La experiencia me ha enseñado que la gente está más segura de las cosas sobre las que existen menos certezas. Si preguntamos a alguien cómo se hace el pan o la manera más fácil de cortar una tabla, vacilará y reflexionará antes de responder. Si le inquieres sobre la posición que ocupa entre sus pares o sobre su futuro personal o profesional, manifestará dudas. Pero si le interrogas sobre las acciones de los dioses, sobre la posibilidad de que haya vida tras la muerte, sobre los sentimientos secretos de un amante, sobre los monstruos que habitan en tierras que jamás ha visitado, expresará la más absoluta convicción, incluso ante las creencias más descabelladas. Lo mismo sucede con las profecías. Las predicciones improbables sobre cosas que aún no han sucedido suscitan las certezas más incuestionables. Los balbuceos de una sacerdotisa, la posición de unos huesos arrojados al suelo, han hecho cambiar el rumbo de más de un imperio.
Le pregunto a Savia si Valeria se tomó en serio a aquella bruja.
—Mi señora me confesó que no había dormido bien.
—¿Por la profecía?
—Por todo. Por la emoción de la llegada. Y por la boda, claro. También por el tumulto que se había formado en el muelle, y por el consejo de la pitonisa, por más que todos le dijimos que no eran más que tonterías. El propio palacio era un lugar algo fantasmagórico, la mitad de las estancias se mantenían cerradas, pues los impuestos recaudados resultaban insuficientes. El resto se veía muy vacío, porque el gobernador se encontraba ausente. Había pocas lámparas encendidas y proyectaban sombras alargadas. Nos acostamos en lechos que nos eran desconocidos, y los ruidos que oíamos nos resultaban extraños. Yo también estaba inquieta, oía la fría lluvia repicar sobre el tejado. Me levanté antes del amanecer para ayudar a Valeria a bañarse y arreglarse el pelo. Y lo que vi me sobresaltó.
—¿En la cámara de Valeria?
—No, fuera. Aquel viejo soldado lleno de cicatrices había reemplazado a Casio y estaba durmiendo en el suelo, atravesado frente a la puerta de la estancia, envuelto en su capa.
—¿Galba? Creía que habías dicho que se había retirado con sus hombres.
—Para la cena. Pero luego volvió. Sin que lo supiéramos, se quedó para sustituir al escolta de Valeria. Dijo que Marco Flavio, su comandante, le había encargado la seguridad de su prometida, y que no confiaba nada en los gladiadores.
—¿Y Casio toleró aquel insulto?
—Ya estaba acostumbrado. Los soldados no respetan a los que luchan en los circos. Será que envidian su destreza. El esclavo se retiró a una alcoba y Galba pasó la noche en el suelo. Me pareció que aquella era una posición curiosa para un tribuno supremo.
—¿Y Valeria no sabía que estaba ahí?
—No, hasta que yo se lo dije.
—¿Y se mostró contrariada?
—En absoluto, se sintió halagada. En muchos aspectos seguía siendo una niña.
—¿Dónde estaba Clodio?
—En unos aposentos cercanos —contesta Savia—. Galba le dio los buenos días aquella mañana y le preguntó si la cama le había resultado mullida. Desde el primer momento, y de manera instintiva, se produjo una rivalidad entre los dos. Clodio replicó que podía dormir en un suelo tan duro como el que había usado él para hacer su guardia, y Galba le dijo que eso tendría que demostrarlo, a lo que Clodio respondió que cuando quisiera, aunque le recordó que el deber de ambos era velar por la comodidad de Valeria. Galba señaló que no le hacía falta que un soldado casi imberbe le recordara lo que tenía que hacer, y Clodio zanjó la cuestión declarando que los jóvenes romanos respetaban siempre a sus mayores. —Sacude la cabeza—. No empezaron bien.
—¿Y qué opinión te merecía a ti ese tal Galba?
—Me parecía que se había atribuido una familiaridad con nosotros que todavía no se había ganado.
Asiento, recordando que a los esclavos no les gusta la excesiva confianza en los demás. Están celosos. Sopeso la acción del tribuno. ¿Intentaba ganarse a la prometida de su superior? ¿Suplantar al joven Clodio? ¿Burlarse de los romanos? ¿Proteger a Valeria de un peligro real?
—Aquella no fue una noche plácida, por lo que veo.
—Distraje a Valeria hablándole de otras cosas. La peiné, saqué las pinturas para maquillarla y desayunamos nuestras primeras gachas britanas; los esclavos de la cocina nos dijeron que protegían contra la humedad. Después hablamos de las preocupaciones y las esperanzas propias de toda mujer. Antes de llegar a Britania, la boda era una promesa distante. Pero ahora se acercaba cada vez más. ¿Quién sabía cómo era Marco en realidad? La niña era virgen. Y mueren más mujeres en el momento de dar a luz que hombres en el campo de batalla. El matrimonio es la campaña militar del sexo femenino.
—¿Y tú la tranquilizabas?
—Yo la instruía.
—Pero nunca has estado casada.
—No, pero sé más que cualquier otra, queriendo y sin querer, de la barbilla a la entrepierna, del amor a la mentira. A primera vista los hombres asustan, pero después resultan divertidos. Las damas nobles sólo se acuestan con sus maridos a oscuras, con todas las lámparas apagadas, nunca a cielo abierto. Pero yo he visto a hombres en todas partes y en todas las posiciones, algunos tan apuestos como ciervos, otros ridículos como perros.
Supongo que es una manera descarada de coquetear, inútil con un hombre de mi posición, pero de todos modos me agito en la silla, incómodo.
—¿Y ella se dejaba instruir? —Me fascina la posibilidad de entrever alguna confidencia de mujer.
—Le hablé de lo prácticos que resultan los dedos y el aceite. El de oliva lo lubrica todo. El vinagre sirve para retrasar la llegada de los hijos. Valeria me escuchaba con atención. También hice hincapié en la importancia de mantener las apariencias en público, pasara lo que pasase en privado.
Por supuesto. Los romanos perdonamos cualquier transgresión privada, siempre que la señora de la casa obedezca y se comporte con gracia y decoro. Para el romano, la dignidad se la otorga la opinión de los demás. Su meta más noble es el honor.
—Hiciste hincapié en la decencia.
—En que no besara ni abrazase nunca a un hombre en público.
—¿Y ella estuvo de acuerdo?
—¿Estuvo de acuerdo con algo alguna vez? Me dijo que quería tener un compañero, no un amo. Le recordé las palabras del filósofo: «Otros hombres mandan sobre sus esposas. Nosotros los romanos mandamos sobre otros hombres. Y nuestras esposas nos mandan a nosotros». Pero la rectitud debe existir siempre. Un hombre enamorado de su esposa de manera demasiado obvia es un débil.
Eso es cierto, por supuesto. En parte, las legiones abandonaron a Antonio por culpa de su desbocada pasión por Cleopatra. Amar está permitido, pero no así demostrarlo.
—¿Y todo eso la calmó?
—Me gustaría creerlo.
Disfruta con mis preguntas. Mi experiencia me dice que toda fémina aprecia las atenciones que se le dedican, sea esclava o noble. La mujer es tan fatua como poco digna de confianza.
—¿Y os preparasteis para abandonar Londinium?
—Valeria estaba impaciente. Casarse en mayo trae mala suerte, y la niña tenía demasiada prisa para esperar hasta junio, mes propicio, así que esperaba que la boda se celebrara en abril. Lo mismo que Galba. Marco le había dado órdenes de que nos llevara junto a él lo antes posible.
—¿Qué impresión te causó el tribuno supremo?
Savia esboza la sonrisa de una romana de la capital.
—Orgulloso, pero con la jactancia propia del que ha nacido en provincias. Como sirvienta, yo le veía más las intenciones que los patricios. Se notaba que disfrutaba con nuestra incomodidad, que gracias a ella se sentía más como nosotros.
—No te inspiraba confianza.
—Sin duda era un soldado competente, y sincero. Dijo que lo habían enviado a escoltarnos porque Marco quería pasar un tiempo en la guarnición lejos de la sombra de Galba, y que él mismo deseaba tener la oportunidad de congraciarse con la prometida de su nuevo comandante.
—¿Y le creíste?
—Tal vez, a su manera, intentaba que las cosas salieran bien.
—¿Aceptó Clodio el mando de Galba?
—Clodio se sentía superior al tracio en todo menos en rango militar, y este se sentía superior al romano en todo menos en alcurnia.
—No lo tenían fácil.
—Galba no podía demostrar ningún resentimiento hacia Valeria, por lo que se lo demostraba a Clodio.
—Y partisteis rumbo al norte a caballo.
—No; salimos de la ciudad a pie. Valeria iba en la litera.
Claro. En Londinium los caballos están prohibidos. Como en Roma. Demasiados excrementos y accidentes.
—¿Y qué escolta llevabais?
—Ocho jinetes. Clodio me explicó que formaban un contubemium, un escuadrón que comparte la misma tienda de campaña. Habían dormido en una guarnición de la ciudad, en el extremo noroeste, y nos esperaban junto a un circo. Cliburnio, el mercader, había sido ascendido a un puesto superior desde el que poder robar mejor, y ofrecía juegos a sus seguidores.
Paso por alto el comentario cínico. La bellaquería de los oficiales britanos es bien conocida. La corrupción es rampante, y la intriga constituye su segunda naturaleza. La perfidia britana es tan proverbial en el imperio como la astucia egipcia o la arrogancia griega. Para cualquier cargo electo, lo mejor era tener contentas a las masas. Aun así, Londinium no es tan terrible como su reputación. Las calles son más rectas que las de Roma, hay menos congestión. De las fuentes no para de manar agua, por lo que las bandas que pelean por controlar los surtidores de las ciudades no tienen demasiado sentido. Como el agua circula sin cesar por las cloacas, el hedor a excrementos y basura es escaso. Los baños están atestados de gente, pues me parece que es el único sitio donde se está caldeado.
—Todos querían admirar a Crispo en el circo —continúa Savia—, y a los carros de los equipos azul y verde en el anfiteatro. La fecha de la boda lo hacía imposible, así que Galba ordenó a sus hombres que se reuniesen con nosotros allí, para darles la ocasión de ver a los aurigas y los animales exóticos que se congregaban en la zona. Y eso fue, claro, lo que nos metió en aquel lío con el elefante.
—¿El elefante?
—Ya desde muy lejos se oía su barritar. Cliburnio insistía en que los esclavos lo provocasen para que recordara así a la ciudad las competiciones del día. El elefante estaba encadenado a una estaca, y los hombres de Galba lo azuzaban para pasar el rato, pinchándolo con las lanzas. Valeria, que siente debilidad por los animales, se bajó de la litera y les exigió que no siguieran. En ese momento el animal se fue tras ella.
Enarco una ceja.
—No sé cómo —prosigue Savia—, pero el caso es que se soltó y Valeria quedó atrapada entre el elefante y el muro del anfiteatro. De repente, Galba apareció con una antorcha que había prendido en la hoguera de una cocina, y la blandió para ahuyentar al animal.
—Yo he visto a un elefante matar a un hombre —le comento, rememorando unos disturbios en Cartago. La víctima murió aplastada de manera grotesca—. Tu señora mostró una gran imprudencia.
—Tiene un corazón impulsivo.
—Y Galba se mostró valiente.
—Eso parecía.
—¿Parecía?
—Claudio fue el que primero sospechó. ¿Por qué se había escapado el elefante justo en aquel momento? ¿Por qué había tantas antorchas a mano? En aquel momento desestimamos sus comentarios, que nos parecieron producto de los celos, pero ahora, visto en perspectiva…
—¿Valeria sufrió algún daño?
—En dos días había pasado dos veces del miedo al alivio del rescate. Estaba entusiasmada. Tenía los ojos muy abiertos, la piel iluminada, un mechón de pelo suelto…
—Atractiva.
—Demasiado. Galba les dijo a todos que no había tiempo para circos, alegando que Marco no vería con buenos ojos que sus hombres se entretuvieran en juegos mientras él esperaba a su prometida. El soldado Tito comentó que no le extrañaba que su comandante estuviera impaciente. Los demás se rieron, pero yo me ruboricé. Aquellos eran comentarios tabernarios, impropios delante de una dama.
—¿Y Valeria?
—En aquellos soldados había una sencillez y una sinceridad muy alejadas de las intrigas y el ingenio de Roma. A ella todo le parecía exótico, adulto.
—Y finalmente abandonasteis la ciudad.
—Todavía no. Clodio inició una discusión sobre religión.
—¿Religión?
—Quería demostrar que era un soldado más. Pasamos por delante del templo de Mitra, cerrado tras la nueva orden del emperador, y un par de soldados murmuraron su desacuerdo por el sacrilegio consumado contra el dios de los soldados. Y entonces Clodio me preguntó por qué los sacerdotes cristianos no se bañaban.
—¿A ti?
—Sabía que yo siempre hablo claro sobre mi fe. Y sabía que yo sí me bañaba. Fingía ignorar que los baños públicos son un centro de vicios sexuales e intrigas políticas. Dijo que todo el mundo sabía que los sacerdotes cristianos apestaban, y yo le expliqué que eso era porque este mundo no les importaba y se preparaban para el siguiente. Entonces Galba le recordó a Clodio que el cristianismo volvía a ser la religión oficial tras la muerte de Juliano y la sucesión de Valentiniano, a lo que Clodio replicó que Constantino sólo se había convertido para apropiarse del oro de los templos paganos y…
—¡Por Júpiter! Y todo eso sin haber salido siquiera de la ciudad.
Hoy en día la religión es un tema de conversación tan candente como peligroso. El emperador Juliano trató de restaurar las antiguas divinidades, mientras que Valentiniano reconocía que el poder político estaba con las nuevas. Allí, en Britania, los cristianos seguían siendo una minoría de fanáticos, pero la conversión puede ser un recurso útil para medrar. Lo único que todos los bandos tienen en común es la intolerancia.
—Clodio estaba celoso y no paraba de discutir —prosigue Savia—. Dijo que Cristo era el esclavo de Dios, un débil que predicaba la paz y que fue ejecutado por ello. Declaró que los cristianos eran unos tiranos y que habían puesto fin a la libertad religiosa. Al oír aquellos insultos, los porteadores de la litera casi tropezaron y Valeria estuvo a punto de acabar en el suelo. No creo que su torpeza fuera accidental. Eran cristianos, y algunos de ellos se habían sentido ofendidos.
—Ese Clodio parece un insensato.
—Era joven y orgulloso, lo que tal vez sea lo mismo.
—¿Valeria era pagana?
—Tenía sus dudas. Sus padres veneraban a los antiguos dioses, y yo al nuevo. Ella rezaba a Minerva, a Flora y a Jesús indistintamente, aunque yo le advertía de que Cristo no tolera a otros dioses.
—¿Y qué decía Galba?
—Nos mandó callar a todos. Dijo que las opiniones religiosas siempre acarrean problemas. Y en cuanto a la verdad del asunto, afirmó que todavía no había visto a ningún dios intervenir para dar su opinión. ¿De qué sirve una señal, se preguntó, si diez creyentes la interpretan de diez maneras distintas? Fue Cicerón quien se preguntaba si todos los muertos en la batalla de Cannae tenían el mismo signo del zodíaco. Así que Clodio le preguntó al tribuno supremo a qué dios veneraba él.
—¿Y qué respondió?
—A la diosa Spatha. La espada de la caballería romana.
Río sin poder evitarlo. Al final resultará que ese tal Galba es el único con sentido común. A Savia le parece ofensivo que el comentario del tribuno supremo me parezca divertido, y no me extraña. Una de las razones por las que los cristianos generan tanta antipatía es porque se toman totalmente en serio su propia verdad y son incapaces de reírse de sí mismos. Piden a gritos la burla.
—¿Qué pasó entonces?
—Llegamos a las puertas de la ciudad. Allí había caballos para los hombres y carretas tiradas por mulas para el ajuar de Valeria. Galba había sugerido una carruca para ella, con un diván en el que pudiera recostarse, pero Valeria prefirió una carreta más ligera, aunque tuviera que hacer todo el trayecto sentada. Vimos a los hombres montar con sus corazas puestas, agarrándose con una mano de la silla y apoyando la otra en la lanza para darse impulso, en un ejercicio muy atlético. Y entonces fue cuando Valeria anunció que ella también prefería ir a caballo, porque viajar metida en una carreta le parecía una condena. Galba le preguntó si era tan imprudente con los caballos como con los elefantes, y ella le aclaró que llevaba mucho tiempo montando de lado, como es propio de las mujeres. Galba insistió en que hacían falta pantalones para montar bien, a lo que Valeria replicó que los hombres nacen con muchas cosas, pero no con esa prenda, y que cualquiera, hombre o mujer, podía aprender a vestirla. Galba se rio pero yo estaba escandalizada, y Clodio la agarró del brazo y se la llevó sin soltarla hasta la carreta. Al menos él sí tenía sentido del decoro. Casio, el gladiador, se puso a las riendas, a mi lado, y Valeria se sentó bajo el toldo, entre su ajuar. Teníamos todavía dos semanas de viaje por delante, y debíamos pernoctar en mansiones y villas en las que seríamos recibidos como invitados. La primera de ellas era la de Quinto Maxo…
—Sí, él es el siguiente a quien voy a entrevistar. Y al soldado Tito. Están fuera esperando mientras te interrogo a ti.
Savia me mira.
—Por favor, amo, he respondido a todas tus preguntas. ¿Por qué no te apiadas de mí?
—¿Y qué hago a continuación?
—Me sacas de la celda.
—Le pediré al comandante que te saque de ahí porque me has sido útil. Pero todavía no puedo tomar una decisión sobre tu destino definitivo. Debo hablar con mucha gente.
Me mira serenamente.
—Al final querrás que esté contigo.
Juzgo erróneamente su comentario como una proposición.
—¿En mi cama?
—No, en el bosque. En el sitio al que huyó Valeria. Al final tú también habrás de ir.