CAPÍTULO 16

La primera conclusión sobre el matrimonio a la que llegó Valeria fue que no se sentía muy casada. Durmió hasta el mediodía, agotada tras las emociones del día anterior, y tras los temores y la leve decepción de la noche. Se despertó en una cama fría y vacía. Tal como ya le había advertido, su esposo no estaba. La casa seguía en silencio.

Puso los pies en el suelo y notó el frío suelo. Las flores de manzano que adornaban la cama habían perdido su frescura y yacían en el suelo, con la cinta nupcial encima hecha un ovillo. El olor a incienso había dejado paso a la rancia humedad de la piedra. El único tapiz que decoraba la estancia no era más que una réplica tejida de los escudos rojos y amarillos de la petriana. Se estremeció. Tal vez el verano llegara finalmente y trajera algo de calor a Britania, aunque de momento la primavera, con sus días cada vez más largos, persistía en el recuerdo del invierno y en el aliento frío del mar. Tendría que aprender a abrigarse, como hacían los britanos.

Se acercó a la puerta y llamó a Savia. La mujer apareció al cabo de un rato, aunque sin darse prisa, soñolienta y de mal humor. ¿No había dormido bien? La sirvienta realizó una inspección somera y profesional de la cama. Al ver la sangre, asintió en señal de aprobación.

—Ahora ya eres una mujer. Cuando des a luz tu primer hijo, habrás consumado tu matrimonio. Con todo, espero que no te precipites.

—Ya sabes que no quiero tener hijos en esta fortaleza. Esperaré hasta que volvamos a casa.

—¿Usaste el vinagre?

Ella asintió.

—No se lo digas a Marco. Quiere que le haga padre. —Estaba impaciente por cambiar de tema—. Creía que mi esposo se quedaría hoy aquí, conmigo.

—Además de estar casado contigo, lo está con el fuerte.

—Pero ¿el día después de la boda? —Aquella era la única jornada que la tradición romana permitía dedicar por entero a hacer el amor—. Podría al menos haberme dedicado la mañana.

—¡Si te la has pasado durmiendo! Y él tiene quinientos hombres a su cargo. Su deber es consagrarse a la petriana. Y el tuyo, consagrarte a él.

—Ya me extrañaba que tardaras tanto en recordarme mis deberes, Savia.

—El deber romano es lo que te ha valido esta casa, este puesto, esta provincia. Tienes toda una vida por delante para ver a tu esposo, y si eres como las demás esposas, te hartarás de él mucho antes de que se te acabe. Así que deja de compadecerte y ven a los baños.

La casa estaba construida alrededor de un austero atrio central abierto, con lo que el edificio constaba de cuatro alas. Hasta el patio llegaba la luz del pálido sol britano, pero no había fuente alguna, ni plantas que suavizaran la dureza de la piedra. En la zona trasera, los baños eran más prometedores: un espacio cerrado sobre un arroyo subterráneo canalizado para lavarse, una fuente de aguas claras, una sala de vapor y dos piscinas, una caliente y otra fría. El lugar estaba decorado con mosaicos de delfines y algas ondulantes confeccionados con poca delicadeza pero en colores muy vivos, como era habitual entre los artesanos britanos. Valeria se sumergió en la piscina caliente con un suspiro de placer y después en la fría, ahogando un grito, y salió con los poros cerrados y la carne de gallina. El impacto físico se llevó consigo su leve tristeza. ¡Estaba casada! Aquello era a la vez un logro y un alivio. Ahora, sin duda, empezarían a pasarle cosas.

—Savia, parece que tú tampoco llevas mucho rato levantada —le dijo a su sirvienta mientras esta la secaba.

—Di más bien que llevo despierta desde el alba por culpa del ruido de las cacerolas y del agua corriente —respondió la esclava—. El servicio se ha levantado a una hora impropia para impresionarte. Me he levantado a regañar a Marta, la cocinera, y me ha dicho que soy yo quien debe rendirle cuentas a ella. Es sajona de nacimiento, testaruda como una germana y más altanera que una egipcia. Habla con un acento tan marcado que apenas la entiendo.

—Ya le aclararé quién manda a quién —le prometió Valeria—. Y tú y yo debemos aprender celta, si no, nos criticarán como urracas.

—Saber tratar al servicio es más difícil que gobernar un barco pirata.

Se echaron a reír. Habían oído infinidad de historias que avalaban aquella máxima. Valeria se puso su ropa interior de hilo y luego una larga túnica que se cubrió con la estola de lana, fijándosela con broches. Qué pena haber perdido el del caballito de mar; era un regalo de su madre. Se puso unas medias antes de calzarse las sandalias, y se sintió arrebujada como un recién nacido. ¿Qué dirían de ella en Roma si la vieran así?

—Pero antes de comenzar a organizar el servicio, quiero aclararme las ideas. Tal vez haga un recorrido por el fuerte. ¿Puedes enviarme a un escolta?

Mientras esperaba, desayunó un poco.

No le sorprendió del todo que fuera Clodio quien respondiera a su llamada. El tribuno inclinó la cabeza al llegar al atrio.

—Parece que vuelven a encargarme tu custodia, señora.

—Gracias a los dioses —respondió jocosa—. ¡Mi esposo ya me ha abandonado!

—Ningún hombre se atrevería a abandonar a una mujer tan bella como tú. Seguramente es el deber lo que lo ha apartado de tu lado. Nos han dicho que podría haber noticias sobre la emboscada. Han enviado a Galba a investigar, con el pretexto de interceder por un jefe bárbaro en una disputa sobre unas cabezas de ganado. Parte con cien hombres.

Saber que Marco tenía el poder de enviar a cien soldados a las tierras salvajes del norte hizo que Valeria se estremeciera interiormente. Ese era un ejemplo minúsculo del vasto poder que emanaba de la lejana Roma.

—Mi esposo está muy ocupado, ¿verdad?

—Y me envía a mí como pobre sustituto. Confieso que he sido yo quien se lo ha sugerido. Es mi intento de hacerme perdonar por el grosero poema que recité ayer en vuestra boda.

—¡Bah! Eso ya está perdonado y olvidado.

—El patán es el último en perdonar su propia torpeza, me temo.

—Fuiste valiente al desafiar a esos bárbaros.

—Pero no me sirvió de nada. —Se tocó el cuello—. Permití que nos sorprendieran.

Valeria no le contradijo.

—¿Te duele?

—Me quedará una cicatriz.

—¡Qué pronto estará oculta bajo una torques celta de valor!

Salieron. Habían barrido los pétalos que la noche anterior tapizaban el patio, y hombres y caballos se congregaban allí para iniciar una expedición. Los animales no eran corceles de fina osamenta, sino bestias más bajas, más corpulentas y más recias; resultaba evidente que no las habían criado pensando en la velocidad, sino en la resistencia. Relinchaban, bufaban y se daban mordiscos unos a otros. Iban todos cargados con material para una expedición corta: pellejo con agua, saco de comida, jabalinas en sus fundas, utensilios de cocina y lonas enceradas. El preludio de una batida solía ser el gran estrépito que producía la carga de todo ese equipaje, que se desmontaba antes de los ataques.

Los soldados se volvieron para mirar a la mujer que había motivado aquella expedición. Su expresión no era de antipatía. Valeria era nueva, hermosa, patricia y recién casada, y aquella incursión no dejaba de constituir un cambio en la rutina del fuerte.

Al frente de la expedición, Galba aguardaba.

—Buena caza, tribuno —le deseó Valeria a modo de saludo—. He oído que partes en ayuda de uno de nuestros aliados.

—Rufo Braxo se hincharía como un sapo si te oyera decir eso.

—¿Es un jefe?

—Él te dirá que es el príncipe de la tribu de los norvantos, padre de nueve hijos, marido de tres mujeres, señor de un fuerte en lo alto de una boscosa colina, comandante de ochenta lanceros, y unido por lazos de sangre a cinco familias nobles. Yo te digo que es granjero, mercader, pastor, boyero, salteador de caminos, estafador y ladrón, que se vale del dinero romano para hacer lo que por sí mismo no haría nunca, y en consecuencia es vulgar, blasfemo, fanfarrón, vanidoso, taimado y vago.

—En una palabra, britano —apostilló Clodio.

—Así es, joven tribuno, britano. Celta. Bárbaro. Nos ayuda proporcionando información de las tribus que viven más al norte, y luego les cuenta a ellos nuestras intenciones. Es un hombre de frontera, y lo que más se acerca a un aliado por estos pagos. Su vecino, Caldo el Hachadoble le ha robado veinte cabezas de ganado. Braxo nos ha prometido información si le ayudamos a recuperarlas.

—¿Son habituales estos hurtos? —Valeria estaba fascinada con aquella introducción a la política fronteriza.

—Seguro que el propio Braxo se apropió de esas mismas vacas el año anterior. Es su deporte preferido.

Los decuriones indicaron que los hombres ya estaban listos. Galba se despidió con un gesto de la cabeza y se puso a dar órdenes con voz de mando. Los congregados fueron desplegándose en dirección a la puerta norte. Ondeaban el estandarte de los legionarios, los pendones de caballería y varias banderas con la cabeza del dragón. A medida que la columna avanzaba, las cabezas de los dragones se hinchaban, de modo que la caballería abandonó la fortaleza con cuerpos de reptiles retorciéndose sobre sus cascos.

—Qué imagen tan imponente —comentó Valeria.

—Por eso van —respondió Clodio—. Para mostrar nuestro poder. Vamos, subamos a una torre para verlos mejor.

Los edificios de Petrianis empezaban cerca de allí. El joven tribuno señaló el granero, las caballerizas y el hospital cuando pasaron frente a ellos.

—Nuestro buen servicio de médicos es la herramienta de reclutamiento más poderosa de que disponemos.

Más allá se alzaba una armería, desde la que llegaba el ruido de soldados trabajando. Unos reclutas germanos martillaban una coraza. Otros, sirios, torneaban y afilaban flechas de madera de álamo, tejo y pino. Los númidas escogían las piedras de río que habían de ser arrojadas con hondas y catapultas. La armería desprendía un fuerte olor a virutas de metal, aceite de oliva y grasa animal, que se usaba para evitar la oxidación.

—Como consecuencia de la emboscada, el fuerte está reforzando sus defensas —explicó Clodio.

Todo aquel esfuerzo abrumó a Valeria.

—No era mi intención iniciar una guerra. Si los vencí yo sola valiéndome de mi broche… —Como vio que él sonreía con aquella comparación espontánea, le hizo otra pregunta—. ¿Y cómo sabían que nosotros pasaríamos por ese bosque?

—Nuestro viaje no era secreto, y nuestro avance resultaba muy lento. Yo me equivoqué al tomar la decisión.

—Lo hiciste a insistencia mía, Clodio.

—Compartimos el error.

—Tal vez no fue más que mala suerte.

Él negó con la cabeza.

—Creo que cuando las cosas suceden es por algo.

Detrás de la armería se encontraban los establos, y decidieron atravesarlos por dentro. A su paso, los caballos relinchaban y bufaban. Algunos alargaban el cuello pidiendo alguna golosina, y a Valeria el corazón empezó a latirle con fuerza.

—Me encantaría montar uno y salir a cabalgar —dijo—. Volver a ir al galope, muy rápido, como en el bosque. Quizás esa yegua blanca, la de la frente gris.

—Tienes buen ojo. Ya se ve que tiene el pecho y las patas hechas para el galope. Y las narices grandes, que son señal de resistencia. Y la crin le cae a la derecha.

—¿Y eso es importante?

—Todos los soldados romanos deben ser diestros, así que los escudos, necesariamente, los sostienen con la mano izquierda para mantener la formación. Si el cuello del caballo está desprovisto de crin, la mano que sostiene el escudo descansa sobre sus músculos y guía al caballo durante la lucha.

—Pareces tener gran experiencia.

—He leído los tratados clásicos, desde los de Jenofonte hasta los de Virgilio.

—He oído decir que entre los celtas hay amazonas. Mujeres guerreras.

—Por eso nosotros somos romanos y ellos bárbaros.

Junto al muro había montañas de forraje, y el heno se guardaba bajo techos de teja para protegerlo de las flechas de fuego. En una esquina se veía el horno de un alfarero y montones de arcilla, y al lado un taller de herrería, otro de vidriería y, más allá, un cobertizo con una carpintería que desprendía el aroma de la madera recién cortada.

—Se parece más a una factoría que a un fuerte —observó Valeria.

—Aquí, en este confín de la civilización, no puede ser de otro modo. El ejército es lo que mueve al mundo. Una legión completa da trabajo a arquitectos, topógrafos, fontaneros, médicos, picapedreros, cristaleros, herreros, armeros, fabricantes de carros, toneleros y carniceros. —Sonrió—. Mis sueños de gloria militar se han visto reducidos a causa de mis deberes como encargado del abono.

Subieron hasta lo alto de una torre. Sortearon una gran ballesta de madera con su hilera de dardos, y Clodio señaló hacia el norte.

—Por ahí, Valeria, está el fin del mundo.

Ella miró en la dirección indicada. Justo debajo de la muralla se abría un foso, en cuyo fondo se acumulaba el agua de la lluvia. A continuación, una fuerte pendiente que llevaba a un valle lleno de matorrales y árboles talados para mantener despejada la línea de fuego. Allí no cabían las sorpresas: la vista parecía no tener fin, un paisaje ondulante de páramos, bosques, pantanos, cumbres y lagunas, que Valeria veía con tanta nitidez como si fuera un pájaro. Alguna que otra columna de humo indicaba la posición de las humildes granjas. Todavía se divisaba la caballería de Galba dirigiéndose hacia el norte, con las puntas de las lanzas brillando al sol.

—¿Y cómo lograron los celtas de la emboscada atravesar esta barrera?

—Eso es lo que Galba espera averiguar de Braxo.

Ella se giró para contemplar el fuerte y los tejados del pueblo arracimados más allá. Luego venía el río, y después la villa donde se había casado. ¡Qué pequeño era el imperio que gobernaba su marido! Contempló el muro, una cresta huesuda que se perdía en la distancia.

—Como la espalda de un dragón —comentó.

—Una descripción muy poética —comentó Clodio, admirado.

Estaba bastante cerca de ella, tal vez más de lo que las normas del decoro dictaban, y más ahora que se trataba de una mujer casada, pero su torso le brindaba cierta protección frente a la brisa, y ella, en el fondo, se alegraba de aquella proximidad. Era pulcro, bastante apuesto y, a su manera, solícito. Ella lo veía como a un hermano, mientras que a Marco seguía considerándolo más distante, como a un… padre. La avergonzó aquella repentina comparación.

—Está pensado para intimidar tanto como para impedir el paso —prosiguió Clodio—. Cualquier bárbaro percibe que un ejército capaz de construir un baluarte así representa un poder inimaginable.

—Entonces estamos seguros.

—La vida nunca es segura. Es la incertidumbre de la muerte lo que define la vida.

—Ahora suenas como Galba —le dijo ella, burlona—. ¿Ya te estás contagiando de su amargura?

—Dirás de su realismo —puntualizó él llevándose la mano a la garganta.

Valeria dio un giro completo para abarcar el muro en su totalidad.

—Este fuerte es tan siniestro como tu filosofía de soldado, ¿verdad? Tiene aspecto de cárcel.

—A nosotros no nos deja encerrados dentro. Sirve para mantener fuera a los otros.

—Bueno, pues yo quiero ver ese mundo salvaje del que hablas. ¡Quiero montar!

Clodio la observaba con reserva, intentando camuflar la atracción que sentía por ella. Por los dioses, si él fuera Marco no la dejaría sola un instante, y mucho menos el primer día de casados. Aquella atracción le hacía sentirse culpable, y sirviéndole de escolta no hacía otra cosa que hurgarse en la herida, abrírsela más, aunque al mismo tiempo, el dolor también remitía. Bajó la voz.

—Con el permiso de tu esposo, tal vez.

—Al sur del muro entonces, para estar a salvo. —Le dedicó una sonrisa traviesa, intentando convencerlo—. Para poner a prueba tu capacidad de defenderme.

—Sí, una prueba. —Tragó saliva—. Y si me ponen a prueba, descubrirán un muro de otro tipo. —Aspiró hondo—. Vamos. En realidad la petriana no depende de los caballos. Ni de las piedras y el mortero.

Descendieron hasta el sector oriental del muro. Allí se encontraban los cuarteles, largos y aseados. Olía a humo de hoguera, a pan caliente, a sudor de hombre, al aceite que se usaba para la carne y las armas. Un gato estaba acostado junto al quicio de una puerta, y una pintada obscena decoraba una pared encalada. En otro umbral, la esposa de un soldado con un recién nacido colgado del pecho los miró pasar.

Pronto la protagonista de esa imagen podría ser ella, pensó Valeria, o al menos su nodriza. Qué poco preparada se sentía para tener hijos. Sin embargo, y a pesar de sus precauciones, aquello podía suceder en cualquier momento. Su vida había cambiado de la noche a la mañana. Tantos cambios que durante un momento le pareció verse a sí misma desde fuera, evaluando a distancia las peculiaridades de su nueva vida.

Contra el sector oriental del muro se extendía un pequeño campo de entrenamiento cercado por una empalizada baja formada por listones. Un decurión de cuello ancho, que parecía capaz de maldecir en tres idiomas, entrenaba a una turma de reclutas. Los probatios parecían cansados, confundidos e incómodos con la coraza. Todos lucían en los brazos unos cortes rojos recientes.

—¿Qué les ha pasado? —susurró Valeria.

—Es el tatuaje militar. Los oficiales no lo llevan.

—Pues yo he visto el de Galba.

—Ello es prueba de su origen humilde.

—¿Y duele?

—Supongo, pero el dolor es el compañero del soldado. El tatuaje disuade a los desertores y ayuda a identificar los miembros amputados tras la batalla.

Ahora tocaban prácticas con espada, y el instructor llamó a un recluta.

—¡Bruto! —gruñó.

El joven dio un respingo, nada complacido de ser el escogido.

—¡Paso al frente!

El soldado obedeció, vacilante. Se le veía incómodo con su nueva coraza y caminaba como si le pesara mucho. Su superior le señaló uno de los postes encajados en unas piedras agujereadas a tal efecto.

—¡Ahí tienes a tu enemigo! ¡Atácale con la espada!

El joven avanzó, obediente, con el pesado escudo ovalado, levantó su gladius poco afilado y empezó a hendirlo en la madera con vigor. Sus compañeros se reían sin mala intención de su empeño. Los golpes resonaban en el muro como hachazos.

—Para las prácticas de caballería, los hombres cabalgan por las praderas que hay fuera —explicó Clodio—. Para formar a un buen jinete se tarda un año, y para ser bueno de verdad se necesita toda una vida. Pero las habilidades básicas de un soldado comienzan aquí.

Las astillas del poste volaban por los aires. El recluta estaba sudando y sus golpes ya no eran tan vigorosos.

—Su coraza de entrenamiento y la espada pesan el doble de lo normal —le explicó Clodio.

—¡No te rindas ahora, Bruto! —lo jaleaban sus compañeros—. ¡Nos hace falta más leña para los dormitorios!

Con una sonrisa forzada, el soldado seguía embistiendo, pero su asalto se había convertido en fatigosa tarea. Al fin, el decurión levantó un brazo.

—¡Ya es suficiente, pasmarote!

El soldado se detuvo y dejó caer los brazos, que le pesaban toneladas.

—¿Cansado?

No hacía falta ni que asintiera con la cabeza.

—No importa, porque llevas ya veinte golpes muerto. En primer lugar, has girado a la izquierda el brazo del escudo, exponiéndolo y convirtiendo en blanco perfecto tu pecho y tu barriga. En segundo lugar, los golpes de espada los dabas muy arriba, como un bárbaro, una invitación para que tu contrincante te corte la axila. —Alzó su propia arma para demostrar lo que decía y observó a los demás reclutas—. Olvidad las necedades de los gladiadores, los juegos de espadachines y los movimientos de pies. Esto es la guerra, no el circo. —El decurión se agachó y se adelantó con sigilo—. El bárbaro impone temor con su espada en alto, pero cuando carga con ella el romano ya ha tenido tiempo para matarlo tres veces. ¿Por qué? Pues porque el romano no golpea con la espada, sino que la clava desde abajo, así. —El decurión se abalanzó sobre el joven, que retrocedió—. Apuntas al abdomen, a las pelotas. Hiendes la espada… y tiras hacia arriba. Qué más da que el bárbaro pintarrajeado de azul mida siete pies. Gritará y se desplomará igualmente. Serás tú quien le pise la cara, quien le huela la sangre y la mierda, y serás tú quien usará la misma treta con su hermano. ¡Embestid! ¡Así es como lo hacen los romanos!

Los reclutas rieron.

—Me mareo sólo de escucharlo —dijo Valeria.

—Decuriones como él son los que nos han convertido en amos del mundo. Él es el verdadero muro de Adriano. Hombres como Galba.

Fue entonces cuando Valeria comenzó a entender parte de la dureza de Brasidia. A entender su severidad. La mayoría de los romanos nunca había conocido a nadie como él, y no sabían quién velaba por su plácida existencia.

Volvieron en dirección a la casa del comandante. Un soldado mayor estaba cerca del campo de entrenamiento, de pie y con los brazos en cruz, mientras la vara de un centurión le golpeaba las muñecas.

—La disciplina de Galba —murmuró Clodio.

—El mundo de Galba —susurró Valeria—. Un mundo de hombres. Me resulta tan raro no ver a ninguna mujer patricia en el interior de estos muros…

—Invita a Lucinda para que te haga compañía. O a esposas que viven en otros fuertes.

—Lo haré.

—Y no dudes en llamarme, como amigo.

—Te lo agradezco, Clodio.

—Por poco dejé que te capturaran una vez. No permitiré que vuelva a ocurrir.

—¡Tribuno!

Miraron al frente. ¡Marco! El primer impulso de Valeria fue correr a su encuentro. Pero su expresión era grave, incluso triste. Así que esperó a que fuera él quien se acercara. La saludó con una breve inclinación de la cabeza.

—Es un placer verte de nuevo, esposa mía. Me disculpo por no disponer de más tiempo hoy.

—Clodio me ha estado mostrando el fuerte.

—Misión que tuvo la astucia de solicitar él mismo. —Se volvió hacia su subordinado—. Deseo hablar contigo en privado, Clodio Albino. Falco está aquí.

A Clodio le cambió la expresión.

—¿Es por lo del banquete?

—El joven tribuno ya se ha disculpado —intervino Valeria—. El vino tuvo la culpa. Por favor, no seas duro con él.

—No es asunto tuyo, esposa.

—Seguro que a partir de ahora valorará más la cerveza britana —adujo ella.

—Tampoco tiene relación con la cerveza.

—¿Qué es entonces? ¿Por qué no dar el tema por zanjado?

La insistencia de Valeria molestaba a Marco.

—Es Odo.

—¿Odo? —Clodio no entendía nada.

—El esclavo al que echaste la cerveza.

—¿Qué le pasa?

—Lo han asesinado.