—¡Dama romana! —gritaban los vendedores ambulantes que, bajo la lluvia, alzaban baratijas a su paso—. ¡Mira! ¡Las joyas de Britania!
Valeria se había calado la capucha para protegerse de los gritos y de la llovizna primaveral. Así cobijada, observaba entre consternada y divertida la flotilla que se había congregado alrededor de la proa de su barco. Las gabarras de río y las barquichuelas de cuero rodeaban el recién anclado Cisne como un lazo harapiento, y sus desaliñados patrones se ofrecían a llevar a los pasajeros romanos hasta el muelle de piedra de Londinium. Las mujeres britanas, con el cabello enredado y la ropa húmeda, llevaban pan mojado, vino barato, joyas más baratas aún y los pechos desnudos. Los niños levantaban las manos y suplicaban algunas monedas, agitando los dedos como si fueran las patas de un escarabajo puesto del revés. Jóvenes rudos cantaban las excelencias de posadas, burdeles y demás gangas. Los perros ladraban, un gallo enjaulado cantaba, el propio capitán maldecía a quienes le rayaban el casco de la nave, y no era fácil saber qué era peor, si el ruido o el hedor.
En otras palabras, su tumultuosa llegada a Britania fue tan rara, colorista y maravillosa como había imaginado. A mil millas de la hastiada Roma, por fin comenzaba su vida. Valeria contempló la ciudad que se alzaba más allá de aquellas aguas grisáceas, e imaginó que tras ella, en algún punto, se encontraba el distante muro. Pronto, pronto: ¡su boda!
—Britanillos —dijo con sorna el joven que tenía a su lado refiriéndose a los que no dejaban de acosarlos—. Britunculi. Nuestros soldados empezaron a llamarlos así tras las primeras batallas. Desnudos, pintados de azul, con sus gritos y su falta de disciplina, arrogantes hasta que se encontraban con una pared de escudos. Luego corrían como conejos. —Sacudió la cabeza—. Por lo que se ve, esta es su progenie.
—Nos están ofreciendo su ayuda, querido Clodio. —Valeria estaba decidida a no permitir que el cinismo de su escolta, un joven tribuno recientemente nombrado que debía cumplir con su año obligatorio de servicio militar, le aguara la emoción del momento—. Mira qué altos son. ¡Y cuánto pelo tienen! Qué pálidos. Y qué ojos tan grises. Son muy blancos. ¡Me encantan! —Valeria tenía esa edad en la que uno opina abiertamente de las cosas, como si se las probara para comprobar cómo le sientan. La hija del senador no se dejaba impresionar por la brillante espada y la estudiada altivez de un joven oficial como Clodio, noble de cuna, próspero por herencia y superior gracias a esa bendita ignorancia que nace de la inexperiencia. Sin saber nada, el tribuno parecía conocerlo todo, incluido lo que una joven como Valeria debía pensar y hacer. Así, la misión de su protegida consistía en ponerlo en su sitio—. ¡Y mira qué joyas! ¡Se nota la habilidad celta! —Jocosa, entornó los ojos—. Con la lluvia se ponen verdes, claro.
Sólo ante sí misma admitía que tener que optar por una embarcación pública la inquietaba. La barcaza oficial aún seguía amarrada al muelle, con su esmalte rojo y su borde dorado, que brillaba como una flor en el paisaje gris verdoso del río. ¿Acaso no había cruzado el canal que los separaba del continente el mensaje en que se informaba de su inminente llegada? ¿Acaso no era visible desde la muralla de la ciudad el estandarte senatorial del mástil? Al parecer no, pues el Cisne había anclado sin recibimiento oficial de ninguna clase.
A ninguno de sus conocidos romanos le habría sorprendido aquella torpeza. Enterados del compromiso de Valeria con un oficial destinado al muro de Adriano, sus felicitaciones habían llegado acompañadas de expresiones de condescendencia. Marco era rico, claro, pero ¿Britania? No había ni una academia para estudiar. Ni un solo juego digno de mención. Ni un poeta, artista o escritor. La lástima que sentían por ella la manifestaban con prudencia, lo que todavía le resultaba más ofensivo. Algunos baños y villas tenían fama de estar a la altura de los de Italia, le dijeron sus doncellas para animarla. El resto de Britania sí era oscuro, lluvioso y sucio. ¿Y había de vivir en un fuerte de caballería? Todos sentían escalofríos al pensar en el destino que le aguardaba, señal inequívoca del declive que vivía la Casa de Valens. Pero el dinero que aportaría la familia de Marco permitiría a su padre mantener su carrera senatorial, mientras que el abolengo de su nombre ayudaría a medrar a su futuro esposo. Que sus estúpidos amigos se quedaran en Roma. Su prometido aspiraba a la gloria. Y Valeria le ayudaría a conseguirla.
—¿Por qué no divertirnos un poco con este ejército de admiradores? —le preguntó a su escolta—. En Roma nadie nos haría tanto caso. —Arrojó una moneda, y el tumulto de cuerpos que lucharon por hacerse con ella hizo que las gabarras empezaran a balancearse. Los desesperados gritos de los britanos se intensificaron.
—No lo hagas, Valeria. Son sanguijuelas.
—Era sólo una moneda de cobre. —Uno de los nativos se había apropiado de ella tras morder en la oreja a un contrincante. La ferocidad de su avaricia la sorprendió—. Mi padre dice que Roma se gana la lealtad por la generosidad, no por la espada.
—Por una mezcla de las dos cosas, diría yo, cada una usada en su justa medida.
—¿Medida de la que carezco?
—No… a tu rostro no le hace falta ni la espada ni el dinero para ganarse la lealtad de los demás.
—Oh, Clodio, tú siempre tan galante.
Ya estaba acostumbrada a esas reacciones por parte de los jóvenes. Sabía que Clodio estaba medio enamorado de ella. Sus ojos, oscuros y acuosos, eran lo que primero atraían la atención, así como su mirada inteligente y decidida, que fascinaba y desarmaba, que seducía a los desconocidos pero los ponía a la defensiva. El suyo era el magnetismo de la que no es del todo niña ni del todo mujer, de la que muestra una franca curiosidad por todo sin haber perdido la inocencia. Se trataba a la vez de una ventaja y de una carga que ella había aprendido a usar y sobrellevar. El resto de sus rasgos no hacía sino reforzar aquella promesa de sus ojos. Su belleza era meridional: piel entre dorada y aceitunada, el cabello una cascada de seda negra, sus labios carnosos, sus pómulos prominentes, y una figura tan definida como el cuello del cisne labrado en madera que adornaba el mascarón de proa. Había quien especulaba que por sus venas corría sangre númida, dado lo exótico de sus facciones; otros opinaban que sus ancestros habrían sido egipcios o fenicios. Prefería las joyas sencillas que no le hicieran sombra. Llevaba sólo tres anillos y una pulsera en una muñeca, una buena gargantilla, un broche con el que se prendía la capa y un pasador en el pelo. ¡Apenas nada! Desde luego, muy diferente de la ostentación de la Roma urbana, donde las mujeres llevaban encima su peso en oro. Por lo general vestía de manera discreta y, siguiendo los consejos de sus doncellas, intentaba mostrarse recatada.
Sin embargo, cuando se emocionaba por algo saltaba, brincaba y se subía a cualquier parte, como un muchacho. Era entonces cuando sus acompañantes masculinos padecían en silencio al vislumbrar la curva de una cadera, el perfil de un pecho, y no podían, dejar de pensar en lo que, algún día, aquel entusiasmo virginal haría en una cama.
A bordo del Cisne todos estaban de acuerdo: Marco era un cabrón con suerte, igual que su padre, que, más taimado, había negociado para conseguirle a su hijo una doncella de su condición y belleza. La situación económica de los progenitores de la joven debía de ser desesperada, pues de otro modo no le habrían dejado ir a la frontera ni ella lo habría aceptado de buen grado. Nadie imaginaba que la joven deseaba viajar y vivir aventuras, que tenía pleno conocimiento de la precaria situación financiera de su familia y que se había vestido especialmente para gustar al tímido Marco, porque era lo bastante despierta como para entender que la ruina de su padre habría sido también la suya. Ahora era ella quien los salvaba a todos: a su padre, a su futuro esposo y a sí misma.
Sintió un escalofrío al pensarlo.
No entendía que sus amigas hubieran alabado su coraje. ¡Como si se dispusiese a abandonar el imperio! Britania era provincia romana desde hacía trescientos años, y vivir en su frontera parecía más emocionante que arriesgado. Sería maravilloso vivir entre aguerridos jinetes, rodeada de sus magníficos caballos, así como fascinante ver con sus propios ojos a los velludos bárbaros, emocionante caminar por el famoso muro de Adriano. Se sentía impaciente por instalarse en su nueva casa, impaciente por aprender a hacer el amor, impaciente por conocer a su esposo, sus pensamientos, sus deseos, sus sueños.
—Como los cochinillos chupando de la teta de su madre —murmuró Clodio refiriéndose a las embarcaciones que seguían balanceándose—. Estamos en el borde mismo del imperio.
—Este borde mismo es el hogar del hombre con quien voy a casarme —le recordó ella astutamente—. El prefecto al mando de tu caballería petriana.
—Mis dudas no se refieren a tu futuro esposo, damisela, de quien los dos sabemos que es hombre culto, rico y refinado. Pero él es romano, no britano, y merece la gracia de alguien de tal… quiero decir, de igual talla, o mejor…
Valeria se echó a reír.
—Sé muy bien a qué te refieres, querido y torpe Clodio. ¿Por qué un oficial como tú ha tenido la mala suerte no sólo de ser destinado a la triste Britania, sino de tener que escoltar a la prometida de su superior más allá del Océano Británico?
—Mi señora, he disfrutado de nuestro viaje…
—Nos hemos mareado como perros, y lo sabes muy bien. —En un gesto cómico, simuló estremecerse—. ¡Qué gracioso! No quiero volver a ver el mar en mi vida. ¡Qué frío! ¡Qué oscuro!
—Todos nos hemos alegrado de entrar en el río.
—Pues entonces llévanos hasta la orilla, tribuno —sugirió una vocecilla impaciente.
Era Savia, que observaba anhelante el muelle de piedra de Londinium. La sirvienta era lo único que Valeria se había traído de casa. Su crítica, su carabina, su ancla. Savia conocía el corazón de su señora mejor que su propia madre, y se preocupaba más que ella de cosas como la decencia y la puntualidad. El mar embravecido había hecho enmudecer a la esclava durante dos días, pero ya empezaba a recuperar la voz.
—Estoy esperando una embarcación apropiada a nuestra condición —replicó Clodio irritado.
—Pues esperas en vano.
Valeria contempló la ciudad. Londinium parecía un lugar bastante civilizado. Los mástiles se balanceaban sobre la maraña de gabarras que se alineaban frente a un muelle plagado de sacos, barriles, fardos y ánforas. Tras los parapetos se elevaban las cúpulas y los tejados de teja roja de una capital romana de respetable tamaño. El humo grasiento que se elevaba de ella creaba su propio manto bajo el cielo nublado. Se oía el rumor del comercio urbano y llegaban los olores del carbón, las cloacas, las panaderías y los talleres de los curtidores. En algún lugar de la ciudad estarían los baños y los mercados, los templos y los palacios. Un puente largo, de madera, atestado de carretas y emisarios cruzaba el Támesis un cuarto de milla río arriba. La orilla meridional era una zona pantanosa y, más allá, se extendían los montes bajos.
¡Qué lugar tan gris! ¡Qué lejos se encontraba de Roma! Y sin embargo, al contemplarlo sentía la emoción de lo venidero. Pronto vería a su Marco. Le parecía que Clodio daba demasiada importancia a la ausencia de la barcaza oficial, que era sólo la última de las humillaciones que cualquier desplazamiento largo infligía a los viajeros. Porque no era que su futuro marido estuviera tan cerca como para venir a recibirlos. Estaría en su fuerte, tomando posesión de su nuevo cargo. Pero en cuestión de dos semanas…
—Debemos ser prudentes, eso es todo —insistió Clodio—. Los britanos son rudos. Un tercio de la isla está sin conquistar, y lo conquistado sigue siendo inhóspito.
—¿Inhóspito o sencillamente pobre? —inquirió Valeria, burlona.
—Pobre por culpa de su escasa iniciativa, supongo.
—O por culpa de los impuestos, la corrupción y los prejuicios. —No se resistía a la tentación de provocar a su joven escolta, hábito que según su madre resultaba deplorable en una muchacha romana en edad casadera—. Además, si Roma no conquistó la isla entera fue porque esos britanillos, como tú los llamas, lo impidieron.
Todo aquello lo había oído decir en las sobremesas de las cenas que ofrecía su padre en casa, pero a Clodio le parecía algo indecente que una mujer hablara de política con tanto desparpajo. No obstante, le gustaba que le prestara atención.
—A Roma no la detuvo nadie. Decidió detenerse allí, y por eso Adriano construyó el muro, para dejar fuera lo que no le interesaba y proteger lo que quería. —Adoptó un aire académico—. No lo dudes, Valeria, esta es una prometedora plaza para un oficial como yo. Los problemas dan a los soldados ocasiones para la gloria. A Marco también. Pero no tengo por qué admirar la causa de tales problemas. Dada su propia naturaleza, los britanos son rebeldes y picaros. Me refiero al pueblo. Según me han dicho, la clase alta es aceptable.
—Para no haber puesto un pie en esta tierra, pareces saber bastante de ella —se burló ella—. Tal vez sea mejor que sigas a bordo. Le diré a mi prometido que Britania no estaba a tu altura y que por eso no has desembarcado.
Pero Valeria también sentía cierto temor, y su actitud burlona no hacía sino enmascarar su ansiedad. Añoraba su país, aunque como buena romana no estaba dispuesta a admitir tal debilidad. Apenas conocía a su futuro esposo, que le pareció amable durante la primera visita y su rápido compromiso, pero también grande y silencioso y… bueno, viejo. Ella no había tenido trato íntimo con ningún hombre. Nunca se había hecho cargo de una casa. No sabía nada de niños. ¿Estaba preparada para ser madre? ¿Para ser la señora de su casa? ¿Y si fracasaba?
—Obedece a tu marido —la había instruido su padre—. Recuerda que el deber es el puntal sobre el que se sostiene Roma.
—¿Y no debo amarlo también? ¿Y él? ¿No debe amarme a mí?
—El amor nace del respeto, y el respeto sigue al deber.
Era el tipo de admonición que había oído mil veces. Las muchachas soñaban con las historias de amor, pero los padres tramaban ascensos profesionales y estrategias.
Valeria alzó la vista al cielo gris. Comenzaba el mes de abril y el paisaje estallaba de verdor, pero las nubes eran grises y gélidas. ¿Llegaba a hacer calor alguna vez en aquel sitio? En invierno vería nevar, de eso estaba segura. Se sentía impaciente por desembarcar, como Savia, y cansada de esperar la decisión de Clodio. ¿Por qué vacilaba tanto? Vio otra gabarra, y quiso creer que era de mayor tamaño, más limpia y mejor pintada que las demás.
—¡Tomemos esa!
Su ruego puso en marcha a Clodio y, entre gritos de decepción, la pequeña flotilla congregada bajo el Cisne empezó a dispersarse. La gabarra escogida golpeaba el casco. Se negoció un precio y los marineros comenzaron a bajar las pertenencias de Valeria con gran estrépito. Dado el coste del traslado de mercaderías desde Roma, su ajuar sólo ocupaba una carreta. El gladiador Casio, el escolta de Valeria, la bajó del barco como si fuera de cristal. Desembarcaron a la oronda Savia atada a una cuerda y Clodio ocupó su puesto en la popa, junto al capitán, como si supiera algo de barcos. Así, partieron hacia el puerto de Londinium. El viento primaveral escoraba la gabarra, y una bandada de gansos rasgó el cielo sobre sus cabezas, rumbo al norte.
Savia se sintió más animada.
—¡Mirad! ¡Una señal de bienvenida de Cristo!
—Si es así, le llevan a mi futuro esposo la noticia de nuestra llegada.
Clodio rio.
—¿Acaso no vuelan sobre las cabezas de todos y son, por tanto, heraldos de muchos dioses?
—No; han aparecido para anunciar nuestra llegada.
Adelantaron a otra barcaza con destreza y sin esfuerzo. Parecían estar siempre a punto de chocar, pero en el último momento esquivaban a las demás embarcaciones, los insultos o los saludos cordiales de sus tripulantes. El muelle se encontraba tan atestado que parecía no haber sitio para desembarcar. Pero en ese preciso instante zarpó una barcaza y por un momento vislumbraron una porción de piedra cubierta de musgo y unas grandes anillas de hierro. La gabarra se impulsó con el viento y viró con destreza para atracar de lado. Se tendió un listón de madera y una soga para el equipaje. Valeria fue la primera en bajar. Savia la siguió a toda prisa. Casio lo hizo dando un salto. Una vez estuvieron en tierra, fueron recibidos con el mismo clamor que los había acompañado antes de desembarcar del Cisne, pues los mercaderes, los mendigos y los vendedores de comida olían el dinero, la clase, y se arremolinaban en torno a ellos.
—¡Prueba el cordero de Londinium, señora! Alimenta mucho después de un viaje tan largo.
—No, gracias —decía ella intentando alegrarse de la muchedumbre.
—¿Joyas para la joven? —Lo que le mostraban no era sino cobre.
—Ya tengo demasiadas.
«Una jarra para ti, tribuno». «Seguidme y os llevo a las mejores habitaciones». «¿Necesitáis ayuda con el equipaje?». «¡Para cargar bultos yo soy el mejor!».
Casio se adelantó para ir abriendo paso, como un toro, mientras Clodio discutía con el capitán de la gabarra, que de pronto pedía un precio distinto al acordado. Valeria y Salvia intentaron seguir al gladiador, pero quedaron atrapadas en la maraña de cuerpos. Los romanos se detuvieron, sin saber muy bien adonde ir, mientras los britanos se peleaban por ver mejor a la hermosa joven de alta alcurnia. Las mujeres exclamaban, los hombres se empujaban, y un fuerte olor a sudor, aceite de pescado y vino barato inundaba el ambiente. De pronto, Valeria se sintió mareada.
—¡Por aquí, señora! —Una mano callosa la cogió por el brazo y ella se volvió para mirar. Era un plebeyo rudo y medio desdentado. La emoción de Valeria se estaba convirtiendo en alarma.
—¡Por aquí! —Otra mano le agarró la capa y tiró de ella en la dirección contraria.
—¡Soltadme! —Valeria se escabulló como pudo. Le habían retirado la capucha y la llovizna le mojaba el pelo.
De pronto soltó un grito ante el niño que se abalanzaba sobre ella. El broche que le cerraba la capa había desaparecido y esta se abrió, dando a la concurrencia masculina la ocasión de apreciar sus curvas.
—¡Clodio! —llamó.
Su escolta militar se encontraba atrapada por la maraña de cuerpos que se agolpaban tras ella. ¡Y los britanos estaban riéndose! Un hombre de aspecto desagradable, con la cara picada de viruela y la piel enrojecida, se adelantó.
—¿Buscas cama, guapa? —le dijo inclinándose sobre ella.
—Déjanos…
—¡Abrid paso! —gritó Clodio—. ¿Por dónde se llega a la Puerta del Gobernador?
—¡Dame una moneda! —gritó alguien—. ¡Una moneda y te muestro el camino!
—¡Sí, romanos, monedas! ¡Monedas para los pobres de Britania!
Casio empezó a apartar a golpes las manos que le aferraban. En respuesta, un repollo salió disparado y alcanzó al gladiador. Este hizo ademán de desenvainar la espada. Una manzana pasó volando sobre su cabeza.
—¡Monedas! ¡Caridad para los pobres isleños!
—¡Menuda provincia! —masculló Clodio.
—¡Compasión para un pueblo oprimido! —gritó alguien mientras volaban más frutas y hortalizas.
—Esto es un escándalo.
Y entonces resonó un agudo grito de dolor que oportunamente interrumpió el acoso.