3

El Flaco Pimienta era hombre enjuto y de poca chicha, igual al toro que llaman de septiembre y que es toro famélico y desnutrido, culpa del calor que abrasa nuestros pastos en época de estío. Sin embargo, a pesar de la aparente fragilidad, el Flaco Pimienta era tipo peligroso, de ándate al ojo con él, «che, pibe», pues pertenecía a esa clase de personas que son capaces de todo, incluso de comerse una vaca cruda si se pone el caso, «¿viste?». No obstante, la noche de autos se la comió espetada, en un restaurante argentino que hay frente al Hotel Mónaco, en la misma calle Barbieri, «¿oíste?», se llama La Carreta y antes fue un tablao flamenco de nombre Los Canasteros. Pero este último dato no interesa. Lo que de verdad interesa es que el Flaco lo ha alquilado con el fin de festejar su salida del caldero; desquitarse de las fatigas pasadas entre rejas. Y que están ayudándole con la vaca cuatro personas más; bueno tres, ya que una de ellas ha pedido, muy frugal, una tortillita a la francesa de un huevo. Cosas del colesterol.

La vaca entera, abierta como manda tradición argentina, con piel y todo, se reparte entre los carrillos del Pajas, los molares del Cafrune y la boca de Marcelo, apodado también Tiros Largos. El de la tortillita a la francesa escucha atento al Flaco Pimienta, que chamuchina recién tragado.

—El motivo de esta digestiva farra, sabés, no es otro que el de agradecerte todo lo que hiciste y deshiciste para que hoy esté yo aquí, en la puta calle, ¿me oís?, con vos y con los míos.

—Es mi trabajo. Para mí ha sido un placer desempeñarlo. —Mastica la tortillita—. Siento no haberle podido sacar en menos plazo; pero con dos muertos detrás, tráfico de drogas y garito de juego, eso es lo que los de nuestra profesión llamamos cóctel explosivo, je, je —y traga a la francesa.

—Ya entiendo, soy como aquel boludo que se ganó la rifa del aceite Raggio y que, cuando fue a recogerla, se le vino encima una teja. Cuestión de capricho, para los que no sabemos interpretar las leyes del destino.

—O mejor, como aquel que va a sentarse y ya le han vendido la silla. —El abogado, con rastrera cortesía, intentando hacerse el simpático ante el Flaco Pimienta que no le saca ojo y que le fila arrugando la frente.

—Vos no preocuparse por esas pequeñeces, no, don Ángel, no; vos sabés que siempre se puede comprar una nueva silla. Incluso una silla de segunda mano. Lo peor es cuando uno va a sentarse y le han amputado el culo. Es complicado encontrar un culo de segunda, vos sabés. Y no quiero contar entonces lo difícil que es hallar un culo de primera. —El abogado se lleva la copa de agua a los labios y bebe un sorbo. Se le ha pegado la lengua al paladar y no sabe. No sabe si reír o tragarse el llanto, hacer que va al servicio o salir corriendo, en fin, que don Ángel Tabanero no sabe y el Flaco observa cómo se agita nervioso y le clava una mirada que es una sentencia—. Y mi culo es de primer orden, vos sabés.

Entonces se hace un silencio en el local, un silencio espeso, de esos que se pueden cortar con sierra. Fue como si la noche se hubiese quedado afónica, dijo el camarero en el sumario. Pero como todo en esta vida tiene un principio y un final, el silencio más largo de la historia se rompe al fondo; una mujer brava que descorcha el hembraje a viva voz. «Y barrio tranquilo de mi ayer, como un triste atardecer a tu esquina vuelvo viejo, vuelvo vencido», cantaba; mientras el Pajas, tenedor y cuchillo en mano, los apetitos subidos a las cejas, le traspasa con los ojos, hasta la carne que se hace notar crecida la música; «y cada beso lo pague con una copa —entona el Cafrune—, las mujeres siempre son las que matan la ilusión». El Pajas quería emplearse con ella, en cualquier rinconcito fuera de la luz que mandaban a la redonda las lamparillas de la pared.

El tango los enredaba y los perdía y los volvía a encontrar de nuevas, y Marcelo, Tiros Largos, aprovecha y va y se pone un digestivo. Lo consigue en un visto y no visto, por la nariz y dándole la vuelta al plato, «¿oíste?». Más tablas amontonadas de filetes llegan humeantes, desde la cocina hasta la mesa, situada al fondo a la derecha. La preside el Flaco Pimienta, que acelera su sermón hacia el de la tortillita francesa, hombre de noble oficio, pues es abogado, se llama Ángel Tabanero y no necesita presentaciones. Ya no luce bigotillo; sus hombros no presentan caspa, pues un buen día decidió cubrir sus escasos cabellos con un bisoñé bermejo. Tampoco lleva la misma montura de gafas, ahora las lleva de diseño. Pero a pesar de todo, y por más que quiera disimularlo, es el mismo de antes. El mismo que antaño ocupaba el despacho de ficheros grises de la calle Alcalá. «El tiempo me ha cambiado, y a mi cabello plata de años le ha dejado», cantaba ella. Acompaña su voz el acordeón, con sabor pampero, de un musicante ciego. Los ojos viscosos, amarillentos, la pupila ausente; sus dedos sobre los trastes que puntean la melodía, «hay en la casa un hondo y cruel silencio extraño, ¿habré cambiado?», se pregunta la cantante con toda su voz. Don Ángel escucha. La canción se confunde con la monserga del Flaco Pimienta.

—De chico, oíme bien, allá en las calles de mi Buenos Aires, aprendí que ser agradecido es de gente bien. Y las cosas que uno aprende de chico, no son cosas que se olvidan así no más, o ¿qué te creías?

Don Ángel, que él recuerde, nunca fue chico. Siempre tuvo mayoría de edad. Por eso escucha las palabras del Flaco Pimienta con una máscara de anciano precoz.

—Señores, si no es por este boludo, hoy yo no estaría aquí, tampoco ustedes, ¿me oyen? —Y el Flaco se levanta de la mesa y estira su camisa y alza su cuello.

Marcelo y el Pajas se miran, no entienden nada, sienten como un frío. Cafrune sigue masticándose, con un ruido en la mandíbula, igual que si la tuviese de madera.

—¿Saben por qué? —interroga el Flaco con soberbia.

—¿Por qué? —preguntan todos, incluido el abogado con la bola de francesa en la boca, que no la traga.

—¿Por qué? —pregunta asustado el camarero, con una tabla de filetes abrasándole los dedos.

El Flaco Pimienta afila su sonrisa. La cantante dilata sus pulmones con aires arrabaleros, ajena a lo que se cocina en la mesa del fondo a la derecha. El del bandoneón marca el compás con el pie, y los camareros, que saben lo que se avecina, se estremecen, pendientes de los únicos clientes de la noche. «Acabo de salir del caldero y eso hay que celebrarlo por todo lo alto, ¿viste?». El Flaco ordenó cerrar las puertas de La Carreta, puso la plata sobre el mantel y se hizo el silencio. El encargado calló y contó el dinero como una puta, mojándose los dedos. Se guardó algo en los huevos y lo otro lo metió en la caja. Luego colgó el cartel del closed en la entrada. Para beber, el Flaco pidió unas jarras de vino. «De ese que llaman sangre de toro, ¿oís?, que necesitamos bravura». El marica capón no se privó de nada.

—No haberse molestado, me siento muy agradecido —balbucea don Ángel con la tortillita que no traga. Le tiembla el tenedor en una mano, el cuchillo en la otra. Ya lo sabe. No morirá de muerte natural. Se lo ha leído al Flaco en los ojos, rasgados de furia.

—Este señorito —y coge al abogado por una de las orejas y se la retuerce, dándole la forma de una coliflor—, este señorito, ¿viste?, me ha vendido como si yo fuese su puta vieja, ¿viste? —Las sienes del Flaco Pimienta brillan y resplandecen, como limaduras de acero, a la luz íntima de las velas—. Y yo, que yo sepa, no soy tu puta vieja, ¿me oís?

Pero don Ángel Tabanero no escuchaba. Era como si, a cada vuelta de oreja, los recuerdos de una truculenta cinta rebobinasen. Desde ese momento, en La Carreta, hasta la secuencia en la que aparecía el mismo en el locutorio del trullo.

Don Ángel Tabanero había llegado al locutorio con una cartera grande, el pellejo de cuero envejecido, de donde saca unos papelotes: certificados, macanas y cosas de burocracia.

—¿Y a vos qué se te ofrece?

—Soy su nuevo abogado —le dice don Ángel sin perder la sonrisa de porcelana, esa que tan estupendamente esboza y convence—. Le puedo facilitar la libertad, de aquí a un par de años, digo.

El Flaco, a través del locutorio, le mide. Algo le dice que aquel abogado le puede dar la blanca. Y por el culo, si pudiese.

—Te pago lo que me pidás —le suelta el Flaco—, la mitad ahora y la otra cuando salga, pero quiero salir ya, ¿viste?, no quiero estar aquí ni un día más, quiero garantías, ¿oíste?

—Dos policías no es fácil quitárselos de encima, ¿sabe usted? —hace reflexionar el abogado—. Con cualquier otro se moriría oxidado entre rejas —le dice—. Ni el Stampa-Braun le podría sacar de la que se ha metido.

El abogado empezaba a porculear. Y el Flaco Pimienta a ponerse nervioso.

—Les pasamos alguna guita a las viudas —lo soluciona a su estilo el Flaco Pimienta.

—Los insensatos del Comité de Derechos Humanos se nos echarán encima.

—Y bueno, che, que se manifiesten en la calle, a ver qué otra cosa les queda.

Y el Flaco Pimienta vuelve a la celda, una paciencia milenaria nieva sus sienes, esculpiéndolas a navaja, dándole cierto aspecto de honorabilidad. El metal de sus cabellos era el resultado de tanto análisis y tanto psicoanálisis, materias que allá, en la Argentina, son literatura popular, de uso doméstico y que acá son desconocidas para la gran mayoría, «¿oíste?»; por eso, siempre acertaba en el cálculo de probabilidades, allí mismo y frente al tapete, al tirar los dados; allí mismo, entre los vapores mentolados de la sauna al contar los culos. «Todo es cuestión de lúcido examen, ¿oíste?». Recordemos que algo muy parecido le pasaba al Charolito en distinta parte del cuerpo, o sea, más abajo. Ahí estribaba la disparidad entre ambos enemigos, pues el Flaco utilizaba la cabeza y el Charolito los cojones. Debido a la volatería de su magín y a la temeridad, el tiempo de la espera había plateado el vello genital de uno; y debido al examen y a la interpretación de los hechos formulados, el mismo tiempo había encanecido el capilar a otro. El Flaco Pimienta conocía los hechos expresados en la premisa, también lo que sigue de ella o consecuente, «oíste, que tengo una cabeza amueblada fenómeno y que el principio conductor se llama Ángel Tabanero. Y el Charolito, el boludo que lo trabajó, viste, y la puta mina, mala suerte bajo un farol, la soplona, concha de su madre». Pero ahora, el tíovivo de la vida giraba alrededor de la suerte del Flaco. Aquella noche en el restorán, el marica capón paladeaba el sabor a hierro frío de la venganza antes de que llegasen los postres.

—Oí, boludo, vos mismo te descubriste, el día que te presentaste por primera vez, allá en el locutorio —y le vuelve a retorcer la oreja.

El abogado, con una expresión de dolor intenso en su rostro, se revuelve, se agarra al mantel; los platos se mueven y algunos rompen en el suelo. El peluquín bermejo que se le vence y sobre su cabeza calva flota el recuerdo. Ángel Tabanero, en el locutorio del trullo, había contestado que le daba igual que le pagase la primera parte de la minuta en negro y en billetes numerados. «¿A qué viene eso?», se preguntó. «Sí, por supuesto, me da lo mismo», contestó el abogado sorprendido. Y rápidamente se busca el tabaco, como queriéndose enmascarar de seguridad, ocultar con un pitillo su nerviosismo, encender un cigarro ante la interrogación enhebrada con hilo del Buenos Aires querido. El fallido intento de esconder lo evidente.

—Che, pibe, chapás antes a un mentiroso que a un rengo, ¿sabés?, me decía mi viejita allá en el pago.

Fue un momento, un tris que captaron sus pupilas fotográficas, «¿oíste?», chiquitas y de frío acero; el instante en que el abogado se va a echar la mano al bolsillo para coger la boquilla, pues don Ángel Tabanero fumaba así, siguiéndole las instrucciones a su médico de cabecera; el punto aquel en el tiempo, cuando se le cayó al suelo la pieza que encajó de seguido, en su memoria de celuloide. El Flaco pudo verlo, la misma perla, engarzada en oro de ley, con el cierre de tuerca. «No hay otros dos iguales en el mundo; pertenecieron a la reina Victoria Eugenia, que los perdió el mismo día de su boda, al volver de los Jerónimos, cuando lo del atentado fallido», soltó el Marquesito, aquel pollopera de lo más paquete que se jugaba en las timbas hasta a su vieja. No era farol, aunque muchos de los burlangas allí reunidos no se lo creían ni por asomo lo que contaba el Marquesita era la puta verdad, aquellos pendientes pertenecieron a la reina Victoria Eugenia, que los perdió el día de su boda. La cosa ocurrió tal como sigue.

Era una soleada mañana de finales de mayo, y los reyes, recién casados, volvían a palacio desde la iglesia de San Jerónimo.

Les acompañaba toda la comitiva por la calle Mayor cuando un gran ramo de flores cayó justo al lado de su coche de caballos. Lo habían arrojado desde un balcón y las flores tenían la firma de un pueblo que se burla de sus amos y de sus reyes. La marquesa de Tolosa y su sobrina encontraron allí la muerte, justo cuando se hallaban asomadas a un balcón. Pero no sólo murieron hembras cebaderas; no. También murieron caballos de varas. Los zapatos de la novia, así como el vestido, se cubrieron de sangre equina. La recién estrenada reina se tocó las orejas y se desmayó. Había perdido el conocimiento y los pendientes. Fue cuando el Rey, todo él desbigotado, empezó a imperar órdenes y palabras groseras aprendidas en los establos y en las casas de putas. Alfonso León Fernando Santiago María Isidro Pascual Antón, o sea, Alfonso XIII, se refirió al accidente como si hubiesen sido fuegos artificiales. «Son gajes del oficio», dijo con la flema en la boca. «Intento de asesinato, una enfermedad que suelen padecer los reyes», y acto seguido escupió la flema. Y tras estas gotas de bilis histórica, volvamos al galpón de la calle San Mateo y a los pendientes. El Marquesito los llevaba con él la noche que cayó desarmado, luego de una larga partida con muchos vuelos, jugándoselo todo al chiribito, llorándole al Flaco Pimienta, implorándole como una pebeta que le pagaría su deuda en el plazo que él quisiera, pero que no le castigase. Que no.

—Vos entraste, vos creíste, Marquesito. —El Flaco se hace mala sangre, las manos en los bolsillos, el sombrero ladeado—. Que traigan un juego de naipes virgen, che, a ver lo que queda del balaquero.

Y Marcelo Tiros Largos que deja el mazo sobre el tapete y que se retira. El tubo fluorescente hace guiños a la sombra.

—Barajálos, y no me llorés, ¿viste? ¿Qué fue de vos y de tu tallar con valor el riesgo? —le suelta escupido al Marquesito.

El Marquesito baraja. El Flaco corta.

—Pedí un naipe —el Flaco amenaza.

—As de picas —balbucea. Y coge del mazo una carta que no descubre aún.

—Pedí otro más.

—Dama de corazones.

Ella seguía el espectáculo con indiferencia desde una silla, sentada pierna sobre pierna, el vestido largo abierto a un lado, los cabellos sobre el hombro desnudo y en sus ojos una escalera de color directa a la alcoba. Aquella noche, en el galpón de San Mateo, Dolores Laredo lucía un vestidito de esos que hacen que una mujer parezca más desnuda que sin nada encima. La falda abierta a un lado se ajustaba a las caderas de forma obsesiva. El brocado alto de sus medias le llegaba bajo, dejando al descubierto el tacto de un muslo engrasado como un arma de fuego. Bang, bang. Aquella noche, en el galpón, Dolores Laredo estaba inquieta, algo le decía que su suerte iba a cambiar en poco tiempo, por eso se levantó un par de veces más, antes de sentarse de nuevo. La primera de ellas fue al ir a por el bolso. Caminó entre las mesas vacías con una manera muy especial de castigar el suelo con el tacón. Por el rabillo del ojo se dio cuenta de la forma en que Marcelo, el Tiros Largos, le señalaba con el dedo en forma de pistola. Bang, bang, muñeca. La segunda vez que se levantó fue para ir al baño. Pero eso fue después del numerito que le regaló a Marcelo y que a continuación vamos a mostrar.

Decíamos que Dolores Laredo caminó entre las mesas vacías, el bolso en bandolera y la falda abierta a un lado. Y que fue a lo oscuro, donde estaba Marcelo en un taburete, el sombrero hacia atrás y una gota de sudor que le resbala por la frente. Mordía un cigarrillo y esperaba órdenes de su jefe, el Flaco Pimienta, que ajustaba cuentas con el Marquesito. Marcelo conocía bien a su jefe y sabía que cuando se ponía charloso con sus víctimas el asunto iba para largo. Por lo mismo que Marcelo entretenía su tiempo esnifando cocaína y pasándole la batidora a su imaginación; una mayonesa espesada con fantasías de sangre y carne. En esto que Dolores Laredo se sienta frente a él en uno de los taburetes giratorios. Lo hace de la forma más caliente que sabe, pierna sobre pierna y con revelación, pues se siente devorada por los ojos de fiebre de Marcelo, también apodado Tiros Largos. Y le regala una mirada y se pone a hurgar en el bolso. Lo hace con una elegancia de pajillera fina a la que no le suenan las pulseras. Saca un paquete de cigarrillos y lo coloca sobre la barra donde Marcelo pica una raya. Un digestivo, que lo llama, vos sabés, y con una catarata de baba en la boca le pregunta que si quiere tomar. Ella arruga los labios y con la boquita fruncida pide un poquito. Marcelo le tiende un billete rojo en forma de rulo y Dolores se lo acerca a la nariz. La raya de cocaína entra recta, como una escalera del as al cinco. Luego Dolores enciende un cigarrillo y borra con humo la cara de Marcelo, que la miraba enchochado, envuelto en su juego de piernas. Un oportuno espectáculo de sombras trabajado a la luz del fluorescente. Una visión interesante si recordamos que Dolores Laredo no lleva bragas. Para qué.

Mientras tanto, el Flaco a lo suyo, filándole muy fijo al Marquesito, que todavía no ha descubierto su suerte. Las cartas aún están boca abajo, sobre el tapete y Dolores Laredo que gira y gira sobre el asiento y Marcelo que no pierde detalle. Es allí la segunda vez que Dolores Laredo se levanta. Y Marcelo que cuenta hasta veinte y va detrás. Lo que pasó en el retrete del galpón es algo que sólo ellos lo saben, pues el Flaco y el Marquesito no se dieron ni cuenta, sumidos en la tensión del momento.

El Flaco Pimienta descubre las dos cartas. La primera es un as, pero de trébol. La siguiente es una dama, sin embargo no es la de corazones. Entonces el Flaco le humilla, sus botines sobre la nariz, la cara aplastada y roja, como una piruleta; los pantalones sucios, llorón y totalmente limpio de plata; sin guita y penitente, el Marquesito va y saca del bolsillo una cajita de fieltro azul, algo gastada por los bordes, y la pone sobre el tapete de juego.

—¿Cuánto valen, decís?

—Valen más de un millón —duda arrodillado, implorándole el perdón. El Marquesito no acertaba, parecía un membrillo, un primerizo, una nenaza.

«La perla es la enfermedad de la ostra al igual que el juego es la enfermedad del alma», dijo el Flaco a la madrugada y se los pinchó a Dolores Laredo, uno en cada oreja. El cielo tenía la color del aguardiente aguado, el sol no se dejaba divisar de tan temprano y la calle San Mateo le pareció más linda que nunca. El Flaco Pimienta se encontraba muy conceptuoso, dispuesto a recitar el Martín Fierro, como quien dice y si se daba el caso, «pues vos sabes que esta alhaja, por lo que se ha escuchado allá, en la timba, vale más que un tranvía. Es un obsequio, me traés suerte, pebeta». La cosa es que el Flaco estaba de lo más feliz. Y se los pinchó a las orejas, allí mismo, en el medio de la calle, haciéndole guiños a la rosicler, el pelo suelto de ella, «che, madame que parlás el francés, estás de majeza, dan ganas de cambiar de vereda. Un encanto químico, segregado por infinitas glándulas que provoca un salir recién de mi porteño corazón, pa que sepas».

Dolores Laredo no advertiría su pérdida hasta unos días después, cuando se los fue a quitar para guardarlos en el joyero chino de la mesilla, en el momento de ir a meterse en la cama. Con los párpados pesados y un bostezo en sus labios de carmín extendido, descubrió que le faltaba uno e intentó hacer memoria. Pero cayó rendida, envuelta entre las sábanas de un sueño dulce. «Aquéllos eran clientes, te pagaban y no te trajinaban», pensó, mientras iba quedándose. «Sólo la compañía, me traéis suerte, che». Y se deslizó desnuda por un tobogán gustoso, una atracción infantil que le vaciaba el vientre. Al final del trayecto esperaba la figura borrosa de un hombre muy elegantón. Tenía las manos finas y seguras como las de los carteristas. En la palma de una de ellas apareció el juego de pendientes. La otra sostenía una copa de champán. Dolores Laredo serpenteaba de un sueño nuevo a otro distinto, de un escaparate de Tiffany's a los últimos fuegos de las Fallas de Valencia, de los toros de Nimes a una góndola de carnaval, donde un barquero guapetón al que le caía un mechón de pelo sobre la frente le señalaba el fondo con su remo; el lugar exacto donde creía sumergido el juego de pendientes. Dolores Laredo durmió catorce horas seguidas. La despertó el pinchazo frío de la vejiga.

Y se estaba limpiando cuando se acordó de Marcelo, de su forma tan primaria de embestir, allí en el retrete del galpón. En pie, los pantalones a los tobillos y el coraje de un caballo puro en sus cuartos traseros. ¡Ooohhh! Ella abrazada a él; las piernas anudándole los riñones, ¡aahhh!, ¡aahhh!, dándole velocidad a las caderas; unnnnhh, unnnnhh, uuuunnnnhh, los bajos hinchados por el gusto animal. Eeeeee. Sigue. ¡Aahhh! ¡Aahhh! Sigue. Eeeeee, sighhh, sighhh. Marcelo le muerde la boca para que no grite. Si Dolores Laredo hubiese llevado bragas, Marcelo las hubiese utilizado para este menester. Le hubiese taponado las anginas gustoso, pues sus relinchos de yegua caliente advertían al mundo. Ella no podía evitarlo. Tampoco quería. Para qué, si Marcelo se empleaba a fondo. El diamante macho de la hombría quebrantaba las leyes de su vientre dulzón y receptivo. Sigue. Eeeeee, sighhh, sighh. Y así, así, así hasta que llegó un momento en que Marcelo no pudo contenerse más y Dolores se sintió inundada por los campanazos de virilidad de aquel rapavelas. Sonidos de mezcla gaucha regaron sus entrañas de cera caliente; el rímel corrido y la nariz congestionada de placer. Dolores Laredo, el cabello revuelto sobre el hombro de Marcelo y la mano larga que le exprime en un puño hasta que se disparan las últimas balas de la recámara. Bang, bang. Dolores Laredo dudó por un momento, pero no; qué va, en el retrete del galpón además de no llevar bragas no llevaba los pendientes. El Flaco se los regaló después del trajín. ¿Dónde coño habría podido perderlo? A la noche preguntó en la barra acolchada del Pigmalión. Pero por allí nadie sabía nada de un pendiente extraviado. Ni los camareros, ni las compañeras, ni las de la limpieza, ni la de la guardarropía, ni Dios ni hostias. De todas las formas, si alguien lo hubiese sabido, también lo hubiese callado.

Dolores nunca supo qué fue del pendiente. El que sí que lo supo fue Ángel Tabanero. Una tarde, y por casualidad, lo vio en la alfombrilla de su coche y, con un total desconocimiento de su valor, lo guardó en el bolsillo. Y hasta ese momento, en el locutorio del caldero, al ir a echarse un cigarrillo con orden facultativa.

—Measte fuera del tarro, ¿viste? Y me salpicaste.

—Fue él —logra decir, con la francesa burbujeante en su pico gastado de tanto picar pleitos.

—¿Quién es él?, ¿vos sabés quién es? Entonces decímelo.

Mudo, con la mirada, consigue decir su nombre: Charolito.

—Che, qué casualidad, mirá vos.

—Fue él, ella me lo contó, que fue él, juro por la Santa Biblia que fue él, ella me lo contó.

—¿Ella te lo contó? —y le fila, fijamente.

—Sí, sí —nervioso, el abogado.

—¿Y quién es esa guacha con lengua de fiyingo? ¡Se atrevió refalarme!

—Una clienta mía —consigue decir.

—Y viceversa, vos cliente suyo en el quilombo de lujo.

—Ella me lo contó. —El abogado se mostraba reiterativo los últimos momentos de su vida.

—Tenés que saber que malquistarse conmigo es como suicidarse, ¿me oís? —El tono era entre matón y cordial.

Parece cuento, pero el Flaco Pimienta agarra un palo de béisbol que esconde debajo de la mesa. Tiene todavía la etiqueta puesta: el corte inglés 5.995 ptas. Y el abogado que suda a mares, la cabeza sobre el mantel, el terror asomándole por los ojos, levanta su mirada hacia el tablado donde el ciego que acompaña a la guitarra sigue a lo suyo indiferente, «y barrio tranquilo de mi ayer, como un triste atardecer, a tu esquina vuelvo viejo, vuelvo cansado», acompañando a la pechugona.

—Vos a mí no me engañás como a ella, ¿viste, che? —El bate amenazador, con fuerza entre sus manos.

En aquel momento, al abogado le pasa de todo por su cabeza de picapleitos. Y entre todo lo que le pasa, también le pasa Dolores Laredo; la falda corta y menguante; las piernas largas, como el olvido, la tarde que Dolores Laredo le llegó, apurada. Entró en su despacho de la calle Velázquez; ocultos sus ojos heridos tras unos lentes de sol. Ángel Tabanero, con mucho oficio, fue sonsacándole cosas. Ella no pudo disimular sus lágrimas bajo las gafas; y él, galante, le tendió su pañuelo. Observaba atento el cruce de piernas, la sonrisa de pez muerto que se dibujaba en lo más retinto, justo al ir a sentarse sobre el butacón, allí, en su despacho de techos altos con molduras en escayola que representaban dragones de lenguas obscenas, cíclopes, sátiros y monstruos lisérgicos que cometían toda clase de incorrecciones. Un despacho de lujo, nada que ver con el que tenía antaño, en la calle Alcalá. Este, el de ahora, tenía más profusión de detalles, más luz natural, que entraba a chorros por los amplios ventanales que daban al Wellington.

Él toma nota, ella va contándole. Se habían conocido en un bar de copas caras, una estancia de azogue y cristal de caramelo, una barra acolchada donde apoyan sus cimbreantes cinturas hembras de piernas largas, traseros de la suprema, espaldas soberbias, hombros desnudos, infinitas mujeres que se multiplicaban en sus espejos, o mejor, la misma mujer infinitas veces multiplicada, que se acerca y pregunta con la voz en suave:

—¿Me invitas a champán?

El abogado había llegado con otro. El otro era juez y compañero de correrías. Se pegaron a la barra acolchada y pidieron Chivas. El juez, que se conocía bien el género del local, llamó a una mulatona recién llegada de La Habana. Venía embalada con hilo de encaje y se escurrió entre los dos, rozó con la cacha la entrepierna rugosa de don Ángel a la par que le tocaba los bajos. El abogado se agarró al vaso de güisqui y la midió con la mirada, pero el juez la vio primero.

—¿Qué quieres tomarte, riquina?

El juez Isidoro presumía de conocer la carne y el folclore cubano. De ahí la familiaridad con la que trataba a la mulatona. «España es la casa de putas de los europeos, y la casa de putas de los españoles se llama Cuba». Arranques antihigiénicos que el juez Isidoro aconsejaba a sus amigos más íntimos. Y por no ser menos, aquella noche, en la barra acolchada del Pigmalión, el juez Isidoro hizo gala de su sapiencia caribeña. Y con el güisqui en la mano y la boca torcida se puso a hablar de muñecos con trapos a la cabeza y sangre de gallina en el ombligo. Y que había un tal Chango que tenía mucho éxito con las mujeres, «una especie de dios que adoran estas salvajes». Parece ser que el tal Chango tenía tantas mujeres como días tiene el año. «Allá en Cuba, tienes tantas como billetes en tu bolsillo». Mientras el juez se ponía más y más lenguaraz, ella coqueteaba con don Ángel, acercándole la carne de su boca hasta la oreja y cubriéndole con las caricias de su cabello.

—Lo teñí de blonda en un salón del Prado, miamol. Una agencia de viajes contrató mis servicios para una foto en primera. Hubo un concurso, nos presentamos cientos. Pero lo gané yo, tú sabes. —Y pidió un pippermín con dos de hielo y pajita. Al juez los ojos le empezaban a hacer chiriputas.

—No me extraña, muñeca, el jurado se desconcertó. —Apuntó el juez, mientras se rascaba.

Luego ella se arrimó aún más, tanto que el abogado notó sus labios hirientes a través del pantalón. Los botones de sus pechos temblaban como si tuviesen frío. El pippermín se había derretido y un charco de baba caía a los pies del abogado.

—Más de dos son multitud, miamol, tú sabes. —Y agarró al juez por la corbata y se le llevó, no sin antes despedirse de don Ángel, embadurnándole de carmín su cara de insecto.

El abogado se agarró al güisqui y fue al levantar los ojos cuando se encontró con Dolores Laredo. Apoyaba su pierna afilada en el estribo de la barra y se subía una media. Iba por la rodilla. Llevaba los ojos emputecidos por el humo del pitillo color rosa; la boquilla dorada se ajustaba a sus labios llenos. En ese momento supo que estaba perdido. Ella tenía sed y pidió champán. Él, valentón, pidió la cuenta.

—Oiga, señorita, usted debe ganar mucho dinero, con estos precios que tienen. —El abogado, con la baba por su pescuezo flojo, culpa de tantos regímenes—. Sabe usted, señorita, que todo ese dinero le puede traer problemas a la hora de declarar a la Agencia Tributaria. Redundará en su beneficio presentarse en mi bufete.

Ella se inquietó y él, baboso, le tendió su tarjeta; invitó a otro descorche y mordió su oreja caliente. Sintió el matiz frío en su paladar, el metal precioso del pendiente en su pico de insecto. El abogado llevaba tiempo sin joder en una alcoba. Últimamente lo hacía en su despacho. Embarullaba a los clientes de tal forma que el placer le entraba por los bolsillos primero, para después subir a la boca de su estómago, pegarse en los pulmones, serpentear el cuello, salivarle las encías y descargar al cerebro. Atrás quedaron otros tiempos en que no renunciaba al placer carnal en horas de trabajo. Un puente con el pasado que don Ángel dinamitó el día que una bailaora, a la que apodaban la Charoles, le dio por decir que se había quedado preñada de él. Y por lo mismo le pedía una mensualidad para dar de comer a su churumbel. Eran otros tiempos, todavía el gallego aquel salía en las monedas y don Ángel Tabanero atendía sus labores desde un despacho de la calle Alcalá. La Charoles, muy fina, decía que eso no lo sabía naide, y que de seguir asín lo hablaría con su gente. La cosa se pudo silenciar al momento y con dinero. El asunto no pasó a mayores. A los pocos días, su amigo, el juez Isidoro se hizo cargo de todo. El cuerpo de la Charoles apareció mutilado dentro de una maleta, en el vestíbulo de la antigua estación de Atocha. El mochuelo se lo endilgaron a las tríadas chinas que operaban en Madrid. Desde entonces, don Ángel Tabanero juró no mezclar jodiendas con enmiendas.

—Vamos a mi apartamento, queda cerca, por la plaza de Colón —le dijo ella, con unas décimas de fiebre en sus ojos. A él le asombró que se dejasen los benjamines recién abiertos y recién pagados sobre la barra. Entonces le hizo una seña; con la mano artrítica, inflamada de vejez, le señaló el champán.

—Ya está pagado —apuntó ella resuelta.

El la envolvió en su legendario mal aliento una vez más, cuando se acercó hasta su oreja a decirle que esperase a que se tomasen el champán.

—Si ya está pagado, te lo puedes llevar.

Don Ángel lo dedujo al rato, cuando se vio sentado en el coche; intentándose beber el champán en un zapato de aguja. Estaba agarrotado, no podía moverse, sujetas las dos manos al fino tacón del zapato. Ansiedad, pánico escénico, rotura de nervios, artritis, fimosis, próstata, lumbalgia y otros males se habían puesto de acuerdo para atacarle en su Mercedes negro de cristales ahumados. A ella le pareció un coche de esos que hay en los tanatorios residenciales. Aquel parecer le vino con los carrillos de su culo ajustados al pelo de la tapicería. Una vez acomodada ató a don Ángel al asiento del conductor. Lo hizo con la mirada. Un nudo infame aprendido en noches de marinería y puesto en práctica cada vez que se lo podía permitir. Don Ángel no dijo ni mi ni mu. Y ella sacó del bolso una barra de carmín. El motor se calentó y él fue a meter una cinta en el casete, una de María Jesús y su acordeón, la del baile de los pajaritos, él fue a meter una cinta, decíamos, pero no pudo, trabado como estaba al asiento del conductor. Sus dedos artríticos lo intentaron otra vez y, al final, con algo de esfuerzo, el índice y el cordial ganaron las piernas de acordeón abierto de Dolores Laredo. Ella, como si nada, se puso a perfilar sus labios; llenando con su boca el retrovisor primero y luego la bragueta del abogado. Tardó más en bajarle la cremallera que en acabar, pues es cosa de hombres lo de saber retirarse a tiempo. Con una mano le pellizcó el escroto hasta dejarlo como uva pasa. Con la otra le limpió la cartera. No llegaron al apartamento. El se quedó con los ojos de buey castrado, hundido hasta el cogote en el asiento del conductor, las gafas al cuello y el peluquín al bies. Ella volvió a su trabajo, con el zapato mojado a por el siguiente. Y fueron tantos aquella noche, que lo último que sospechó fue que el pendiente lo perdió en el Mercedes del abogado. No lo sabría nunca, de haberlo sabido, Dolores Laredo se lo hubiese reclamado con la misma frescura con la que le reclamaba champán para su sed. Ahora estaba en el despacho de la calle Velázquez, hasta allí la había llevado la rabia y el nervio de la codicia. Parapetada tras sus lentes de sol y con la mirada herida, Dolores Laredo santeaba un negocio.

—Un negocio sucio, señorita Laredo, pero al fin y al cabo un negocio —apunta el abogado, sin perder detalle en el ángulo indecente que las piernas dibujan al montarse.

Ella encendió un cigarrillo con la colilla de otro. El la dejaba fumar y mentir, como en un juego sucio en el que se paga antes de empezar.

—¿Puedo tomar un trago? —pregunta ella, dulce como almíbar.

—Pascual —impera él—, traiga el champán que dejé a enfriar. Esto de hablar da sed.

Ella lo agradece con su mejor sonrisa; las piernas que vuelven a desmontarse para volver otra vez al origen. Enciende un cigarrillo, «fuma más que miente —piensa el abogado—. Y miente mucho». Dolores Laredo ha llegado al despacho con gafas de sol y una idea fija en la cabeza. Las gafas no se las sacó en toda la entrevista. La idea fija tampoco. Ella quiere que el abogado le adelante algo de dinero a cuenta.

—En una sociedad capitalista se funciona a crédito. —Justifica Dolores su solicitud con unas décimas de fiebre en su voz—. Y éste es negocio seguro.

El abogado, que es más puta que ella, calla y tamborilea sobre la mesa del despacho un pasodoble. Hasta la artritis de sus dedos se pone de jarana. En otros tiempos y en otro despacho hubiese llamado a Pascual, le hubiese mandado situarse con el acordeón. Pero don Ángel ya no mezcla jodiendas con enmiendas.

—El miércoles de la semana que viene, en la noche, estaré aquí esperándole, señorita Laredo —se despide él.

Ella se sorprende, no quiere nada más, no ha mordido su oreja, tampoco ha chocheado cuando ella se ha ido a sentar y ha hecho ese gesto de pudor, colocándose la falda, corta hasta las cachas.

—¿Va armado? —pregunta antes de salir.

—Sólo usa navaja —responde Dolores Laredo.

—Aprovecharemos que es de sangre caliente y, según ancestros, vengativo —apunta el abogado—. Esa raza de salvajes no se detienen ante nada. Hay algo que se quiere cobrar y no precisamente en papel moneda. No se dará por satisfecho sólo con eso, confiemos en que todo salga así, que deje el dinero en la habitación y que vaya directo a por ese que ¿cómo dice que se llama?

—El Flaco Pimienta.

—¿Cliente suyo de usted?

—También.

—Pues señorita, lo dicho, venga por aquí, estará protegida, no se le olvide el dinero, ya sabe que su sonido es uno de los más gratos al oído del hombre —sonríe y se le adivina el puente de las muelas—. Pascual, antes de que pase el siguiente, márqueme el número del juez Isidoro.

Y el siguiente tiene que esperar un poco a que don Ángel Tabanero termine de hablar con su amigo de correrías, el juez Isidoro, hombre hecho sin escrúpulos y que practica el oficio más antiguo del mundo desde su despacho de la Plaza de Castilla. «La sentencia no caerá en saco roto, llegaremos a tiempo», le dice con seguridad a don Ángel Tabanero después de contarle cómo desafinaba el somier del apartamento donde se revolcó con la mulatona.

El Flaco Pimienta había engarzado con maña todas y cada una de las piezas que su memoria dispuso sobre el tapete del pasado. Así hizo hasta poder despejar la incógnita. Son las mismas piezas con las que yo trabajo ahora, desde una habitación del viejo Madrid, alquilada con nombre falso para evitar inequívocos; la tortuosa labor de ordenar recuerdos ajenos, mientras se consume el último cigarrillo de la noche y aparece el hábito digresivo, allí donde lo real se confunde con lo ficticio, pues ya sabemos que lo real no es más que una de las múltiples formas en las que se nos presenta lo ficticio. De esta manera, hilvano torpemente los fragmentos de una supuesta novela. Y para ello empleo actos de otras memorias, junto con las diversas voces que pude recoger por aquí y por allá, gastadas por el uso y usadas de nuevo por mí, con el fin de componerme un sumario aproximado de los hechos ocurridos. Y así, puedo ver, en la memoria de la cocinera de La Carreta, el bate de béisbol salpicándolo todo de cuajarones; un cuadro de colores intolerablemente expresivo sobre el mantel, «vos sabés que le rompió el cráneo como se rompe una maceta», me dijo.

El ciego, que acompañaba al acordeón, sintió los gritos, tiró el instrumento y fue a cubrirle. Sacó un pistolón que cargaba en la bota. Pero como era ciego, no supo bien dónde apuntar. El primer balazo pasó por encima del Flaco y fue a parar a alguna parte. El segundo acertó a Marcelo, en el bazo. Le atinó bien, pues fue dejándose por los suelos sus partes más íntimas. No pudo llegar a la puerta, iba por el restaurante a los barquinazos, el rostro era como de borracho y pegó unos pasos mareados hasta caer al piso como un muñeco de serrín. El Cafrune, acreditado para matar, sacó su revólver y acertó un tiro al ciego, ahí mismito, en su entrecejo peludo y buchón. «Le partió en dos la barra de las cejas y dejó un agujero en el que se habría podido meter un dedo», me contó Adriana, la cocinera que se escondió bajo una mesa, «espantada por el bochinche», apuntó con esa riqueza local propia del lunfardo.

El camarero que los sirvió hizo declaración, y en la misma quedó expuesto que el receptor de los golpes del bate debía de ser abogado, a juzgar por lo que hablaba de la otra parte de la minuta al empezar la cena, nada más sentarse. «Se mostraba nervioso —dijo—, le costaba tragar la tortilla a la francesa de un huevo que fue lo que pidió. Luego sonó un teléfono móvil y el Flaco dejó el bate de béisbol, sobre la mesa pringada de sangre, y se puso al aparato. Estuvo poco tiempo», declaró el camarero al juez instructor. Lo que más le sorprendió fue que, al colgar, el Flaco malició algo así como: «Puta mina, te hice un flaco favor, bajaste en falso, boluda». Y se limpió la boca con el dorso de la mano.

El camarero no estaba en su casa cuando fui a verle; pero su mujer, después de invitarme a entrar, le llamó por teléfono para que hablara conmigo. Por lo que ella me contó, el camarero era un bala perdida y ella estaba perdida por él. Al final, hablé por teléfono. Sospechaba de mí que era madaleno, uno de la secreta. «Nos han molestado mucho desde que ocurrió todo», me dijo la mujer en el rellano.

—Su marido no me ha aclarado nada —apunté yo. Pero ella me dio con la puerta en las narices. Más que una respuesta fue una repuerta. Y yo un jilipuertas, por perder el tiempo y las narices.

El camarero de La Carreta se limitó a contarme lo mismo que al juez instructor. Que lo que más le sorprendió fue que, al colgar, el Flaco malició algo así como: «Puta mina, te hice un flaco favor, bajaste en falso, boluda». Y se limpió la boca con el dorso de la mano. Luego supe que el que había llamado era el Tijeras; estaba en la Emecuarenta y ya había cumplido con su tarea. «Acabá con Dolores Laredo —le dijo la noche pasada el jefe—, vos me entendés». Le atravesó el vientre: entró por la vagina y salió por el pecho. Hundió las hojas entre sus huesos, dejándole un dibujo semejante a la carrera de una media. Esa florrr que mi cuchicho te marrrco bien merecida, canturreó alguien a su oído. Ella acababa de cruzar la Emecuarenta y se creyó que era alucinación, pero cuando sintió la mano en su boca y después la quemazón en el vientre, entonces supo que estaba muerta. El asesino abandonó el cuerpo en una cuneta. Unas tijeras firmaron el trabajo. Entonces, el Flaco la maldijo y luego, al rato corto, con el teléfono aún en las manos y jaspeado de sangre, encadenó los recuerdos. Se la imaginó apresada, dentro de la habitación azul imperio, allí, enfrente mismo de donde él estaba, calle Barbieri, Hotel Mónaco, habitación número 20, esperando a que el Charolito llegase con la plata; con su plata «oíme». El Flaco Pimienta imaginó al gitano, los ojos de brillos pantanosos, dejar el maletín bajo la cama. Se hizo el cuadro también e imaginó a Dolores Laredo, esa misma noche y sin maquillar, con los párpados tiernos, cubiertos por unas gafas, entrar en el despacho de la calle Velázquez, frente al Wellington; lleva el maletín en la mano. El abogado que recibe cortés la visita. Y Dolores Laredo que guarda nerviosa el pasaporte que le tienden los dedos artríticos de Ángel Tabanero: un pasaporte a nombre de Raquel Mendoza.

Bajo la nueva identidad, Dolores Laredo llega a París. A los dos días, siguiendo órdenes del abogado, llamará al despacho de la calle Velázquez. «Ha de hacerlo desde una cabina —le dice—, nunca hay que levantar sospechas gratuitas». Dolores Laredo, que todo lo lleva a cabo al pie de la letra, con esa sumisión bestial de los humildes que ignoran las cosas de la ley, va y le deja un número de contacto a Pascual. Un teléfono que nunca sonaría para ella. Al principio, la muy parva pensó que no andaría realizada la operación aún, pues como dice el dicho: las cosas del espacio van despacio. Ella misma regalándose excusas, qué inocente. Luego, cuando masticó la dura realidad, tan pronto como su paladar sintió el gusto terroso del otro lado, empezó el rechinamiento interior, el viaje a los infiernos, los juegos de piernas con la muerte y la destrucción. París, oh, la, la y las orillas del Sena. El saberse ilusa, frágil como el vuelo de una mariposa, hace de Dolores Laredo un juguete roto, abandonado al capricho del ventolín allá en las calles del Montparnase. Después vendría Madrid, los tumbos por solares arenosos, perfumados con la violencia de la realidad desnuda. Pero volvamos al restorán donde la cabeza de insecto del abogado descansa aplastada sobre el mantel. El Flaco le ha pinchado el cuello con la patilla de las gafas. Lo hizo para rematarle, como el que clava un tenedor a un filete. Lo aprendió del ganadero navarro, «en el centro mismo del lomo, en las agujas, el sitio más puro para matar —le aconsejaba mientras trepaba a su bragueta—, en las agujas, hijo, en las agujas».

—¿Qué, jefe, nos vamos ya a por el boludo?

—Abrámonos cancha, dale. —La cara esquinada y la boca de perra en celo; el bigotito, más plata que negro.

Salen de La Carreta, sien con sien, igual que en el enredo de un tango. «Tenía de estrellas la noche como para marearse, ¿no?». El Flaco Pimienta detrás y por delante van el Pajas y el Cafrune. Las pupilas brillan bajo el ala de sus sombreros. Dentro quedaba el finado Marcelo. Tuvieron que saltar por encima de él para alcanzar la puerta. Yacía en posición decúbito prono, o ventral, según la lectura del sumario, al que tuve acceso después de sobornar a una de la limpieza; pero eso es otro asunto. Tengo dicho que el Pajas y el Cafrune eran de la barra del argentino, gente de coraje y vista; hombres de confianza del Flaco Pimienta desde tiempos de la escuela. Tipos peligrosos de centelleante estructura y diversas velocidades, motor de aceite pesado y potente arranque, de esos que nunca se ahogan con memeces. Ya los conocemos, pues son los mismos que sujetaron al Charolito de los sobacos, una noche de luna fecunda, en un tentadero de Colmenar. «Dios mío, qué pases, con esos pases se pasa a la gloria, con permiso de san Pedro», me explicaba el Suavecito en la cueva del Candela.

Podía verle, en mi florida imaginación, con el capote de brega, citar al toro con la zurda, desnudo y bañado de luna. También me contó, mientras prendía un canuto, que los mozos estuvieron a punto de desobedecer al Flaco Pimienta, cuando éste se borró a galope. Pero que no lo hicieron y que el Charolito se quedó en tan humillante postura, sujeto por los sobacos, «asín», me dijo el Suavecito, hasta que el argentino llegó de nuevo.

—A ese Charolito le tuvimos que matar allí mismo, jefe, en la Venta de Colmenar.

—Da igual, el pibe es carne del Flaco, ¿viste?

El Flaco Pimienta los había enchufado, en la Venta de Colmenar, en calidad de mozos, «oíste», pues ya dijimos que estaba liado con el dueño, un ganadero navarro con malas pulgas y muy acharado él. En lo de los achares tenía razones, pues el Flaco Pimienta pasaba más tiempo con ellos, con los mozos, que con el navarro. Pero pongamos al lebrel primero y al lebrato después y contemos los antecedentes, o lo que es lo mismo, todo lo que no quedó sentado en el sumario.

Los hechos se remontan a las cuatro de la tarde de un día nublado en que se presentó el maestro Antoñete en las inmediaciones de la Venta de Colmenar, invitado por el dueño, ganadero de origen navarro y de cuyo nombre nadie guarda memoria. Pues bien, el maestro Antoñete, después de ligar tres pases con la mano derecha, y al empezar la tanda con la zurda, fue derribado por el bicho. Una vez incorporado éste, el pantalón y la camisa llena de polvo, dijo que el burel estaba toreao con la mano de los jurdós. Se hizo el silencio y, cuando llegó la noche, el navarro encargó al Flaco Pimienta la captura del osado a saltar su tapia y resabiar los toros. «A un toro, cuando se le emplea varias veces en ejercicios de capa o de muleta, lo aprende todo de seguido, lo recuerda y así queda inutilizado —le explicaba el ganadero al Flaco; la mano sobre la rodilla, los dedos trabajados que suben hasta la bragueta del argentino—. Se vuelven los toros capaces de hablar latín. Ya sabes, hijo, toro chuceado, busca el bulto y deja el trapo», iba diciéndole, con el gusto del campo en el aliento que se pega a la oreja, mientras gatea, a la busca de los botones. «Se hará como usted mande, che». —Hace buena noche, jefe.

—Si no sabés de qué hablar, callate, Cafrune.

Y Cafrune que cierra su boca, masticándose las palabras con un ruido repugnante a mandíbula desencajada.

—Entremos, pibe.

El Flaco Pimienta dispuso a sus hombres de confianza apostados en sitios estratégicos. Esperaron noches y noches, hasta que una de las noches, date, le ven saltar la valla. «¿De qué barriada ha salido? —se pregunta el Flaco Pimienta, con los prismáticos en la mano—. ¿Desde qué barriada ha llegado a la unánime noche?», se interroga sorprendido por aquella presencia desnuda, ágil y tostada de luna; el pecho marcado; la cintura de junco que se arrima a un toro de piel colorada y blanca. «Allá está. Agárrenmelo que no se escape», ordena el Flaco Pimienta, a caballo, la fusta en la mano, la boca hecha agua.

—No hay vuelta atrás, como quien dice, cuando se trata de sensaciones nuevas, ¿oís? —Con rijosa actitud sopesa el bate de béisbol, salpicado de sangre, lubricado por restos de masa encefálica. Y entra al Hotel Mónaco; delante van sus dos hombres, el revólver desenfundado, las aletas de la nariz abiertas para olfatear peligro y una grasienta elegancia. Flaco vestía como un maricón, incluso cuando andaba de faena, en el campo.

Una nube de polvo anunció su llegada, contó el Suavecito. Vestía impecable, todo de blanco, muy perita él; las botas de montar brillantes que hacían guiños a la noche. «Veo que han acatado las órdenes», les dijo a sus hombres. Entonces se baja del caballo y acerca una barra de carmín hasta la boca prieta del humillado y le pinta los labios, me contó bisbiseante el Suavecito con la mano en su boca, dándole al chisme una mórbida importancia. «Vas a quedar muy linda, oíste, vas a quedar muy churrasquita. Una papirusa, un formayito». El Charolito apretó los dientes en un gesto de dolor supremo. La suerte dejó de mimarle desde aquella noche que parecía una bendición de tan fresca, con el disco de la luna sobre un cielo veraniego, impropio para el castigo.

—¿Y qué pasó después? —le pregunté al Suavecito.

—Le retorcieron los brazos como si fuese una fregona. Luego, el argentino se acomodó sobre su espalda, sentado igual que si montase a caballo por la cola y le empetó todo aquello.

No sé bien si me dijo que fue un pepino variedad francés o un calabacín origen Almería. Qué más da. Para qué entrar en detalles. Un grito de dolor salpicó la noche.

—Cuando se recuperó un poco y se pudo sentar, a la semana o asín, volvimos hasta allí. Pero esta vez no fuimos a lo de siempre. El Charolito juró por santa Verónica que, si salía vivo de aquélla, correría la sangre.

Entonces le imaginé trepar la valla, con la navaja entre los dientes, como un pirata al abordaje, una noche sin luna, varias lunas después. La sorpresa ante la soledad que abrasa la venta, la ausencia de toros en el corral, los muebles envueltos en sábanas blancas, como fantasmas que acechan en la penumbra y, al ir a salir, encontrarse con un tipo, un fulano de aspecto inquietante que está en bañador y lleva una carretilla.

—Se marcharon todos. Ayer mismo vendieron los bichos y hoy se fue el señor, temprano.

—¿Iba solo? —Sí.

—¿Y los otros que vivían con él?

—¿Los mozos?

—Sí, los mozos y otro hombre muy flaco.

—Se marcharon a Argentina.

—¿Está usted seguro? —Sí.

Y se borró; la carretilla cargada de rastrojos, el bañador oscuro, los calcetines por el tobillo y las alpargatas con restos de cemento.

El Charolito se quedó de una pieza. De una pieza que no encaja. Una extraña sensación que volvería, años después, en una casa de la calle Torpedero Tucumán. Una soledad que poco o nada tenía que ver con ese hijo de las circunstancias, pasional, compulsivo, dueño de un corazón que no encajaba entre pecho y espalda. Meses más tarde, y por casualidad, se enteraría de que el Flaco Pimienta tuvo riña con su amante navarro, por un quítame allá estas pajas; una tontería de enamorados, una gota de poca cosa que desbordó el vaso y ahogó a Cupido. Glu, glu. También se enteraría de que los toros fueron vendidos a bajo precio a la Casa de Vista Hermosa y que el picha floja del argentino se marchó a su Buenos Aires querido. Cuando el Charolito tuvo conocimiento de esto último, prefirió no tentar mucho la suerte y contenerse el empellón de viajar al extranjero, pues de sabidas tenía que si vas al toro para matarle en su querencia, su cornada será una respuesta más que un ataque. «Y la respuesta siempre es más rápida que el ataque, compadre. Le verá venir, compadre, aguarde, que le verá venir, aguarde y espere a que salga de la querencia. Quítese esas ideas del magín, que son un descabello. Respire con el vientre, como hace tío Paciencias, compadre». El Charolito escuchó a su voz interior, allí, en la venta solitaria; el cielo negro, como su suerte, vaticinándole oscuros presagios. Y volvió a esperar. Lo puedo ver. También puedo ver a sus verdugos, con la envoltura literaria que todo falsea, los veo entrar en el vestíbulo del Hotel Mónaco, trajeados como maniquíes, el paso silencioso, las manos templadas, el disparador suelto, las suelas con manchas de color rojo. Y la sagrada majestad del Azar, que rige sus destinos soberanos y que los cruza en el vestíbulo con otros de la misma naturaleza. Fue la fatalidad, no tener tiempo para la sorpresa, ironías de la suerte, cuando uno de los gitanos hace un gesto, como si se fuese a colocar el nudo de la corbata, parece un matón de cine que, dotado de una agilidad especial, saca de la sobaquera un revólver.

Una tanda de balas cae sobre ellos. Un mortal disparo en la sien deja sin vida al Pajas. Otro, en el cuello, es el pasaporte de Cafrune. Entonces, el Flaco Pimienta, decidido a librar el cuero, «vos sabés», que salva el mostrador de recepción. Está herido, una bala ha rozado su pecho, que le salpica de sangre oscura el lengüe blanco y virginal, «oíste». Le sacude el pánico cuando se mira allí, disimulado tras la barra del recepcionista, sobre el cadáver del Plomos, caliente aún y con los ojos abiertos, que parece decirle algo así como «estás perdido, ¿viste?». El Flaco Pimienta se remueve los azufres, saca su pistolón y atina al gitano, a ese que llaman Muelas y que cae desplomado a la entrada del hotel; las manos pintadas de sangre dejan su huella en el picaporte. «Cholorico», grita el Tinajilla bravo y vengativo, diciéndose lo que había escuchado en el culto, aquello de «para mi menda será el reino de los cielos», el Tinajilla va y se acerca a recepción; el cuchillo de a tercia en la mano zurda. Se había echado en la cabeza toda la gomina del Rastro y alrededores. Le habían prometido su bautizo de sangre y eso merecía sus mejores galas. También la mejor hoja de cuchillo. El Flaco Pimienta ya no tiene balas, pero lo disimula bien, recibiéndole al gitano con el pistolón emperrado y el charquito de sangre en la pechera. «Momento, paren o disparo». Bajo él, el cuerpo huesudo del Plomos que se le clava en las partes más sacras.

Sin embargo, el Tinajilla no se detiene, no; de puro rencoroso se le va encima y le carnea a navajazos. Son cuchilladas profundas, hasta donde pone Albacete. Cuchilladas que entraban hasta los adentros y que salían ensangrentadas. El Tinajilla cose el cuerpo del Flaco a la camisa, aquella de gusano de seda. Y el Flaco que se retuerce como un pez que ha mordido un anzuelo y que, en uno de sus coletazos, alcanza el revólver del Plomos y aprieta el disparador, una y otra vez. Vacía lo que queda de tambor sobre el Tinajilla, que cae agujereado encima de la mesa de recepción; la navaja prieta en una mano; la otra que se agarra al tenderete de postales, emborronándolo todo de sangre. «Che, se lo advertí, paren o disparo, pendejo», fue lo último que dijo el Flaco Pimienta antes de entrar al cortijo de los ausentes. Posición decúbito supino, entre dos cuerpos más, según figura en el sumario.

Así fue como la espichó el argentino. Se arregló entre dos finados, sin queja; la boca abierta, perfilada por el fino bigote, con el último flujo menstrual corriéndole los dientes. Siempre le habían gustado los tríos. «Lo buscó, no fue nada fortuito, pues ya sabe, el que ama entre dos fuegos, muere entre dos fuegos», me contó lenguaraz el encargado de La Carreta, que fue el primero en llegar hasta el lugar del suceso y, por este detalle, se las daba de importante. Alguien tenía que contar a los muertos. También me dijo que escuchó gritos primero y una detonación después, al fondo, en una de las habitaciones y que, en eso, se le vinieron encima unos pisotazos, como de pies desnudos y que, seguidamente, vio correr a una chica de unos dieciocho; iba en cueros y su boca abierta gritaba: «hijos de puta»; en la mano llevaba un revólver. «Me aparté en forma —dijo—, una hembra enloquecida de dolor y con un revólver en la mano es más peligrosa que veinte asesinos juntos. Hacete cargo y ponete vos en lugar de uno». Y siguió diciéndome que, luego de salir la niña, él llegó hasta la habitación y que allí mismo se encontró con otro cuerpo, en la bañera. Tenía un agujero en la nariz, otro más, pero de bala. Los ojos del fiambre todavía mostraban un brillo azul verdoso. Dos personas, turistas alojados en el hotel y que no quisieron dar su nombre, confirmaron lo dicho por el encargado. Pero la señora de la habitación de arriba no lo creyó cierto, pues cuando entró, al poco de salir el camarero, el cuarto número 20 estaba a oscuras. «Olía a sangre viva —dijo— pero no se podía ver nada». Robándole un pedazo de memoria al encargado, puedo ver dentro de la bañera el cuerpo sin vida de un hombre. Era el fiambre de un gitano al que llamábamos el Mecánico. Lo del mote tenía gracia y bien merece otra digresión. Pues verán, el tipo se las cogía dobladas, vamos, que le gustaba empinar el codo. No tenía medida y sólo se daba por vencido cuando caía en escuadra, sobre la barra, embriagado por un dulce sopor. Pero si ese dulce sopor le daba en la calle, entonces cogía y, con una lucidez extraordinaria para su estado, se aparcaba a dormirla bajo el primer coche. Y así solucionaba el problema del puñetero sol de la mañana que tanto molesta. Tenía su gracia, pues el gitano se dejaba las piernas hacia fuera, como un mecánico, por si se daba el caso de que llegase el dueño del coche, que le avise si va a salir. De ahí le venía el apelativo.

Pues bien, la noche de autos, algo ebrio pero todavía en pie, el Mecánico llegó con el Muelas y con el Tinajilla hasta el vestíbulo del Hotel Mónaco; los cristales bajo sus pies, los olfatos atascados de beda, las chaquetas cruzadas y el ombligo adentro, conteniéndose la respiración. El Muelas ha sentido pasos detrás de su oreja, se le antojan pasos de cojo, no sé, como si alguien a su espalda llevase una pata de palo. Entonces, gira y pega una media vuelta de bailaor; hace un gesto, un ademán, como para ir a ajustarse la corbata y se echa mano, ágil, a la sobaquera. Y el Mecánico que se esconde tras una planta de plástico, en el vestíbulo, cerca del cuerpo del Pulpo, y se queda allí, aletargado por un dulce sopor, las balas rozándole las orejas. Cayeron todos. Unos antes, otros después, pero al final el silencio volvió a ser la nota más larga de la noche. Tres fiambres amontonados tras el mostrador de recepción. Y cinco más por aquí y por allá, a lo largo y ancho del vestíbulo, todo cubierto de sangre y de cristales rotos, impregnado en picante aroma a pólvora y a humo, a muerte y abandono.

El Mecánico ha esperado a que pase la chicha para dirigirse cauteloso a la habitación número 20. La puerta está abierta, todo está apagado, lleva un revólver en la mano; en la otra, el chisquero. Avanza por el pasillo de la habitación, olisquea el perfume conyugal que desprende el cuarto y eso le excita, pues el Mecánico es un guarro. Un guarro muy fino, de los que se la tocan con disimulo por el bolsillo, pero un guarro al fin y al cabo, un guarro que se agacha y enciende el chisquero; la llama azulona que le alumbra y un fogonazo que sale de detrás de las cortinas azules del baño. Bang.

«Cajondiós», consigue decir el gitano, arrodillado al centro; la muñeca que le arde; «cajondiós que me he quedao sin mano». La pistola ha caído al suelo, marcas de sangre en las cachas. Un miedo que le moja, pierna abajo, cuando escucha la cortina abrirse; unos pasos descalzos en la oscuridad. Huele su perfume cercano, el cañón aún caliente ajustado al cuello. Necesita un trago.

El perfil de la luna, en cuarto mangante, fue testigo de cómo el Charolito se hizo el Mercedes Benz negro en la misma puerta de La Carreta, un restaurante argentino que, en otros tiempos, fue tablao flamenco, de nombre Los Canasteros y de propietario don Manolo Caracol. Pues bien, el Mercedes Benz negro tenía algo de coche fúnebre, no sé, una provocación y un rechazo que al Charolito le tuvo en duda un instante. Y fueron las detonaciones que escuchó en La Carreta las que le hicieron salir de toda duda y doblar su cuerpo, como navaja a punto de abrir, sobre el motor inmaculado del Mercedes Benz negro. «Ahora o nunca, compadre». Así, en un pispás, el Charolito se pone al coche, llega hasta Atocha y enfila carretera palante con el impulso de la muerte, dispuesto a llegar a Cádiz. «El depósito no está lleno, pero habrá caldo suficiente para llegar hasta Venta Durango», le apunta la voz interior.

Los relojes del salpicadero se iluminan todos a la vez. Parecía una nave espacial, conducida a la velocidad de la luz, la misma que las agujas señalan, sin concesiones al temor y desafiantes. Cagando hostias. Los marcadores se mantienen a tope; el acelerador suave y las llantas que chirrían cuando dobla el volante. Le apetecería escuchar algo de música, pero lo único que hay es una cinta de María Jesús y su acordeón. Y esa música de payos no es la suya. A él le gustaría Bambino, con aquella rumba que decía: Procuro olvidarte, haciendo en el día mil cosas distintas, procuro alejarme de aquellos lugares donde nos quisimos. «El berda no está mal aunque no sea de su estilo, compadre», le suelta la puta voz interior. No obstante, al Charolito le da mala espina el Mercedes. «Tiene su punto, compadre». Y abre ventanillas y siente la noche, ese sabor que se le cuela hasta los últimos laberintos de la sangre. Y es entonces cuando le envuelve un sentimiento desordenado, cuando le muerde el animal de la duda. Y todo él oscila igual que cuando el viento mueve a su capricho la muleta y hay que empaparla en agua. El Charolito conduce a toda mecha, seguro por fuera, pero vacilante en su interior. Acusa un vértigo que le recorre el vientre. Se encuentra metido en una aventura que le viste grande. Un corte de traje sobrado y no por consecuencia de la velocidad; no, pues esta vez la culpa no era de ella. Era de otra. De una mocita con los ojos de azúcar quemado y labios de seda, de una mocita que responde al nombre de la Carmelilla.

Es curioso, pero hasta este momento, ya al final de su perra vida, el Charolito no se da cuenta de que una mujer es algo más que tres agujeros y dos manos. «Se trata del amor, compadre, pero no del de siempre; no, se trata de un nuevo sentimiento, más doloroso que el primero; un quebranto prendido al pecho; un capricho juguetón de la gran puta, compadre; del verdadero amor, ese que te parte». Cuando el Charolito cae en la cuenta es tarde, reduce, pega un volantazo y vuelve por el mismo camino por el que marchó, pero del revés; esto es: carretera de Andalucía, dirección Madrid. «Se trata del verdadero amor, de ese que te parte». Tengo dicho que el Mecánico era un guarreras y que llevó una juventud disoluta. Trabajaba de palmero en El Chinitas hasta que un buen día le despidieron. Desde entonces dejaron de llamarle para cuadros flamencos. Se cogía unas borracheras que había veces que no atinaba una palma con la otra. Pero eso no era lo mejor, lo mejor venía cuando el descanso, pues se dedicaba a hacer agujeros en los tabiques raspándolos con un cortaúñas. La finalidad de estas onerosas obras no era otra que la de pipear a las bailaoras cuando se cambiaban. Para no levantar sospechas, el yeso que desprendía la pared se lo esnifaba. «Caliche de un tabique a otro», le dijo al encargado del Chinitas cuando éste le pilló in fraganti. «Pues guarde la brocha —y le señaló con la barbilla la bragueta—. Queda usted despedido». Y desde entonces se dedicaba a beber, a meneársela y a practicar unos curiosos ejercicios de imaginación que consistían en lo siguiente. Grababa las porno del Canalplús pero sin descodificar o sea, con rayas, y andaba de seguido ejercitando, frente al televisor. El mismo te decía que había desarrollado un mecanismo para traspasar la ropa de una hembra y ver lo que lleva debajo. Y se quedaba tan pancho. Algo de cierto habría en aquello, a juzgar por el careto que se le ponía cuando veía a una mujer. Daba igual que fuese rubia, depilada o pelinegra; de caderas anchas o bajas, de tetas rugosas o recién horneadas, como las de la Carmelilla. Inmediatamente se metía la mano en el bolsillo y empezaba a darle al caletre. Pero ahora tenía las manos en alto, estaba arrodillado y un revólver enfriaba su cuello; aun así tuvo una erección. El cuerpo desnudo de la Carmelilla le había provocado la molestia.

—No dispares, Carmelilla —el Mecánico de rodillas, el revólver ajustado al cuello, la habitación envuelta en una penumbra de mal agüero.

Ella siente el corazón latir, imparable; las dos manos sujetan el revólver que suda de ganas.

—No te muevas, Mecánico, hijo de las siete putas.

Sin embargo, el gitano no obedece. Se mueve, dejándose caer con todo su peso a un lado, sobre ella, que pierde el equilibrio.

—Dame la fusca, niñata —el Mecánico forcejea en el suelo. La oscuridad enreda sus cuerpos. El de él, mojado de sangre, el de ella, desnudo y salpicado de rabia—. Dame la fusca, niñata.

«Contar las cosas mediadas no trae la suerte, compadre», le repite la voz interior; el mismo argumento que utilizó ella para retenerle entre sus piernas de miga reciente, para sujetarle por donde más le duele; el mismo argumento que utilizó la Carmelilla, ahora lo defendía esa maldita voz interior. El Charolito está confuso. Y confuso se pregunta qué coño hay de cierto en todo aquello. También confuso, se pregunta que si no existe la suerte y que si solo existe ausencia de mala suerte, ¿dónde demonios hay que buscarla? Pero su maldita voz interior le impera «déjese de soplapolleces, compadre y meta el toro en la plaza que aína viene el plazo». El acelerador a fondo, las manos que sudan al volante, las suelas de sus zapatos que acarician el pedal del freno cuando toma una curva y su cabeza que sigue inventando «recuerda, Carmelilla que cuando Emilio Mostaza hizo su aparición en el recibidor del Hotel Mónaco, notó la misma presión en la cruz de los calzoncillos que cuando subía los escalones de alguna casa de trato. Tal vez fuese culpa del recibidor, decorado en un estilo que bien se podría denominar calenturiento, en fin, Carmelilla, Emilio Mostaza que no fue a la escuela, ignora de quién fue la idea de poner un recibidor así de vistoso. Sólo señalar que estaba conseguido a partir de luz tibia y calidad atmosférica de amor de esquina. Y un anuncio de neón donde pone Cafetería. Y un recepcionista con más jeta de sepulturero que de recepcionista y que ni siquiera movió los labios para dar las buenas noches. Emilio Mostaza tampoco los movió. Con un galope en el pulso que le ponía malo enfiló el pasillo. A la luz de la llama las paredes se abrían para volverse a cerrar tras él. Una galería de trazo angosto que nuestro amigo recorrió perturbado y con el baile de San Vito mordiéndole los talones. La puerta estaba entreabierta y dejaba escapar una loncha de luz. Ya no hay vuelta atrás, Carmelilla. Apagó la llama de un soplido y una peste a cerilla impregnó el último tramo, te lo contaré al oído, mientras las olas rompen de sal nuestros cuerpos, bañados por leche de luna. Te amaré hasta donde me alcance la vida, mi niña». El Charolito entra de nuevo en Madrid, las luces de la autopista parecen luciérnagas veloces que van quedando atrás. Se la llevará hasta la playa de los Bateles. «Eso es, compadre —le apunta la voz interior. Allí esperarían juntos la sentencia de los suyos—. No olvide que usted es como ellos, compadre, pero no uno de ellos». De madre gitana y padre juali, el Charolito es un fuera de lugar, un perro aparte dentro de este perro mundo. Él lo sabe, por eso conduce preso entre su sombra y su destino, hablándole a ella, a su Carmelilla, ausente, aunque presente en su imaginación. «Allí, en los días claros puedes ver el cielo de Tánger, la costa extranjera, mi niña. Tomaremos un barco cuando los tuyos se acerquen y, mientras tanto, mientras los tuyos se aproximen con sus leyes caducas, te contaré lo que le pasó a Emilio Mostaza cuando hizo aparición en la habitación número 20 del Hotel Mónaco y se encontró con la Rififí, tendida sobre la cama azul imperio».

—Ya tienes cuerpo como de mujer, Carmelilla.

Ella siente el aliento en su garganta y escupe.

—Cuando mi Charolito se entere de esto, te matará, Mecánico.

Una mano empapa los pechos de sangre y pinta su carne de rojo animal. En la otra lleva la fusca de ella, arrebatada con marrulla. La Carmelilla, brava, se resiste; pero no puede impedir dejar pasar esa fuerza bruta que desgarra su vientre. Ella emite una arcada de sofoco. Cuando él lo ha conseguido, la Carmelilla pasa a la acción con un bocado animal a la nuez; defensa propia que se llama. El Mecánico se revuelve, se agita y maldice. Ella consigue escapar. La boca le sabe a sangre y, en la huida, sus pies tropiezan con el metal de una pistola que coge a tientas; las cachas están mojadas de sangre. Mezclado entre las sombras se acerca al Mecánico y le pone el cañón en la espalda. Él escupe sangre.

—Ni un movimiento más o disparo, Mecánico, malage.

Sin embargo, el gitano hace un último esfuerzo, y tantea el revólver que ha quedado en el suelo. Entonces, ella aprieta el disparador. Pero no tiene balas.

Recordaremos que el Mecánico estuvo todo el tiempo que duró el tiroteo escondido tras una planta artificial del vestíbulo, sumido en un dulce sopor, atrincherado entre un macetero y el cuerpo muerto del Pulpo. No utilizó el revólver para nada, lo castigó a la espera, bajo el sobaco. De nada hubiese valido sacarlo; de nada, pues se le había olvidado cargar el tambor, de tan turbio por la borrachera de anís, allá en el velorio, ante el cuerpo frío del Suavecito.

—¿Qué te creías, niñata? —dice, afónico.

Ella, aterrada, escapa hacia atrás, hacia el baño. Sin embargo, no será por mucho, pues siente una zarpa resbalar por su pierna. Escucha el aliento en la oreja, espeso y caliente de sangre. Grita. Llora. No se resigna y, a oscuras, consigue alcanzar un aerosol de desodorante. Lo pulsa y acierta en los ojos del Mecánico, que está cubriéndola con dificultad de violador furtivo. «Cajondiós», exclama el Mecánico. «Cajondiós», y tropieza y resbala en la bañera. «¡Cajondiós, mis clisos!», chilla el Mecánico. La Carmelilla, que ha conseguido recuperar su revólver del suelo, le busca la cruz de la nariz y acierta y rubrica su suerte. Y corre a la calle. Se pierde desnuda en la noche, el corazón roto, el revólver humeante.

El Charolito conduce al filo de su asiento, con el pecho encima del volante. Siente que así, el coche funeral va más aprisa. Mientras, sobre su cabeza flota ya el final de la trama. Un final que él mismo retarda y contiene, para que guste más cuando llegue, y así, el Charolito vuelve a contar para su capote que a lo largo de su existencia, aquel hotel había sido testigo silencioso de escarceos de postín. Toreros, actrices, violinistas y demás fauna de mala nota eran huéspedes fieles. Y sigue contando que el éxito del negocio tenía varias explicaciones. Una de ellas era que la farra les cogía cerca, en la misma acera de enfrente. Allí donde Manolo Caracol había puesto su tablao, Los Canasteros. Otra interpretación sostenía que el verdadero logro del establecimiento se basaba en la confidencialidad de sus empleados. Ver, oír y callar era la consigna. Pero la versión más punzante decía que una de las habitaciones le servía como picadero al mismísimo Alfonso XIII, rey de España y putero disoluto. Según malas lenguas escapaba de palacio para contaminarse de nocturnidad. Timbas, tablaos y gente cruda, producían una fascinación tan enfermiza en el monarca que siempre coronaba sus aventuras de la misma forma: masturbándose entre las piernas de una rolliza mujer de la vida. Para tales menesteres utilizaba un aposento en la planta baja del hotel, con un enorme lecho azul imperio. «La habitación número 20, la misma donde acaba de entrar Emilio Mostaza, mi Carmelilla». La puedo ver apresurarse sin rumbo por calles mojadas de noche; los ojos como dos interrogantes negros, abriéndose paso hacia ningún sitio concreto. También puedo verle a él, al Charolito, las manos al volante, el corazón a toda pastilla; diciéndose aquello de «no hay polla que joda mi culo» una y otra vez, con la rabia en la quijada, las sirenas azulonas de la pestañí pisándole la matrícula. «No hay polla que joda mi culo», y girar bruscamente en la Cibeles, que es testigo de piedra de su infracción temeraria. «Mírela, compadre —le señala la voz interior—, mírela, con el coño apuntando al Banco de España, como una chipichusca, como una cualquiera, como cualquier mujer». Pero su Carmelilla es diferente, su Carmelilla no es de piedra; no quiere dinero, sólo quiere que le cuente. Que le cuente cómo Emilio Mostaza empuja la puerta de la habitación número 20. «Lleva una idea fija en su magín, mi Carmelilla, la de no dejar de la Rififí ni los chillíos. Para lo mismo se ha armado de una forma muy especial, carga un espejo». El Charolito acariciará sus mejillas de melocotón y seguirá contándole «lo del espejo es la forma más eficaz de no armar alboroto, mi niña. En cuanto la Rififí se vea reflejada se acabará todo, pues en cuanto ella vea su cara cuarteada por los años, se morirá del susto, pero no como una persona normal, no. Desaparecerá por completo, sin dejar rastro —El Charolito acelera y cierra los ojos, respira el perfume del amor reciente y sigue para su capote—. Ella huye de los espejos, mi niña. El que hay en el cabecero de la habitación lo mandó quitar un día y en su lugar hay un bodegón al completo, con su jarra de barro, sus ajos, su cebolla y su liebre perdigonada en la cabeza. En fin, mi niña, que la Rififí va a pasar a mejor vida en cuantito Emilio Mostaza se saque el espejo de la manga».

Todos los semáforos abiertos para él. Luces verdes que se reflejan en sus ojos aterciopelados. Son los mismos semáforos que están rojos para ella, que atraviesa desnuda la noche de autos. Y Emilio Mostaza, ajeno a la tragedia que saca el espejo de la manga. «Pero espera, Carmelilla, ha ocurrido una fatalidad, mala sombra, mi niña, pues a Emilio Mostaza el espejo le salta en añicos, sobre su mano que sangra de necesidad. Tras él, una risotada aguda, de vieja. "Siete años de mala suerte", le dice, mi niña». Y la mala suerte que hace presencia, ante ella, que se queda inmóvil; sus ojos de almendra amarga que se fijan en los suyos, aterciopelados y embusteros, pues le ha visto, pues va en ese coche negro que se aproxima hacia ella. Siente el pálpito de la tragedia. Una ráfaga de pánico entra por la ventanilla. El Charolito pisa el freno, pega un volantazo y un chirrido que pasa rozándole el cuerpo desnudo, cubierto de sangre ajena; «un premio del destino, compadre».

El impulso que la tira sobre el asfalto mojado, culpa del reflejo de la noche. Y ella que no cierra los ojos de almendra, que sigue con ellos la trayectoria del coche negro y que lo ve saltar por los aires cuando sus ruedas golpean el bordillo; el morro se lleva por delante una marquesina de los autobuses y un mendigo se lleva con asombro las manos a la cabeza, sarnosa e imagino que plagada de piejos. El coche negro y charolado pega de lleno en el edificio de La Equitativa. Edificio fúnebre donde existan y hecho a medida para una ciudad de cadáveres; sociedad de seguros con clientes de postín, entre los que figuraba la Sarah Bernhardt que, según las malas lenguas, cuando actuó en Madrid fue a asegurarse a la prestigiosa casa y que, tan pronto como el doctor la fue a reconocer, pues ella, muy dispuesta, va y se despoja de sus ropas sin ningún tipo de pudor. Y cuentan también que aquello lo tenía rasurado y que la piel, de allí abajo, era semejante a la piel del pollo crudo. Pero eso no nos interesa ahora. Lo que nos interesa es saber que el Charolito murió y que murió antes de haber matado la noche, cuando el alba no había despuntado todavía; y que se consumió como fuego de paja, después de una llamarada rojiza.

A pesar de no ser creyente, recibió los santos sacramentos y, como era de esperar, tuvo un entierro de primera clase, con comitiva fúnebre y lágrimas de cocodrilo. Un sepelio de postín al que yo, por motivos que aún ignoro, no pude asistir. Sin embargo, hice llegar una corona de ajos hasta el cementerio; una rústica y apropiada despedida en la que mandé poner, además de mi nuevo nombre, una leyenda en latín: vivorum meminerimus. [Volvamos a la realidad.]