CAPÍTULO 12

—¡Por los dioses! —exclamó Clodio volviendo grupas—. ¡Un salteador de caminos!

A partir de ese momento, el bosque se transformó en un hervidero.

Un segundo asaltante se descolgó y derribó al romano de su caballo antes de que este pudiera desenvainar su espada. Los dos cayeron al suelo y rodaron, hasta que el malhechor quedó encima y le puso las rodillas en los hombros, y el cuchillo en la garganta.

Casio, el gladiador, dio un salto para coger la lanza, pero dos arqueros le apuntaban con sus flechas directamente al corazón.

De entre los arbustos, o descolgándose de los árboles, surgieron más bandidos que formaron un muro de jabalinas y espadas. Sus miradas eran fieras, sus rostros barbudos, sus ropas de colores pardos, sus armas de gran tamaño.

En un instante hicieron prisioneros a los romanos.

—Si os resistís os matamos —dijo el primer hombre mientras rodeaba la mula para examinar a las dos mujeres, que se mantenían abrazadas.

Avanzaba con movimientos de pantera.

¿Quién era? Alto y disfrazado de manera grotesca, según le pareció a Valeria, el largo cabello se le enredaba en la cara —que por lo demás llevaba afeitada al estilo romano— pintada de verde y negro. Algunas hojas se le habían pegado al pelo y las botas, en las cuales llevaba remetidos sus pantalones britanos, muy sucios de barro. Lo que le confería humanidad eran sus ojos, de un azul intenso y que revelaban una inteligencia despierta y confiada. Cruzada a la espalda llevaba una larga espada de bárbaro, y colgado del cinto un cuchillo casi tan largo como un gladius romano. No llevaba coraza. Su túnica, medio abierta, dejaba entrever un pecho moreno y musculoso. Hablaba con voz pausada en buen latín.

—Estás muy lejos de casa, bella dama.

Valeria miró alrededor en busca de ayuda. Clodio seguía tendido en el suelo, boca arriba, con un asaltante encima. Estaban maniatando a Casio, y uno de los bandidos le murmuraba algo al oído. Savia miraba aterrada la punta de la lanza que le apuntaba a sus pechos. Las leyendas de dioses sedientos de sangre y de bárbaros que avanzaban agazapándose de árbol en árbol se habían hecho realidad en un instante.

—Pero veo que te has traído tus cosas —prosiguió el jefe, revolviendo el equipaje como si fuera suyo. Sacó el cuchillo y cortó las cuerdas que lo amarraban. Dentro había muchas joyas de oro, un espejo de mano, un frasco de perfume, una figurilla de ónix de un caballo encabritado, calcetines de lana, un tablero de juegos, un libro de cocina. Levantó burlón un camisón de hilo, bordado especialmente para la boda, para que todos se fijaran en su transparencia. Luego siguió hurgando, hasta que se detuvo.

—¿Para qué llevar piñas a un bosque? —dijo al descubrir unas cuantas en una bolsa de algodón. Valeria. Humillada, se sentó muy erguida y apartó la vista.

—Déjala en paz o acabarás crucificado y servirás de carroña a los cuervos, maldito bárbaro… —La amenaza de Clodio fue ahogada por su captor, que volvió a apretarle la daga contra la garganta.

El jefe parpadeó.

—Mata a ese que hace tanto ruido.

—¡No! —A Valeria se le escapó la súplica sin darse cuenta—. ¡No le hagáis daño!

—¡Ah! —El jefe alzó una mano para detener a su compinche—. ¡Pero si sabe hablar! ¡Y lo hace para interceder por otro! ¿Quién es ese cobarde? ¿Tu amante?

—¡Por supuesto que no! —respondió indignada.

—¿Tu hermano?

—¡Es mi escolta militar!

—Pues no merece la pena que lo conserves.

Ella miró alrededor y echó de menos la presencia de Galba.

—Escúchame, la caballería romana anda muy cerca y no tardará en volver. Si nos matas, te perseguirán con mayor ahínco. Coge lo que quieras y vete.

El bandido fingió considerar su oferta.

—¿Y qué crees tú que puedo querer, aquí, en mi bosque, sobre el mismo suelo que pisaron mis antepasados?

—Este bosque es de Roma —replicó Valeria con más coraje del que sentía—. Y estoy cerca de mi casa, no de la tuya.

—¿En serio? ¿Y qué casa es esa?

—La casa de la caballería petriana.

Él no pareció impresionado.

—Bueno, pues este bosque es el hogar de Dagda, el gran dios del Bien que ya se paseaba por aquí antes de que llegaran los romanos. Dagda sigue cuidándolo para mi pueblo, y no le gustan los intrusos. El bosque nos ofrece todo lo que necesitamos, de modo que no me hace falta nada tuyo.

—Entonces déjanos seguir.

—Bueno, tal vez sí haya algo. Las piñas. —Cogió una—. Curiosas.

—Son piñas secas del Mediterráneo, y las he traído como regalo para mi futuro esposo.

—¿Y para qué iba a querer él algo así?

—Es un iniciado en el culto a Mitra. Estas piñas se queman para obtener protección y alcanzar la inmortalidad. Para los oficiales romanos son sagradas.

—¿La inmortalidad? —Pareció intrigado—. ¿Y quién es ese futuro marido tuyo?

—Marco Flavio, prefecto de la caballería petriana.

El hombre se echó a reír.

—¡Prefecto! Entonces cuenta con más hombres que yo, y yo necesito más protección que él. —Sacó la bolsa de piñas fuera de la carreta—. Estas me las quedo y dejo todo lo demás. —Miró alrededor, pensativo—. Bueno, también podría llevar… te a ti. —Posó en ella la mirada—. Una belleza romana que adorne nuestra tribu. —Guiñó un ojo a sus hombres.

Valeria se ciñó la capa y se aferró al broche con forma de hipocampo.

—¿Aceptas mi invitación?

—¡Nunca me iría con un bárbaro como tú! Antes prefiero la muerte, así que mátame y acabemos de una vez.

El bárbaro soltó una carcajada.

—¿Matarte? Aparte de las piñas y su promesa de inmortalidad, tú eres lo único de valor que hay aquí.

La joven volvió a mirar a su alrededor, desesperada, en busca de un arma o alguna vía de escape. Que la violaran no sólo sería horrible en sí, sino que además impediría que se celebrara la boda y echaría por tierra las carreras de su padre y su prometido.

El bandido miró a Clodio.

—¡Escoria de Roma! Tomaremos prestada tu montura —exclamó, y soltó un silbido. Al momento, apareció otro bárbaro llevando el corcel de Tito por la brida. Valeria se estremeció. ¿Habían matado al soldado?—. La dama y yo partiremos a caballo —anunció a los demás. Se volvió hacia Valeria—. Según me han dicho, te gusta montar.

—Eso no es cierto.

—¿Qué caballo prefieres, tú que eres aficionada a galopar?

—¡Yo no soy aficionada a galopar! ¡No sé!

—Pues me han informado de que amas estos animales y de que sueñas con montar como los hombres. ¿Con cuál de los dos vendrás conmigo a mi fortaleza de Caledonia, en lo alto de una colina?

—Te daré caza con perros si te la llevas, escoria britana. —Clodio había alzado la cabeza del suelo. El hombre arrodillado sobre su pecho le hincó un poco más la daga en el cuello, haciéndolo sangrar. El joven tribuno hizo una mueca de dolor e, impotente, echó la cabeza atrás.

—Vuelve a hablar si te atreves, necio —le advirtió el jefe—, y Luca te cortará la cabeza.

Clodio abrió la boca pero volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno.

El bárbaro agarró a Valeria del brazo y la bajó de la carreta con brusquedad.

—No llevo la ropa adecuada para montar —suplicó ella, y se maldijo al constatar que se le quebraba la voz. ¿Adónde había ido a parar su valor?

—Los celtas tenemos un remedio para ese problema. —Y pasándole el filo de su daga entre las piernas le rajó en dos la estola y la túnica, dejando al descubierto sus rodillas y permitiendo una visión fugaz de sus muslos, que recibieron el beso del aire fresco—. Ya está, ya tienes tus pantalones celtas.

La joven sintió que se desmayaba.

—¡Por favor! ¡Mátame, pero no me lleves!

—Ven conmigo y dejaré libres a los otros.

Temblorosa, se agarró con firmeza a la silla del caballo de Tito. El animal era enorme, y Valeria se dio cuenta de que hasta entonces siempre la habían ayudado a montar. ¿Cómo iba a auparse ella sola? Como si le leyera el pensamiento, su raptor le rodeó las piernas y el trasero y la levantó con un descaro casi natural. A horcajadas, como un hombre, Valeria se sintió humillada, pero también más segura. Ahora entendía por qué los jinetes montaban con tanta seguridad. Notaba el pelaje del animal contra sus pantorrillas desnudas y percibía el calor que despedía su cuerpo. El caballo se removió, inquieto bajo su peso. Ella levantó una mano y se tocó el cabello que le caía por el hombro hasta dar con el broche de la capa.

El jefe de los salteadores se montó de un brinco en el caballo de Clodio y agarró las bridas del de Valeria.

—Nos reuniremos donde hemos acordado —les dijo a sus hombres, que asintieron.

Savia empezó a gritar y Clodio a maldecir, impotente. El bárbaro estaba llevándose a su rehén.

Entonces, Valeria espoleó los flancos del animal, que se puso al paso de su compañero. Su captor la observó con curiosidad. Discretamente, ella se quitó el broche y la capa cayó desde sus hombros como una sábana. Los pliegues se enredaron un instante en la cola del caballo y él se distrajo un instante admirando aquel seductor descubrimiento. Valeria se inclinó y de repente clavó el broche en el flanco del caballo del bandido. El animal se encabritó, relinchando, y derribó al arrogante bárbaro, que cayó al suelo con estrépito. Mientras se incorporaba y echaba mano a su espada, el corcel asustado huyó al galope. Entretanto, Valeria azuzó el suyo y enfiló el sendero, echando a un lado a un hombre que pretendió impedirle el paso. Así, inició un galope enloquecido en busca del tan ansiado fuerte, temiendo que en cualquier momento una flecha le atravesara la espalda. Pero el camino describía una curva, y Valeria desapareció de la vista.

—¡Maldición de Morrigan! —El bárbaro había desenvainado la espada, pero no le sirvió de nada, pues Valeria se había esfumado. Su gesto denotaba ira, pero también cierta admiración—. Esa mujer posee el fuego de Boudicca y la astucia de Cartimandua. —La comparación con la reina celta que había encabezado la sangrienta revuelta contra los romanos y con la que había salvado a su pueblo gracias a una colaboración astuta era todo un cumplido. El jefe miró a sus hombres—. Ha sido una treta muy bien pensada. Y valiente.

—Pero se ha escapado —se lamentó Luca.

—La seguiremos a pie. Los atacotos tenemos más resistencia que un caballo.

Sus hombres protestaron.

—Seguramente acabará cayéndose —vaticinó uno.

—¿Y los demás? —preguntó otro.

—Como la joven se ha ido —dijo el jefe—, los llevaremos con nosotros.

—¡No! —gritó Savia.

En ese momento volvió a oírse el canto de los pájaros, agudo y acuciante. Los bárbaros se detuvieron en seco y oyeron el leve rumor de caballos que se acercaban.

—Arden, son romanos.

No había tiempo que perder. A un silbido del bárbaro, los bandidos se esfumaron entre los árboles, desapareciendo con tanta rapidez como habían aparecido. El jefe se demoró en agacharse para recoger el broche caído al barro. Cuando lo hubo hecho, él también se desvaneció como el resto. El único indicio de la presencia de los celtas era el montón de ramas rotas que habían dejado a su paso.

Savia permaneció inmóvil como una estatua, aturdida por el inesperado giro de los acontecimientos. Clodio se levantó del suelo y fue a coger su espada, pero se detuvo, humillado: su asaltante se la había robado.

Valeria galopaba por el camino asustada y exultante, casi sin aliento al sentir la fuerza del animal, que contraía y relajaba los músculos con un vaivén que semejaba el de las olas del mar. Se sentía culpable por haber abandonado a los demás, pero sabía que aquella era su única esperanza. Debía ir en busca de ayuda. Pero de pronto el caballo tropezó y ella salió despedida por los aires. Aterrizó en el suelo, donde rodó hasta topar con un tronco.

Aquel estúpido corcel la había descabalgado.

El animal se levantó, con la silla medio ladeada, y se alejó cojeando. Lanzó un bufido y le dirigió una mirada acusatoria, como si la culpa hubiera sido de ella.

Ahora sí estaba perdida.

Pero entonces oyó el ruido de muchas pezuñas batiendo la tierra en dirección contraria, y se quedó de pie, temblorosa, tan sucia como su captor. Aturdida, vio entre el follaje el débil refulgir de corazas y armas, y poco a poco fue reconociendo el ritmo decidido de la caballería romana. Muchos más hombres, en efecto, de los que habían partido acompañando a Galba, y todos acudían en su ayuda. Se tambaleó un poco, agotada por tantas emociones, y el alivio y la dicha la embargaron. Dos jinetes aparecieron en avanzadilla y anunciaron el extraño hallazgo de su maltrecha persona. A continuación llegó el trompeta y el portador del estandarte, luego los oficiales…

—¡Marco!

Echó a correr y dejó atrás a los primeros jinetes romanos, ajena a todo decoro, con las piernas medio desnudas, sin capa que ocultara el perfil de sus hombros, la estola rota y cubierta de barro, y totalmente despeinada. Frente a ella, montado en su caballo, estaba el alto pretor, radiante con su loriga de hojas doradas, su casco y la capa roja que ondeaba tras él. Era la viva imagen del porte militar romano.

Lucio Marco Flavio, atónito, detuvo su caballo blanco y fue imitado por sus hombres.

—¿Valeria?

—¡Bandidos, Marco! ¡Quizás ahora mismo están matando a los demás!

—¡Por el Hades y Gethenna! —maldijo una voz que le resultó familiar—. Dejo solo a ese joven necio un día y…

¡Era Galba! Agitando un brazo, el tribuno agrupó a un contingente de hombres y partió al rescate.

Valeria intentó aferrarse a la pierna de Marco, pero él desmontó rápidamente y se quitó la capa para cubrir con ella a su prometida, consciente del desasosiego que despertaba en los hombres. Su desaliño resultaba tentador, y el atractivo de su cuerpo quedaba a la vista de todos. Una vez cubierta, con la capa envolviéndola como una cálida manta, Valeria sintió un gran alivio. «Savia se escandalizaría —pensó—, pero voy a levantar la cara para que me bese». Sin embargo, Marco no satisfizo su deseo y, en cambio, la agarró por los hombros.

—¿Qué estás haciendo aquí sola? —Por Júpiter y Mitra, pensó, su novia estaba tan sucia como una puerca y más perdida que Ulises. Se sentía humillado.

—¡Un bárbaro ha intentado raptarme!

—¿Un bárbaro? —Seguía sin comprender qué había sucedido.

—¡Bandidos, Marco! Nos hicieron prisioneros, pero yo logré montar en un caballo y escapar. Clodio intentó salvarnos pero…

—¿Quién?

—¡Mi escolta! Un nuevo tribuno. Marco recordó el nombre por los despachos que había recibido.

—¿Y dónde está ese escolta?

—Por donde ha ido Galba —respondió señalando hacia atrás.

Por fin Marco entendió la situación, sus prisas, y volvió a montar. Pero al punto vaciló y la miró. Ella alzó los brazos y él, tras un momento de duda, la levantó y la sentó detrás. Valeria le rodeó la cintura con los brazos y apoyó el pecho contra la dura coraza que le cubría la espalda. Por primera vez desde que había salido de casa, se sentía totalmente segura. Se pusieron en marcha y, al galope, desanduvieron el camino que ella acababa de recorrer, seguidos de otros treinta hombres con las espadas en alto, dispuestos a enfrentarse al enemigo. Cuando llegaron junto a la carreta, Clodio estaba de pie, solo, desarmado y con aspecto desvalido.

—¿Dónde están los bandidos?

—Han huido por el bosque.

—¡Oh, mi valiente Valeria! —exclamó Savia saliendo de su escondite, detrás de la carreta—. Ella descabalgó al ladrón.

Marco se volvió para mirarla, sin comprender.

—Espanté a su caballo —explicó ella.

—Al oír acercarse vuestras monturas, han huido —añadió Clodio con voz desconsolada. Tenía la ropa sucia, la vaina vacía y el cuello enrojecido. La sangre de su herida se había secado y le había formado una especie de babero en la coraza, manchada de un marrón rojizo—. Sólo se han llevado unas cuantas piñas.

—¿Piñas?

—¡Piñas secas, Marco! —aclaró Valeria—. Para las ceremonias de Mitra. Te las traía de regalo, pero el bárbaro pensó que le servirían de protección…

El prefecto meneó la cabeza.

—Piñas… Por todos los dioses.

—Seguro que se habrán hecho pasar por mercaderes —apuntó un centurión—. O se habrán descolgado de noche por el muro. Algún centinela sobornado, tal vez. Es una jugada arriesgada.

—¿Y qué crees tú que querían, Longino?

—Obtener algún botín, supongo.

—Pretendían llevarse a Valeria —informó Clodio.

—Pero mis escoltas se mostraron dispuestos a morir antes de permitirlo —se apresuró a aclarar ella, que no quería que castigaran a los hombres de su séquito—. Al bravo Clodio le han hecho un corte en el cuello.

—¿Al bravo quién?

El joven tribuno saludó, avergonzado y dolorido.

—El tribuno Gnaeo Clodio Albino, que lo es desde hace un año, te saluda y se pone a tus órdenes, pretor.

—Por los cuernos de Mitra, las cosas están cada vez peor.

Clodio hizo una reverencia.

—No era así como imaginaba nuestro encuentro, prefecto.

—Yo tampoco. Bueno, bienvenido a Britania, joven tribuno. Parece que has tenido una recepción bastante movida.

Clodio seguía en posición de firmes.

—Cuando pueda volver a montar, ya verán ellos la recepción que les dispensaré yo.

—Eso espero. ¿Y tu caballo?

El tribuno miró alrededor, y la tristeza regresó a su semblante.

—Se ha escapado —admitió.

Alguien soltó una risotada, acallada al momento por una mirada de Marco, que se volvió hacia su prometida.

—Sube a la carreta y componte el atuendo.

Aquello no era una sugerencia, era una orden. Valeria se deslizó por la grupa del caballo y se acercó a Savia, que la esperaba con su capa en la mano para envolverla.

—Y, por Marte, véndate ese cuello, tribuno —añadió Marco—. Te gotea como un desagüe.

Clodio se retiró para cumplir la orden.

Se oyó un crujir de ramas y Galba y sus hombres aparecieron sobre sus caballos sudorosos con rasguños producidos por las espinas y las ramas. El tracio parecía furioso y frustrado. Miró a Valeria con arrogancia y saludó.

—Ni rastro de ellos, prefecto.

—¿Ni rastro? —Marco se fijó en Tito, que iba montado detrás de un soldado—. ¿Quién es ese?

—Uno de los míos. Ha sido víctima de una emboscada. Le hemos encontrado inconsciente y atado.

—¿Y los bandidos? ¿Acaso son de humo?

—Son rápidos y conocen bien este bosque, creo, incluidos sus senderos y escondrijos. —Volvió a mirar a Valeria—. Te presento mis disculpas, prefecto. Creía que ya casi habíamos llegado y recibí órdenes de recoger estas remontas. Si le hubiera insistido a tu prometida para que siguiera conmigo…

—La decisión de adelantarme fue mía, no de Galba —corrigió ella—. Ni de Clodio, ni de Tito. Tenía tantas ganas de verte que insistí en llegar de la manera más rápida.

Marco frunció el entrecejo.

—Si Galba no se hubiera encontrado con mi escuadrón cerca del muro y me hubiera dicho que estabais cerca, tal vez no habríamos llegado a tiempo de rescataros —dijo.

—La fortuna ha jugado hoy en ambas direcciones —observó Galba ásperamente—. Primero un revés, y luego una ayuda. Si los dioses existen, tal vez estén en guerra entre sí.

—Ha sido el Dios verdadero el que nos ha salvado —intervino Savia—. Yo he rezado mucho.

Marco no hizo caso del comentario.

—Pero ¿por qué secuestrar a Valeria? —preguntó.

—Por el rescate —respondió Galba—. Un prometido rico, la hija de un senador… No se me habría ocurrido que pudiera existir un hombre tan descarado y necio, pero al parecer ese bribón es lo uno y lo otro.

El pretor asintió con expresión grave. No era un secreto en la provincia que pertenecía a una familia rica. Todos atribuían ese dato a su nombramiento como prefecto de la petriana.

—Galba, ¿hasta dónde has rastreado?

—No más de un cuarto de milla.

—Entonces todavía podemos atraparlos. —Se giró hacia la tropa de caballería—. ¡Decurión! ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡A los árboles! ¡Encontradlos!

Los caballos se internaron con bravura en el bosque, pero la tarea no era fácil. En un terreno muy irregular, las ramas y la maleza obstaculizaban el avance. Pasaron largas horas rastreando, pero no tuvieron más suerte que Galba. Los celtas se habían desvanecido como la niebla cuando sale el sol.

Y Casio, el gladiador, se había esfumado con ellos.