar a sus oídos. Además, los asuntos de la capital lo mantenían distraído.

Se refiere a la sucesión, tema que volveré a tratar a su debido tiempo. Antes quiero llegar al meollo de la cuestión.

—Y esas dificultades, ¿afectaban a la petriana en su conjunto?

Falco reflexiona antes de responder. No le estoy preguntando sobre casos individuales, sino sobre el rendimiento de su unidad, del estandarte del águila al que todo buen soldado debe lealtad absoluta.

—La tensión nos volvía impacientes —apunta—. Ninguno estaba satisfecho con aquella situación y ansiábamos que se produjeran cambios. De los conflictos siempre surgen oportunidades. En las batallas siempre se producen bajas, pero también hay personas que salen victoriosas. Para el éxito de una carrera militar, es necesario que exista cierto desorden.

Desorden. Me he pasado la vida intentando impedir lo que los hombres ambiciosos anhelan. El hombre siembra sus propias desgracias.

—¿Y todo eso estaba presente de algún modo cuando se discutía sobre el asesinato de Odo?

—Sí. Para Galba, aquella muerte era una oportunidad.

—¿Para usarla en contra de Clodio?

Falco esboza una tímida sonrisa.

—Brasidia iba todavía más lejos. Había recuperado el ganado de Braxo y, como recompensa, había obtenido información de un espía celta, un tal Carataco.

—¡Carataco! —Ese era el nombre de un rebelde britano de los primeros tiempos de la ocupación romana. Su propio pueblo lo había traicionado, lo habían llevado hasta Roma encadenado, pero con su palabrería había logrado librarse de una ejecución segura.

—Tu reacción ha sido la misma de Marco. El poder de evocación de ese nombre es grande, y seguramente por eso lo escogió el bribón. Se trataba del alias de una figura bastante misteriosa con experiencia en el imperio. No sabíamos si era un desertor, un aristócrata desheredado, un felón evadido de la justicia. Se había establecido en el norte como jefe, y participaba en las más importantes asambleas de pictos y atacotos. Fue él quien nos dijo que los druidas volvían a resurgir.

—¿Los druidas?

—Los sabios y magos de los celtas. Siempre han instado a la resistencia contra la ocupación romana. Los aniquilamos durante la conquista inicial, pero en el norte no llegamos a erradicarlos del todo. Y temíamos su reaparición.

—¿Su reaparición dónde?

—El roble es su árbol sagrado. Bastante más al norte del muro había un bosquecillo donde al parecer se reunían.

—¿Así que fue Galba quién ordenó el ataque contra el bosque que desencadenó todo este problema?

—Galba era demasiado listo como para ordenar nada. Lo que hizo fue echar el anzuelo para que Marco y Clodio picasen.

—¿Cómo?

—Ese tal Carataco dijo que los druidas estaban detrás del intento de rapto de Valeria. Cuando Marco quiso saber por qué, Galba le explicó que era probable que los sacerdotes estuvieran volviendo a celebrar sacrificios humanos. En la antigüedad ataban a sus víctimas a enormes efigies de mimbre y les prendían fuego para atraerse el éxito en el campo de batalla.

—¡Por los dioses! —exclamo, arrugando la frente.

—Galba se lo contó, y dejó que fuera Clodio quien propusiera el ataque.

—Pero ¿cómo podía estar seguro de que el joven tribuno lo haría?

—Todo se remontaba al asesinato de Odo. Galba defendía que, si no podíamos resolver aquel misterio, lo mejor era olvidarlo librándonos de Clodio. Propuso que lo destináramos a otra legión. Aunque Galba fingía que aquello era un acto de caridad, todos sabíamos que significaría el fin de la carrera del joven. Los esclavos muertos no importan a nadie, claro, pero los romanos incapaces de controlar sus emociones, de beber con moderación, de privarse de derramar la cerveza, sí importan. Clodio habría abandonado la petriana no tanto con una mancha en su historial (que cualquier buen romano puede superar), sino con la reputación de haber perdido el control de sí mismo, algo que un romano no logra borrar jamás. Marco no pensaba permitirlo.

—¿Sentía aprecio por el joven tribuno?

—No precisamente. El muchacho era un tonto, y lo habían destinado a Britania por un año para curtirse. Corría el rumor de que fue Valeria la que intercedió por él.

—¿Y tú lo crees?

—¿Quién sabe? Lo que está claro es que pasaba todo el día con ella, como un perrito faldero.

—¿Cómo un perrito faldero o cómo un tigre acechante?

Falco se ríe de lo que toma por broma sin serlo.

—Así que Galba propuso que se trasladara a Clodio. ¿Y qué dijo el interesado?

—Se puso furioso, claro. La petriana no le gustaba nada hasta que se enfrentó a la posibilidad de tener que abandonarla. Con todo, más que crearse un enemigo, lo que Galba perseguía era que el propio joven lanzara la sugerencia.

—De atacar el bosque. De vengarse de la emboscada contra Valeria.

—Debes comprender que Clodio representaba todo lo que Galba despreciaba: el rango derivado de la cuna, el favoritismo, la arrogancia, el desprecio al inferior, la incompetencia, e incluso cierto grado de encanto. La propia impaciencia del joven resultaba un tanto enternecedora, y cuando no estaba borracho demostraba buenas maneras. E incluso ingenio. Galba se mostraba siempre muy serio, porque no podía olvidar sus orígenes humildes, y se odiaba a sí mismo por ello.

—¿Su intención era provocar una pelea?

—Los dos sabían que a Galba le resultaría tan fácil ganarla que no tenía sentido. Al tracio no le interesaba la vida de Clodio, sino su orgullo. Quería arrastrarlo al fracaso, para que de paso se llevara consigo a Marco. Y para quedar él como restaurador del orden.

—Y eso iba a lograrlo haciendo que Clodio propusiera el ataque. Un ataque que resultaba peligroso.

—Arriesgado. Esa acción, que tal vez sirviera para sofocar la rebelión, también podía desencadenarla. Estábamos confiando en la palabra de un mentiroso, Carataco. Galba dijo que él estaba dispuesto a encabezar el ataque, pero quería que la orden se le diera por escrito. Aquello irritó sobremanera a Marco, que sentía que el tribuno no le brindaba todo su apoyo. Por eso decidió dirigir él mismo la expedición, junto con Clodio.

—Eso era lo que Galba había pretendido desde el principio.

—Consiguió lo que quería.

—¿Forzar una batalla?

Falco esboza una sonrisa.

—Quedarse solo con la esposa de Marco Flavio.