CAPÍTULO 11

La expedición tardó otros seis días en llegar a Eburacum, sede de la Sexta Legión Victoriosa. A pesar de su impaciencia por arribar a su destino, Valeria agradeció haber podido descansar un día del tedio de su carreta tirada por mulas. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo lento y penoso que era viajar. Al llegar a Eburacum le aguardaba una carta de su madre, que recibió con una mezcla de placer y temor. Se la había enviado tras su partida de Roma, había viajado por correo imperial y había llegado antes que ella.

A mi obediente hija Valeria:

Han transcurrido dos semanas desde que partiste para reunirte con tu futuro esposo, y tu ausencia hace que parezcan dos años. La casa está silenciosa sin tus travesuras, y más vacía de lo que me gustaría. ¡Hasta tus hermanos te echan de menos! Rezo a los dioses para que te protejan, y ansío el momento de tu regreso junto a Marco. ¿Hace frío en Britania? ¿Se ha resentido tu salud? Le pedí a Savia que te hiciera de madre, y espero que su sentido común te ayude a mantener el decoro. ¡Qué viaje tan largo! Lamento que haya sido necesario, pero estoy orgullosa de que hayas aceptado emprenderlo.

Con esta alianza se ha salvado la carrera de tu padre, que te envía recuerdos y te desea lo mejor. Tus amigas se han quedado atónitas ante tu muestra de coraje. Lloro al pensar que no te veré vestida de novia, aunque sé que estarás preciosa. Y a la vez mi corazón se alegra. Valeria, haz que nos sintamos orgullosos y venera a tu nuevo esposo. Marco es un buen hombre, aristócrata de palabra y persona prudente. Su honor será el tuyo. Obedécele, respétale y mantente leal a él. ¡Perteneces a la Casa de Valens! Nunca lo olvides, por más lejana que sea la frontera a la que acudas…

Sin dilación, Valeria le respondió dando cuenta de su buen estado de salud y su disposición de ánimo, pero ¿qué más podía decirle? No es que todavía no se hubiera casado con su prometido, es que todavía no lo había visto. Desde que tenía uso de razón había intentado vivir de acuerdo con los ideales romanos, y no le hacía falta que nadie se los recordara. Con Savia ya tenía bastante. Ya se sentía casada con una tradición un tanto apolillada, con una rancia capa de historia que tenía mil años de antigüedad, con sus famosas batallas, sus proverbios, sus fábulas con moraleja, sus religiones que se superponían y se repetían incansablemente, de la manera más tediosa, para recordar a los ciudadanos cómo debían comportarse. Roma veneraba su propio pasado. ¿También su esposo la adoctrinaría en las virtudes romanas? ¿Y ella? ¿Atormentaría ella de ese modo a sus hijos, cuando los tuviera?

Seguramente. Pero de momento no le interesaba la rectitud. Lo que deseaba era el abrazo de unos brazos fuertes.

Galba se reunió brevemente con el duque para tratar de la administración y la misión de la caballería petriana, así como para recibir unos despachos que había de entregar en el fuerte. Al concluir el encuentro, salió y anunció a Valeria y Clodio un cambio de planes.

—Tendremos que viajar un par de días más. Debemos ir a Uxelodunum, en el extremo occidental del muro.

Valeria protestó.

—¡Pero si llevamos más de un mes viajando!

—Desde Hibernia han llegado remontas, y el duque quiere que las recoja y las lleve a la petriana.

—Creía que nuestra misión era conducir a Valeria hasta el destino de su futuro esposo —objetó Clodio.

—Y lo es, pero con los nuevos caballos.

—Discrepo de este desvío.

—No me importa.

—Yo también soy tribuno, Galba.

—Lo eres de nombre, pero no de hecho.

—¡Me debo a la prometida de nuestro comandante!

—Y el deber de ella es venir conmigo.

Así, siguieron hacia el noroeste al paso que marcaba la carreta, aunque durante el trayecto Clodio no dejó de quejarse y lamentarse.

—Debería habernos llevado primero hasta el fuerte y después haber ido él a buscar sus malditos caballos.

—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —repuso Valeria—. ¿No está cumpliendo órdenes?

—Órdenes que nosotros no hemos oído ni leído. Órdenes que contradicen las de tu futuro esposo. Órdenes que favorecen más los intereses de Galba que los tuyos.

—No veo en qué puede favorecerle a Galba este desvío.

—¡Es un hombre de frontera! Sobornos y corrupción, es igual en todo el imperio. ¿Vamos a Uxelodunum sólo a recoger unos caballos?

—Qué desconfiado eres.

—¿Y por qué no habría de serlo? Se apropia de mi misión de escoltarte, se convierte en tu salvador y te lleva con él a buscar unas remontas.

Clodio se acercó más a ella y bajó la voz.

—La otra noche lo pillé saliendo a escondidas para hablar con un rufián, o un vagabundo, no sé qué era.

—¿A escondidas?

—Sí, yo salí a aliviarme y oí el parloteo ronco de Galba. Conversaba con un celta cubierto con capucha. Cuando los abordé, el desconocido desapareció de repente. Brasidia se indignó y me dijo que estaba sonsacándole información a un areano, un espía del norte. Venden información a cambio de dinero.

—¿Y eso qué tiene de malo?

—¿Por qué no me informa? ¿Por qué no me explica nada? ¿Por qué no me hace partícipe?

Valeria miró a Galba, que marchaba bastante por delante.

—El hace las cosas solo.

—Entonces no entiendo por qué nos castiga con su presencia. Las cosas nos iban muy bien hasta que apareció él.

Ya está, pensó ella. La rivalidad masculina. Tan instintiva y ridícula como siempre. Dos niños que se peleaban por ocupar una posición absurda, derramando sangre por motivos que se olvidaban al cabo de una hora. Y con una mujer de por medio era mucho peor.

—Marco lo envió para que entre todos formáramos un equipo.

—Pues su actitud no es la de un compañero. Nos trata como si fuéramos niños. Deberíamos olvidarnos de él y acudir directamente al encuentro de tu futuro esposo.

Le dedicó una última mirada y se alejó cabalgando solo, como Galba.

A medida que avanzaban rumbo al norte, los pueblos se hacían más escasos y en el paisaje aparecían sinuosos montes barridos por un viento cada vez más intenso. Los campos de cereales y los huertos iban dejando paso a pastizales, luego a páramos y después a zonas pantanosas. Los lagos salpicaban el paisaje con tanta frecuencia que, en aquella región, Britania se asemejaba a una mesa cubierta de utensilios de peltre. Grandes bandadas de patos y gansos pasaban volando sobre ellos como granizo de primavera. Entre tormentas, el cielo se despejaba y las nubes crecían sobre sus cabezas como ruinas de mármol blanco. Las cortinas de lluvia azotaban los horizontes grises y los arco iris señalaban por dónde se abría algún claro. En un par de ocasiones, la comitiva se topó con manadas de ciervos que huyeron a la espesura de los bosques. La presencia de aquellos animales señalaba las diferencias que los viajeros experimentaban en su marcha hacia el norte. Todavía se veían agrupaciones de árboles, jóvenes y ordenados, pero cada vez más extensiones vastas de páramos. Algún que otro leñador se dedicaba a la tala, como hormigas al borde de un enmarañado jardín.

Todavía no había ni rastro de la muralla.

—¿Cuánto tiempo ganaríamos si no acompañáramos a Galba y prosiguiéramos directamente hasta el fuerte de Mareo? —le preguntó por fin a Clodio un día después.

Este la miró con renovada esperanza.

—Dos días, por lo menos.

La segunda tarde llegaron a un pequeño portazgo junto a una torre de vigilancia, en lo alto de una colina llamada Bravoniacum. A partir de ahí, un camino de altas hierbas se desviaba de la calzada principal y se internaba en el bosque, señalando la dirección del muro.

Hicieron un alto para que los caballos bebieran.

—Aquí nos separamos —anunció Clodio a Galba, que frunció el entrecejo.

—¿Qué? ¿Quién se va?

—Las mujeres y yo. No tiene sentido desviar a Valeria cien millas. He estudiado los mapas. Petrianis está sólo a un día a caballo de aquí si se cruza por ese bosque. Mis órdenes, avaladas por el sello del propio Marco, son escoltarla a ella, no a los caballos. Y la llevaré hasta allí personalmente.

Galba soltó una risita.

—No conoces el camino.

—Lo encontraré.

—Tú solo no te encontrarías ni el culo.

Clodio mantuvo la compostura.

—Esta carreta te obliga a ir más despacio. Adelántate al galope y ve por tus caballos. Seguro que llegaremos a la vez al fuerte de la petriana. Así, tanto tú como nosotros nos ahorraremos una o dos noches de dormir en malas camas. —Intentó decirlo con voz autoritaria. Aunque el rango de Galba era superior, él contaba con la seguridad que da la cuna.

—La dama precisa protección —dijo el tribuno supremo.

—Que le brindamos Casio y yo. Préstame a un guía, si lo prefieres, pero déjame terminar mi tarea mientras tú concluyes la tuya.

Valeria ansiaba poner punto final al viaje cuanto antes.

—Sí —terció—. Quiero irme con Clodio.

Galba la miró sin inmutarse. Así que se había decidido por aquel niño. Los demás jinetes asentían en silencio. Todos estaban cansados de aquella lenta misión de escolta. Aquella era la ocasión perfecta para que todos ahorraran tiempo.

—Si la llevas por ese sendero, será tu decisión, joven tribuno, no la mía.

Clodio asintió.

—Decisión que tomo sin vacilar.

—También es decisión mía —apuntó Valeria.

Galba los observó un instante, antes de pronunciar con cuidado sus palabras.

—Sea, pues. Os dejaré a Tito para que os sirva de guía.

Clodio volvió a asentir con la cabeza.

—Creo que es lo más sensato para todos.

—Eso habrá que verlo —replicó Galba, y habló un instante con el hombre que iba a prestar al séquito, le dio una palmada en el hombro y finalmente montó a lomos de su caballo—. ¡Nos vemos en Petrianis!

Una vez tomada la decisión, Galba parecía haber recobrado sus energías. Sus hombres también se alejaron al galope, como al fin liberados de una aburrida lección escolar. Sin la rémora de la carreta, no tardaron en perderse en la distancia.

—Buen viaje —susurró Clodio mientras el rumor se alejaba hasta desaparecer.

Las mujeres se volvieron para contemplar el camino que iban a seguir, que se internaba entre la vegetación. De pronto, su grupo parecía mucho más pequeño y el bosque mucho mayor. A sus pies, el verdor primaveral resplandecía. Valeria esperaba que el muro estuviera tan cerca como decían.

Clodio señaló.

—¿Es por allí, Tito?

—Así es, señor —respondió el soldado—. Un poco de bosque y estamos en casa.

A la mañana siguiente tomaron aquel camino. Dejaron atrás algunas granjas rudimentarias, que dieron paso a pastizales salpicados de ovejas, que a su vez fueron convirtiéndose en páramos desolados y tierras pantanosas. Abedules, álamos temblones y juncos crecían junto a un riachuelo que serpenteaba formando numerosos rápidos. La ruta seguía aquel curso de agua y formaba un túnel de verdor. Más allá, el bosque se veía espeso. La temperatura era más baja allí, y la luz llegaba matizada.

Valeria asomó la cabeza de la carreta para admirar los árboles. Parecían ancestrales y, después de tantos días avanzando por una calzada de anchos márgenes, se sintió envuelta por ellos. El aire adquiría tonalidades verdosas y amarillentas según la luz se reflejara en el agua. Los nudosos troncos eran gruesos como torres y las raíces se extendían por la superficie como patas de lagarto. Las ramas se entrelazaban en la obscenidad de un abrazo. Había árboles que crecían rectos y otros muy torcidos, pero todos crujían y se lamentaban al paso del viento. En Italia los árboles eran más pequeños y los bosques no parecían tan espesos; los caminos eran más anchos, y en sus cruces se erigían templos. Los bosques de Britania parecían primitivos, ignotos.

La recta calzada anterior se había convertido en un camino sinuoso y tapizado con las hojas del otoño anterior, de manera que no veían ni lo que tenían por delante ni lo que acababan de dejar atrás. La carreta se balanceaba y traqueteaba en su avance, y en alguna ocasión se quedaba atrapada en el barro y Casio tenía que empujarla. Sobre las aguas encharcadas zumbaban nubes de insectos. El canto de los pájaros iba perdiendo fuerza. Cuanto más se internaban en el bosque, más húmedo, más insalubre y más silencioso se volvía todo. Nadie hablaba, y lo único que se oía era el tintineo de los arreos y el crepitar del eje.

Así, para todos fue un alivio llegar a un punto donde el camino vadeaba un arroyo de aguas cristalinas, pues aquel curso de agua les proporcionó la visión de un ancho retazo de cielo azul. Tito y Clodio desmontaron para dar de beber a sus caballos, mientras Casio y las mujeres bajaban de la carreta y compartían pan, frutas y un poco de queso.

La primera hilera de árboles formaba un muro compacto y verde que moría en el cielo. Sobre aquel claro, las nubes blancas avanzaban como las quillas de naves vistas desde el fondo del mar. Los verdes sauces se inclinaban sobre el riachuelo como sumisos sirvientes, y sus hojas más tiernas rozaban el agua. Valeria decidió explorar uno de ellos y se internó bajo el follaje, que se cerró sobre su cabeza formando una especie de tienda de campaña. ¡Una casita en el bosque! Tenía el tronco muy grueso y las ramas muy separadas. Sus raíces se hundían mucho en el agua, y ella se subió a una y mantuvo el equilibrio mientras contemplaba el transparente remanso en busca de algún pez. Y sí, una sombra surcó rápidamente el agua, asustándola un poco. ¡Qué libre parecía! Nadaba por donde le placía, se sumergía donde quería. Sin estar atrapado, como la gente, en la obligación de seguir los caminos marcados por horarios, alianzas, celos y matrimonios.

Aquella idea la desconcertó. ¡Qué raro era pensar que Marco estaba tan cerca! Ella lo sentía más lejano que nunca.

Se oyó el chasquido de una rama y apareció Tito. Venía de aliviarse y se había metido por allí para atajar. Al verla tan cerca, se detuvo sorprendido.

—Esta sí que sería una buena tienda, Tito, ¿no crees? —le dijo Valeria para que se relajara—. Es como estar bajo los faldones de mi madre.

Pero el soldado seguía incómodo.

—Nunca se me había ocurrido pensar así de un sauce —dijo.

—¿No te sientes a gusto aquí?

—Los britanos no estarían de acuerdo.

—¿Ah, no? ¿Y qué se dice de los sauces en la verde Britania?

Tito agachó la cabeza.

—A los niños se les advierte de que no se queden dormidos sobre las raíces retorcidas de estos árboles, porque si lo hacen serán arrastrados al mundo subterráneo. Si no están saciados, tiran de ti con sus raíces.

—Pero tú no te lo crees, claro —lo tanteó ella.

—Yo nunca lo he visto. —Tito señaló hacia arriba—. También se dice que el cabello puede enredarse, y que así es como levanta del suelo a las jóvenes doncellas. Se trata de fábulas, claro. De todos modos, yo no me quedo mucho rato debajo, por si acaso. Los celtas veneran al dios del sauce con sangre.

—¿Con sangre?

—Para Esus, el dios de los leñadores, es la esencia de la vida. Los celtas creen que exige sacrificios humanos a cambio de dejarlos pasar por el bosque a salvo. Nosotros, los romanos, hemos acabado con esta práctica, por supuesto, pero en una ocasión mi amigo Servio vio una calavera humana en el tronco de un sauce.

Valeria abrió los ojos como platos.

—¿Y qué hizo?

—Se santiguó y se marchó corriendo. Es cristiano.

—Seguro que ocurrió hace muchos años.

—Tal vez. Pero según dicen, las viejas tradiciones están volviendo. En estos tiempos hay menos certezas, y las creencias son menos seguras. La gente vuelve los ojos hacia cualquier dios que crea que va a ayudarle. Yo no me burlo de ninguno y respeto los lugares de todos.

Tito no era más que un soldado ignorante, claro, y ella sabía que no debía tomarse en serio sus historias, pero aun así, mientras salían del abrigo del sauce, Valeria se preguntó si lo que había visto en el agua había sido un pez. Cualquier bosque espeso podía estar poblado por los espíritus de los muertos. ¿Acaso había visto uno en el agua?

Valeria le contó a Clodio lo que le había dicho Tito.

—Como en la Selva Negra de Germania —comentó él en voz baja—. El silencio es máximo, y las agujas de los pinos cubren el suelo formando una capa tan espesa que no oyes ni tus propios pasos. Sólo esos árboles oscuros, verticales como pilares, y de pronto, desde atrás… ¡el enemigo ataca! —Sonrió, burlón, al ver que Valeria se sobresaltaba—. Varo se internó en ella con tres legiones y jamás regresó, ya lo sabes. Cuando llegaron refuerzos, lo único que encontraron fue un rastro de huesos.

—Aquello sucedió hace trescientos años.

—Sí, pero Roma no ha vuelto a intentar la conquista de esos bosques.

Valeria imaginó ejércitos invisibles de enormes germanos rubios que avanzaban agazapándose de árbol en árbol, que escogían una pequeña cabeza italiana como la suya para ofrecérsela a sus oscuros dioses sedientos de sangre.

—Tal vez sería mejor que fuéramos por otro camino —sugirió—. Bordear el bosque en vez de internarnos en él.

—Ya es demasiado tarde. No tendríamos sitio donde quedarnos. —Se giró—. ¿No es así, soldado?

—Así es, tribuno. —Tito estaba de pie al borde del camino y sujetaba las riendas de su caballo, con la mirada clavada en el frondoso túnel que formaban los árboles.

—¿Cuánto falta para llegar?

—No lo sé. El sendero es más largo de lo que recordaba.

Clodio miró en la misma dirección.

—¿Captas algo raro?

—No, pero donde menos se ve más hay que fijarse. —Se quedó un momento más escuchando y luego montó con gesto brusco—. Vamos, démonos prisa. No quiero que nos pille la noche en este sitio.

De ese modo, emprendieron la marcha. Valeria ya no se sentía tan segura; tal vez hubiera sido mejor contar con la compañía de Galba.

El bosque en el que volvían a internarse parecía más antiguo y más silencioso que antes. El arroyo quedaba atrás, y el sonido de sus aguas se iba perdiendo en la distancia. Sólo les acompañaba el ruido de los caballos y el chirrido de las ruedas. Recorrieron una milla, y otra más. Aquella fronda parecía infinita.

Al fin, alcanzaron un trecho recto desde el que se veían varios cientos de pasos por delante. Todos alargaron el cuello intentando ver la luz del sol que marcara el fin de los árboles, pero no, el camino que les aguardaba parecía más oscuro que antes. Y entonces, en la penumbra, algo se movió ligeramente, como el paso de un ciervo.

La mano de Tito se desplazó hasta la empuñadura de su espada.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Clodio.

—Hombres, me parece —susurró el soldado. Otra figura furtiva atravesó las sombras—. Quizá leñadores. Voy a adelantarme para comprobar qué hacen. Seguidme lo más deprisa que podáis.

Tito espoleó su caballo y salió al galope, con el cuerpo inclinado hacia delante. Momentos después frenó y se internó entre los árboles, por donde habían visto moverse las sombras. Le oyeron gritar, llamar a los desconocidos, y luego se hizo el silencio.

Aguardaron un instante, inseguros ante aquella deserción repentina, y entonces Clodio se puso al frente y avanzó al trote.

—Démonos prisa —dijo—. Casio, mantente alerta.

El gladiador hizo chasquear las riendas y emprendieron la marcha. Ahora el barro era más visible en los puntos en que las pezuñas de los caballos habían levantado las hojas. Todo volvía a estar en calma, como si Tito hubiera desaparecido.

—No me gusta que nos haya dejado aquí solos —dijo Valeria—. Él es el único que conoce el camino.

—Tenemos que seguir el curso del camino —replicó Clodio—. Nuestro guía está intentando anticiparse a un posible problema, para que el problema no nos sorprenda.

—¿Pero qué problema puede haber?

El joven tribuno observó el bosque que los rodeaba.

—Que yo vea, ninguno. Todo parece muy tranquilo, ¿no crees?

—Demasiado —terció Savia—. En Roma nunca hay tanto silencio, nunca está tan oscuro.

Las carretas empezaron a bajar por una colina y llegaron a una hondonada oscura. ¿Dónde estaba Tito? Era como si los hubiera abandonado. No podía quedar ya mucho más bosque por recorrer…

De repente se oyó el canto de un pájaro, rápido y vibrante. Clodio se incorporó.

—¿Has oído? —El trino sonó de nuevo—. Hace rato que no oímos el canto de los pájaros. Debemos de estar cerca del final.

En ese momento, por encima sus cabezas se oyó el crujido de ramas partiéndose y cayó una lluvia de hojas y ramas. Algo grande se desplomó frente a ellos y asustó a la mula. El animal se encabritó, Savia soltó un chillido y Valeria ahogó un grito mientras se agarraba del poste que sostenía el toldo de la carreta. Ojalá tuviera una daga. Algo grave estaba sucediendo.