CAPÍTULO 2

El mensajero llegaría al ocaso. Eso anunciaban las señales, las banderas que se alzaban de torre en torre anticipándose al galope del caballo como sombras que se alargaran anunciando la puesta del sol. El centurión que lo aguardaba las interpretó, desde el parapeto de su fortaleza, con disimulado entusiasmo, sin alterar un ápice su expresión adusta. ¡Por fin! No le dijo nada al centinela que se encontraba a su lado, por supuesto, pero no quiso aguardar abajo, donde estaría más cómodo, e impaciente se puso a caminar de un lado a otro en el puesto de vigía, protegido de los zarpazos del viento por la capa de gala de la caballería. Veinte años esperando, y aquellos últimos momentos eran los más difíciles, no pudo por menos de reconocer. Veinte años y ahora, entre los latidos de su corazón, parecían transcurrir horas enteras. Con todo, Galba Brasidia disculpaba su propia impaciencia, de la misma manera que se perdonaba su ambición. Había servido como soldado a la espera de este momento, se había revolcado en la sangre y en el polvo. ¡Veinte años! Ahora, el imperio le pagaba la deuda.

El mensajero apareció en lo alto de una colina. Gracias a su dilatada experiencia, Galba era capaz de predecir cuántos pasos le faltaban al caballo para alcanzar la puerta del fuerte, con la misma precisión con que sabía los que aún debía andar el centinela antes de dar la media vuelta. Al ritmo del galope, cada vez más cercano, fue contando en voz alta los torreones de piedra.

Frente al yermo paisaje del norte, el muro anunciaba el orden romano. Dominaba el terreno, ondulándose sobre las crestas de las montañas que separaban Britania de la inhóspita Caledonia, y se perdía en la lejanía, más allá de donde alcanzaba la vista, hasta una distancia de ochenta millas romanas. Era, en realidad, tanto una fortificación como una declaración de principios. Sus accesos se habían despejado de vegetación para facilitar los disparos de las flechas y las catapultas. En la base se había cavado una zanja de diez pies de profundidad. El grosor del propio muro superaba el largo del eje de un carro, y tenía una altura tres veces superior a la de un hombre. Había dieciséis fortificaciones grandes y sesenta y cinco más pequeñas distribuidas a lo largo de su extensión, así como ciento sesenta torres de vigía, alineadas como las cuentas de un collar. De día, el enlucido blanco del muro reverberaba igual que un hueso. De noche, las antorchas encendidas en todas las torres creaban una parpadeante frontera de luz. Durante dos siglos y medio, los soldados lo habían guarnecido ininterrumpidamente, lo habían reparado y mejorado, pues aquella construcción marcaba el punto exacto donde todo empezaba y terminaba.

Al sur, la civilización. Las villas de Britania brillaban al anochecer como blancos ecos del Mediterráneo.

Al norte, el Otro Lado: chozas, caminos de tierra, dioses tallados en madera, brujas y druidas.

Para un hombre ambicioso, se trataba de una tierra de oportunidades.

Su propio fuerte, el fuerte de la caballería petriana, controlaba un amplio sector. Al norte se extendía un valle pantanoso y unos montes bajos y desiertos; al sur, un río y una calzada romana construida para el transporte de suministros. El muro corría de este a oeste. El puesto de la caballería tenía poca altura y era macizo, como un poste de madera. En aras de una mayor resistencia, las esquinas de piedra se habían redondeado, y su interior estaba lleno de cuarteles y establos que daban cobijo a unos quinientos hombres y caballos. Pegado al extremo meridional del bastión había crecido un asentamiento para esposas, prostitutas, hijos bastardos, inválidos, tullidos, mendigos, mercaderes, herreros, fabricantes de cerveza, molineros, posaderos, taberneros, sacerdotes, curanderos, pitonisas y prestamistas, tan tenaces como el liquen y tan inevitables como la lluvia. Sus casas descendían en pendiente hasta el río formando un dédalo imposible de paredes blancas y tejas rojas, en imitación de Roma. El olor a estiércol, a cuero y a ajo se extendía una milla a la redonda.

El viejo y famoso muro de Adriano tenía fama de ser el más duro de los destinos. El viento ululaba desde los dos mares como lo hacían las hadas de las leyendas celtas; las prostitutas eran feas y portadoras de enfermedades horribles, y los mercaderes tan poco honrados como malcarados. Los pagos se extraviaban, los despachos se demoraban, y los reconocimientos de Roma, de producirse, eran escasos y llegaban tarde. Con todo, año tras año, decenio tras decenio, siglo tras siglo, el muro seguía en pie. Funcionaba como barrera, pero también de acicate para las mentes más desbocadas.

¿Y sus puertas? Sus puertas podían conducir a las privaciones o a la gloria.

—¡Mensajero de la Sexta Legión Victoriosa! —anunció el centinela, que seguía firmes junto al centurión. El pendón que llevaba el hombre que se aproximaba le había permitido identificar la legión a la que pertenecía—. ¡Trae una comunicación de Eburacum!

Galba revisó su atuendo por última vez. En previsión del momento que estaba a punto de vivir se había puesto el uniforme de gala: la cota de malla bruñida por esclavos sobre túnica acolchada, la torques de oro al cuello, brazaletes de valor, una miríada de medallas en el pecho y la larga espada de la caballería petriana, con el filo engrasado con aceite de oliva y la empuñadura brillante de tan desgastada. En una mano llevaba un báculo de sarmiento que denotaba su autoridad de centurión. Lo sostenía con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. Como de costumbre, la garita estaba helada y una nube de vaho salía de su boca cada vez que respiraba, pero aun así no sentía el frío, sino sólo las ardientes brasas de su antigua ambición, ahora a punto de arder.

—Que los dioses te concedan lo que te mereces, señor —le deseó el centinela.

Galba miró a aquel hombre que, no hacía mucho, había sido azotado por quedarse dormido en su puesto de vigilancia. En otros tiempos lo habrían ejecutado. ¿Se percibía algún rastro de insolencia en sus palabras? No. Sencillamente, la justa medida de temor y respeto. Nadie osaba burlarse de Galba Brasidia. Advirtió que su interlocutor posaba la mirada en su cadena de oro, que le rodeaba la cintura. De ella colgaba un gran número de anillos de oro, plata, bronce, hueso, madera y piedra, todos ellos amuletos con la representación de algún dios. Hasta el momento había reunido cuarenta.

—Sí —respondió el centurión—. Y que Roma me lo otorgue.

La caballería petriana ya no era lo que había sido. Galba lo sabía bien. Su contingente se había reducido a la mitad, y estaba compuesto por una mezcolanza de razas y credos. Para frenar las deserciones se había permitido el matrimonio, y los barracones se habían llenado de esposas cizañeras y niños gritones. A casi todos los hombres se les debían salarios y equipos nuevos. Cuando estos llegaban, que no era siempre, solían perderlos en apuestas de juego en las que participaban por aburrimiento. Había demasiados soldados de permiso, demasiados enfermos, demasiados ociosos en el hospital. La unidad entera sufría la escasez de remontas. El destacamento, en suma, funcionaba gracias a la inercia y el conformismo.

Pero todo eso iba a cambiar. En adelante, todo sería posible.

Galba se puso firmes y los anillos de su original cinturón tintinearon, llamando nuevamente la atención del centinela.

—A partir de ahora, soldado, va a ser mucho más arriesgado dormirse durante las guardias —le dijo, y bajó a toda prisa los escalones de la torre para acudir al encuentro de su destino.

Su victoria había tenido lugar el mes anterior, durante una expedición de la caballería que tenía por objeto recuperar las porquerizas y las despensas de manteca de Cato Cunedda, un señor de la guerra, ladrón, oportunista y sicofante que prometía lealtad a Roma cuando convenía a sus intereses políticos. Al tener noticias de la batida pirata perpetrada por una banda de escotos, bárbaros de Hibernia, Galba y doscientos jinetes iniciaron una arriesgada incursión que duró todo un día con su noche, y que les llevó hasta el mar de aquella isla. Allí fueron recibidos por un horizonte de humo y por los débiles lamentos de mujeres violadas y niños huérfanos.

El centurión dio la orden de parar poco antes del combate. Sus hombres desmontaron para estirar las piernas y orinar, mientras los fatigados caballos pastaban la hierba de otoño. Con estudiada parsimonia, desataron los cascos que llevaban sujetos a las sillas, desenrollaron las cotas de malla que habían guardado para no sudar tanto y se los pusieron, preparándose para la lucha. Los cintos y los tahalíes sostenían dagas y espadas, y sobre el prado descansaban las lanzas de asta. Comieron frugalmente algo de pan y frutos secos, pues esperaban no tardar en comenzar la batalla.

—¿No deberíamos iniciar el asalto? —sugirió el centurión Lucio Falco, hombre dispuesto pero demasiado honrado para su propio bien, en opinión de Galba. Falco estaba emparentado en mayor o menor grado de proximidad con casi todos los que habitaban en torno al muro, porque durante seis generaciones su familia había servido en la guarnición y, por tanto, mantenía vínculos afectivos con el lugar, algo que le perjudicaba como soldado. En el viejo ejército lo habrían destinado a alguna provincia lejana en la que careciera de arraigo, pero en estos tiempos resultaba más barato mantener a los oficiales en los mismos puestos. Así era la Roma moderna.

—Esperaremos —informó Galba a los oficiales congregados a su alrededor. Estaba sentado sobre la hierba, hacía girar la vaina de la espada sobre su regazo y tamborileaba rítmicamente con los dedos en su empuñadura blanca y labrada. Se decía que era el hueso de un enemigo testarudo, leyenda que el centurión no hacía nada por disipar y que, de hecho, durante una borrachera había contribuido a propagar él mismo con sus comentarios crípticos y sus silencios. Galba sabía desde hacía tiempo que para un comandante no estaba de más exagerar su reputación. Una sola mirada le había bastado para ganar más de una disputa.

—¿Esperar? —objetó Falco—. ¡Pero si los están ensartando!

—Escucha bien lo que trae el viento. Mi oído me dice que los gemidos que oímos proceden de esos necios escotes, que están fornicando con las putas de Cato, esparciendo su semilla para la nueva cosecha de bárbaros del verano que viene. Mientras tanto, la mayoría de nuestros aliados se subirá a las torres o se dispersará por el bosque.

—Pero si hemos pasado la noche cabalgando…

—Para tenderles una trampa. No hay nada más inútil en el campo de batalla que un destacamento de caballería cansado.

Falco observó con desagrado las columnas de humo.

—Esperar no es fácil.

—¿No? —Galba escrutó con la mirada a todos los oficiales—. Hermanos, para nuestro aliado bárbaro, un poco de sufrimiento, algo de pánico, no ha de ser tan grave. A ver si Cato se acuerda de que su penosa existencia dedicada a robar vacas, a trajinar con el estiércol y a dar de comer a los cerdos sería mucho peor si la caballería petriana no anduviera cerca para castigar a sus enemigos.

Los decuriones se echaron a reír.

—¿Eso significa que sólo le rescataremos una vez que le hayan robado?

—Verás cómo nos lo agradece, Falco. Eso de que prevenir es mejor que curar no va con la naturaleza humana. Mientras escogemos el campo de batalla, daremos tiempo a los escotos para que se emborrachen con la cerveza de Cato, se cansen con sus putas y resuellen transportando el botín.

—Pero permitirles el pillaje…

—Así será más fácil matarlos, y lo recuperaremos todo.

Los escotos, con las caras pintadas de azul, cubiertos de tatuajes, exultantes, se retiraron al fin a sus lanchas a media mañana. El incendio que habían provocado ardía con tanta fuerza que las columnas de humo parecían nubes de tormenta. La desgracia que trajeron perduró tras su paso cual lamento fúnebre. Los guerreros cargaban con el botín como si fueran mulas. Estaban borrachos, ebrios de sangre y se iban cargados con el producto de sus saqueos: cereales, utensilios de hierro, tejidos de lana, guadañas, joyas, así como varias cabras y unos cerdos escandalosos. Algunas de las muchachas más bellas, caminaban tras ellos llorosas y aturdidas, atadas por el cuello a una cuerda. Casi todas iban magulladas y llevaban la ropa hecha harapos.

—Mis hombres, ahí, frente a vosotros, está el ejercicio que tenéis encomendado hoy —proclamó Galba a su cuerpo de caballería, sin dejar de avanzar y retroceder al trote junto a la línea oculta—. Esas son las balas de paja contra las que debéis apuntar vuestras lanzas, el aceite con que vais a engrasar vuestras espadas.

Había dividido el mando en dos. Una mitad iba con Falco, porque respetaba su capacidad tanto como dudaba de su comprensión por lo que hacía. Los cien hombres de Galba llegaron al pie de una colina que les servía de protección. Sus lanzas alineadas se asemejaban a un peine levantado al cielo. Los escudos romanos eran amarillos y rojos como la sangre. Las cotas de malla ondeaban como un mar plomizo, y los cascos plateados refulgían al sol otoñal. Su situación elevada y la suave y despejada pendiente suponían una ventaja para ellos. Sin el sonar de las trompetas, sin los gritos de guerra habituales, su avance era tan silencioso que los escotos tardaron en percatarse de su presencia. Cuando lo hicieron, su sorpresa por la repentina aparición en la ladera del monte de aquellos jinetes fuertemente armados fue considerable, y se tradujo al momento en gritos de advertencia. Echaron al suelo al ganado y lo ataron. Las muchachas se habían convertido de repente en una carga, de modo que les rebanaron el cuello como si fueran corderos. Cayeron al suelo igual que heno recién segado. A continuación los bárbaros formaron toscamente una línea de batalla y empezaron a emitir sus ebrios gritos de desafío.

Galba les dio tiempo.

—Es más fácil matar a un escoto a cielo abierto que perseguirlo entre la maleza.

La conquista de Britania había sido obra de los esforzados legionarios de la infantería pesada, que repelían todos los ataques de los desbocados celtas. Pero su mantenimiento, como el de gran parte del imperio, se debía a la caballería. Cuando los bárbaros se dieron cuenta de que no conseguirían abrir brechas en las legiones romanas, empezaron con las incursiones, las emboscadas, las tretas. Sus corazas eran más ligeras, por lo que solían escapar con cierta facilidad de los soldados que los perseguían a pie. Para derrotar a sus enemigos, Roma confiaba en sus caballos, y de las provincias en las que estos se criaban —en Tracia y otras zonas periféricas del imperio—, salían jinetes como Galba. Los dos bandos vivían en una competición constante: los celtas saqueaban y los romanos intentaban impedírselo y apresarlos. Con sus lanzas de asta, sus tres jabalinas ligeras por cabeza y su larga espada, los soldados de la caballería podían, según el caso, romper las líneas bárbaras, acosarlas, o entrar en un sanguinario combate cuerpo a cuerpo. En el continente, así como en las provincias orientales, algunas unidades del ejército usaban cataphractarii y clibinarii con sus pesadas corazas, y llevaban sendas lanzas en las manos para romper las disciplinadas formaciones de infantería. Sin embargo, en Britania, esos jinetes resultaban demasiado lentos, y la caballería seguía siendo bastante ligera. La guerra era una cacería, y en ella Galba destacaba como un auténtico todo un maestro.

El rumor de las espadas celtas llegaba claramente hasta lo alto de la colina. Los bárbaros golpeaban con ellas los escudos como si fueran tambores de guerra que hicieran sonar para infundirse valor. Con el estruendo, los caballos romanos se encabritaban, pues recordaban aquel sonido y sabían que se avecinaba la batalla. Galba vio que entre los escotos parecía haber dos jefes: a la izquierda, un pelirrojo inquieto que empuñaba una espada, y a la derecha un rubio corpulento y con aspecto de patán que se movía torpemente frente a sus hombres con un hacha al hombro. Los dos gesticulaban, gritaban y levantaban el dedo corazón, emulando el gesto de desprecio aprendido de los romanos.

Galba apoyó, confiado, su espada en la horquilla de la montura. Había aprendido a montar a caballo antes que a andar, a matar antes de conocer a mujer alguna, y en las cicatrices de su cuerpo se podían leer todos sus viajes. Se encontraba en esos instantes previos, que eran lo que más le gustaba en la vida, en ese tiempo detenido en el que la energía de los guerreros permanecía replegada y casi sin aliento, en esa pausa inmortal anterior a la carga. Paseó la mirada por las filas de hombres con los que había compartido ejercicios, marchas, disparos, dormitorios y letrinas. Todos eran profesionales, y sintió que le unía a ellos una intimidad que no había sentido jamás con ninguna mujer. Permanecían a lomos de sus caballos, sujetando las riendas y el escudo con la mano izquierda, con la lanza al hombro, el casco puesto, en espera del momento de iniciar la carga.

Le encantaba la guerra y lo que esta proporcionaba a un hombre.

Le encantaba la caza.

—Un águila, tribuno —observó un centurión.

Galba miró en la dirección señalada. El ave se deslizaba sobre las corrientes de la mañana, volando en círculos con las alas desplegadas. La señal perfecta.

—¡Mirad cómo nos favorecen los dioses! —exhortó a sus hombres—. ¡Un ave de Roma! —Al espolearlo, su caballo, Imperio, se encabritó—. ¡Adelante!

Los talones de los soldados se hincaron en los flancos y la caballería romana inició su avance colina abajo con ímpetu implacable, seguro, terrible, creciente. La disciplina nacida de la práctica constante le hacía mantener la línea recta, y las lanzas subían y bajaban de forma sincronizada, como los barrotes de la reja que cerrara el paso de un foso. Los caballos iniciaron entonces el trote y la tierra empezó a temblar. Los hombres se encogieron, agarraron con fuerza los escudos y, mientras el tronar del ataque crecía hasta ocupar todo su mundo, escogieron un blanco. Contra un enemigo más disciplinado habrían optado por una formación en cuña o en diamante, para abrir una brecha en las líneas enemigas, pero la desorganización de los escotos era tal que dejaban espacios sin cubrir, se retiraban al ver a los romanos o iban temerariamente a su encuentro, retándolos a gritos. Sus rivales los aplastarían sin romper la formación. Los caballos no iniciarían el galope hasta que se encontraran a cincuenta pasos, para mantener la línea uniforme. Sería Galba quien, con un movimiento de la espada, daría la orden. La hierba pasaba borrosa bajo los cascos de los animales, que levantaban la tierra como si fuera el agua de un surtidor. Los pendones ondeaban al viento, y los jinetes lanzaban los ancestrales gritos de guerra de sus respectivas patrias, de Tracia, Siria, Iberia, Germania.

—¡Por los estandartes de la petriana!

Las flechas pasaban silbando como insectos.

Las líneas se encontraron al fin entre el relinchar de los caballos y los gritos de los hombres. La caballería cargó contra los bárbaros, y las lanzas dejaron a su paso cuerpos retorcidos y atravesados. Los romanos desenvainaron sus espadas y dieron la vuelta.

Galba había notado que la suya topaba con algo sólido durante la colisión inicial y se teñía de un rojo brillante. Agitó las riendas y su caballo entornó los ojos de dolor, antes de cargar contra el gigante rubio del hacha. El jefe blandía su espada y entonaba una canción fúnebre. Tenía los ojos sin brillo, maravillados ante el mundo fantasmagórico al que estaba a punto de entrar.

—Si eso quieres, ahí te llevo —le prometió el romano, que evitó un hachazo valiéndose de la espada y echó el caballo sobre su enemigo, antes de descabalgar para rematarlo. No convenía perder ninguna oportunidad.

Sin embargo, el jefe, al caer, había rodado por el suelo, haciendo que fallase el golpe y la espada se clavara en la tierra. Aquel error resultó casi fatal. El bárbaro se puso en pie gritando, manchado de hierba y barro, del humo y la sangre del pillaje anterior. Su pecho estaba surcado de tendones y tatuajes. Al retroceder un poco para levantar el hacha, su aspecto se asemejó al de un descomunal oso. Un neófito en las artes de la guerra podría haber quedado impresionado por aquella visión hasta el punto de dejarle atacar.

Pero Galba era un veterano curtido en cien batallas y no dio ninguna tregua a su contrincante. El tiempo que el escoto tardó en levantar el hacha lo aprovechó para blandir la espada y abrirle un tajo en el estómago, antes de dar un paso atrás y oír el silbido del hacha junto a su oreja. El horror de sentirse destripado había llevado al escoto a soltar su arma, que se clavó en el suelo, momento que el romano aprovechó para cargar de nuevo. Esta vez le cortó las dos manos, y oyó el inconfundible ruido de los huesos al romperse. El celta se tambaleó, apenas consciente de lo que le había sucedido, le gritó a los dioses que le habían abandonado ese día, y alzó los muñones ensangrentados antes de caer desplomado.

Galba se volvió en busca de otro enemigo, pero sus hombres ya habían dado buena cuenta de todo el que se hubiera atrevido a plantarles cara. Así, los más valientes yacían muertos o habían sido hechos prisioneros. Los caballos de los romanos se movían con cautela entre los cadáveres, como si no supieran dónde poner las pezuñas, y por el campo de batalla se extendía el consabido olor a orina, a boñiga, a sangre caliente y al sudor producido por el miedo, tan repulsivo como extrañamente embriagador.

Galba observó la punta mellada de su espada. Era la primera vez que fallaba con un enemigo en el suelo. No podía permitirse de nuevo error semejante. Gruñendo, se estiró y arrancó del hacha la mano amputada por si esta tenía algún anillo. En efecto, en uno de los dedos brillaba uno fino, de oro, con una piedra roja engastada. Debía de habérselo robado a algún romano.

—Esto me lo llevo —dijo, cercenando el dedo con la daga.

—¡Victoria!

—¡Huyen! —gritó un decurión.

Galba se puso en pie y llamó a su caballo con un silbido. Montó con un movimiento ágil y gritó algo parecido a una orden rápida a sus hombres. El jefe pelirrojo había escapado y encabezaba a un grupo de unos veinte jinetes que se dirigían hacia unos árboles apiñados junto al agua.

—¡Dejad que corran! —gritó a sus hombres.

Los romanos los siguieron manteniéndose apenas fuera del alcance de sus flechas, esquivando los árboles. Los bárbaros cabalgaban y, de vez en cuando, se giraban para ver a sus belicosos perseguidores y para mofarse de ellos. Aun así, Galba refrenaba a los suyos. Alcanzaron un risco, justo a tiempo para ver a los escotos deshacerse de las armas y los cascos y lanzarse al mar como ratas de agua. Emergieron al cabo de unos instantes, gritando de frío, y se dirigieron a las embarcaciones que tenían ocultas tras los juncos de un estuario.

—¡No os mováis y veréis!

El pelirrojo que había escapado se volvió en el agua y juró venganza a voz en cuello en un latín rudimentario.

—¡Esperad, os digo!

Los romanos seguían inmóviles, en silencio, alineados en lo alto del acantilado.

Los escotos alcanzaron las aguas pobladas de juncos del extremo más alejado de la ensenada. Algunos lograban ponerse en pie en las partes menos profundas, mientras que otros braceaban en dirección a las canoas. Gritaban a los camaradas que habían dejado atrás, jadeando, y se aferraban con desesperación a los huecos de los remos para subir a bordo.

Entonces se oyó un grito en latín, la orden de Falco atravesó la ensenada y una hilera de cascos surgió de las tripas de las canoas.

Más romanos.

El batallón de Falco había logrado adelantarse y capturar las embarcaciones, tras matar a sus guardianes. Se habían ocultado en el interior y ya había llegado la hora de ponerse en pie para enfrentarse a los bárbaros desarmados que intentaban subir a bordo.

El plan de Galba había funcionado.

Al ver la matanza de que estaban siendo víctimas, el pelirrojo, medio desnudo e indefenso, logró arrastrarse hasta una orilla lodosa.

Fue el propio Falco quien le dio alcance.

El ruido sordo de las armas y los gritos de los heridos resonaron unos instantes sobre las aguas, y luego se hizo el silencio, los juncos se tiñeron de rojo y los cadáveres flotaron como troncos.

—Vamos —dijo Galba—. Nos reuniremos con Lucio Falco al otro lado.

Los dos batallones de la caballería se encontraron en la embocadura de la ensenada. Las embarcaciones ya ardían, como había ardido la villa de Cato. Unos cuantos enemigos hechos prisioneros se quedarían con los romanos como esclavos. Parte del botín le sería devuelto a su cliente; el resto se lo quedarían como tributo.

Uno de ellos era el altivo y malcarado jefe pelirrojo, que tenía la cabeza ensangrentada y a quien el caballo de Falco había roto una costilla. En cuestión de minutos, había pasado de conquistador a conquistado, de señor a prisionero, y ahí estaba, de pie, encadenado, desnudo, con esa expresión mezcla de incredulidad y resignación que invade a los que son esclavizados.

—Ese lo quería para mí, Falco —le dijo Galba, felicitándolo.

—Es bastante insolente. Incluso después de pasarle el caballo por encima, he tenido que darle con la daga. Tal vez nos dé problemas.

—O ánimos. Llevémosle a casa y dejémosle claro quién manda aquí.

Falco asintió.

—A ver si averiguamos quién es. —Galba acercó el caballo al bárbaro—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

Aquellos escotos descendían de las testarudas tribus celtas a las que los romanos habían combatido durante ocho siglos. Su ferocidad en la batalla y su desesperación ante la derrota eran tan predecibles como las mareas. Tal vez hiciera falta algo de látigo y de vara para domar a este, pero él, como todos, acabaría rindiéndose.

—¿Cómo te llaman? —puntualizó.

El hombre alzó la vista y por un instante a Galba se le heló la sangre. Tenía los ojos negros y la expresión de quien sabe que no volverá a ver el hogar, la mujer, el caballo, pero además, en su tristeza había algo que parecía vaticinar un futuro de desgracias y problemas. Sí, era mejor que se lo quedase Falco.

—Soy Odocullin de la Dal Riasta. Príncipe de los escotos y señor de Eiru.

—¿Odocul qué? Tienes un nombre más largo que un día sin pan. ¡Repítelo, esclavo!

El hombre apartó la mirada. Galba se llevó la mano a la bolsa que llevaba atada a un costado. Tocó el dedo amputado del compatriota de aquel hombre y la dura curva de su anillo. No había quien ignorara mucho tiempo a Galba Brasidia, y ese pelirrojo de Hibernia no tardaría en aprenderlo. Mientras, ¿qué más daba el nombre que su pueblo le diera a aquella isla?

—Pues aquí te llamaremos Odo, entonces —proclamó— y el precio de tu derrota será la esclavitud en casa del soldado que te derrotó, Lucio Falco.

El escoto seguía sin mirar a sus captores.

—Odo —repitió Falco—. Hasta yo soy capaz de recordar ese nombre.