CAPÍTULO 9

La villa de Quinto Maxo, la primera residencia privada de Britania donde la expedición que acompañaba a Valeria pernoctaría, se encontraba a tres días de camino desde Londinium en dirección norte. La calzada que seguían era, como todas las vías romanas, una especie de flecha lanzada sobre montes y valles que avanzaba entre antiguos lindes, y que con la ayuda de puentes superaba arroyos, ciénagas y barrancos boscosos. Cerca de Londinium su estado era bueno. Las piedras, bien encajadas, estaban cubiertas por una fina capa de grava, y los sólidos tablones resonaban como tambores. La maleza de los márgenes se segaba hasta una distancia de tiro de flecha para disuadir a posibles bandidos, y la escolta montada avanzaba por ellos en vez de por la calzada propiamente dicha, para no lastimar las pezuñas de sus caballos sin herrar. Con todo, cuanto más se alejaba el grupo de la capital, más empeoraba la calzada. Los baches no se reparaban, la grava faltaba en muchos tramos, los arbustos invadían los arcenes y la escarcha levantaba las piedras.

Era por el dinero, le dijo Galba al ver que la carreta avanzaba dando brincos. Nunca había suficiente.

Contrastando con la precisión latina se elevaban los muros que marcaban los límites de las granjas britanas. Estos se entregaban a la topografía y se curvaban adaptándose al ondulante terreno con la simetría orgánica de las celdillas. El resultado era una especie de panal de abeja surcado de caminos romanos que lo cortaban como si fueran cuchillos.

En tanto que expedición oficial, el séquito nupcial tenía prioridad de paso ante cualquiera, exceptuando unidades militares y mensajeros imperiales. Viajeros particulares, vendedores ambulantes, comerciantes de lana, pastores de ganado, peregrinos y carreteros que transportaban heno se apartaban hacia los márgenes cuando pasaba la comitiva de Valeria, y observaban con curiosidad a la mujer que iba sentada en lo alto de aquella carreta. Un toldo azul la protegía del sol y la lluvia, y llevaba una capa escarlata echada sobre los hombros. Iba muy erguida, y un brillante mechón negro sobresalía de la capucha. Los ojos le refulgían, alzaba la barbilla, mostraba su figura elegante y de líneas redondeadas, y sus ropas, que eran una colección de linos de Egipto, sedas de Asia y bordados romanos. ¡La hija de un senador! En la Britania rural, resultaba tan exótica como pudieran serlo un unicornio o una jirafa. Suponía que en Petrianis sería una especie de reina. Dedicaba tímidas sonrisas y observaba a los que se cruzaban en su camino con la misma curiosidad que demostraban ellos, especulando sobre sus vidas tranquilas y anónimas. ¿La envidiarían?

Se sentía impaciente por gozar de la hospitalidad de Quinto Maxo. De la aristocracia provincial siempre podría aprender cosas, y el estatus del propietario de la finca mejoraría si podía decir que había recibido en su casa no sólo a la futura esposa de un prefecto, sino a la hija de un auténtico senador. La recibiría con un despliegue de lo mejor que pudiese ofrecer, porque el imperio estaba unificado por diez mil complejas alianzas y el ascenso social giraba en torno a las familias, las amistades, los clientes, la lealtad y los favores debidos. Toda invitación se calculaba con esmero, y toda aceptación resultaba estratégica.

En su avance hacia el norte, Galba se mostraba taciturno. No consentía disensiones e iba pegado a su caballo como un centauro. Con el trote, el cinturón de anillos le golpeaba la cadera y tintineaba. Si sus dotes de mando eran indiscutibles, no podía decirse lo mismo de su sociabilidad. Respondía cuando le preguntaban, pero más allá de eso no era buen conversador. Aquel retraimiento no hacía más que potenciar la curiosidad de Valeria, por supuesto. En él había una curiosa inquietud que, según ella, lo rodeaba de un aura de amenaza y misterio.

—Me han dicho que eres de Tracia, tribuno —le dijo en una ocasión en que su incesante ir y venir le llevó a su lado.

Galba la miró con desconcierto. Que una mujer iniciara una conversación era toda una osadía.

—Lo era.

—Estás muy lejos de casa entonces.

—No. —Se detuvo a pensar—. Ahora mi casa es el muro. Eres tú la que está lejos.

Así que para él era ella la forastera. Interesante.

—¿Y cómo es Tracia?

—Me fui de allí hace veinte años.

—Pero seguro que conservas algún recuerdo. —Al pronunciar aquellas palabras se dio cuenta de lo difícil que le resultaba imaginarse a Galba de niño.

—Tracia son praderas. Tierra de caballos.

—¿Es hermosa?

—Es pobre. Una frontera, como el lugar al que te diriges.

—Y tú eres un hombre de frontera.

—Eso parece.

Mantenía la mirada clavada al frente, como si mirando a su interlocutora pudiera traicionar alguna debilidad. Ella sospechaba que Galba temía la debilidad. Tal vez, como todos los hombres fuertes, temía a las mujeres.

—Pero también eres romano —insistió, intentando vencer sus defensas. Si conseguía entender a Galba, tal vez consiguiese comprender Britania. Si había de salir adelante en esa provincia, debía aprender sus maneras. De pequeña, sus estudios habían incluido muy poca de la geografía que aprendían los niños, pero siempre había sentido curiosidad por todo. A veces, durante su infancia, se escondía tras los tapices del comedor de su padre y escuchaba las opiniones que los hombres pronunciaban a voz en grito sobre tierras, guerras y tratados en lugares que apenas lograba imaginar. Ahora empezaba a verlos con sus propios ojos.

—Soy soldado romano, pero nunca he visto Roma.

Vaya. Así que ella tenía una experiencia de la que él carecía.

—¿Y te gustaría ir?

Sus miradas se cruzaron un instante y los ojos de él dejaron traslucir un anhelo. ¿De Roma? ¿De su casa? ¿De amistad? Pero Galba apartó la suya enseguida.

—En otra época me habría gustado. Ahora no lo creo. Sospecho que Roma me decepcionaría.

Valeria intentó bromear:

—Creía que todos los caminos conducían a Roma.

—Mi Roma es la frontera, señora. Y mi ambición, la caballería petriana. Tal vez te resulte una ambición modesta, pero es todo lo que tengo.

Ella entendió lo que quería decir, y se sintió culpable. ¡Aquel tribuno estaba escoltando la causa de su propio descenso en el escalafón!

—Y mi futuro marido está ahora al mando de esa caballería. Debes de sentirte ofendido. —¿Era leal? ¿Podía Marco confiar en él?

—El deber nunca ofende, señora. —Era una respuesta mecánica—. Además, la fortuna da giros inesperados —añadió, antes de alejarse al galope.

A veces, cuando se detenían para pasar la noche en alguna de las posadas públicas erigidas cada veinticinco millas, lo descubría observándola desde lejos. No sabía por qué lo hacía. Si bien estaba acostumbrada a que los hombres la miraran y en ocasiones Galba lo hacía lo suficiente como para que ella supiera que no era inmune a su belleza, su expresión no era de mera admiración, denotaba algo más complejo. En Roma, ella era capaz de leer la mente a los jóvenes que le hacían la corte, de adivinar sus estrategias y manipular sus deseos. Pero ahora no sabía si fascinaba a este hombre corpulento y poderoso o si lo molestaba, si su rango social le impresionaba o si la despreciaba por ser joven y mujer.

—Él es así —le dijo Tito—. Mira a todo el mundo con la precisión del halcón y la astucia del mercader. Es de los que no necesita decir mucho, y menos aún que los demás le digan nada. No te sientas insultada. Es así con todos.

—No lo sé; en cierto modo sus silencios lo hacen más lejano.

—No creas que no lo sabe.

—Pero ¿es tan temible como parece?

—¿Te has fijado en los anillos que lleva al cinto?

Valeria sonrió.

—Siempre le oigo acercarse, como si llevara campanillas.

—Pues son los trofeos de los hombres a los que ha matado.

—No lo dices en serio.

—Lleva cuarenta. Si quieres comprender a Galba, mírale el cinturón.

El original paisaje celta, surcado de senderos tortuosos y campos ondulantes, había sido trazado por una cultura que no necesitaba calzadas ni poblaciones grandes, y el conjunto resultaba de un verde deslumbrante. Los pastos y los campos de cereal se veían salpicados de pequeños cultivos de árboles frutales, huertos y bosquecillos de alisos y abedules. Las hondonadas y las cimas de los montes albergaban extensiones arboladas más extensas. En el límite de los muretes que separaban las tierras se alzaban las alquerías celtas, racimos de corrales ovalados o rectangulares que protegían dos o tres casas circulares con puntiagudas techumbres de paja. Ahí vivían el patriarca y la matriarca con sus hijos, nietos, tíos y primos, niñeras y comadronas, y todos convivían con cerdos, cabras, una vaca lechera, perros, pollos, gallinas y roedores en un mundo impreciso de paja, excrementos y flores. Los grises y los verdes de su mundo se veían puntuados por los alegres estandartes que ondeaban en las puertas y las telas montadas sobre los tejados, que daban colorido al paisaje. A veces, los propios britanos se ataviaban con ropas de todos los colores del arco iris, parecidas a las que usaban los cómicos romanos, como si quisieran combatir la tristeza que les rodeaba. Desde lejos, a Valeria le recordaban a mariposas revoloteando sobre un prado de terciopelo, y aquellos rojos, azules y amarillos hacían que el corazón le palpitase.

Sin embargo, aquellos granjeros libres ocupaban sólo una parte del paisaje. Las deudas, las enfermedades, las conquistas y el oportunismo habían dejado a otros lugareños a expensas de terratenientes poderosos que se habían hecho con plantaciones donde trabajaban más de cien esclavos, y con granjas gobernadas desde alguna villa romana. El resultado era un archipiélago de orden italiano en un mar de primitivismo celta, o al menos así se lo parecía a Clodio.

—Lo que me sorprende es que las ventajas del estilo de vida romano no se hayan adoptado más —comentó mientras avanzaba al trote—. Porque una cosa es no conocer nada más y otra muy distinta convivir con algo que es mejor y aun así aferrarte a lo tuyo.

Podría haber estado hablándole al caballo, porque los demás soldados no le escuchaban. Valeria, sin embargo, estaba aburrida y agradeció la conversación.

—¿Mejorar cómo, querido Clodio? ¿Perdiendo tu granja en beneficio de una finca romana?

—No, adoptando las comodidades modernas. Una techumbre de tejas que no deje filtrar la lluvia. Algún sistema para caldearse. Ventanas de vidrio.

—Y barracas de esclavos rebeldes. Deudas galopantes. Impuestos sin fin. Largas jornadas y noches de angustia.

—Tu descripción se ajusta fielmente al talante de nuestro anfitrión, Valeria, y aun así vas a gozar de las comodidades que te brindará.

—Seguro, pero no pienso juzgar a ninguno de sus vecinos britanos antes de conocerlos, de saber algo más de sus vidas, de intentar entender su conformismo.

Clodio soltó una risotada.

—Lo que encontrarás será barro y pulgas.

—Mejor rascarse que tener la mente cerrada.

El tribuno volvió a reír.

—Tu ingenio es raro en una mujer.

—Y la paciencia con que me escuchas, excepcional en un hombre —replicó ella, para mayor regocijo del joven. Al menos él lograba distraerla. Los otros hombres se mantenían a una distancia prudencial, mostrando deferencia pero sin presuponer familiaridad alguna. Debía ser protegida, no abordada.

Clodio también se sentía aislado. Los soldados lo consideraban un aristócrata destinado allí para curtirse, por lo que creían que todavía debía probarse a sí mismo. El romano de alta alcurnia los consideraba vulgares, y ellos, a su vez, lo veían como a un mojigato. Así, el único con quien el patricio se relacionaba era Casio, el gladiador de peligrosa reputación.

Este no admitía que lo admiraran.

—No me halagues, tribuno. Yo entretenía a las masas y me despreciaban por ello. En el circo no hay gloria, sólo sangre y arena, y si tienes suerte, como tuve yo, otra forma de esclavitud.

—Con todo —insistió Clodio—, eres un experto en lucha. ¿Qué consejos me darías?

—El dolor y el miedo son aliados si los tienes de tu lado —gruñó—. Si golpeas primero, sin piedad, lo estarás haciendo en la voluntad de tu contrincante.

—¿No exige el juego limpio que le dé a mi rival tiempo para recomponerse?

—Los cementerios están llenos de hombres que jugaron limpio.

Seguían su avance hacia el norte, y la joven, aburrida, contaba los hitos del camino y observaba el paisaje con verdadera curiosidad. Roma no se limitaba a gobernar, también transformaba. El poder de sus ideas se imponía no sólo con la espada, sino con la ingeniería, la arquitectura y la agronomía. Las casas celtas seguían siendo tradicionales, sí, pero ahora se veían granjas rectangulares y ordenadas, poblaciones bien trazadas con edificios encalados y de tejados de tejas rojas, guarniciones amuralladas con puertas estratégicamente situadas en cuatro puntos, casas de cuentas, torres de vigía, estaciones de posta, talleres de cerámica, canteras de piedra y forjas de hierro. El humo de las factorías romanas se elevaba en el cielo gris, y unas ruedas horizontales giraban sin cesar junto a los saltos de agua de los arroyos. Ese era el mundo que su futuro esposo había ido a defender.

La tarde ya estaba avanzada cuando abandonaron la calzada principal y se dispusieron a gozar de la hospitalidad de Maxo. Por fin la comodidad de una villa. Cruzaron la entrada y avanzaron por una avenida flanqueada de álamos, dejando atrás ordenados campos cercados en los que se extendían pastos, huertos y plantaciones de cereales que daban fe tanto de la riqueza de sus anfitriones como de sus gustos epicúreos. Un muro encalado rodeaba la villa propiamente dicha. La reja que daba acceso a ella se abrió de par en par y Valeria ahogó un grito de admiración al contemplar las habituales tres alas en forma de U que componían la casa, con su jardín y su piscina central, sus rosas y sus lirios, sus hierbas aromáticas y sus setos, sus estatuas y sus bancos de piedra. Bajo una columnata sombreada aguardaba Quinto, algo corpulento y con la cara ya enrojecida por el sol primaveral. Junto a él, una dama de porte regio y aspecto afable que debía de ser su esposa Calpurnia.

—¡Venid a sacudiros el polvo del camino! —exclamó Quinto, jovial—. ¡Venid a saciar vuestro apetito! ¡Nuestro hogar es el vuestro, fatigados viajeros!

Aquella noche, los soldados dormirían en cómodas camas, y todos podrían usar los baños de Quinto, primero los hombres y después las mujeres.

—Esto es Roma, a pesar de encontrarnos en un extremo del imperio —le susurró Valeria a Savia.

—Si el mundo es romano, Roma es el mundo —respondió ella, citando el famoso proverbio.

—¡Tienen el buen gusto de los italianos!

—O al menos su dinero.

La cena empezó al anochecer. Quinto y su vecino Glidas, un galo desplazado con negocios en ambas provincias, invitaron a Clodio y Galba a sentarse con ellos en sus triclinios. Calpurnia y Valeria hicieron lo propio en sillas, a un lado, como era costumbre. Con la mirada, la señora de la casa daba órdenes a los esclavos, y las dos intervenían a ratos en la conversación de los hombres, tal como dictaban las pautas del decoro. Las mujeres se habían hecho amigas de inmediato. Calpurnia tomaba buena nota del intrincado peinado de Valeria, que seguía la última moda de la emperatriz, mientras su huésped no cesaba de hacerle preguntas sobre el mantenimiento de una casa en Britania. ¿Qué alimentos se daban mejor? ¿Cómo hacían para mantenerse abrigados en las estaciones frías? ¿Resultaba fácil importar artículos de lujo? ¿Cuál era la relación adecuada entre el señor romano y el nativo britano? ¿Enfermaban los bebés con tanta humedad? ¿Cómo hacían las damas de alta alcurnia para relacionarse?

Las lámparas de aceite iluminaban y caldeaban el ambiente, y las ventanas, con sus vidrios emplomados, los protegían del frío de la noche. El suelo, hueco por debajo y calentado por el fuego que ardía en el hipocausto, estaba decorado con mosaicos iguales en todo a los de Roma. La casa también contaba con ricos tapices y mármoles italianos, y en el comedor podía admirarse un espléndido fresco que representaba varias naves romanas enfrentadas al bravo mar de Hibernia. A Valeria casi le parecía que participaba en un banquete en Capua, y aquel esplendor le hizo sentir nostalgia. ¡Qué grande era el mundo!

Empezaron con los entrantes: huevos, olivas importadas, ostras, verduras de primavera y manzanas tardías. Quinto alzó su copa de vino.

—Decidme qué os parece este caldo, amigos. Me interesa vuestra sabia opinión.

—Exquisito —respondió Clodio en un alarde de generosidad. Cuando se encontraba en ambientes elevados era tan generoso como despectivo se mostraba con sus inferiores—. Tan bueno como cualquier vino italiano.

A Quinto se le iluminaron los ojos.

—¿Está de acuerdo nuestra dama?

Valeria bebió un pequeño sorbo. A ella todos los vinos le sabían igual, pero a los britanos su opinión parecía importarles.

—Excelente, querido Quinto.

—No sabéis cómo me alegra oírlo. ¡Acabáis de llegar de Roma! ¿Y a ti, tribuno supremo? —dijo volviéndose hacia Galba.

—Ya te han dado varias opiniones.

—Sí, pero tú eres un guerrero famoso. Me gustaría oír la tuya.

—Yo soy hombre de campo.

—Y de experiencia y franqueza.

Galba observó a Quinto por encima de su jarra de vino con un velado enojo apenas perceptible en la comisura de los labios. Por un instante pareció que no iba a dignarse beber, y su anfitrión empezó a impacientarse. Pero entonces alzó la copa y bebió un trago. Lo brusco de su gesto pilló a todos por sorpresa. Los movimientos de aquel hombre eran rápidos como los de un animal.

Los comensales aguardaron, expectantes.

—Britano —sentenció. Dio unos golpes a la jarra con un dedo y una hermosa esclava volvió a llenársela. Con el antebrazo rozó el muslo de la muchacha, que lo miró con descaro, sin apartarse.

—¿Tan obvio te resulta? —preguntó Quinto, con el rostro desencajado.

—No creo que sea un insulto. Pero sí, nadie diría con sinceridad que posee el sabor del vino italiano —respondió mirando a Clodio.

A su anfitrión le cambió el humor.

—Sí, claro, en Britania llueve demasiado —dijo—. Y hace demasiado frío. Si pudiera retrasar vuestra partida, te mostraría mis viñedos. El moho…

—Yo soy bebedor, no granjero —cortó Galba.

—¿Así que este vino es de tus propias cepas? —intervino Clodio—. Pues es muy bueno, sinceramente. Mejor que muchos otros.

Quinto no sabía a quién creer.

—¿Lo dices de verdad?

—Me gustaría tomar otra jarra.

La coqueta esclava se acercó al joven tribuno y escanció el vino mientras él le susurraba unas palabras al oído. El escote de su túnica dejaba al descubierto buena parte de sus pechos. Cuando le hubo servido, se retiró.

El romano volvió a beber.

—¡He quedado muy impresionado con tu explotación! —dijo.

Su anfitrión meneó la cabeza.

—Hacemos lo que podemos, pero en Britania la vida es dura. El clima es pésimo y los recaudadores de impuestos, peores aún. No hace mucho pillé a uno con una vara de medir cereal trucada. Al increparle, admitió el fraude abiertamente, pero se llevó su parte sin una disculpa y justificó su «comisión» aduciendo un recargo por «necesidades administrativas». Se burló de mí en mi cara. ¡De mí, de Quinto Maxo!

—Protesta a las altas instancias.

—Ya lo hago. Me he quejado ante el magistrado, pero este no ha hecho nada. Le he escrito al gobernador, sin obtener respuesta. He intentado ver al duque y me han comunicado que no tiene tiempo. Estoy convencido de que aquí, todos los que ocupan un cargo imperial no hacen otra cosa que vender humo. El buen vino hace que un hombre olvide muchos problemas, pero aquí ni siquiera conseguimos producir buenos caldos. —Se volvió y se dirigió a su amigo—. Glidas, ¿no es cierto que estás construyendo una capilla cristiana?

—Sí —reconoció el mercader.

—¿Y te resultan útiles las oraciones cristianas? —le preguntó cortésmente Valeria.

—Las obligaciones públicas me resultan ruinosas. Han intentado hacerme consularis, pero entonces tendría que ocuparme de la reparación de las carreteras, y no puedo permitírmelo. Un amigo ha tomado los votos religiosos para escapar de sus obligaciones. Y yo estoy considerando seguir su ejemplo.

—Aun así, no todos en la provincia son corruptos —objetó Calpurnia.

—No —concedió Quinto—. Pero con nuestra sociedad, aquí, en Britania, algo ha salido mal, como pasa con el vino. El sentido de la ciudadanía se está difuminando. Roma parece cada vez más distante.

—Insisto en que es bastante aceptable, querido Quinto —recalcó Valeria.

—¿Britania?

—El vino.

Se echaron a reír y la joven se ruborizó.

—Huele a ciénaga britana —se lamentó el anfitrión, con la esperanza de que le contradijeran—. Sabe a repollo y turba. Los cerdos lo tomarían por agua de charca.

—Tonterías —dijo Clodio—. No hagas caso a nuestro severo crítico de Tracia.

—Con su crítica, el tribuno supremo ha demostrado su valentía.

—O que tiene el paladar confundido. Pídele que lo pruebe otra vez —sugirió el joven romano con una sonrisa.

—No me hace falta probar nada —gruñó Galba—. He dicho lo que pensaba.

—Te reto a que hagas una valoración más meditada —insistió Clodio—. Demuestra la coherencia de tu juicio.

El tribuno supremo frunció el entrecejo, pero los demás le observaban expectantes, por lo que le hizo una señal a la esclava, que volvió a llenarle la jarra, seductora como antes, rozándose contra él. En esta ocasión Galba no se lo bebió todo de un trago, sino que dio un solo sorbo.

—Quinto, yo no he dicho que fuera malo —comentó—. Pero el vino britano es vino britano.

—Debería quemar mis cepas —se lamentó el anfitrión—. Debería romper las barricas.

—A no ser, querido Quinto —sugirió Clodio en voz baja—, que lo que nuestro experto militar acaba de probar sea en realidad un caldo magnífico y muy caro que yo he traído de Italia.

—¿Qué?

—Que le he pedido a la esclava que se lo cambiara.

—No entiendo.

—Quería demostrar que nuestro tribuno supremo no nota la diferencia. —La estancia quedó de pronto en silencio—. No es que se haya mostrado grosero, sino ignorante —prosiguió Clodio sin inmutarse—. Tu vino es bastante bueno. Y te pido disculpas en nombre de todos.

Quinto pareció alarmarse.

—¡No me hacen falta esas disculpas! ¡Yo he pedido una opinión sincera!

—¿Qué pretendes? ¿Avergonzarme? —La voz de Galba resonó como un trueno lejano.

—Lo que pretendo es hallar la sinceridad que según tú ofrecías.

El tracio miró a Clodio con expresión de incredulidad.

—Pues a mí no me intimidan tus bravatas, tribuno.

—No importa —zanjó un azorado Quinto, con la esperanza de detener lo que podía acabar en una pelea a muerte—. A mí también me gusta más el importado.

—Entonces, vended trigo y comprad vino —le dijo Clodio, como si fuera gobernador—. Vended lana y comprad lino. Comerciad con plomo a cambio de hierro. Que cada parte del imperio saque el máximo partido a sus puntos fuertes.

—¿Y arriesgarnos a perder la producción de un año por culpa de una tormenta o una guerra? —objetó Glidas.

—¿Qué tormenta? ¿Qué guerra?

—El emperador está enfermo y su heredero tiene sólo ocho años —explicó Glidas—. Yo me fui de la Galia para escapar de las guerras sucesorias.

—Y lo lograste. La política imperial no se decide en Britania —dijo Clodio, que no era consciente de lo ofensivo de sus palabras.

—Constantino fue proclamado emperador por sus soldados en Eburacum —le recordó su anfitrión—. ÉL partió desde aquí a la conquista del imperio. No es que las tropas invasoras vayan a venir, sino que a los legionarios británicos se los llevan a luchar allá, a la Galia, a Iberia. Y cuando eso sucede los pictos y los escotos se inquietan y los francos y los sajones aprovechan la ocasión para iniciar sus incursiones.

—¿Dónde? —preguntó Valeria.

—En la costa. O en el muro al que te diriges.

—Por los dioses, esta conversación atemorizará a la prometida —objetó Clodio.

—Sí, Quinto —le riñó Calpurnia—. Que el vino te dé insatisfacciones no es motivo para infundir miedo a una bella dama que va a casarse. Con la petriana estamos más a salvo que en Roma.

Quinto parecía avergonzado. Nada deseaba menos que ofender a la hija de un senador.

—Sí, claro, por supuesto. Exagero. Lo único que digo es que Roma ignora nuestros problemas.

Valeria sonrió, conciliadora.

—La energía que reclamas de Roma llegará gracias a mi Marco —prometió.

—¡Bien dicho! Todo hombre debería contar con esa lealtad de su mujer. ¡Y eso que todavía no estáis casados!

—Los dioses saben que pocos hombres se la ganan después de la boda —intervino Calpurnia.

Su comentario suscitó las risas de todos, y Quinto dio una palmada para que sirvieran el plato principal.

—Por favor, créeme, Valeria, mi intención no es asustarte —insistió el anfitrión—. Has llegado a una buena tierra y vas a unirte a un buen hombre. A veces hablo sin pensar.

—Sí, es una mala costumbre que tiene —apostilló su mujer con ternura.

—Pero los bárbaros se están haciendo más osados —replicó su esposo—, y la guarnición es cada vez más débil.

—El muro resistirá —comentó Clodio con grandilocuencia—. Puedes dormir tranquilo, Quinto.

—Agradezco tus palabras, joven tribuno. Y no es mi intención faltarte al respeto si te digo que todavía no has llegado al norte.

—Es cierto —replicó al tiempo que pinchaba un buñuelo—. En asuntos militares, a diferencia de lo que me sucede con el vino, valoro la opinión de nuestro tribuno supremo. —Era su propuesta de una tregua.

Su anfitrión se giró.

—Y tú, Brasidia, que sí has servido en el muro, ¿estás tan seguro como tu joven oficial de que la guarnición resistiría en el caso de que estallara una guerra civil?

Galba no apartaba la vista del rincón donde la esclava esperaba órdenes. Su conspiración con Clodio había hecho que sus deseos de poseerla aumentaran. Ahora, a regañadientes, dejó de mirarla.

—Por una vez, estoy de acuerdo con nuestro joven tribuno. No es cuestión de números, Quinto, sino de miedo, del miedo que genera la voluntad de Roma.

—Eso es precisamente lo que pongo en cuestión. ¡La voluntad de Roma!

—No. La voluntad de la que dudas es la mía. Y mientras esté en mi mano, ninguna tribu bárbara amenazará el muro de Adriano. Es mi voluntad la que crea su miedo. Es mi voluntad la que sostiene el imperio.