Tito volvió a aparecer, y con él los cuatro esclavos que acarreaban la litera. Como ya se había salido con la suya, Valeria dejó que la llevaran. Ahora que avanzaba escoltada por militares, se sentía con la protección que se da al invitado y con la licencia que se concede al turista, por lo que dejó abiertas las cortinas para ver la ciudad.
La muralla que rodeaba Londinium se elevaba a veinte pies de altura. Hacía un siglo, las ciudades del imperio no necesitaban muros, pues la paz romana era efectiva, pero la guerra civil y las incursiones bárbaras habían hecho mella en la seguridad, y la capital de la provincia había sido amurallada. Los integrantes de la comitiva cruzaron la Puerta del Gobernador y se internaron en la ciudad. Los olores de la misma los asaltaron al momento: a pan y a cloacas, a perfume y a colada, al amoníaco de los tintoreros y al serrín de los carpinteros. Pasaron por un pequeño foro atestado de puestos y, tras doblar a la izquierda, enfilaron una avenida estrecha que llevaba al palacio del Gobernador.
Las murallas magnificaban el ruido y la densidad, y las calles rebosaban de gente. Pasaron en dirección opuesta la litera de otra dama, elegante y maquillada. Las dos mujeres se saludaron muy serias, con una inclinación de la cabeza. Vieron también a un orgulloso magistrado que caminaba con movimientos bruscos, dándose importancia, seguido de su asistente. Un malabarista se ganaba unas monedas lanzando bolas al aire, y un grupo de bulliciosos marineros pasó por delante camino de alguna taberna. En dos pisos contiguos, dos amas de casa conversaban y se saludaban. Hasta la ventana de una segunda planta izaban una cama mediante una cuerda pasada por una polea, y los transeúntes silbaban y se burlaban de los posibles usos que sus propietarios fueran a darle. La gente se volvía al paso de Valeria. Aquella atención la halagaba. ¿A cuántas hijas de senadores tenía ocasión de admirar Londinium? De pronto se había convertido en alguien especial.
Britania no resultaba totalmente extraña, por supuesto. Si era cierto que el mundo era Roma, entonces Roma también era el mundo. Ahí, en Londinium, había calles romanas, templos, pórticos, cúpulas y edificios de viviendas, y si resultaba exótica sólo se debía a los acentos políglotas de la mezcla habitual de razas: sirios morenos, rubios germanos, oscuros númidas, egipcios arrogantes, griegos astutos y judíos francos. Y por las clases sociales: esclavos y libertos, soldados y nobles, meretrices y amas de casa. El latín vulgar estaba corrompido, mezclado con otras lenguas, y se hablaba con un marcado acento. La lengua celta, muy melodiosa, llamó su atención, y Valeria se preguntó si tendría tiempo de aprenderla. A aquella Babel de sonidos se añadía el cacareo de las aves de corral que aguardaban en sus jaulas a que alguien las comprara para la cena, así como el balido de cabras y corderos atados por las patas. Había niños que gritaban, mujeres campesinas que cantaban las virtudes de sus mercancías, vendedores ambulantes que se desgañitaban, voceros que pregonaban los encantos de una taberna o los placeres de un burdel, y hasta un desharrapado profeta de religión desconocida que amenazaba con la condena eterna. De unos baños cercanos llegaban gritos de jugadores, chapoteos en el agua y resoplidos de atletas. Y todo aquel estruendo urbano se veía rematado por el repicar de los martillos de herreros y zapateros y el golpeteo de los tejedores. Aquí se veía un vidriero, ahí un alfarero, allí un carnicero y, como era de esperar, carteles en latín anunciaban toda clase de gangas. El aire olía a fuego de carbón y aceite de lámpara, a tostadas calientes y anguilas fritas, a piel curtida y lana mojada. Las estatuas de los emperadores y generales muertos surgían oscurecidas por la lluvia, y los pequeños dioses protectores se agazapaban en hornacinas techadas. Junto a las puertas sobresalían los falos de la buena suerte. Sólo las fachadas desconchadas y los solares vacíos e invadidos por la maleza evidenciaban lo que se rumoreaba en Roma: que Londinium estaba cansada y se encogía. El comercio se estaba desplazando hacia la Galia.
—La ciudad es más majestuosa de lo que esperaba —dijo Valeria, y se asomó de la litera apoyándose en el hombro de Clodio para no perder el equilibrio. El respingo que dio el tribuno al notar su mano le resultó divertido—. Más importante.
—Hubo una época, con las guerras en el continente, en que Britania prosperó —admitió él—. Los problemas en otras partes trajeron la riqueza hasta aquí. Ahora…
—Ojalá pudiesen comprar un poco de sol. Si lo hicieran, creo que no se estaría nada mal.
—Haría falta algo más que sol —objetó él entornando los ojos—. Pero no te preocupes, Marco se labrará una reputación, recibirá un nuevo destino y os marcharéis de aquí.
—Y tú también.
—Sin duda. No pienso dejar que el barro de Britania se pegue a mi carrera. Y entonces volveremos a Roma y compraremos casas en el Palatino.
—Y conservarás los recuerdos de tus aventuras con los celtas.
Llegaron a la plaza del palacio del Gobernador. Unas columnas de mármol importado sostenían el ancho pórtico cubierto que protegía de las lluvias de Britania a los soldados, solicitantes y mensajeros. Las puertas de roble y hierro, entreabiertas y custodiadas por legionarios, dejaban entrever los cuidados jardines y las estancias interiores del palacio. Las antorchas brillaban desafiando la penumbra gris de aquel día nublado. La litera se detuvo.
A Galba lo recibió un sirviente. Los dos parlamentaron un momento y luego el tribuno supremo regresó a la litera.
—Tu llegada no ha sido anunciada a la casa —dijo—. Ten paciencia mientras yo me ocupo de que se apresuren en disponerlo todo.
Aquel rudo oficial parecía bastante solícito, una vez pasado el impacto del primer encuentro. Se notaba que su sitio estaba en los cuarteles, no allí, aunque se esmeraba en proteger a una dama romana. Debía mostrarse educada con él.
—¿Cenarás con nosotros, tribuno?
—Yo soy soldado, señora.
—Un soldado que seguro tiene al menos tanta hambre como una dama que soporta esta llovizna.
—Yo debo comer con mis hombres. Volveré más tarde para asegurarme de que te encuentras bien.
—No creo que sea necesario —intervino Clodio.
Galba lo ignoró.
—Querrá dormir, supongo —añadió el joven.
—¡Lo que más deseo es meterme en los baños! —dijo ella.
—Pues iré a cerciorarme de que enciendan los fuegos para que los encuentres calientes.
Hizo una ligera reverencia y subió a toda prisa la escalinata del palacio con el bastón encajado bajo el brazo, la espalda ancha como una puerta, las medallas tintineando, dando órdenes con su voz ronca. La gente se apartaba de su camino como un remolino de hojas secas.
—Para ser provinciano es bastante resuelto —observó Clodio.
—Me alegro de que Marco lo haya enviado. ¿A ti te hace sentirte más seguro?
Clodio miró a los demás soldados, inmóviles bajo la lluvia como perros.
—Me hace recordar que la vida en las provincias nunca es segura.
—Hemos tenido un mal comienzo, eso es todo. Vamos a guarecernos de la lluvia. —Se bajó de la litera de un salto y dejó que su escolta la acompañara hasta el final de la escalinata.
El pórtico estaba helado y atestado de gente. Lo ocupaban no sólo oficiales con capa, sino también vendedores ambulantes que habían convertido el exterior del palacio en un pequeño mercado. Algunos mercaderes ofrecían alimentos, otros joyas o tejidos de lana, y los más pregonaban sus cerámicas esmaltadas. «Londinium», rezaban las piezas. Valeria se puso a inspeccionarlas, y Clodio a seguirla a regañadientes.
—Qué recuerdo tan original de nuestra visita. Me siento tentada de comprar uno.
—Y ellos de vendértelo, sin duda.
—¡Sí, señora! —la animó un vendedor—. En honor de tu viaje.
—Ya cargamos con demasiados cacharros —dijo Clodio—. Cómpralo al regreso, cuando vuelvas a pasar por aquí camino de casa.
Valeria levantó un cuenco.
—No. Quiero algo que me haga pensar en Londinium.
—Pues eso que quieres se llama recuerdo, y no pesa nada.
—Tonterías. Este es el recipiente en que se guardan los recuerdos. —Le tendió una moneda al alfarero—. Para mi ajuar.
Al hombre se le iluminaron los ojos.
—Tu mecenazgo honra a Festo —dijo.
Valeria le dio el cuenco a Clodio y cogió unas tazas. Ahora sí empezaba a divertirse tal como había imaginado.
—¡Veo que se acerca una dama generosa! —gritó alguien—. ¡Una dama curiosa!
Valeria y su escolta se volvieron. Allí, en la penumbra de las columnas de mármol, había una vieja de pelo blanco y piel arrugada, envuelta en una capa y sentada sobre una manta. Delante tenía esparcidos unos huesos con los que adivinaba el futuro.
—Sí —prosiguió la anciana—, veo a una mujer en la antesala de la vida.
Al alfarero le molestaron sus palabras.
—Mebde, una cosa es que oigas el ruido del dinero, pero ver, no ves más allá de tus narices, y lo sabes muy bien, vieja bruja.
La anciana volvió la cabeza hacia él.
—Y también veo que tú ganas más peso que ingenio, Festo —replicó—. Y qué feo eso de venderle a la pobre chica mala cerámica haciéndola pasar por buena. Veo —continuó, dirigiéndose a Valeria— a una joven romana camino de una boda y que desea, si mi intuición no me falla, que le digan la buenaventura. —Mebde tenía un ojo opaco como el mármol. Levantó un disco de piedra, de un diámetro no mayor que el de una manzana, y miró por el agujero que tenía en su centro—. ¿Te gustaría conocer tu futuro, hermosa novia? Te costará sólo una silicua.
—¿Una moneda de plata para que una ciega diga la buenaventura? —replicó Clodio—. Cobras mucho, vieja.
—Tal vez para ti, tribuno. Tu futuro quizá será tan breve que sólo valga una moneda de bronce. Pero la dama está dispuesta a pagar con plata, creo. —La vieja alargó la mano—. Ven. Busca la sabiduría del roble.
—¿Qué es esa curiosa piedra que sostienes? —preguntó Valeria.
—Es una Keek Stane, una piedra de visión. Vienen del norte, del sitio al que te diriges. A través de ellas sé adivinar el futuro.
—Pide demasiado —insistió Claudio.
—No —repuso Valeria—. ¡Fíjate en todo lo que sabe de mí!
—Será de los chismes que circulan por la ciudad. Como tú misma dijiste, la noticia de nuestra llegada nos ha precedido.
—Quiero saber lo que ve. —Valeria sacó una silicua y se la dio a la bruja—. ¿Seré feliz?
Mebde se acercó la piedra al ojo.
—Oh… sí. Y veo que también serás desgraciada.
Clodio gruñó.
—Eso puede decirse de cualquiera. Valeria no le hizo caso.
—Cuéntame más, pitonisa.
—Veo el fuego de las antorchas que iluminan el camino de una joven prometida. Veo un bosque sagrado que será arrasado. Veo una gran batalla…
—Por los dioses —rezongó Clodio—, esas son generalidades que no sirven de nada. Ni siquiera es buena adivina.
—¿Y encontraré el amor?
—Ah… —La pitonisa hizo girar la piedra—. Un gran amor, señora. Un amor que todo lo consumirá, como una llamarada. —En vez de sonreír, su expresión era de desconcierto. Arrugó la frente.
—¿Con mi Marco?
A Mebde empezó a temblarle la mano, como esforzándose por sostener el disco. Y entonces gritó y lo soltó como si le quemara. Alzó la vista, horrorizada, y se tapó el ojo ciego.
—¿Qué pasa? ¿Es mi futuro esposo?
—¡Mi ojo! —Alargó la otra mano—. ¡Toma! ¡Tu moneda! ¡No la quiero!
—¿Qué pasa?
—¡Mi ojo!
—¿Qué has visto? La vieja meneó la cabeza, como para aclarársela, y la moneda cayó al suelo. Miró a Valeria con tristeza y al cabo le dijo.
—Cuídate de aquel en quien confías, y confía en aquel del que te cuidas.