Nadie sabe mejor que yo lo grande que es nuestro imperio.
Me duelen los huesos de tanta inmensidad.
Yo, Draco, hombre de frontera, burócrata, inspector y escriba. Los hombres me temen por lo que represento. Soy el largo brazo de Roma. Los emperadores me reciben en audiencia. Hago y deshago carreras. Llevo mi poder como se lleva una coraza, porque es la única protección de que dispongo cuando hago mis odiadas apariciones y redacto mis descarnados informes. La única arma con que cuento es mi autoridad.
El precio que pago por este poder es el agotamiento. Cuando era joven, viajar hasta los confines de Roma para recomendar el refuerzo de una guarnición o la apertura de una oficina de recaudación me parecía atractivo. Era una manera de conocer mundo. Pero he recorrido veinte mil millas a pie, a caballo, en falucas y en navíos, y ya soy viejo y estoy cansado. Mi último destino es este lejanísimo lugar, donde la humedad me destroza los huesos.
Si me han destinado al norte de Britania ha sido para resolver un enigma. Debo redactar un informe sobre la revuelta y la invasión, por supuesto, pero ese no es el único motivo. Vuelvo a leer el despacho en que se me encarga la misión, y percibo el desconcierto que en él subyace. La hija de un senador perdida en este erial. Valeria. Así se llama la joven. Es bella, decidida, aventurera, inconformista, la chispa que encendió este baño de sangre y fuego.
¿Por qué?
Los cielos septentrionales que veo desde la ventana de esta austera fortaleza de Eburacum son grises, monótonos, no tienen nada que ofrecerme. Doy una palmada para que mi esclavo venga a echar más carbón en el brasero. ¡Cómo añoro el sol!
A juzgar por el tono, la petición que he recibido del patricio Valens tiene más de la petulancia y la autocompasión propias del político amenazado que del padre afligido y desconsolado que se siente culpable. Se trata de uno de los dos mil senadores que suponen una carga en la Roma de hoy, aferrados como están a un puesto que les proporciona más ocasiones de satisfacer su avaricia que su sed de poder. En cualquier caso, la voluntad de un senador no puede obviarse. Vuelvo a leer.
Deseo recibir un informe público en relación con la reciente invasión bárbara, así como un anexo confidencial sobre la desaparición de mi hija. Ciertos rumores sobre lo voluntario de su acción han puesto en peligro la relación con mi familia política de los Flavios, además de haber supuesto la interrupción de nuestra colaboración financiera, imprescindible para la conservación de mi cargo. Es fundamental, pues, que la reputación de Valeria se restablezca, para que su familia pueda reclamar el legítimo derecho sobre sus propiedades. Confío en que entenderá lo delicado de su misión y la discreción requerida.
Debería haberme jubilado hace ya tiempo, pero aún resulto útil, soy leal no tanto a un gobernante como a la idea de un gobierno. Partidario de la estabilidad. De la longevidad. Ello implica que sobrevivo a los emperadores, a los cambios de religión oficial, a las reorganizaciones de las provincias. Y también significa que me mantienen lo más alejado posible, siempre en puestos fronterizos. A los idealistas se nos usa, pero nunca se confía del todo en nosotros.
Estoy aquí para interrogar a los supervivientes, es decir, para intentar hallar algo de verdad en la maraña de mentiras, convicciones e ilusiones que conforman la memoria humana. Muchos de los testigos más valiosos han muerto, y el resto está dividido y confuso ante lo sucedido. Llevan en el ánimo el pestilente olor del muro de Adriano, el hedor de madera quemada y carne en descomposición, de cuencos con restos de comida infestados de ávidos gusanos. Las moscas hacen acto de presencia durante el día, y los perros salvajes durante la noche. Un variopinto grupo de esclavos, soldados tullidos y prisioneros britanos que trabajan para reparar los daños, se ocupa de ahuyentarlos. Es el olor de la victoria que, a decir verdad, tiene algo de derrota, pues la estabilidad ha sido reemplazada por la incertidumbre.
¿Cuánto tiempo pasará antes de que vuelvan los bárbaros? ¿Lo harán para quedarse la próxima vez?
Eso también quieren saberlo el emperador y el Senado.
He confeccionado una lista con los informantes que debo interrogar. La doncella, la cocinera, el propietario de la villa. El druida al que hicieron prisionero. Pero empiezo por un soldado, que es directo, no se anda por las ramas.
El centurión que tengo delante, en un campo cubierto de escombros, se llama Longino. Cuenta con un buen historial. Un hacha de guerra le destrozó un pie durante una encarnizada lucha. En los ojos lleva un dolor insomne y la certeza de que jamás volverá a caminar. A pesar de todo, no puedo por menos de envidiar su gloria. Empiezo con las preguntas.
—¿Sabes quién soy?
—Un inspector imperial.
—¿Conoces mi misión?
—Cumplir las órdenes del emperador y el Senado.
—Así es. ¿Y la tuya?
—Yo también cumplo órdenes. Siempre lo he hecho.
—Entonces, ¿responderás a todas mis preguntas?
—Siempre que pueda.
Conciso, decidido, directo. Romano.
—Muy bien. ¿Conocías al tribuno supremo Galba Brasidia?
—Sí, claro.
—¿Cuándo lo ascendieron?
—Fui yo quien le comunique el nombramiento.
—¿Y cuánto hace de eso?
—Dos años, en otoño.
—¿Eras mensajero?
Longino no es un soldado cualquiera. Entiende que me sorprenda al saber que a un centurión de rango se le asignara la misión de entregar un correo.
—La noticia era delicada. El duque Fullofaudes, al mando de la Britania septentrional, me envió a mí porque había compartido campañas con Galba y lo conocía muy bien. Un hombre duro, pero buen soldado.
—¿Un hombre duro?
—Provenía de la caballería. No era como para invitarlo a un banquete, le faltaba conversación. Era de provincias, de Tracia, concretamente, y carecía de refinamiento. Como jinete era extraordinario, pero nunca fue a ninguna escuela. Era íntegro, pero muy seco. Mejor estar en su bando en el campo de batalla.
—Claro. —Como si yo supiese algo—. ¿Y se tomó bien la noticia?
Longino esboza una sonrisa no exenta de dolor al recordarlo.
—¿Se la tomó mal, entonces?
—Si no has servido en el muro, no puedes entenderlo.
Se trata de un insulto cuidadosamente elegido, un intento de hacer notar la inmensa diferencia que existe entre un soldado y un civil. Como si una simple coraza bastara para cambiar el corazón de un hombre.
—Yo me he pasado toda la vida en el muro —gruño, para que no se le olvide el poder que me respalda—. En el muro de Roma, que va desde Arabia Petraea hasta este estercolero. He intercambiado insultos con los arrogantes guerreros de Sarmatia y he escuchado los ecos de los lejanos hunos. Hasta mi nariz ha llegado el hedor de los dromedarios bereberes, y he compartido comida con los centinelas de las empalizadas del Rin, contando las hogueras de los germanos que ardían al otro lado del río. No creo que tengas que contarme nada del muro.
—Es que… bueno, lo que quiero decir es que es complicado.
—Acabas de decirme que responderías a mis preguntas.
El centurión se agita un poco y sonríe.
—Y lo haré. Pero no es fácil.
—Explícate.
—La vida en la frontera es compleja. Unas veces te toca ser centinela, otras, embajador. En unas ocasiones se trata de un muro; en otras, de una puerta. Hay momentos en los que luchamos contra los bárbaros, y otros en que los alistamos en nuestras filas. Para un forastero, para una mujer, venir hasta aquí…
—Ahora te estás adelantando. Te he preguntado por la reacción de Galba ante su nombramiento, no por sus justificaciones.
Longino vacila, escrutándome. No es que pretenda averiguar si puede confiar en mí, porque de eso uno nunca está del todo seguro. Intenta, más bien, saber si llegaré a entenderle. En el fondo, lo más difícil en este mundo es lograr que te comprendan.
—¿Has estado en la brecha por la que se colaron los bárbaros?
—Es el primer sitio al que he ido.
—¿Y qué has visto?
Según parece, ahora las preguntas las formula él. Longino quiere confirmar que capto lo que me dice. Antes de contestar, pienso un momento la respuesta.
—Una débil guarnición. Artesanos compungidos. Una pira apagada llena de huesos.
El centurión asiente y espera a que yo prosiga.
—Ya están reconstruyendo el muro —digo, revelándole parte de lo que figurará en mi informe—, aunque no con el esmero anterior. He comprobado que la mezcla del adobe no es tan resistente. El contratista es corrupto, y al capataz imperial le falta experiencia. Su superior murió en la batalla. Cuando se seque el mortero, será poco más duro que la arena seca y habrá que rehacer el muro.
—¿En serio?
Sé muy bien lo que le inquieta. El general Teodosio ha restablecido un poco el orden, pero las arcas estatales se están vaciando deprisa y la autoridad disminuye. Los mejores constructores se están trasladando al sur.
—Debería rehacerse, pero ¿hasta qué punto? Eso dependerá de la disponibilidad de los buenos romanos, como tú mismo.
El centurión vuelve a asentir.
—Inspector Draco, eres observador, realista, listo tal vez. Debes serlo, para haber visitado tantos lugares y seguir con vida.
Me doy cuenta de que he superado la prueba y su aprobación, secretamente, me halaga. Que un hombre de acción vea algún valor en mí, que vivo de las palabras… Es posible que incluso seas honrado, cosa rara en los tiempos que corren —prosigue—. Así pues, te hablaré de Galba y Valeria, y de los últimos días de gloria de la caballería petriana. Los patricios lo culparán a él, pero yo no. Y tú, ¿también le echas la culpa?
—La lealtad es la mayor de las virtudes —respondo, no sin pensarlo un momento.
—Que Roma no recompensa.
Esa es la cuestión, seguro. Todo el mundo sabe lo que los soldados le deben al Estado: la vida, si es necesario; pero ¿qué le debe el Estado a los soldados?
—Galba consagró su vida a Roma, y entonces perdió el mando por la influencia de esa mujer. —Longino hace una pausa antes de proseguir—. Ella se proclamó inocente, pero…
—¿Acaso no es la consideración que te merece?
—Mi experiencia es que nadie lo es. Al menos en Roma. Y aquí tampoco.
Es sobre la inocencia sobre lo que me tocará decidir, claro está. Sobre la traición. Los celos. La incompetencia. El heroísmo. Deberé emitir mi juicio, como si fuese un dios.
Longino tiene razón en lo de entender el muro de Adriano. No hay en todo el imperio lugar más remoto que este. Ninguno está situado más al norte, ni más al oeste. En ningún otro lugar los bárbaros resultan tan indómitos, el clima tan duro, las montañas tan inhóspitas, la pobreza tan abyecta. Le escucho, interrumpiéndolo sólo en escasas ocasiones con preguntas, y dejo no sólo que me responda, sino que se explaye a su antojo. Absorbo, imagino, clarifico, resumo mentalmente la historia que me cuenta. Así debió de suceder.