Ordeno a Quinto Maxo, el terrateniente, que abandone mis aposentos e, incómodo, repaso la información. En el imperio de nuestros días, de la ingenuidad a la traición hay un paso, y me doy cuenta de que deberé ser muy cauteloso en mi informe. ¿Hasta qué punto puedo culpar a los personajes de esta historia? ¿Hasta qué punto al propio imperio?
Lo cierto es que esa joven, Valeria, llegó a Britania en un momento especialmente convulso, y que la clave para entender lo que sucedió podría no estar sólo en ella, sino en unos emperadores envejecidos y en el envío de las legiones a otros destinos. ¿En qué medida controlamos los acontecimientos y en qué medida nos controlan a nosotros? A medida que voy cumpliendo años, me decanto cada vez más por el destino y por la reacción ciega a unas tendencias que nos envuelven hasta tal punto que en su momento no comprendemos enteramente su importancia. El mundo está cambiando, y a mí ese cambio me perturba. Lo que me perturba más es no saber identificar dónde están las diferencias. Ahora me toca interrogar al soldado Tito, y espero que él, con su sencillez militar, sea capaz de ver lo que yo no alcanzo a captar. Que sepa explicarme el raro episodio final del viaje al norte de una mujer que iba al encuentro de su futuro esposo.
También quedan por resolver otros misterios mayores. Detecto una curiosa inquietud en el imperio. ¿Hay algo en el espíritu humano que lucha contra la satisfacción e impide el conformismo? Roma proporciona paz, comercio y tolerancia. Y sin embargo, entre los súbditos del imperio existe el raro anhelo de algo intangible, inexpresable, una libertad peligrosa que invita al desorden. En parte se trata de esta fuerza incansable de la religión, ese favoritismo cambiante entre los viejos dioses y el judío crucificado. En parte, es esa rebelión infantil contra la autoridad. Y también influyen la dificultad real de recaudar los impuestos, la falsificación de moneda, la cínica corrupción.
Ahora ya no existen las verdades, sólo hay opiniones. Y según el nuevo credo cristiano no hay diferencias de cuna, sino una improbable igualdad. ¡Como si patricios y esclavos pudieran compartir el mismo paraíso! ¿Debe sorprendernos que ocurran desastres? Sin embargo, debo ser cuidadoso al extraer conclusiones. Roma quiere que la culpa recaiga en individuos, no en ella misma.
Tal vez el problema esté en la propia Britania. Se encuentra demasiado lejos y es demasiado brumosa y demasiado ingobernable. Su tercio norte nunca ha sido conquistado. Uno tras otro, no han dejado de surgir usurpadores. Los propios britanos siguen siendo gentes rudas, intratables, conflictivas, desagradecidas. Estremece pensar en lo que sucederá si alguna vez logran salir de su húmeda isla y crear su propio imperio. Uno se pregunta si no habría sido mejor dejarlos como estaban: ignorantes, olvidados, cercados por un mar frío.
Yo sólo investigo un incidente. Pero al hablar con estas personas, empiezo a plantearme si Roma debería seguir aquí.