La boda de Marco y Valeria se celebró al iniciarse uno de esos largos anocheceres azules tan habituales de las primaveras de la Britania septentrional. Las nubes se abrieron para mostrar un cielo claro como un estanque, y la estrella vespertina brilló como una lámpara de buenos augurios. A su vez, las luces de la villa de Falco y Lucinda también se encontraban encendidas. Las velas parpadeaban entre guirnaldas colgadas y lámparas de aceite, proyectando un resplandor de un tono rojizo. Los esclavos tarareaban melodías alegres anticipándose al banquete; las viandas serían tantas y tan abundantes que habría incluso para el servicio. Pollo con salsa de pescado, cerdo con orejones de albaricoque, caracoles purgados con leche, liebre rellena, pastel de salmón, lentejas con castañas, cebollas con puerros, ostras envueltas en algas y gambas en salmuera traídas en barriles desde la costa. En los humeantes fogones se cocinaban gallos, pichones, lampreas estofadas y muslos de venado. Había bandejas de olivas, de quesos, pastelillos dulces y confites, huevos duros, verduras encurtidas e higos secos. Los recipientes de hidromiel brillaban como el ámbar, mientras que la cerveza britana y el vino italiano llenaban jarras y copas. Algunos productos habían sido importados, dada la escasa imaginación de los cocineros de Britania, pero Marco y Falco habían aportado el dinero necesario para acallar cualquier posible queja de los exigentes romanos. Tanto dinero, en realidad, que el flujo de visitantes y regalos que llegaba a la puerta de la villa era incesante.
El honor de un aristócrata era el honor de su vecindad. La alianza entre Marco y Valeria prometía elevar el estatus no sólo de la caballería petriana, sino del pueblo adyacente. ¡La hija de un senador! Hasta los lugareños codiciaban una invitación al enlace.
Por supuesto, la cesión de la villa había proporcionado al centurión Falco una incipiente familiaridad con su nuevo comandante. Marco contaba con dinero y posición, mientras que Falco gozaba de experiencia y raigambre local. Ambos eran conscientes del beneficio mutuo que se derivaba de su relación, y Falco intentaba consolidarla.
—¿Qué sientes al poner fin a tu soltería, prefecto? —le preguntó con desenvoltura mientras su superior se arreglaba con parsimonia su toga blanca ceremonial, maldiciendo en voz baja lo complicado de los ropajes patricios—. ¿Ganas en compañía o pierdes en libertad?
Marco torcía el gesto frente a uno de los espejos de mano de Lucinda. Le desagradaban las ceremonias, y no se sentía cómodo siendo el centro de atención. Por desgracia, las dos cosas eran inherentes a su nuevo cargo.
—El casado eres tú, así que eres tú quien debe decírmelo. De momento he ganado este puesto y una nueva oportunidad. Todavía está por ver en qué va a convertirse Valeria. De momento parece muy dulce.
—¡Dulce! ¡Por los dioses! ¡Es hermosísima! Sus ojos son como una noche estrellada y su piel como una flor de primavera. Tiene las curvas de Venus…
—Mejor que Lucinda no oiga esos arrebatos poéticos o se pondría celosa.
—Sus celos comenzaron en el momento mismo en que esa ninfa apareció en la carreta. Estaba más guapa después de la emboscada que muchas otras mujeres después de darse un baño. Esta noche de bodas te la envidio.
Marco meneó la cabeza.
—Doy gracias a los dioses de que pueda celebrarse. Ese bandido casi la rapta. Estar a punto de perderla a las puertas de mi casa, y con el cargo que ocupo… he escapado por los pelos de un desastre. ¿Te imaginas la ira de su padre? ¿La indignación del mío? He recorrido mil millas para labrarme una reputación, no para destruirla.
—Ya te vengarás. Los hombres de Galba están ofreciendo oro a cambio de información, y los bárbaros son capaces de vender hasta a su madre por una moneda. Entretanto, gozarás de una conquista más placentera.
La sonrisa de Marco no ocultó su incomodidad. Lo cierto era que entre hombres se sentía violento y entre mujeres, tímido. Ellas siempre le habían parecido criaturas misteriosas, con frecuencia frívolas e impredecibles. Además, nunca había poseído a una virgen.
—Sé poco de muchachas jóvenes —confesó.
—Eso cambiará esta noche.
—No es que no esté impaciente por estar con ella. Es que…
—Eres buen jinete, ¿no?
—Eres tú quien debe juzgar eso.
—Las mujeres son como los caballos. Hay que tratarlas con calma y dulzura. Como mínimo, el resultado serán los hijos. Y como máximo, el amor.
—Sí, el amor. —Marco parecía taciturno—. La plebe se casa por amor, ya lo sabes. Los cristianos lo atribuyen a ese extraño dios famélico. Pero para la gente de mi rango no es tan fácil. A veces no sé si entiendo este mundo.
—No se trata de entender, sino de sentir.
—Es tan hermosa que… da miedo. Quiero decir que no nos conocemos. Y cuando te decía que no conozco a las mujeres, me refería a que no sé nada sobre la convivencia con ellas. Qué hacer después de haber compartido la cama.
—El secreto es que en realidad se cuidan solas. También en eso son como los caballos. Y si les dejas, te cuidan a ti.
—Todo lo comparas con los caballos.
—Son lo que mejor conozco.
El novio se puso muy tieso, ensayando su entrada.
—Me prometí a ella para obtener este puesto, Falco. Podría haber seguido en Roma, viviendo del dinero de mi familia, sin ambiciones, pero ese no es mi destino. Mi padre hizo su fortuna vendiendo sal, pero ambiciona el honor marcial. Y yo quiero probarme a mí mismo. Fue el padre de Valeria quien sugirió nuestra unión…
—Propiciada por los dioses, como ya he dicho.
Entonces ¿por qué sentía ese recelo? Porque en realidad él era un hombre refinado, no un soldado. El tribuno a quien había sustituido, aquel horrible Galba, lo había advertido de inmediato, a pesar de los ademanes marciales y la coraza dorada de Marco. Se sentía incómodo entre aquellas gentes vulgares. Ahora temía que su mujer también lo desenmascarara, que se burlara de su naturaleza reposada. Pero si no lo hiciera, si le ayudara…
—Valeria es dulce, aunque algo testaruda —comentó.
—Parece poseer una viva inteligencia.
—¡Casi ha osado sugerir que celebráramos la ceremonia con un sacerdote cristiano! Es la influencia de su criada. Yo le he dicho que no pienso participar en un culto en el que sus creyentes simulan comerse a su dios. El centurión Sexto sirve en el santuario de la guarnición. Lo hará bien.
—¿Y ella? ¿Se ha avenido?
—Parecía querer complacerme.
—La obediencia es una buena señal.
—Sí. —Vaciló—. Me ha dado la razón, pero en el fondo no está convencida. ¿Sabías que a los soldados de Galba les dijo que le gustaría montar como los hombres?
—Todos hemos oído hablar de su coraje.
—Podría haberse roto el cuello, y cuando apareció ante mí, su aspecto era el de una cualquiera. Mi madre nunca montó a caballo. Ni mis abuelas.
—Pues da gracias a los hados por no haber tenido que casarte con ellas. Estos son tiempos modernos, prefecto. Las nuevas ideas se abren paso en todo el mundo. Espera a ver a algunas mujeres salvajes del norte: yo las he visto luchar, maldecir, arar, regatear, mandar, escupir y orinar.
Marco frunció el entrecejo.
—Por eso quería que mi prometida fuera una romana decente, centurión. No he recorrido mil millas para casarme con una bárbara. A los bárbaros he venido a derrotarlos.
El salón del banquete estaba resplandeciente. Las velas iluminaban más que el sol reflejado en un lago. El aire se impregnaba de los aromas de las especias, los vinos, los aceites de los hombres y los perfumes de las mujeres. Sin embargo, Valeria, con su vestido blanco tradicional, blanco y provisto de un velo color azafrán, destacaba como una piedra preciosa, y el pelo negro, ondulado, le caía en cascada bajo la tela dorada y translúcida. Lo llevaba dividido en seis partes, rematado en sendas puntas de lanza de Bellona, hermana de Marte. Sobre cada mejilla, tres rizos, a la manera de las vírgenes vestales. Sus sandalias eran amarillas y ceñía su cintura un cordón dorado de intrincados nudos que sólo su esposo podría desatar.
Para su sorpresa, Valeria constató que no estaba tan asustada como había esperado. El novio seguía siendo un desconocido para ella, pero le resultaba muy atractivo y honesto, y tras la confusión inicial de la emboscada se había mostrado solícito y flexible con los preparativos de la boda. Parecía algo falto de iniciativa —su tolerancia ante la tardanza de ciertos envíos había retrasado la fecha de su unión hasta principios de mayo, mes nada propicio, a pesar de todos sus esfuerzos por impedirlo—, pero él era un hombre de letras, y aseguraba que creer en la mala suerte no era más que una absurda superstición. Estaba impaciente por llegar a conocerlo mejor, y sentía cierta inquietud cuando pensaba en hacer el amor con él. ¿Sería maravilloso? ¿O le haría daño? Ojalá hasta ese momento hubiera sido más decidido con sus caricias —una experiencia mayor le habría resultado tranquilizadora—, pero era cierto que su timidez lo hacía menos amenazador. Ninguno de sus actos había logrado aún prender la mecha del amor que le había predicho la druida de Londinium, pero todo llegaría a su debido tiempo.
Lucinda había intentado explicarle cosas.
—Los hombres no hablan con tanta franqueza de sus sentimientos, pero los tienen igual que nosotras. Aprenderás a interpretar sus estados de ánimo y a encauzarlos, y a amarlo.
—¿Como tú y el centurión Falco?
Su anfitriona rio.
—Todavía sujeto las riendas.
—¿Así es el amor?
—Su naturaleza es protegerte. Y tú le enseñarás cómo debe abrazarte. Y cuando lo haga… —la señora sonrió—. Cuando lo haga los dos seréis más fuertes ante los embates del mundo que una plancha de hierro.
Primero se celebró una sencilla ceremonia. Sexto, veterano del muro, bonachón y de discurso llano, hizo un papel muy digno y diplomático, invocando a la diosa de su manantial para que la felicidad de la pareja brotara y ascendiera como un surtidor. En deferencia a las variadas creencias de los presentes, pidió que los demás dioses —el cristiano, los romanos, los celtas— se unieran y bendijeran también la unión.
Durante el discurso, Marco se mantuvo muy envarado, como si temiese cometer algún error. Valeria se mostraba modosa, como correspondía, pero de vez en cuando dedicaba alguna mirada furtiva a su querido esposo. Cuando él le tomó la mano derecha para prometerle fidelidad, se la estrechó con tanta fuerza que parecía más estar sellando un acuerdo comercial que transmitiéndole todo su amor, pero cuando repitió el gesto con la izquierda lo hizo con delicadeza, y entonces le puso el anillo en el dedo que los médicos aseguraban que, mediante un nervio, conectaba directamente con el corazón. La alianza llevaba grabado un relieve de la diosa Fortuna; cuya intervención tal vez fuera a hacerle falta para vencer los temores que le suscitaba el mes en que se celebraba la boda. Al fin, Marco le levantó el velo y ella le dedicó una tímida sonrisa. Y nada más. Como era debido, él no hizo intento de abrazarla o besarla. Aquello debía esperar hasta la conclusión de las celebraciones. A Valeria la condujeron hasta un triclinio donde, sólo por esa noche, se le permitiría tumbarse para cenar, como los hombres.
—Y ahora comed y bebed para que vuestra dicha se convierta en la suya —concluyó Sexto dirigiéndose a todos los presentes.
Estos le obedecieron de buen grado.
Hubo músicas tocadas por laúdes y flautas, juegos de ingenio y poemas de amor. Una doncella del lugar ejecutó una vigorosa danza de rápidos movimientos, girando y moviendo los pies al ritmo de unos tambores antiguos. La música era elemental y simple, pero la melodía resultaba tan primitiva que parecía sangre que bombeara directamente al corazón de Valeria, llevándole el eco de un mundo indómito. ¿Así era lo que había más allá del muro? Se sentía superior, como la señora de la fortaleza y de la civilización que defendía. Sin embargo, ¿qué sentiría siendo tan libre como aquella celta salvaje, que danzaba y bebía y miraba a los hombres con descaro?
«Del deber nace la entrega, y de la entrega, el amor…».
Los esclavos iban y venían entre los invitados como fantasmas invisibles, les llenaban los platos y las copas, picaban a escondidas y sonreían muy discretamente al constatar la embriaguez creciente de la mayoría de los asistentes. Uno de ellos, en concreto, era alto y fuerte pero bastante torpe, y poseía esa mirada indómita del que lleva poco tiempo en la cautividad. ¿Qué derrota, se preguntó Valeria, lo había conducido hasta allí? ¿Habría tenido que separarse de su esposa?
Clodio, recostado en otro triclinio, también estudiaba al sirviente, aunque no precisamente con buenos ojos. Mientras gran parte de la concurrencia se divertía estentóreamente, el joven tribuno llamaba la atención por su silenciosa presencia. Había presenciado la breve ceremonia que había convertido a Valeria en esposa de Marco con una sonrisa forzada, y ahora se obligaba a fijarse en aquel esclavo para no hacerlo en la recién casada. Ella seguía echada en el triclinio nupcial como una manzana madura, dorada, con su piel suave y perfecta, sus ojos oscuros, brillantes y jubilosos, su pelo como un manto de seda de Asia, y contemplarla suponía para él una especie de deliciosa tortura. Casada con un hombre de corcho que parecía un poco incómodo hasta de tenerlo a él en su equipo, un prefecto que sentía más admiración por su cargo que por la mujer que se lo había dado…
Clodio también se encontraba a cierta distancia de Galba que, sospechaba, le culpaba a él por aquella emboscada. ¡Por los dioses! La decisión de ir a buscar aquellas remontas no había sido suya. Sin embargo, sí había sido él quien se había visto atrapado en la encerrona celta, y él quien había quedado en evidencia. El relato de su primer encuentro con su comandante, despojado de espada y montura, se había propagado con rapidez por todo el fuerte. Una turma de soldados se había presentado frente a él con unas líneas rojas pintadas en el cuello y sonriendo como idiotas.
Nunca en su vida había sufrido semejante humillación.
¡Qué largo iba a hacérsele ese año! Las pocas jóvenes romanas del fuerte eran unas mocosas tontas y provincianas que se reían por todo, mientras que las mozas celtas parecían vulgares e independientes, en cualquier caso de un estamento inferior. Ninguna competía con la belleza de Valeria. Y lo peor era que la herida en el cuello le escocía y le obligaba a llevar un ridículo pañuelo para ocultarla.
Lo que sí podía hacer era beber, y a ello se entregaba sin pausa. Daba grandes tragos, como si estuviera sediento, y no tardó en observar la fiesta con mirada turbia. Todos parecían pasarlo en grande, cosa que le ponía de peor humor, y hasta los esclavos se divertían, bueno, menos aquel al que no paraban de caérsele las cosas al suelo.
—¿Quién es ese esclavo alto y torpe? —le preguntó irritado a un mercader que respondía al nombre de Toro—. Parece un elefante en una cacharrería.
El britano miró hacia donde él señalaba.
—Según me han dicho, es el gran príncipe de los escotos. Capturado por Falco en una batalla reciente. Creo que se llama Odo.
—¿Un príncipe recogiendo restos de comida?
—Fue Galba quien le tendió la trampa.
—Ah, claro, Galba. Nuestro gran estratega. —Clodio miró al fondo de la estancia. El tribuno seguía sentado en un rincón en penumbra, solo y muy tranquilo, bebiendo de su copa, sin alzar en ningún momento la mirada para observar a los recién casados, e ignorando los intentos de los demás de trabar conversación con él—. Nuestro guerrero invicto. Excepto en el momento de impedir que me hirieran el cuello.
—Fue un bárbaro quien lo hizo, no el tribuno. Seguramente algún joven impetuoso como tú, o como ese esclavo de Eiru. Todos dispuestos a poner fin a vuestra vida justo cuando empieza, cuando el propósito auténtico es disfrutarla hasta el final.
—Sí, como él. —Clodio apuró toda su copa—. Hermano de armas de la escoria britana. —Alargó el brazo para coger un higo y su mirada se detuvo en Valeria una vez más. Sin querer, volcó la jarra de su interlocutor y la cerveza se extendió por la mesa. Se quedó mirándola, impávido, mientras varias cabezas se volvían en su dirección. ¡Qué vergüenza!—. ¡Esto es lo que opino yo de la cerveza de Britania! —exclamó.
Un romano soltó una carcajada. Alentado por ella, el joven tribuno se puso en pie y se tambaleó, y los asistentes, expectantes, comenzaron a reír. La curiosa bufanda del joven suscitaba velados comentarios.
—En realidad, y hasta la fecha, es lo que opino ¡de Bretaña entera!
Se oyeron risotadas y silbidos de rechifla.
—La cerveza te lleva al mismo sitio que te lleva el vino —comentó Toro mientras observaba con ceño a la esclava que limpiaba el estropicio—. Y es más barata y además tiene un sabor mucho más contundente. —Varios invitados aplaudieron, y el mercader hizo un gesto para que le sirvieran más.
Odo se adelantó.
—¿En serio? —inquirió Clodio—. Pues si me permitís, os relataré la observación rimada que sobre este asunto escribió el emperador Juliano durante su estancia en Britania. Su sabiduría resulta reveladora.
—¡Sí! —gritó la concurrencia—. ¡Recítanos la opinión del emperador pagano!
Odo se inclinó junto a Clodio para llenar la jarra de Toro.
—El escrito se titula Del vino que se hace con cebada —anunció.
Los demás romanos rieron. El desprecio a la basta bebida norteña era bien conocido.
—«¿Quién te inventó y por qué? —declamó Clodio, alzando la jarra de su vecino para que los demás la vieran y mirándola con teatral expresión de desconcierto—. Por el amor de Baco, no lo sé».
Hubo risitas, algún aplauso y gritos de desaprobación.
—«El vino huele a néctar, como dijo el poeta. —Clodio, reticente, hizo el ademán de oler la cerveza—. Y este brebaje, dioses, a mofeta».
Risas, aplausos. Envalentonado, Clodio hizo una reverencia. Y en ese momento, de manera impulsiva, volcó la jarra y vertió su contenido sobre la cabeza de Odo.
El esclavo se puso rígido. Las risas cesaron. Odo se quedó con mirada ausente, parpadeando por culpa del escozor en los ojos.
Clodio bajó la vista y contempló la cabeza mojada del esclavo, sonriendo divertido.
—Pequeño celta, ¿acaso no te gusta la bebida de tu país? ¿O es que esperas que te sirva un poco más?
El esclavo sabía que no debía responder.
Clodio esperó, retándole a hacerlo, y luego le arrojó las últimas gotas a la cara, haciéndolo retroceder.
—No creo que nuestro príncipe escoto coincida con el gusto romano, camaradas. Tal vez sea demasiado bueno para nosotros.
La estancia se sumió en el silencio.
De pronto, el esclavo meneó la cabeza con fuerza, sacudiéndose el pelo, y salpicó de cerveza a Clodio y Toro.
El primero estalló de rabia.
—¡Maldito seas! —exclamó arrojándole la jarra a la cabeza. El esclavo se tambaleó.
La broma había llegado demasiado lejos. Falco se puso en pie.
—¡Por Mitra! Tiéndete, Clodio, que estás ebrio.
Clodio se volvió con paso vacilante.
—Al contrario, querido anfitrión, todavía no lo suficiente. La mitad de lo que he bebido se me ha ido por este orificio que los celtas me abrieron en el cuello. —Señaló el pañuelo y se rio de su propia gracia.
Galba seguía la evolución de aquel episodio con gran interés.
—Recuéstate, tribuno —terció Marco, y en su voz se oyó claramente la advertencia.
Al fin, dándose cuenta de que había traspuesto el umbral de la compostura, Clodio dedicó al novio un saludo forzado y obedeció.
—Como desees —dijo, antes de derrumbarse en su triclinio.
Durante un largo instante, el incómodo silencio persistió en la sala, pero enseguida volvieron a sonar las flautas y los tambores. A Toro le trajeron un trapo para que se secara el rostro y el rumor de las conversaciones pobló de nuevo el aire. El mercader se apartó, airado, del oficial romano.
Falco se acercó.
—Odo, puedes retirarte por esta noche —le dijo en voz baja al esclavo, que sangraba a causa de la brecha que la jarra le había abierto en la frente. El escoto le respondió con un parco asentimiento de la cabeza y se alejó. El centurión le observó y cuando se hubo ido se agachó para hablar con el joven patricio—. Estas son precisamente las necedades que mantienen vivos los conflictos en este país —le riñó sin alterar la voz—. No hace falta que bebas cerveza britana si no te place, tribuno, pero no hagas escarnio de ella. Ni de mis esclavos. Ni de mi casa.
—Mi futuro tutor, Galba, dice que debemos gobernar la isla mediante el temor —murmuró Clodio—. Mi comentario no tenía mala intención, pero llevo poco más de un mes en Britania y ya estoy cansado de ella.
—¿Y te has preguntado dónde está Galba, imbécil?
Clodio lo buscó con la mirada en el otro extremo de la sala, pero su sitio estaba vacío.
—Sí, es cierto, ¿adónde se ha llevado su cara de malas pulgas?
—Galba está tan interesado en no llamar la atención sobre la emboscada que habéis sufrido en el bosque como tú en conmemorarla, por lo que se ve. Sabe que si Valeria logró escapar de los bandidos fue más por suerte que por otra cosa. ¡Y ahora tú se lo has recordado a todo el mundo! Así que Galba me ha comunicado que esta noche va a pasarla fuera, con sus hombres, organizando una guardia de honor capaz de reparar el suyo. No creas que a nuestro comandante le pasará por alto su gesto de contrición.
—¿Galba arrepentido?
—Está pagando la penitencia de los dos.
El joven tribuno miró alrededor, deprimido de pronto. Todos eludían su mirada.
—He dado un espectáculo bochornoso, ¿no es así? —dijo con voz lúgubre.
—Dale a esta provincia la ocasión de funcionar, Clodio. Dale a la guarnición tiempo para coordinarse.
—A los soldados no les caigo bien.
—Porque no están seguros de que ellos te caigan bien a ti.
El tribuno pareció entristecerse.
—Yo quiero formar parte de ellos.
—Pues entonces actúa como ellos. Lo que cuenta es el fin, joven tribuno.
Clodio tragó saliva, con expresión avergonzada.
—Te pido disculpas por mi grosería. Estoy borracho y tú tienes razón, no puedo tener una idea formada sobre Britania. Yo también voy a pasar la noche al raso, a ver si enderezo este entuerto.
—¿Enderezarlo cómo?
—A ver si, como Galba, restauro mi honor perdido.