Los novios, al fin, se reunieron para dar por concluida la fiesta. Marco se levantó algo achispado y cruzó la sala para reunirse con Valeria, que seguía echada en su triclinio con los ojos iluminados por la expectación. Lucinda, que desempeñaba el papel tradicional de la madre protectora, se incorporó y sujetó a la joven por los hombros, como dispuesta a no dejarla marchar. El prefecto, muy consciente a su pesar de la representación ritual que estaba protagonizando, agarró a Valeria de la mano y tiró como para llevársela, pero los brazos de Lucinda la rodearon protectoramente para impedirlo. Por un momento, el novio dejó traslucir su perplejidad.
—¡Tira de ella, potro! —gritó alguien—. ¡Seguro que tu espada está dura y obtendrás la victoria!
Valeria no pudo evitar recordar la fuerza con que aquel bárbaro espantoso la había hecho bajar de la carreta.
—No tires de ella, levántala —sugirió otro.
Sonriendo incómodo, Marco se inclinó y le pasó los brazos por la espalda y las corvas, levantándola del triclinio mientras Lucinda la soltaba. La multitud gritó entusiasmada, y Valeria rodeó el cuello de su esposo y levantó la cara. El prefecto la besó tímidamente.
—¡Por los dioses, Marco, que no es tu hermana!
—Voy a llevarte a casa —le susurró Marco al oído.
Valeria se agarró a él con más fuerza.
El carro que esperaba en el patio de la villa estaba adornado con guirnaldas de helechos tiernos, y los radios de las ruedas con rosas silvestres. Dos corceles blancos, con los arreos salpicados de monedas de plata y las grupas cubiertas con mantas rojas, aguardaban el momento de emprender la marcha. En una esquina ardía una hoguera, y doce soldados montados y ataviados con sus corazas apuntaban con sus lanzas al cielo. Sus dorados cascos de gala incorporaban una máscara de Apolo, todas idénticas. Producían un efecto inquietante y fantasmagórico, pues unos orificios negros marcaban los puntos por los que sus ojos veían.
Marco depositó a Valeria en el carro y subió a su lado, poniéndole con ternura una larga capa de piel de zorra de Britania en los hombros y cubriéndole con ella el cuello. Ahora, a cierta distancia del público y protegido por la penumbra de la noche, había recuperado algo de serenidad. Alzó un brazo para saludar a los invitados, que se agolpaban fuera para despedirlos.
—¡Gracias por vuestras bendiciones!
—¡Talasio! —respondieron todos al unísono, lo que constituía saludo tradicional en las bodas y que tenía su origen en el nombre del raptor de una de las sabinas más hermosas.
—¡Por una larga unión! —añadió alguien.
—¡Por una larga unión!
—¡Y porque la noche sea larga!
—¡Por una larga espada que dé con un blanco propicio!
Valeria se ruborizó. Estaba a punto de convertirse en mujer.
—¡Turma! ¡A la derecha! —ordenó un oficial.
Era Galba, aunque su rostro resultaba tan invisible tras la máscara como sus emociones. ¿Qué debía de pensar él de un matrimonio que sellaba su paso a un segundo plano? ¿Y dónde estaba Clodio? ¿Había huido?
La escolta montada abandonó el patio en perfecta formación, y Marco puso el carro en movimiento. Los invitados quedaron atrás. Uno a uno, fueron encendiendo antorchas en la hoguera y alzándolas al aire para formar una cadena de temblorosas llamas que seguían al cortejo. Embriagados, entonaban canciones y lanzaban a los recién casados consejos subidos de tono y bromas. La puerta del fuerte estaba a tres millas de allí, y a medida que el cortejo avanzaba, iba haciéndose más largo. Había quien, debido al vino, a la edad, o a la necesidad de aliviarse, quedaba rezagado. Aun así, fue un río de fuego lo que cruzó el puente de piedra y entró en el pueblo de casas cuadradas que se alzaba junto al alto muro. En la noche, la piedra blanca brillaba y sobre las torres de vigilancia ardían fogatas. Más allá, junto a la puerta que daba acceso al fuerte, resplandecían más antorchas, formando un umbral anaranjado de temblorosa luz.
Quinientos hombres formaban la caballería de Marco, y todos sin excepción habían acudido a pie a presenciar aquel momento. Llevaban puestos sus cascos de Apolo y habían formado dos filas que bordeaban la calzada de la población que conducía al fuerte. A sus espaldas se agolpaban los britanos, impacientes por ver a la hermosa mujer del comandante, y se daban codazos para obtener el mejor sitio. Al paso del carro nupcial, las lanzas de los soldados se alzaban ligeramente y formaban una arboleda de madera y hierro. Luego se oyó el repicar de la lanza de un decurión que golpeaba el suelo para marcar el ritmo, y entonces, al unísono, los soldados gritaron «¡Talasio!» tras sus máscaras de metal, que hicieron sonar la invocación con un eco que parecía salido de una cueva.
La turma de Galba, formada por treinta jinetes, entró en el patio central del fuerte precedida por el carro y se dispuso en formación ceremonial. Los invitados de la boda les seguían como muchedumbre exultante, balanceando las antorchas. Valeria lo miraba todo con curiosidad. El edificio principal quedaba frente a ellos, y en su anodina fachada una entrada conducía a un patio y una columnata. A su izquierda quedaba el hospital, y a su derecha su nuevo hogar, de dos plantas y muy iluminado, donde los esclavos, obedientes, lanzaban serpentinas desde las ventanas. En los aleros lucían guirnaldas hechas con ramas de abeto, y el suelo estaba tapizado de pétalos de flores. Aun así, no había duda de que la arquitectura de la residencia militar era utilitaria, fría, sólida, práctica y austera. Tragó saliva. Aquel era el escenario donde iba a desarrollarse su nueva vida.
Marco saltó del carro y la ayudó a descender de él, pero apenas en el suelo le soltó la cintura, como si quemara.
—¡Besa los labios de nuestra Venus, Marco! ¡Hazlo por nosotros! —gritó alguien.
El comandante hizo caso omiso de las súplicas.
—¡Ahí dentro va a besar algo más que sus labios! —añadió otro.
La pareja pasó ante la solemne guardia formada por los hombres de Galba y se dirigió a la puerta principal, donde Savia los esperaba con un cuenco de aceite. Valeria hundió en él los dedos, como exigía la tradición, y ungió el portal, pasando los dedos por el marco para asegurar la buena fortuna. Varias gotas cayeron al umbral, y entonces, tras dudarlo un momento, untó de aceite la punta del falo de piedra que había a un lado. La multitud estalló en gritos de aprobación.
Marco abrió la puerta, tras la que surgió un resplandor de velas y lámparas, y, siguiendo la tradición, se adelantó para impedirle la entrada a Valeria.
—Dime tu segundo nombre, mujer desconocida —le ordenó en voz tan alta que los espectadores, desde fuera, lo oyeron. Aquella era la petición ritual.
Las mujeres carecían de él, por lo que, siguiendo las costumbres nupciales romanas, ella adoptaba el suyo.
—Mientras tú seas Lucio, yo seré Lucia —respondió con voz clara. Entonces, por fin, Marco volvió a alzarla con sus fuertes brazos y, lleno de orgullo, atravesó el umbral y la condujo a su nueva vida.
Marco depositó en el suelo a su esposa. Su nuevo hogar tenía un pavimento britano hecho con tablones de madera pero, para su tranquilidad, las paredes interiores estaban rebozadas y pintadas a la manera romana, con intrincados y vistosos motivos geométricos. Su esposo no hizo ademán de quitarle la capa, por lo que ella misma se desprendió de ella y se la dio para que la dejara sobre un banco. Savia y los sirvientes habían desaparecido. Solos al fin, pasado el momento de las multitudes, Marco parecía aliviado, pero seguía sin saber qué hacer.
—¿Quieres que te enseñe mis aposentos? —Todavía no se había acostumbrado a usar el plural.
—Mañana, tal vez. —Ella temblaba ligeramente. Su esposo se veía muy atractivo, pero ahora le pareció mayor, distante, formal, como una estatua. Se había dado cuenta de que era un hombre reservado, de que nunca poseería el talante dramático de un César ni la elocuencia de un Cicerón. Sin embargo, ¿acaso su silencio no lo hacía más profundo, más sincero, menos vano?
—Sí, claro —repuso él, como excusándose—. ¿Te apetece un poco de vino?
—El que he bebido ya se me ha subido a la cabeza, y si bebo más me va a salir volando.
—Pues yo sí tomaré otra copa.
Subieron el corto tramo de escaleras que conducía al comedor y se la sirvió. Sobre la mesa que ocupaba el centro de la habitación habían esparcido flores, y tras ella se alzaba un mural que representaba una batalla britana: unos legionarios se alzaban sobre carros destrozados y unos britanos se agazapaban cobardemente a sus pies. Las paredes estaban decoradas con cascos, lanzas y cornamentas de animales, que sobresalían como el falo de la entrada.
—Es un lugar bastante masculino —le dijo a modo de disculpa—. Mis predecesores no estaban casados. Pero con tus cosas aquí, ya irá cambiando. —Señaló unas armas oxidadas—. Estos son trofeos que la petriana ha ganado en combate. Mi meta es añadir los que gane yo.
—¿Cuánto tiempo lleva construida esta casa? —preguntó ella por decir algo.
—No sé, doscientos años, tal vez más. Los fantasmas de todos los comandantes deben de vagar por ella.
—¿Fantasmas?
Marco sonrió.
—Es una forma de hablar. Lo que digo es que la tradición del ejército pesa. Yo la he heredado, y ahora también te pertenece a ti. La caballería es el cuerpo mejor pagado y el que recibe el mejor entrenamiento, y precisa de los hombres más ágiles y valerosos. Aquí no se acepta a los blandos. Nada de tejedores o pescadores. Buscamos a carpinteros, picapedreros, carreteros, herreros.
—Estoy cansada, Marco.
Su esposo la miró con gesto de preocupación.
—¿Quieres sentarte?
—Deberíamos irnos a la cama —repuso ella con dulzura.
—Sí, claro.
La cámara nupcial era pequeña, lo habitual en toda casa romana, para conservar el calor de sus ocupantes. Disponía de una sola ventana alta de vidrios de colores, y su mobiliario estaba compuesto por un arcón, una mesa pequeña y una silla. Sobre la cama habían esparcido flores de manzano, y el incienso impregnaba el aire con su sensual aroma. Sin embargo, su aspecto espartano no llegaba a disimularse.
Sus sombras temblaban a la luz de la lámpara de aceite.
—Eres muy bella, Valeria.
Ella levantó la barbilla.
—¿Piensas besarme, Marco? He venido desde muy lejos.
Él asintió y se acercó. Esta vez el beso fue más profundo —muy distinto de los besos furtivos que le daban los chicos que había conocido en Roma— y ella notó el aroma del vino y de algún viril almizcle, embriagador e intenso. Cuando él la rodeó con sus fuertes brazos, a Valeria le recorrió un ligero escalofrío. Marco la atrajo hacia sí y ella le dio un beso más apasionado, apretándose contra los pliegues de la toga de él, notando la firmeza del cuerpo que ocultaban. ¡Casada! Ahora todo era distinto.
Casi sin aliento, se separaron.
—¡Oh, Valeria! —Estudió su rostro—. Recuerdo cuando te vi en el atrio de tu padre, en Roma. Eras tan joven, tan delicada… Me conquistaste al instante. Y en el bosque te vi desaliñada y frenética. Ahora estás aquí, tan dulce de nuevo, en esta dura tierra de frontera.
—Ahora estamos juntos.
—Sí —convino él acariciándole la mejilla—. Me has dado la ocasión de alcanzar la gloria.
—Una gloria que compartiremos, juntos nos labraremos un nombre.
—Si te hago daño, debes advertírmelo. Debes decirme lo que te gusta.
Ella asintió en un gesto. No sabía qué era lo que le gustaba.
Marco deshizo los nudos ceremoniales que le entallaban el vestido, y debajo se hizo visible el camisón nupcial que aquel bandido había manoseado groseramente. Era tan fino que a través de él se marcaba la hinchazón de sus pechos, la ligera curva de su vientre, el delta de su vello secreto. Se acercó a la lámpara de aceite, la apagó y todo quedó a oscuras. Por un instante el pánico se apoderó de Valeria. Quiso decirle que esperara un poco, que aún no estaba preparada, pero ya era demasiado tarde. ¿Oiría él las palpitaciones de su corazón?
—Quítate la túnica nupcial.
Ella asintió para que supiera que le había oído y al punto se dio cuenta de que no la veía.
—Sí —dijo entonces, y soltándose los últimos alfileres, el camisón cayó al suelo. Su cuerpo se estremeció en contacto con el aire fresco.
Oyó cómo él se quitaba sus ropas, y el crujido de las cinchas que sujetaban la cama.
—Ven, tiéndete a mi lado —dijo Marco.
Valeria avanzó despacio hasta que rozó las mantas de lana con las pantorrillas. Se inclinó, palpando el colchón de plumas hasta tocarle una pierna. Apartó la mano al instante.
—Pero si soy yo —dijo él.
«Venus, dame fuerzas —rezó ella—. Cree que soy tonta». Se subió a la cama, se tendió junto a él y sintió los latidos del corazón de Marco, su mano fuerte que se alargaba para tocarle el brazo, el costado. Sus caricias la calmaron.
—Por favor, bésame otra vez —pidió.
Lo hizo, con ternura al principio, después con más fuerza, con más impaciencia, y despacio fue cubriéndola con su cuerpo. Pesaba mucho, y ahora notaba un falo de verdad que se le hincaba en el muslo, duro, caliente. Deseaba a medias tocárselo, y a medias sentía impulsos de apartarlo. Así que no hizo ninguna de las dos cosas, y esperó a ver qué sucedía. Las manos de Marco se movieron sobre sus pechos, le besó uno de ellos, y entonces, con una poderosa pierna, le separó los muslos.
—Tengo miedo —susurró ella.
—No tardaremos mucho.
Marco jadeaba y embestía con insistencia. ¿Cómo iba ella a acostumbrarse nunca a aquella invasión? Ojalá pudieran pasar más rato besándose. Se aferraba a sus anchas espaldas, y sin darse cuenta le hincaba las uñas. De pronto sintió un dolor agudo.
—¡Oh! —Se dio cuenta de que había gritado.
Entonces él entró en ella tan adentro que parecía imposible, pero en vez de gustarle menos, empezó a gustarle más, a notarse húmeda y plena. Se relajó un poco. Marco se estaba moviendo de nuevo, jadeaba, y con sus embestidas se movían los dos. Ella seguía tendida, obediente, escuchando el crujir de la cama, intentando entender lo que sentía. No es que fuera bueno ni malo, sino algo confuso…
De pronto, él se agarrotó. ¿Había hecho ella algo mal? Marco gimió, emitió una especie de grito, y se derrumbó sobre ella jadeando.
Se quedó así tendido, sudoroso, como un muerto.
—Marco, ¿estás bien?
Su esposo levantó la cabeza.
—Dame un hijo, Valeria —le dijo, y se apartó de ella.
Ella estaba temblando.
—Abrázame, por favor —rogó.
Marco la estrechó entre sus brazos. ¡Así que tanto misterio para eso! Valeria estaba sorprendida, y se sentía algo decepcionada. La cama estaba húmeda, y Marco mantenía sus caderas separadas de las de ella, que todavía no sabía qué aspecto tenía su esposo desnudo.
—Te quiero, Marco —le dijo al fin. Estaba recuperando la confianza en sí misma. ¡Ya era una mujer! Lo abrazó—. Ahora quiero ir aprendiendo cosas de ti para llegar a ser una buena esposa. Todos tus pensamientos, todos tus secretos. Y lo que pueda aprender de Britania.
Marco respiraba muy cerca de ella.
—¿Por qué sois tan curiosas las mujeres?
—Nos preocupamos por nuestros hombres.
Antes de replicar, hubo un instante de silencio.
—Y yo me preocupo por los míos. Esta noche, nada de secretos. El alba llega temprano y yo me debo a mis tropas.
—¿Tus tropas? ¿No puedes dedicarme a mi el día de mañana?
—Hay mucho que hacer. Ocuparse de la emboscada del bosque, entre otras cosas.
Valeria se arrimó más a él.
—¿Y qué puedes hacer? Se escaparon.
—Galba está investigando, y no parará hasta encontrarlos. Es un provinciano rudo, seco como un palo, pero es todo un soldado, de eso no me cabe la menor duda. —Hizo una pausa—. ¡Qué cerca nos ha rondado la desgracia! ¿Y si te hubiese perdido a menos de un día de distancia del fuerte?
—¡Tú me salvaste! ¡Galba y tú, los dos! —Se aferró con más fuerza a sus brazos—. ¿Cómo lograron tenderme una emboscada esos bárbaros?
—Deben de tener espías. Pero nosotros también los tenemos.
Ella se quedó tendida boca arriba, pensando en el verde y frondoso bosque, en los hombres salvajes que se habían descolgado de los árboles. Todo había sido muy repentino, pero a la vez se notaba que lo tenían bien preparado. Pensó en el buen latín que hablaba el jefe, en su engreimiento, en su descaro.
—Marco.
—¿Mmmm? —Ya estaba medio dormido.
—¿Cómo se habrá enterado el hombre de la cara pintada de que yo sabía montar a caballo?
—A lo mejor se lo dijo el gladiador. El te traicionó.
Valeria se acurrucó entre sus brazos.
—Cuídate de aquel en quien confías —recordó.