CAPÍTULO 4

Muchos romanos creen que, moralmente, los esclavos no son de fiar, pero yo, Draco, los considero los testigos más observadores. Es cierto que roban, es cierto que mienten, y, por supuesto, que son haraganes. Carecen incluso de las pacientes virtudes de los animales domésticos. Sin embargo, un oyente avezado será capaz de sacar partido de esa falta de carácter. Los esclavos son espías desvergonzados y chismosos incansables, y las debilidades de sus superiores constituyen su principal fuente de diversión. De un esclavo listo puede aprenderse mucho. Y esta que tengo ante mí es una de las más astutas.

Ya me está molestando.

Se llama Savia. De nodriza pasó a sustituta de madre. Sirvienta convertida en doncella y carabina. Toda niña romana de alta cuna, como la desaparecida Valeria, debería tener una, y la mayoría la tiene. Savia es cristiana, por supuesto, como casi todos los de las clases inferiores, pero, a diferencia de muchos, yo no estoy en situación de ser intolerante ante esas ingenuas creencias en un dios campesino y una muerte feliz. Debo valerme de tantos oídos y tantos ojos como me sea posible. Según mi experiencia, un buen cristiano puede ser tan honrado como un buen pagano. O tan venal. Hay malhechores de sobras para repartir entre todas las religiones.

En fin. Que Savia está bien alimentada y es más bien rellenita, a pesar de que ahora se encuentra encarcelada, y hace unos años no habría sido tan mala amante. Seguro que todavía serviría para calentar cualquier cama. Ahora tiene el cabello salpicado de canas, y su encierro le ha teñido el rostro de un tono cetrino. Su mirada es más rápida y vivaz que discreta. De nuevo esa inteligencia suya: no lograría ocultarla ni siquiera queriendo. Ella también es una superviviente, ha salido sin un rasguño del reciente tumulto. A pesar de la leyenda, que afirma lo contrario, constituye la rara excepción de la esclava capaz de dar la vida por su señora.

Y yo tengo la imagen de Galba, brutal, eficaz, el subordinado frustrado, aunque eso apenas basta para explicar la catástrofe que estoy investigando. En el muro de Adriano sucedió algo más, algo que llevó a la imprudencia y la traición, algo que parece girar alrededor del ama de esta esclava, su señora, Valeria. He instado a Savia a que, desde la cárcel, me explique cómo era, para entender a una mujer que ya no está aquí. La esclava, a su vez, me ve como salvador potencial. Detesta la privación de libertad y lo ha manifestado sin ambages. «¡Pertenezco a la casa de Valens!». Los soldados se ríen de ella.

Ahora está sentada en mi cámara de piedra, malhumorada, aturdida, esperanzada, desconfiada, engreída. Quiere de mí tanto como yo de ella.

—¿Serviste a la señora Valeria?

Me mira de arriba abajo y asiente con cauteloso orgullo.

—Durante diecinueve años. La amamanté, la lavé, la desteté y le di algún azote. Le enseñé a ser mujer. Y la acompañé hasta Britania…

—Para su boda con el comandante de la caballería petriana. Marco Flavio.

—Fui testigo de cómo se organizaba esa boda en Roma.

—¿Fue un compromiso por amor o por intereses políticos?

—Por las dos cosas, claro.

No me conformo con su respuesta, que es tan obvia que no contesta a nada.

—Estás evitando mi pregunta. ¿Amaba al esposo que le asignaron?

—Eso depende de lo que signifique el amor para ti.

—¿Signifique? Por los dioses, ¿era su móvil la pasión o la política?

Savia me observa con atención.

—Deseo ayudarte, señor, pero la prisión me ha nublado la memoria.

Mira alrededor con la rapidez de un pájaro, como si buscara la llave con la que obtener la libertad.

—Acabo de sacarte de tu celda.

—Sólo para esta entrevista. ¡Y yo no he hecho nada para merecer la cárcel!

—Estás presa por ayudar a un enemigo.

—Estoy presa por salvar a mi señora.

De momento, paso por alto ese comentario.

—Sea como sea, responderás cuando se te pregunte —le advierto ásperamente. Siempre puedo, claro está, ordenar que la azoten.

Ella, sin embargo, no se arredra, pues se ha percatado de la lamentable compasión que despiertan en mí las personas de su género y condición.

—Y yo recordaré el pasado cuando tenga un futuro.

—¡Hablarás ahora o mandaré que te azoten hasta que lo hagas!

—¿Y qué saldrá de mi boca? —replica indignada, como si no fuera yo sino ella quien hubiera obrado mal—. ¿La verdad o los lamentos de una esclava azotada?

Mi rictus pretende infundirle temor, pero sus palabras me divierten, y hago esfuerzos para que no me lo note. Me observa como un perro astuto, consciente de que representa una propiedad muy valiosa y de que en la cárcel no supone más que un gasto. Es más, su historia me resulta necesaria. Así que recurro al silencio, pues no hay nada mejor para hacer hablar a un interlocutor.

—Lo siento —rectifica—. Es que mi celda es horrible, y está muy sucia.

Al oírla, yo también suavizo el tono, para ver si se ablanda.

—Entonces ayúdame a conocer el destino de tu señora.

Savia se inclina hacia delante.

—¡Más te ayudaría si me llevaras contigo!

—No necesito a una doncella vieja.

—En ese caso, véndeme. Aunque te recomiendo que te quedes conmigo. Mírate. Eres tan viejo como yo. Deberías jubilarte, retirarte en una granja, y allí seguro que sí podría serte útil.

Lo que menos le conviene a mi vida tranquila es una maleta vieja. No obstante, sé que con los caballos más vale maña que fuerza. Así que finjo considerar su propuesta.

—No puedo permitirme tener otra esclava.

—¡Pero si la guarnición me venderá por nada! No paro de quejarme.

Me echo a reír.

—¿Así es cómo cantas tus virtudes?

—Además, me paso el día comiendo. Pero sé cocinar. Mejor que la sirvienta que tienes ahora, a juzgar por lo escuálido de tu aspecto.

Meneo la cabeza, pero sospecho que tiene razón.

—Escucha, impresióname con la utilidad de tu memoria, y consideraré tu propuesta. ¿De acuerdo?

Savia se incorpora en su asiento.

—Yo soy muy útil.

—¿Y responderás a mis preguntas?

—Lo intentaré.

Suspiro teatralmente. Sé muy bien por qué le gustaría que la comprara; el esclavo disfruta del estatus de su señor.

—Está bien, entonces volvamos a donde estábamos. ¿Fue un matrimonio por amor?

Esta vez lo piensa un poco.

—Fue un enlace propio de su clase. El amor no cuenta, ¿no te parece?

—Sin embargo, no aportó la dote habitual.

—En este caso quien aportaba el dinero no era la mujer, sino el hombre.

—¿Marco necesitaba un buen destino?

—Necesitaba empezar de nuevo.

—Y al padre de Valeria ¿le hacía falta dinero?

—Ser senador resulta caro. Atender a las visitas, facilitar acuerdos…

—¿Entiendes tú de estas cosas?

Sonríe.

—He vivido con el senador Valens más que él mismo.

—Y te convertiste en doncella de Valeria.

—Como ya he dicho, yo eduqué a esa niña.

El orgullo de esta esclava me resulta desconcertante. No hay duda de que en algún momento de su vida se acostó con Valens, y de que el recuerdo de su relación con un patricio la ensoberbece. ¡Ah, los cristianos! Es su dios quien les otorga su imprudencia. Su serenidad resulta a veces enervante. Hago un nuevo intento.

—Tú vivías a diario con esa mujer. ¿Estaba o no estaba enamorada?

—Apenas conocía a Marco. Sólo se habían visto una vez.

—¿Y su reacción?

—Era apuesto, aunque le pareció viejo. Tenía treinta y cinco años, y ella sólo diecinueve.

—¿Y no puso ninguna objeción?

—No, ella misma alentó la unión. Se vistió especialmente para él, lo sedujo y prometió obediencia al plan de su padre. Para el senador, ese matrimonio representaba la salvación, y era una manera de que Valeria pudiese abandonar Roma. El enlace satisfaría a su padre, y al mismo tiempo le permitiría escapar de su madre y realizarse. Como todas las jóvenes, creía que su marido estaría a la altura de sus expectativas, y que si no lo estaba ella lograría hacerle cambiar.

Claro. Las mujeres creen que el matrimonio es el fin, no el principio de todos lo problemas.

—¿Y por qué la ceremonia no se celebró en Roma?

—El puesto estaba vacante y lo ocupaba provisionalmente el tribuno supremo Galba Brasidia. El ejército deseaba que se constituyera el mando, y el senador Valens tenía prisa por recibir el dinero que obtendría con el matrimonio de su hija. La promesa se cumplió, el ascenso se produjo, y en vez de esperar a que estuvieran listos los preparativos de la boda, a Marco le recomendaron que asumiera el riesgo de viajar en invierno para hacerse cargo de su misión y tomar el mando. En su ausencia se ultimaron los detalles. Valeria viajó en marzo, tan pronto como las primeras naves comenzaron a zarpar de Ostia. Incluso en eso el viaje fue duro. Tuvimos que echar anclas en tres puertos italianos antes de llegar a la Galia. Acabamos todos mareados.

Asiento. Odio el mar.

—Y entonces rumbo al norte, cruzando la Galia…

—Fue agotador. Malas posadas, malas compañías. Las barcazas de los ríos estaban bien, pero las carretas tiradas por mulas resultaban incómodas, y los trayectos se hacían tediosos. Era curioso ver que los días se hacían más largos y, al mismo tiempo, más fríos. Y en el Océano Británico el mar subía y bajaba.

—La marea.

—Nunca había visto nada igual.

—A César, la primera vez que invadió Britania, también le tomó por sorpresa. —No sé por qué le cuento anécdotas históricas a esta mujer.

—No me extraña.

Prosigo, avergonzado por mi propia digresión.

—Así que cruzasteis el Canal y…

—Perdimos la galera naval y encontramos sitio en un buque mercante. Volvimos a estar muy mareadas, y teníamos miedo de los piratas. El capitán no dejaba de señalar los blancos acantilados de Dubris, intentando impresionar a la hija del senador, pero a nadie le importaba.

—Y remontasteis el Támesis hasta Londinium.

—Todo se desarrolló según lo previsto, como ves. Menos sus paseos a caballo.

—¿Sus qué?

—Mientras atravesábamos la Galia, Valeria se aburría. Pidió un caballo prestado y a veces se adelantaba a la expedición, montando al trote, sentada de lado y acompañada por Casio, su custodio.

—¿Un soldado retirado?

—Mejor aún. Un gladiador que había sobrevivido a los leones.

—Y a ti aquello no te parecía bien.

—No es que fuera tan atrevida como para perderse de vista. Pero una señorita romana no tiene por qué ponerse a cabalgar como una celta cualquiera. ¡Así mismo se lo dije! Pero Valeria siempre fue muy antojadiza. Le advertí de que se quedaría estéril y que la enviarían a casa deshonrada, pero ella se reía de mí. Le decía que se haría daño, pero no hacía más que burlarse. Me dijo que su futuro esposo era un oficial de caballería y que seguramente valoraría a una mujer que supiera montar. Casi me desmayo.

Intento imaginarme a esa mujer osada e imprudente. ¿Era vulgar? ¿Inmadura? ¿O sencillamente traviesa?

—¿Y dónde había aprendido?

—En la finca de su padre. Cuando era niña se lo consentía todo, de la misma manera que al llegar a la pubertad empezó a ser estricto. Sólo yo la mantenía a raya. Si sus hermanos no se hubieran negado, incluso habría jugado con espadas de madera.

—De modo que tenía por costumbre desobedecer.

—Tenía por costumbre hacer caso a su propio corazón.

Interesante. Los cimientos de Roma están en la razón, sin duda.

—Intento entender qué sucedió —le explico—. Qué clase de traición se produjo.

Savia suelta una risita y repite:

—¿Traición?

—El ataque al muro.

—Yo no lo llamaría traición.

—¿Y cómo lo llamarías entonces?

—Lo llamaría amor.

—¡Amor! Acabas de decir que…

—No de la manera que crees. Todo empezó en Londinium…