Madrid es ciudad de rancia y absurda historia. Los orígenes del ibérico solar se remontan a los tiempos de Maricastaña, o sea, a cuando Madrid se llamaba Mantua Carpetana y era vasta extensión de terreno edificable. Cuentan que la fundó un príncipe antiguo, un tal Ocno Bianor, retoño del hada Manto y de Tiberino, su padre según libro de familia e infortunado personaje donde se precie, pues en guerra contra Glauco y con la victoria de su lado, cayó al río Abula y se ahogó en él. Glu, glu.
Inquieto, huérfano y desheredado, el príncipe Ocno Bianor viaja por tierras extrañas. En una de sus correrías llega hasta los riñones peninsulares y reconoce un sitio «cuidado donde pisas forastero», pues le pareció a propósito para hacer una buena población. Esto ocurrió por los años de la creación del mundo de cuatro mil trescientos veinte, y a dos mil setenta y ocho después del Diluvio Universal, y cientos antes de la primera olimpiada. Por aquel entonces, no habíamos nacido ninguno de los aquí presentes y, si atendemos a lo escrito por hombres de autoridad y buena vida como Ptolomeo, Mantua Carpetana ya estaba puesta a cuarenta grados de latitud con algunos minutos, y a once grados, cuatro minutos de longitud, o sea, para entendernos, ubicada casi en el centro de nuestra península. Un lugar ventoso y de aires sutiles y saludables, de cielo claro, y sitio y comarca fértil que jamás hubiese sospechado lo que se le venía encima. Sin embargo, el citado solar ibérico no es corpúsculo esencial de la administración española hasta mil quinientos sesenta y uno, por obra y gracia del rey Felipe de Habsburgo, dueño de las Españas y de medio mundo. El monarca, basándose en una ridícula situación privilegiada de atalaya entre las sierras y Toledo, lo convirtió en el meollo de la monarquía más grande que el peor de los mundos haya visto nunca (para hacernos una idea, más de veinte veces mayor que lo que fue el Imperio romano). De esta forma, Madrid pasó de urbe labradora y guerrera a ciudad oficinista y burócrata. Y de aquí hasta hoy mismo, en que los llanos y planicies que antaño deslumbraron al hijo del Lacio Tiberino, se han visto invadidos por el hormigón, las comisiones y los jaleos administrativos del día a día. De esta forma, aquella lejana ciudad edificada sobre agua hoy parece una gigantesca esponja con los poros grisáceos, agobiados de vagones de metro que siempre llegan con retraso. Caminos poblados de soledades y madrugadas, bocadillos de calamares, bancos de crédito, tascas dolientes, patios ciegos con camisas crucificadas, ojeras, deudores empedernidos, minicines, semáforos para ciegos, rastros de carmín y casas de trato. En definitiva, que en Madrid tenemos de todo. Por tener tenemos, y no podían faltar, un buen número de criaderos de supurante humanidad; focos traumáticos que se extienden noche a noche por los flancos de la ciudad como una deliciosa gangrena. En los despachos reciben el nombre técnico de «barrios de absorción». Los habitan pobres diablos con el corazón lleno de pus, castigados por la farsa y el abandono industrial; rostros pálidos que caminan indefensos por calles anónimas, al amparo de las sombras, llevados y traídos por una suerte tan negra como la pez. Hijos de las circunstancias, que les llaman los cristianos. Toda una bendición del cielo para policías, abogados, jueces, fiscales, médicos forenses y demás calidades de funcionariado público que, con sus exoneradas diligencias, atascan los intestinos burocráticos, provocándose así lo que oficialmente se conoce como «estreñimiento patológico administrativo». Bien, pues una de estas bolsas marginales localizada en la parte sur de la ciudad recibe el zarzuelero nombre de La Rosilla, y llegar hasta allí es fácil.
Si el viajero va por la carretera de Vallecas a Villaverde, desde el desvío de la Emecuarenta a la altura de Mercamadrid, primero verá un desordenado conjunto de lata y basura, una arquitectura fósil que mancha nuestros peculiares y benditos cielos, proyectada por gente que llaman práctica, ignorante en tema de urbanismo, pero sabia en temas de economía. Después, el viajero notará la nariz obstruida por una negra pestilencia de alcantarilla y gato muerto. Y, al poco, un profundo malestar ante lo que ven sus ojos: fachadas con remiendos, tenderetes a media asta, afiladas antenas y una borrosa sospecha. Pasará el viajero de largo y luego, apurados los andares por el mismo camino, el viajero topará con otro poblado gemelo que se perfila al lado de una alambrada, la misma que protege unas platerías de las de firma y prestigio. Si consigue llegar hasta allí sin que le piquen los ojos, entonces, premio, el viajero habrá llegado a La Rosilla.
Aquí también tienen de todo lo que el viajero necesita. Santa Pata, Rita, asiste a esta barriada enferma y maldita, el viajero recita; es la poesía que tanto atrae a las clases ociosas y a los malos novelistas; y también al viajero que contempla el paisaje, un borroso barrial grabado a pinchazos, una maltratada mujer de vientre tóxico e inocente a la par; una amarga mirada de humo, una guarra de lo más tirado, que se arrastra hasta el viajero con los ojos irrecuperables, la sonrisa enferma y la mano abierta: «Me dejas una libra. Hoy por ti, mañana por mí, viajero».
Al final, detrás de las últimas casas, sobre un cigarral sembrado de hipodérmicas, botes de Coca-Cola y papel de estaño con la última huella del veneno, allí, al final, se extiende un campamento azufrado y multiforme de famélicos excursionistas, todos con chándal oficial y engañados por una absurda exigencia. Son muertos en vida que emiten un lenguaje sordo y mineral. «Hoy por ti, mañana por mí, viajero». La explicación de tal asentamiento es sencilla y simple. Se debe a la dificultad para el acarreo y provisión, a bote pronto, del jaco vital. La Ley Seca los ha obligado a tomar cercanas posiciones.
Comentan que las tiendas de campaña las alquila, a buen precio, un legendario púgil con el cerebro agujereado por las luces de su antiguo oficio. Y comentan también que la Carmelilla, la noche de autos, salió de La Rosilla con previsión y miramiento; llevaba una bolsa en la mano y se escondía entre las sombras para que nadie la viese escapar de la casa; y comentan que, cuando llegó hasta Platerías Durán, se puso a hacer dedo. Incluso, llegan a comentar que, como yo pasaba por allí y paré, tuve parte de culpa en el desenlace final de los hechos. No pude evitarlo, créanme, ya lo he contado muchas veces, la niña iba armada. Sacó de la bolsa un revólver. Con destreza y pulso firme me amenazó. Lo hizo nada más entrar en el coche y no tuve más remedio que acercarla al Hotel Mónaco. Cualquiera hubiese hecho algo parecido.
—Tranquila Carmelilla, no dispares —le pedí nervioso cuando me ajustó la pipa en la cabeza, un revólver del Smith & Wesson cuyos proyectiles podía ver, de reojo, preñando el tambor—. Tranquila, Carmelilla, tranquilita que te llevaré hasta allí, pero guarda eso.
No me hizo caso; es más, me retorció el cañón a la sien como si fuese un taladro. A pesar del calor, la cacharra estaba fría, igual que si hubiese estado metida en el frigorífico.
—No hagas un movimiento sospechoso, o te apiolo.
Sé que una mujer, cuando está enamorada, es capaz de eso y de mucho más. Por lo mismo que no hice un movimiento sospechoso en todo el camino. Juro que dejé a la Carmelilla en la puerta del Hotel Mónaco y me fui a la cama.
La conocía de Los Focos, un antiguo poblado de lata que hay por San Blas. Del mismo sitio de donde era el Charolito y todos aquellos que me vienen hasta la memoria y que se han quedado en el camino. Familias conflictivas, según los técnicos de la administración; clanes de los llamados problemáticos que, años después, serían realojados en La Rosilla. Bien, pues el que esto escribe iba a comprarles polvo hasta Los Focos. Me cogía cerca. Por aquel entonces, yo trabajaba en San Blas, desde que entraba la noche hasta la madrugada, en unos estudios de grabación que hay por la calle Butrón, donde Cristo perdió el mechero.
—¿Qué tal cantas, Carmelilla? —le pregunté por relajar la situación.
—No hagas ninguna de las tuyas, o te baleo —y siento su dedo encogerse en el disparador.
Intentaba explicarle que andaba busca que te busca por las geografías del sur; intentaba explicarle que buscaba una voz femenina, pues seguía con lo de las producciones de nuevos valores flamencos. Acababa de salir de Jerez de la Frontera, donde había encontrado algo. Una voz cruda y llena de matices que el padre no quiso venderme. «No, son pocos jurdós los que me paga usted por la chiquilla», me dijo el gitano en el barrio de Santiago. «Yo no soy el verdugo y sabe usted que si por mí fuera, me maten a mí si miento, si por mi menda fuera, le pagaba yo a usted más de lo que su magín piensa», le ataqué. No hay nada como adaptarse al código lingüístico de nuestro receptor, me enseñaron de pequeño en la escuela. Y como tantas otras cosas que me enseñaron en la escuela, aquélla fue otra más que no sirvió para nada. Porca miseria. Al final salimos peleados. Y tuve que coger el coche y enfilar hacia Madrid. Iba con una cinta de Paco en el cacharro a todo volumen, tremendo sonido el que consigue el manco con una sola guitarra, si parece la sinfónica de Algeciras. Iba con una cinta de Paco, digo; las luces de la ciudad parpadeaban al fondo y, al pasar por donde Platerías Duran, vi a la Carmelilla. Llevaba una bolsa en la mano y se había recogido el pelo en dos trenzas. Hacía dedo.
—Llévame al Hotel Mónaco. —Mi revólver a la cabeza; mi cuello rígido, el cañón también.
Tenía sabido lo del Flaco Pimienta. Tenía sabido que le habían dado bola, que ya estaba en la calle, pues salió publicado aquel mismo día en el periódico. Lo que no tenía sabido era que el argentino no perdía el tiempo. De eso me enteraría cuando pregunté por tío Paciencias. Entrábamos por Alcalá; entonces la Carmelilla me dio la noticia.
—Se ha marchado con tía Pipota, donde el velorio del Suavecito.
Si he de ser sincero, no me extrañó que al Suavecito le hubiesen dado pasaporte. Lo que no esperaba, si he de seguir sincero, era tanta rapidez. «La muerte lo cura todo. Remedio para todo mal. Para morir no es necesario cumplir más requisito que el de estar vivo. Menos incertidumbre», me dije para mí, mientras conducía con el cañón de un revólver pegado a la sien.
—¿A qué hora es el sepelio?
—Da igual. Para qué. Él ya no estará —y añadió—: No hagas un movimiento en falso que te dejo secado.
Para qué, Carmelilla, me dije. Y la dejé en el Hotel Mónaco y me fui para casa. Tenía pensado pasarme un rato por el Patas; estaba anunciado Bambino y yo necesitaba una copa. Pero el cañón del revólver al cuello me sacó las ganas de cuajo, de copa y de Bambino. Y me fui a dormir. Bueno, lo de dormir es un decir, pues no pude conciliar el sueño hasta la madrugada, cuando el cuchillo de la luz traspasaba ya las funerarias cortinas de mi alcoba. A media tarde me despertaron con la novedad: el Charolito ha muerto; la voz del Brasas al otro lado: «Ya se lo veía venir, su primo, probetico, ayer mismito estuvimos con él, su primo». Desde ese momento, entre la niebla perezosa del sueño, en la cama, con el teléfono aún en la mano, intenté reconstruir mentalmente su imagen; aquel andar pinturero, esa forma de pedir el mundo, como el que pide una cerveza; sus aires de grandeza que le llevaron a alquilar una habitación en el Hotel Mónaco, la misma que utilizaba el rey Alfonso XIII como picadero. «Una habitación conserva algo del espíritu de todos los que por allí pasaron, me maten a mí si miento. —Justificaba el Charolito su fanfarronería en el Café Moka, al aperitivo—. La buena vida no es monopolio de los pudientes. Cualquiera, con dos cojones, se puede chupar una buena vida». Y luego hacía el mismo chiste de siempre, el mismo juego de palabras, la voz bronca, crepuscular, tardía: «La vida es una polla y hay muchas que se chupan una buena vida. ¿Cuántas pollas tuvo que chupar Marilyn Monroe para llegar a ser Marilyn Monroe? ¿Cuántas pollas en toda su puta vida? Algún valiente me contesta a esto, ¿eh?, ¿eh? —Luego pegaba un trago—. Pues muchas, muchas pollas tuvo que chupar Marilyn Monroe para llegar a ser Marilyn Monroe». Todos conteníamos su insolencia, cuando nos provocaba acodado en el mostrador del Moka; todavía no levantaba un palmo del suelo y ya se hacía respetar. Siempre con la actitud de mostrarnos qué cantidad de pelo tenía en los huevos, qué medida tenían sus vergüenzas. Un niño chico con la sonrisa de viejo. La siguiente ronda también la pagaba él. «Muertos de hambre», rumiaba por lo bajo. Y, si un rey fornicaba en tan flexible somier, el Charolito no iba a ser menos. «Faltaría más». Intenté reconstruir los pormenores de sus últimas horas y completar la historia. Le imaginé sin esfuerzo, la noche de autos, mientras intentaba conciliar el sueño, tendido en la cama azul imperio, fumándose un cigarrillo; rosquillas de humo que envuelven el cuarto, y él allí, aguantándose el tipo, con ese arrojo que sólo he visto en los gitanos y ante el cual cualquier otro arrojo se convierte en fingimiento. Hice memoria, una falsa memoria debida a la invención y a algunos hallazgos de sospechosa procedencia, pues todo el mundo parecía dispuesto a contarme lo que sucedió en el momento preciso y fatal de cerrar los ojos. Me dediqué a recoger los pormenores de sus hazañas, busqué las voces y encajé las piezas. Algunos huecos borré debido a la puñetera dificultad de imaginar. También, y si me apuran, limpié algunas sombras; soy sincero, me oscurecían la trama. No pasa nada y, si pasa, pues le saludas, aunque le veas vestido de mujer, con el bolso en molinete, la peluca rubio platino, las botas de tacón alto, calle Hortaleza abajo. El deportivo rojo carmín, abandonado en la plaza de Santa Bárbara, frente a unos urinarios cerrados al público. La luna, cruel y silenciosa, contaminada de esperma y gérmenes sin cuna, que le apunta con su perfil más sangriento. El ceremonial da comienzo; unos ojos con el borde animal le preguntan que si entiende.
—¿Te hace un mamiblú, moreno?
Le sombrea la barba, azulona bajo el maquillaje.
—¿Una chapita?
Su voz en sepia y aguardiente le pinta la solución.
—Sí —dice él, con un guiño.
—¿En tu coche, moreno? —le señala interrogante.
—Sí, en mí coche, rojo carmín.
Y le abre la puerta. Entra con ráfagas de cosmético y mucha purpurina. Él se baja la cremallera, sin compasión; dispone su boca mojada y el Charolito maniobra; un grito ahogado cuando siente el hierro suizo en su cuello barbudo.
—Desnúdate, las botas, la peluca, todo, he dicho todo, y no me pongas nervioso que me ofendo, reina.
Le bailan un poco los tacones; se encuentra algo incómodo; qué se le va a hacer. Es una buena forma de no levantar sospechas. El Charolito se siente mujer, Hortaleza abajo. Bambolea sus caderas, el bolso de plexiglás con mucho aire, la peluca platino centellea en la noche. Advierte una fluctuación en la vejiga y un calor húmedo correrle las medias abajo, resultado ambos dos, vaivén y fluctuación, de los güisquis ingeridos con tío Paciencias, y también de lo otro, que ya perdía su efecto. En definitiva, que se dispone a mutrar el resto entre dos coches aparcados, igual que se lo veía hacer a las gitanitas de Los Focos, cuando nadie miraba. Igual a ellas, agachadiza y espatarrada, pues había que disimular la verdadera identidad. «De lo contrario, estará usted perdida, comadre». Fue una monumental meada, un canto de espumas silbantes y humos calorosos, un orinar desmesurado de tinturas ocres y burbujeos de sifón el que, la noche de autos, inundó la calle Hortaleza. Pero a lo que íbamos, que el Charolito consiguió llegar sano y salvo hasta el Hotel Mónaco. En la puerta, apostados a un lado y a otro, los hermanos Dalton, parejos el uno al anterior y viceversa; aborregados y con ese aire de subnormales que tanto caracteriza a los subnormales; la baba colgante y la boca abierta, llena de moscas por partida doble; los hermanos Dalton que piropean al Charolito, los muy guarros. Esperan lavar la sangre del hermano, que ya está amortajado y con los ojos abiertos a otra vida. Saben que el asesino del Suavecito no anda lejos, y lo saben porque tío Paciencias, que siempre anda listo para binelar, lo ha chamullado mientras les vendía las armas.
—La mejor forma es que sus quedéis cerca del Hotel Mónaco; por allí, tarde o temprano, pasará el argentino. Elemental, hijos. Tiene que ajustar cuentas con el Charolito.
Se convencieron enseguida y, enseguida, se apostaron a la entrada con la ferretería bajo el sobaco, a juzgar por los brazos separados del cuerpo, igual que si estuviesen aquejados de golondrinos.
—Lo único que me queda es el revólver, Charolito. —Tío Paciencias eructa. En su vaso flota un fideo—. Los hermanos Dalton se han llevao las últimas automáticas. Usted se lleva el revólver, es americano, de tambor, nunca se engatilla, usted se lleva el revólver, un Mistangüeso del especial, y yo me quedo con el coche en prenda. ¿Hacemos trato?
El Charolito no le hizo caso. «Usted delira, tío Paciencias, usted delira —le contestó—. No me gustan las pistolas, hacen mucho ruido». «Más ruido hacen los sables, Charolito». Y, en recepción, su mirada se cruza con la mirada del conserje, que no es el mismo de todas las noches; no. Es un tísico picado por la viruela; los puños blancos, cerrados por unos gemelos de rubí que parecen dos gotas de sangre; el aliento espeso, templado de güisqui escocés. Se trata de uno al que llaman Johnnie Walker que le arroja la llave de la habitación número 20. «No le ha reconocido, comadre —le dice la voz interior con guasa—. No obstante, tenga usted cuidado, comadre, pues en el salón de entrada hay otro hombre del Flaco Pimienta. Está sentado en el sillón que hace esquina, junto a la pantalla de luz; los pies sobre la mesita de mármol sonrosado, culpa de los reflejos de neón de ese reclamo que anuncia la cafetería con una flecha. Se esconde tras un periódico; lo lee del revés, pero eso a usted le tiene que dar lo mismo, comadre, usted no se fija en estos detalles. Lo que le ha sorprendido han sido sus brazos, largos hasta el insulto. Sin lugar a dudas, son los brazos de ese al que llaman el Pulpo. Su especialidad es el homicidio por asfixia. Para ello se sirve de una almohada, de una corbata, del cordón de sus zapatos o de lo primero que tenga más a mano. Pero tampoco le ha reconocido, comadre. Bueno, eso es lo que piensa la maldita voz interior, comadre, pues verá: en cuanto usted desaparezca, el Johnnie Walker llamará por teléfono a su jefe, que no anda lejos. Usted cree que no la han visto y eso la pondrá más nerviosa allí dentro, comadre, en la habitación número 20, con todo apagado»; y la cicatriz del recuerdo que se abre y en ella vuelve a aparecer Dolores Laredo con el rostro hinchado, los ojos como dos rayajos, la mitad del cuerpo desnudo; desgarrada se lo suelta: «¿Le quieres joder bien?».
El mira asombrado su expresión, se pregunta por qué los labios fruncidos de una puta se abren de esa forma. Ella santea todo lo que sabe y más; tendida sobre esa misma cama, amoratada de cardenales, con la rabia contenida en la garganta; la hinchazón que llega hasta las orejas. «Le quieres joder bien —entre sollozos—, pues jódele bien y luego mátale. Pero primero jódele de lo lindo. Y después mátale. Mátale bien porque como se quede con vida… —Y sus labios, macerados de violencia, emiten el suspenso, para dejarlo caer después, con todo su peso—: Como le dejes con vida, el que no lo contará serás tú». Y la idea de un golpe fue abriéndose paso en el magín del Charolito, valga la comparación, al igual que la querencia de una bestia va abriéndose paso en su cerebro animal en el transcurso de la lidia. «Mátale bien porque como le dejes con vida…». Y, en el suspenso, enciende la luz de la mesilla por tantísima vez. «Tiene que dormir los nervios, compadre», le dice esa puñetera voz interior, ahora en serio. Y apaga la luz por santísima culpa. En su almohada, las sombras son fantasmas y todos los ruidos suenan a sospecha. Cuando intenta contar ovejas, para así conciliar el sueño, éstas no aparecen y, en la soledad poblada de fantasmas azul imperio, un interrogante le balea el estómago: «¿Por qué no se larga usted ya, compadre?». Y el tartamudeo de la Thompson que se cuela en el silencio de la respuesta. Y otra vez, el Suavecito al disparador. «Y hay que darse prisa, puñetas. Y hay que darse prisa, antes de que venga el enlace y que haiga que gastar más balas». La cocaína se distribuía mediante una flota de camiones para carne en tránsito. Venía desde el norte, desde Galicia. Hasta allí llegaba en el casco de un yate bautizado como El León, procedente del Caribe y que anclaba en Villa García. El trato se realizaba en la capital, en un piso alquilado por el Flaco Pimienta encima de una taberna del centro, un antiguo local con el mostrador de aluminio, revestido con azulejos portugueses y salteado de espejos caídos, dos plantas y veladores de mármol, con sus gatos castizos y sus rastros de azucarillo; vermús al mediodía y música rancia e importante a la noche. La taberna en cuestión, que se llama Viva Madrid, es lo de menos y sólo la citaremos para poder ubicarnos. Bien, pues al principio, Flaco Pimienta esperaba en el citado recinto, bebía agua del Perrier y, paciente, esperaba a que dos de sus mejores hombres, arriba, realizasen la operación. «Che, pibe, sin problemas». Los del enlace traían la mercancía por carretera y eran gente de palabra. Nunca dieron apuros. «Todo a pedir de boca, jefe». «Llevaba más de seis meses con el chollo —le dice ella; sus labios con una rosa bordada en hilo de sangre y mentira—. Seis meses, más o menos y es entonces —le cuenta—, es entonces, cuando el marica capón deja de asistir de cerca. Y es entonces cuando se confía. "Che, pibe, no hay moros en la costa, no es preciso que pierda la plata de mi tiempo, boludos." Así pues, el día, o la noche, que se iba a hacer el negocio —cuenta ella—, los hombres del argentino llegaban con el maletín a rebosar de billetes hasta la habitación alquilada, encima del Viva Madrid». Le explica que se echan en la cama confiados, pues es trabajo de poca chicha. Y así hojean el periódico, cocinan o se la machacan, según les dé; pero hasta que no esté el trato hecho no pueden salir a la calle. Es una orden. También es una orden contactar con su jefe, vía telefónica, cada cierto tiempo. «Nunca saben la hora exacta del enlace, no saben cuándo va a aparecer», le dice ella. El escuchaba atento. «¿Cuánto puede haber?», pregunta verriondo. «Bastante, Charolito, lo suficiente para huir a un país extranjero, comprar dos muertos y colgarles nuestros nombres», le contesta ella; la cara ablandada a golpes.
El Charolito entendió todo. De modo que le compró la Thompson a tío Paciencias y convenció al imbécil del Suavecito para que la disparase contra dos tipos a los que no conocía. Cuando aparecieron los del enlace, se armó la marimorena, pues se encontraron con el pastel, un cuadro abstracto de sangre y moscas: los ojos vidriados del Lombrices, su pecho cuajado de metralla, los pantalones por la rodilla, las vergüenzas al aire, el culo sin limpiar y con los excrementos pegados a las carnes. «El último acto de su puta vida fue el de cagar», pensó para sí el del enlace.
Mientras, el Flaco Pimienta, nervioso, pita que te pita un cigarrillo tras otro a la que recorre su garito de la calle San Mateo, una estancia de tapetes verdes, botellones y roscos de humo. Un sótano con naipes del modelo 818, rachas marcadas por saltos de sierra, faroles, puñaladas, envites y ruletas rusas que a más de uno desarmaron. Lleva dos horas sin saber nada de los suyos y está preocupado, no lo puede ocultar. Tampoco quiere. Para qué. Y malévolo, el Flaco imagina que sus propios hombres le han hecho la faena. Desconoce los últimos detalles. No sabe aún que el Muñecote ya tiene los pies fríos, la cabeza agujereada como un cesto. Tampoco sabe la indecorosa postura que se gasta el Lombrices, sobre el terrazo de la cocina, desnudo de cintura para abajo, muerto ya. «Un golpe maestro, boludos, no hay sitio en este cambalache donde puedan esconderse, ¿me oíste bien, Lombrices?, ¿y vos, Muñecote? —blasfemaba en alto, sobreactuado, así, de estas formas o maneras—, vos sabés —para que los demás, allí presentes, respetasen las reglas del juego—. ¿Qué te creías de mi juego, viste?». El Flaco Pimienta intentó comunicar con ellos en un par de ocasiones pero sus móviles, según operadora, estaban fuera de juego. La boca empieza a ponérsele seca y los estribos que se le van al Flaco, y los tiempos que también, «oíste».
Cuando suena el teléfono, allá en la chirlata, casi se le cae de las manos. Eran los del enlace con la noticia. En un principio, ofuscado por lo que le habían dicho, creyó que había sido una trampa tendida por el mismo enlace, al otro lado del aparato. Una elegante forma de irse de gratis, «vos entendés», pero dando la cara. «Ha sucedido algo terrible, tus hombres están muertos». El Flaco pregunta por la plata. «¿Qué maletín? aquí no hay ningún maletín, Flaco. ¿Ahora sospechas de nosotros?». Y el Flaco Pimienta que monta en cólera, «¿vos te creés que soy sonso o qué? —La bilis se le revuelve y su cara amarillea—. ¿Quién más conocía el asunto? ¿Quién?». La siguiente llamada le respondería la pregunta.
Al aparato, la voz mojada de una mujer le cuenta lo sucedido. «Ha sido el Charolito —le dice—, un gitanito con los ojos embusteros y capaz de todo». «¿El Charolito? ¿Que fue el Charolito? ¿Y quién carajo es ese valiente que se atreve a llegar tan alto? Decíme, ¿quién? ¿Por qué lo santeaste, gran refregada, mina de todos? ¿Que estabas secuestrada? ¿Vos me decís que estabas secuestrada? Y ahora, ¿dónde está el hombrecito? ¿Que viene para acá? Che pebeta, mirá que conmigo no se juega, ¿viste? ¿Quién mierda es ese Charolito? ¿Quién es?», se preguntaba el argentino mientras disponía a sus mejores hombres contra la noche, los cañones humeantes, los gatillos suaves. «¿Quién? ¿Quién dispara así?, ¿quién? Y vos, pelotudo, ¿qué me decís de los de la ley? No me volvás loco ¿Quién? ¿Que vienen hacia acá? ¿Los de la ley?». El Flaco camina esposado, las manos a la espalda y dureza en el rostro, atravesando el tumulto de caras que contempla el espectáculo, como si de una verbena se tratase. Es entonces cuando le distingue y se le vuelve a la cabeza. Cae en cuenta al instante, la viveza criolla de sus ojos, la cara gatuna, el cabello relamido. Noche de luna fecunda, una quinta de tres cuartos de manzana, en Colmenar. El Flaco Pimienta es un recién llegado que extraña su hogar y que se lía con un ganadero navarro cuyo nombre no importa ahora. «Así que vos sos el Charolito. Bueno, estás muerto», desafiante se lo dice con la pupila envenenada; las manos a la espalda, el cañón de una pistola empujándole el paso. «Así que vos sos el Charolito. Encantado entonces, pibe». El Flaco Pimienta tiene habilidad natural para reconocer a las personas por su fisonomía y aquella cara gitana era de las que no se despintan, a pesar de todo el tiempo pasado de por medio, «viste». La misma jeta dibujada al fondo, contra toda esa gente abonada a la tragedia, boquiabiertos y con ganas de sangre y jaleo, como manda tradición ibérica. «¿No te llevaste demasiado ya, pibe?». Su primer y único encuentro lo tienen hace años, y el asunto es tan escabroso que bien merece una digresión, en la cual me incluyo, pues aunque no hice las presentaciones estuve envuelto en ello de forma indirecta. Verán: cuando conocí al Charolito, éste andaba entonces por los trece años, la pelusilla borrosa en el labio y perversas intenciones rondándole el magín, allá en San Blas. Le había pillado de sorpresa, en el momento justo de levantarme una rueda del coche que, por aquel entonces, yo manejaba. Un Peugeot de segunda mano, comprado en Alemania a precio puta. No era gran coche, pero a mí me hacía el avío. «No robes ruedas, chaval, roba coches enteros», le sugerí. En su mirada, un destello, una rara mezcla de atracción y rechazo, un cóctel que, soy sincero, me provocó respeto; una muralla levantada entre él y el mundo; invisible y difícil de superar. Tendría trece años, pero aparentaba algunos más; el gato entre las manos, las tuercas ya en el suelo, sus dedos manchados de aceite que se limpia con pulcritud en un pañuelito empapado de colonia. La vida, una vieja puta que es diestra en novelar este tipo de historias, me lo puso allí, con la mierda al cuello, al centro del anillo, sin más defensa que la astucia entre todos aquellos escombros, olores de orín e hipodérmicas calientes; termómetros que suben como la fiebre y llegan a un grado de adulteración que se sabe mortal. «Roba coches enteros, chaval, no me jodas; roba coches enteros», le advertí. Y así hizo. El primero fue el mío.
Pero ciñámonos al asunto. Tengo dicho que yo trabajaba en unos estudios de grabación que quedan por San Blas y, tengo dicho también, que me acercaba hasta Los Focos a por encargos que me hacían los músicos. Desde la pecera y con la quijada rechinosa imperaban: «Un mogra de beda, compadre y otro de jamaro pa compensar». Y con los dineros exactos atravesaba desechos industriales, escombreras, poesía y carne corrompida. Así hacía hasta llegar donde tío Paciencias, uno de los patriarcas que binelaba en la zona. Luego le trasladarían a él y a su parienta, tía Pipota, a La Rosilla, por un plan trazado en los despachos y denominado Realojo para la Población Marginal. Pero vamos al gramo, es decir, al grano. Fueron tantas las veces que llamé a su puerta blindada que, al final, me sentía allí dentro como en mi propia casa. «¿Hace un güisquito con gaseosa?», preguntaba tío Paciencias nada más entrar. Nos sentábamos a la mesa y, con unos eructos muy ricos en tonos medios, me contaba que el Charolito se venía con coches cada vez más vacilones al poblado. «Lo que le van a este cuarterón las baladronadas —y otro eructo—. No hay nada como La Casera pa liviar el flato, digo». Los robaba por la noche y los traía a la mañana siguiente hasta el barrial, donde se los binelaba al patriarca. Me pregunté, sobre la mesa castigada de quemaduras, qué es lo que haría con ellos, qué haría con los coches en ese tiempo transcurrido; ese tiempo que hay entre el momento de robarlos y el momento de venderlos. Entonces, sin esfuerzo, le pude ver de nuevas, con esa chulería que le caracterizaba, sentado frente a tío Paciencias, tal vez en el mismo sitio que ocupaba yo en esos momentos. Y el patriarca, como si hubiese escuchado en mi interior, me despejó la incógnita: «Las noches de luna llena, se va hasta algún corral de Salamanca, o del sur si le da el barrunto, aunque últimamente va mucho a Colmenar». Imaginé, entonces, a aquel chaval empapado de noche y desnudo; el capote de brega abierto, la estampa lúbrica y correosa a la luz de una luna fecunda. Así fue tal y como se me vino a las mientes, en cueros y con el perfil crispado por las ganas de pegar una tanda de pases a cualquiera de aquellos toros que dormían. «A veces llega hasta Portugal, donde dicen que el ganado es chipén». El Charolito saca a un toro bravo de su sueño animal. Le corre un poco con el capote, para ver por qué cuerno se tira. El cuerno maestro, que dicen, y que el Charolito busca con gesto lento, pasándole el trapo por delante del hocico que ya tiene rebaba. El bicho entra fugaz. Es un momento escaso, pero que la memoria retiene eternamente, convirtiéndolo en obra imperecedera. Luego vienen los naturales silenciosos, a la luz de la luna; los de pecho ligados, arrimándose mucho, rozándose las pieles; una sensación, un relámpago en su espinazo que le altera los genitales y que le sube la temperatura y la imaginación hasta el ombligo.
«Después viene hasta aquí con el berda. Tiene mucho gusto ese chiquillo. —También me explicó tío Paciencias que no iba solo—: La mayoría de las veces se deja acompañar por el Suavecito, que se queda en el coche vigilante». Y él, desnudo ya, salta la valla del corral y cita. Si hay peligro, el centinela avisará con unos bocinazos. Sin embargo, una noche de ésas, allá en la Venta de Colmenar, la cosa se complica. Al Suavecito no le da tiempo de avisar. Cuando se encienden las luces de la Venta, tres hombres están ya encima de él. «Le hemos cogido, jefe», dijo el que parecía más ganso. El encargado de cuidar los toros, argentino él, airoso, vestido de blanco y a lomos de un caballo negro, hace acto de presencia. Es buen jinete, de los de fina estampa, que monta la silla como un gaucho de las llanuras. Las botas de cuero engrasadas, las espuelas de plata y un fino bigotito que perfila su boca de labios hinchados, igual que la vagina de una perra en celo. Él, flaco y bronceado, con un color de invernadero y sesiones de vapor húmedo, de esas que relajan el cutis, flaco y bronceado, se apea del caballo:
«Che, pibe, ¿te gusta torear? —El Charolito no le ha podido ver todavía, una linterna directa a sus ojos le ciega—. ¿Qué te pasa pibe, te gusta el toreo? ¿Cuando seas grande querés ser matador o preferís ser toro? ¿Eh?». Siente las manos gordas bajo los sobacos desnudos, haciéndole presión para que no escape. Huelen a sudor, a polvo de camino, a estiércol y a vino dulzón de la cuba. Son los mozos que hacen el trabajo sucio. Babeantes le dan la vuelta, le giran a gusto del jefe, ya dispuesto para ejecutar castigo; la fusta empuñada con saña, los ojos fijos en los glúteos desnudos del Charolito, que gira su cuello y le ve acercarse con los andares distinguidos; el traje impecable y el fino bigote sonriéndole los labios de perra. Con la fusta, atiza una y otra vez hasta despellejarle el trasero, surcándoselo de golpes, de estallidos que resuenan en la noche.
«Te voy a marcar, pibe, como a un toro, ¿oíste? Igual que a un toro, ¿oíste?», interroga el julandrón con su acento argentino.
Luego se baja la cremallera, el Charolito no lo puede ver, pero sí escuchar; el cierre que se abre y que amenaza con el escarmiento. «Che, pibe, te lo voy a romper». Y el Charolito que desfallece, que se quiere morir.
«Todavía no, compadre, aún no. Saque fuerzas de flaqueza, compadre, apriete el culo —le dice esa voz interior. Y así hace el Charolito, como si con ello se le fuese la vida—. Es una cuestión de honor el no ponerse de rodillas, el no mostrar cobardía, compadre; hay un honor entre putas y hay un honor entre toreros, lo que cambia es la profesión». El argentino no puede hundir el estoque, siente que se rompe por la punta y que se afloja. Choca con un muro que le parece de cemento. Suda, lo intenta de nuevo, frota sus manos con grasa de las botas y unta con ella la punzada. «Pero ni con ésas, me cago». La estocada larga y venosa, circuncidada y brillante de grasa animal, que no encuentra la cuna. Entonces, avergonzado y con el rubor sonrojándole las orejas, esconde el prepucio y les ordena que se lo sujeten bien, que no tarda, y con muy mala leche advierte que si se les escapa, habrá represalias: «Que no se les mueva, vos sabés. —Muy estirado impera a los mozos, que llevan la cara encogida de morbidez, resultado de la escena a la que han asistido—. Que no se les escape, ¿oíste?».
Asienten. Y con el intruso por los sobacos, esperan a que el Flaco Pimienta suba al caballo negro y desaparezca.
«Vamos a intentarlo nosotros, no se dará cuenta el jefe», le dice uno al otro. Fue la primera vez que oyó su nombre, por boca del más ganso: el Flaco Pimienta. Ya no se le olvidaría nunca. Tampoco al Suavecito, que me lo contó todo en el Candela a cambio de unas cervezas.
—Llevábamos tentándolos desde hacía tres noches.
—Y tú, ¿qué hacías mientras?
—Me quedé agazapado, detrás del pilón. Se muera papa, que si me descubrían, correría la misma suerte.
—Ya.
Se me olvidó preguntarle si alguien más conocía este detalle, pero imaginé que sí, imaginé que para el Suavecito y su lengua desatada no existirían fronteras. También imaginé que el Charolito quiso comprar su silencio, pero eso fue difícil. Sólo había una forma: sacrificándole, mandándole al cortijo de los ausentes. Entonces, el Charolito, con esa paciencia milenaria de la que hacen gala sus pelos genitales, el Charolito espera a que llegue la ocasión. Y la ocasión llega en forma de mujer. «Le quieres joder bien —entre sollozos—, pues jódele bien». Y de esta forma, la semilla de un buen golpe germinará en terreno abonado.
«Usted sólo tiene que apretar el gatillo, como en las películas». Y el Charolito esperó en el rellano a que pasase la traca, fumándose un cigarrillo del Winston, saboreándolo con la misma pasión con la que se saborea el postre frío de la venganza. Cuando hubo pasado la fusilería, se sorprendió, pues el subnormal del Suavecito no tenía un puñetero rasguño. El dedo de Satanás había señalado su suerte.
«Suavecito, agua. Antes de que vengan». Y tomaron las de martillado por la calle Echegaray abajo, donde pararon un taxi.
Ella estaba esperándole, sobre la cama azul imperio, todavía con marcas en la cara, los ojos hinchados de los golpes que él le había propinado, hacía tan sólo una semana.
«Ha salido a pedir de boca, sirena», dice en cuanto entra en la habitación número 20 del Hotel Mónaco. Se pega una ducha, se cambia de ropa y sale a la noche; la navaja suiza que unta con ajo; preparada para degollar al Flaco Pimienta. El toro va, el torero espera. «Usted va, compadre, pero el Flaco Pimienta no le espera. El que ataca tiene que descubrirse y el contraataque sólo tiene éxito si es tan rápido como el ataque, y por esto último no se preocupe, compadre, pues el argentino todavía no está a la defensiva, todavía no ha asimilado la primera cornada. Acaba de perder a dos de sus mejores hombres, compadre. Y mucho dinero». Con la inteligencia feroz y rápida de un miura, sale a la calle, y es al llegar a San Mateo cuando se encuentra con que la policía le ha tomado la delantera. Las calles son un herradero, un cuadro ruidoso, polvoriento y desordenado, una confusa reunión de policías y ladrones; el Flaco Pimienta detenido, las manos a la espalda, la figura compuesta a pesar del aparatoso momento, el sombrero ladeado y la pupila que le perfora. «Che, pibe, estás muerto». «Algo no marcha —se dice cuando el argentino le reconoce—. Algo no marcha aquí». Y se le viene a la cabeza la imagen de Dolores Laredo y se acuerda de los jurdós, dentro del maletín negro, bajo la cama y a la buena ventura. Tiene una premonición y corre hasta el Hotel Mónaco. Se lo temía. «Esos labios fruncidos de puta le han hecho la perla, compadre». Ella ha escapado. «Se marchó hace un momento —le dicen en recepción—, llevaba un maletín negro y parecía tener mucha prisa». El Charolito sale a la calle y maldice su suerte. «Zorra». Sólo queda la resignación como protesta. Y aunque sale a toda prisa, sin rumbo fijo, calle Barbieri abajo, hasta Infantas y después Alcalá, aunque corriese como un condenado por Recoletos, perdería su pista de nuevo. «Igual a la otra tarde, en los toros, cuando usted iba en el taxi, compadre —le dice esa voz interior, fatigada por la carrera—. Pero no se preocupe, esta vida es igual a un redondel, compadre, siempre volvemos al mismo sitio que estábamos cuando decidimos girar, como sucede en las mejores faenas. Ya se la pondrá la vida delante algún día, compadre». Y así fue, el pronóstico se cumple a un año escaso. La sombra de Dolores Laredo aparece, va de la mano de uno que viste un chándal oficial; surge con la primera ola de calor del verano, de aquel verano que en el poblado todos recordarán como el verano de los zombis.
Se le llamaba así, con guasa, el verano de los zombis, debido a ese ir y venir de cadáveres andantes, temerarios y con poco aprecio a la vida, que atravesaban la Emecuarenta con los ojos fuera de las órbitas; huesudos, sedientos de gota amarga, legiones famélicas que cruzan la autopista sin mirar antes a los lados. La escasez de jamaro, provocada por la operación bautizada en círculos ministeriales como Operación Medio Kilo, llevaba a los consumidores a tales extremos. De estas formas, decenas de zombis traspasaban el cerco policial, verdaderos suicidas que vendían a su puta madre por una dosis; muertos en vida que provocaron un buen número de accidentes. Bien, pues en aquel tiempo apareció Dolores Laredo en el poblado; la sonrisa desdentada, los brazos surcados por un camino que nunca llevaba a Roma, la piel blanca, transparente y mortecina. Y el Charolito con la navaja suiza en la mano y la intención de despellejarle hasta que asomen sus huesos rancios. «Zorra». Y la voz interior, tan oportuna: «Pero no se apure, compadre, la vida es una vieja puta que ya se ha ocupado de tomarse la revancha, ahorrándole el trabajo». Labor hecha, bien acabada, con el remate lento de un bacilo infeccioso y mortal en el macarrón de sus venas.
El cigarrillo del Winston en los labios y un recuerdo que le llega hasta el ombligo. No puede dormir, no hay quien conciba el sueño con tal desasosiego; las sábanas empapadas de sudor, el magín subido de revoluciones. Enciende la tulipa otra vez y se levanta de la cama azul imperio. El torso desnudo, lúbrico, obsceno de lujuriante fronda; y en la mesilla, una bolsa con algo de beda que desparrama y que hace montoncitos; la navaja que pica, dándole al silencio un doble sentido que le envuelve y que le alerta, pues en él escucha unos pasos que se acercan desde el corredor hasta la habitación. Y le asalta la idea de un nuevo peligro. Apaga la luz. «Este Flaco Pimienta es marrajo, compadre, no es bravo, como usted. Es un reservón imprevisible en sus derrotes. Nunca dará la cara hasta que no le tenga aplomao, pues los papeles se han invertido, compadre». Y le vuelve a la cabeza aquella noche sin fecha, en Colmenar; el Charolito desnudo y el Flaco Pimienta que interroga: «¿Cuando seas grande querés ser matador o preferís ser toro?». Y otra vez la maldita voz interior: «La sabiduría del bicho, compadre, consiste en la memoria que se tiene de las experiencias y, de una experiencia tan personal, tan suya, compadre, como la que usted tuvo la noche esa, pues la memoria se localiza en el culo». Y la memoria duele, y por culpa de ese dolor el Charolito nunca más volverá a ponerse delante de un toro.
A oscuras esnifa, traga y después ríe para sus adentros, en silencio, pero con esa intensidad del que se sabe cubierto de cicatrices, del que todo ha perdido menos la risa. Y con esa seguridad que no oscila nunca, que nunca tiene momentos bajos, el Charolito vuelve a ponerse la peluca rubio platino. Pasa la lengua por la hoja de la navaja y va hacia la puerta. «Ha llegado el momento de la jurisdicción, compadre. ¿Será con el Johnnie Walker?, ¿con el Pulpo?, o, tal vez, será con Pajarraco. No, compadre, no. No puede ser Pajarraco, son pasos suaves los que hay detrás». Llaman con los nudillos. El Charolito tira del pomo de la puerta hacia él, con delicadeza. Rechinan las bisagras. Aprieta la navaja suiza en su mano sudorosa y espera a que llegue el momento. Un hilo de luz que traspasa y que hace la penumbra menos penumbra, allí, en la habitación número 20 del Hotel Mónaco. Quien sea no se decide a entrar todavía. Abre un poco más la puerta. «Venga coño, preséntate de una puta vez». Y, por fin, quien sea se decide y entra.
El Charolito se tira al bulto y, antes de meter la primera puñalada, descubre el error.
—Carmelilla, Carmelilla, ¿qué diablos haces aquí?
Enciende la tulipa de la mesilla y la Carmelilla, con un nudo en la garganta, asombrada por verle con ese tocado rubio platino, hecho una marica, va y le cuenta que ha llegado hasta allí para traerle algo de jurdós y un revólver. El Charolito se acerca a la mesilla, espolvoreada de cocaína. Y coge un cigarrillo que moja con la lengua y que luego pasa por el polvo. Lo enciende y un aroma a almíbar tostado llena la habitación.
«La cocaína bien cocinada es uno de los productos venenosos que, en estos tiempos, han conseguido un grado mayor de perfección», apunta, resabiada, la voz interior. El Charolito conoce el placer de saborearla y el placer de contener el humo caliente; esa entonación en el cuerpo; el cielo del paladar anestesiado con la primera calada, y la nuez que se mueve de forma compulsiva.
—¿Cómo que se te ha ocurrido venir?
Ella no contesta, le mira con sus ojos de almendra amarga; la faldita corta, por encima de las rodillas manchadas de mercromina; el pelo recogido en dos trenzas. «Ya estás hecha una mujer, Carmelilla». Se pasa la lengua por los labios a la par que intuye la repentina inocencia que ella podría prestarle. El Charolito coge el revólver y lo deja sobre la cama; luego vacía la bolsa, los billetes revolotean como mariposas de alas descoloridas, viejos, manoseados, desprendiéndose de ellos un olor que le cautiva.
—Hay medio millón —apunta la Carmelilla.
El Charolito enciende otro cigarrillo, el torso lúbrico, perlado de sudor, la boca dormida, la cabeza acelerada; aún no se ha quitado la peluca.
—¿De dónde lo sacaste?
Y ella explica que aprovechó la salida de tío Paciencias y de tía Pipota a la casa del Suavecito para ir a velarle de nuevas; le explica que se dio prisa y que, con ayuda de un cuchillo de cocina, rajó el colchón de tío Paciencias, pues ella sabía que allí se guardaban algo de jurdós. Luego salió y desenterró la lata de galletas, escondida en el solar, bajo una cañería ciega. Dentro de la caja estaba el revólver con las municiones.
—Sabes que las armas de fuego no me gustan, Carmelilla.
—No me riñas, Charolito. ¿Qué te pasa, es que no me quieres, acaso?
Él hace como si no la hubiese escuchado y responde con otra pregunta.
—Carmelilla, dime, cuando has entrado, ¿había alguien en receción?
—Un hombre flaco, de traje; tenía la cara de tísico y echaba buena peste a alcohol, el muy borracho.
—Y sentado, en el recibidor, ¿te has fijado si había un hombre con un periódico abierto?
—Eso no lo sé. Lo que te puedo decir es que he visto a los Dalton, en la puerta. ¿Sabes, Charolito?, me dan asco; parecen obsesos, la forma que tienen de mirarme, como si me buscasen los adentros. Me quedo cortada, juro.
Se desprende de la peluca, que tira al descuido y hace una intencionada seña a la Carmelilla; sentado sobre la cama azul celeste, le deja sitio y coge su mano. Entrelazan los dedos. Ella siente el calor que todo él exhala y le mira como si esperase una respuesta.
—Emilio Mostaza está preocupado, ¿sabes, Carmelilla? —empieza a inventar el Charolito. Inventa que camina por las calles del barrio de Salamanca y que va algo aturdido. Inventa que no ha pegado ojo en toda la noche y una sombra de barba acentúa su cansancio.
—¿Le trincarán?
—Ten paciencia, Carmelilla, ten paciencia, pues ahora llega lo mejor.
Ella le mira excitada, «cuenta Charolito, cuenta va, cuéntame». Y el Charolito cuenta que Emilio Mostaza se metió en un bar, llevado por la noticia que daban por televisión en esos momentos.
—«Una tila con agua de azahar», pide Emilio en la barra. El camarero, un hombre repeinado y pálido, se pone manos a la obra y Emilio Mostaza escucha atento, los ojos fijos en la pantalla, el volumen a tope. El vello se le pone de escarpia en cuanto aparece el comisario que lleva el caso, Carmelilla. Está sentado en una mesa, toda ella rodeada de micrófonos. Tiene un defecto en la voz, el comisario es gangoso, parece un chiste, Carmelilla, pero es cosa seria. No pueden desvelar todavía el nombre del miserable asesino, aunque las pesquisas realizadas han dado sus frutos, vamos, que han sido fructíferas, Carmelilla. Un reportero le pregunta que cuál ha sido la pista seguida y el comisario, con esa imperfección en el habla, le contesta que, además de la estimable ayuda de la ciudadanía, una de las pistas más precisas ha sido un diente de ajo encontrado en el asiento del conductor. Entonces, Emilio Mostaza, acodado en la barra, cree morirse. Cuando el camarero le sirve la tila con agua de azahar, Emilio Mostaza ha desaparecido.
—¿Dónde fue Emilio?
—Tranquila, Carmelilla, tranquila —y acaricia sus muslos de pan reciente.
Ella experimenta un calor húmedo entre las piernas, un ardor que le recorre el vientre y que agita el pecho. Es algo parecido a lo que siente cuando se abraza a la barandilla de la escalera y baja por ella, a toda velocidad hasta el portal, la Carmelilla. «Es sólo un juego, pero, a partir de ahora, hay que andarse al loro, mi niña, pues la trampa está tendida». —Emilio Mostaza camina indigno, sobre él va el calor de la ciudad —la boca del Charolito pegada en su oreja—. Hace calor, mi niña, mucho calor. —Su dedo toca los pechos, demasiado grandes para la palma de su mano; demasiado grandes para su recién conquistado cuerpo de mujer. «Una calidad de piel que habría que patentar, compadre», le suelta la voz interior—. No es verano todavía, pero da igual, es Madrid y hace mucho calor. Desde muy pronto, las piscinas públicas han abierto sus puertas a una porosa legión de niños sin sus madres, mutilados de guerra con muñones al sol, viudas de militares, jubilados con incontinencia y un etcétera de carne que desborda los principios matemáticos, Carmelilla. —Se aproxima; un perfume íntimo llega en ráfagas hasta su tabique de platino—. Y, como no podía ser menos, Carmelilla, las piscinas particulares se han llenado con urgencia. «Pascual, que hay que limpiar la piscina, ya ha llegado el verano». Es la señora de la casa, Carmelilla, que necesita refrescarse los bajos, sofocados por el ocio.
Una incontinencia que bate su interior, un temblor de ingles cuando acerca la punta de la lengua. Las cejas, dos crespones negros que se arquean cuando humedece su punto de sal, ese grano de locura que ella se acaricia por las noches con un tacto febril, secreto y afectuoso, y que acelera los latidos de la sangre, de los pulsos; de una muerte cercana. Y siente penetrar un poco, acariciar la piel tensa, tirante, como fina seda de tambor, que guarda y esconde un tesoro intacto. Se agita y suspira, la Carmelilla; los ojos revueltos de agua, las pupilas brillantes, la risa ciega, mordida con una urgencia biológica.
—Y Pascual que suda la gota gorda con el cepillo de raíces, allí donde cubre, en lo más hondo. Pero dejemos a Pascual con la labor, que luego tiene que ponerse con la cubertería de plata, y recorramos las calles más sombreadas de la ciudad, Carmelilla, calles que Emilio Mostaza recorre con nosotros. —Ella siente la influencia, el aliento espeso que cosquillea por su oreja. Cierra los ojos y los dedos morenos del Charolito retiran con precisión la goma elástica que atrapa la ingle—. Emilio Mostaza sigue su camino. No se decide. No sabe lo que hacer, Carmelilla.
Con el fuego por dentro, la piel caliente sobre los billetes gastados, se revuelcan sin pudor en lo más alto de la deshecha cama. Él se hunde; con un golpe certero penetra su cuerpo recién hecho, afectuoso y horneado, inocente y culpable a la par. Ella le recibe, siente su punzada y su respiración, cada vez más rápida, más sonora.
—Allí tenemos a los de las tiendas de electrodomésticos, Carmelilla, mírales —la voz áspera del Charolito, entonada con un sabor a ritual de combate—. Mírales, a mediados de mayo, se hacen el agosto. «¡Ocasión, aire acondicionado! Pingüinos a precio de fábrica. ¡Aprovéchese de nuestras ofertas! Tenemos ventiladores de dos velocidades. También hemos pensao en las economías modestas». «Qué detalle, Manolo, si hasta regalan una cámara de afotos. Todo a pagar en cómodos plazos». «Pase que no molesta». Pero Emilio Mostaza continúa ensimismado, Carmelilla, al borde de la pájara; no se molesta en pasar y camina por las calles de un Madrid impropio. Una ola de calor había llegado, procedente del norte de África, hasta la capital, decían expertos por televisión. Los más beatos imploraban de carrerilla al santoral, para que obrase con un milagro. «Que llueva, que llueva, la virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, las nubes se levantan. Que sí, que no, que caiga un chaparrón, con azúcar y turrón», jugaban las niñas en las aceras, a la salida de clase. Los atardeceres son de fuego rojo y las más mayores juegan a otras cosas al fresco de los portales. «Me hace muchas cosquillas deslizarme por la barandilla», se dicen en bajito, a la sombra, ajenas a lipotimias, insolaciones y a una transpiración pestilente que ronda las camisas, las oficinas y los cines. Las sábanas y los transportes públicos tampoco se libran de la ronda, Carmelilla.
El Charolito, educado en la espera de la oportunidad, pone en marcha los húmedos resortes de su sabiduría en esa cálida entrepierna, que se enciende de nuevo, culpable de pecado, sucia y con memoria de gustos recientes.
—Mira y aprende —le dice uno de los hermanos Dalton a otro—, mira y aprende, brother. —Allí escondidos los gemelos, en el patio interior; la vidriera entreabierta, las cortinas que no cubren el espejo de la cabecera y que reproduce los cuerpos sudorosos, abrazados; una morbidez que les ha llevado a tomar esa incómoda posición, vigilantes, con la baba suspendida, allí en el patio interior.
—Emilio Mostaza ve un coche patrulla aparcado en la acera sombreada, se siente culpable. Y, a la rabiosa luz madrileña del mediodía, se evidencia el sembrado de patatas que cultivan las orejas de uno de la pestañí.
La Carmelilla ríe, su Charolito es un guasón y aprovecha lo más mínimo para poner en ridículo a los polis.
—«Sácate la cera, guarro, que oirás mejor». «Para lo que hay que oír», le contesta un policía a otro. «Oye, vamos a parar a ese tipo, parece sospechoso». «Yo contigo no voy a ningún sitio hasta que no te laves la oreja.» «Pa lo que hay que oír», le responde el otro. Están de ronda y razón tiene el que ha contestado así; pues aunque es policía y no tiene tiempo para saber más, sabe que el gremio de los pinchadiscos se caracteriza por mantener una pelea a muerte contra la originalidad, Carmelilla. Motivo por el cual, la canción «Ojalá que llueva café en el campo», de un fulano de cuyo nombre no guardaba memoria Emilio Mostaza, fuese, por aquel tiempo, la canción más sonada en las emisoras, en los bailongos y en los atascos de la Castellana.
La Carmelilla tararea la canción. Y el Charolito con los dedos morenos que atrapan la punta de sus pechos, endurecida, semejante a las gomas de borrar que traen los lapiceros.
—Y para más inri, Carmelilla, nuestro amigo está al corte de una lipotimia; cree ver, recién salido de una barbería, a ese hombre elegantón cuyo mirar le ha sobresaltado la noche pasada. Viste igual, de capa y chistera, a pesar del calor, Carmelilla. «¿Será una alucinación, producto de la vigilia?», se pregunta nuestro amigo con las piernas flojas, tan flojas, Carmelilla, que se tiene que sujetar a las paredes calientes del barrio. De lo contrario se desplomará con las rodillas al suelo.
Ella le clava las uñas, pintadas de rojo ayer mismo, con un esmalte que robó en una tienducha del todo a cien. Su lomo de gato en celo se abre, sus brazos cubren. Ella se deja hacer mansamente, sin pudor le aprieta las nalgas, duras, musculadas y húmedas al tacto, y se demora en ellas, las atrae hacia sí. Su piel huele a intemperie, a tabacos fríos y a noche animal; la boca le sabe a medicina. Roces, caricias y el cálido lecho que se empapa y destiñe sus pieles. Ahora los gemidos resuenan agradablemente en la habitación número 20 del Hotel Mónaco.
—Tú, mira y aprende, brother.
Hubo una vez en Madrid una familia de ciudadanos principales que se llamaban los Gatos y otros los Escarabajos, todos gente honrada. Y otros había que se llamaban los Resucitados, porque acabada la guerra civil volvieron a sus casas y volvieron vivos, ante el asombro de los que no esperaban verles aparecer. También habitaban otros que se llamaban los Tabanero, llamados así por su parecido con esos insectos que pican a las yeguas. Enjutos, con orejas de soplillo y una miopía ocular que les llevaba a soportar antiparras de culo de botella, los Tabanero se establecieron en un lugar llamado primero Porqueriza y después Miraflores, pues así quiso que se denominase la reina Isabel Segunda.
Los Tabanero se dedicaban, ya de antiguo, al práctico oficio de la usura, siendo éstos reconocidos como pioneros de la banca, anteriores incluso al marqués de Salamanca. Todos los vástagos estudiaban para abogado, pues el que conoce la ley, conoce también la trampa. A las mujeres se las educaba para no hacer mucho; misa de tarde, comulgar tres veces al año y recibir a sus maridos como se recibe a Dios, a oscuras y en posición decorosa. Por esto último, las mujeres Tabanero eran gélidas de apariencia y calculadoras en sus sentimientos, y cuando los ardores licuaban sus bajos vientres lo solucionaban con un chorro de ducha, a oscuras y en frío, como Dios manda. Por lo común, es raro encontrar hoy en día una mujer de apellido tan ilustre, pues genéticamente es familia de varones desde su cristiano origen, allí por el año mil quinientos. Entrada la última guerra civil, combatieron de parte de los sublevados, o sea, que apoyaron a ese gallego que, de vez en vez, sale en las monedas y por extensión apoyaron al que salió después que ya no fue gallego, pero sí Borbón. De situación privilegiada y ya terminada la contienda, ocuparon puestos de relevancia en la administración y, cuando el gallego de las monedas estaba con el resuello asistido, los Tabanero fueron preparándose para escalar nuevos puestos en los grises despachos de lo que vulgarmente se conoce como transición democrática. Estómagos agradecidos los de los Tabanero que, un tiempecito después y en la época socialista, tomaron plaza remunerada en ministerios, centros de cultura y concejalías varias, administrándolas como verdaderas casas de trato; acabando con el socialismo en nombre del socialismo. Pero no vayamos tan lejos y volvamos a la época del gallego de las monedas, asistido por el aliento de su yerno, el marqués de Villaverde, rodeado de cables y de macarrones en una habitación de La Paz. Noviembre en Madrid, un despacho en la calle Alcalá, una placa en la puerta: ÁNGEL TABANERO. ABOGADO; debajo la araña de flechas atravesadas por el yugo. Dentro hay un hombre de bigotito como pincel y que mira unos impresos tras sus gafas de fondo de vaso. Lleva los hombros nevados de caspa y espera la visita de una mujer que ya ha pasado por allí otras veces. Tras él, en la pared, colgados los retratos de Franco y de un tal José Antonio, que eran los que, indirectamente, pagaban el alquiler. Entre ambos un crucifijo de madera, pues don Ángel confundía a Dios con aquel que se hizo crucificar en el Gólgota. Sobre la mesa, un banderín con la gallina. «Una, Grande y Libre. Non Plus Ultra y la madre que los parió a tos, que los tenía que haber parío en sangre», masculla la mujer que ya ha entrado en el despacho. Las caderas anchas, donde poder hundirse, perfila el abogado a pesar de la miopía. Es muy presumido y se ha quitado las gafas; en cuanto le anunciaron su presencia se las arrancó y las dispuso en el cajón del despacho.
«Pascual, unas copitas y una botella de manzanilla. —Un olor que se abre poco a poco, como el de una flor salvaje, y una babosa cortesía por su parte—: Siéntese, haga el favor». La mujer, que acaba de sentarse en la estancia de archivadores metálicos, es morena y hermosa; cara de medalla y piel gitana. Cruza las piernas con un juego ensayado. Sus cabellos, recogidos en un moño, resaltan las sienes orientales, los pómulos gatunos y los ojos tostados de fuego ancestral. «¿Qué le trae de nuevo hasta aquí?». Ella no contesta. Y abre la pitillera. Un chorro de humo que dispara por la boca, un incendio lleno de carne y de carmín. Llega Pascual con una bandeja, sus ojos son viscosos y la pupila blanca. Es ciego, servicial y hombre de confianza de don Ángel desde hacía la tira. Pascual moriría años más tarde y de forma violenta al intentar salvarle la vida, pero no adelantemos acontecimientos. El abogado moja el paladar y no se demora más, carraspea y pregunta: «¿Dónde quiere actuar? ¿Le apetece un contrato en el Corral de la Morería o prefiere Torres Bermejas?».
Ella, mientras se lo piensa, deja abrir sus piernas. Es bailaora y la llaman la Charoles; una mujer que no se anda con rodeos a la hora de conseguir un contrato. En tanto ella se lo piensa, deja abrir sus piernas y él, salivoso, acerca su bigotito y tasca los bajos ardientes. Hay en su coño un sabor íntimo a vinagres anticonceptivos y don Ángel acelera su lengua, salteada de berruecas blanquecinas debidas a la úlcera de estómago. Ella siente el aliento tórrido, el roce del bigotito, su respiración asmática y finge y le despeina, cogiéndole de los cabellos. Se agita y, como si le gustase de veras, le dice que en el Corral, pero que necesita un traje nuevo pa trabajar. Don Ángel, desabotonado, con el rostro escueto, enjuto por el deseo y salivado de vicio, llama al ciego. Entonces, Pascual abre un armario metálico y saca un acordeón que empieza a tocar con mucho sentimiento: «Ay que cara al sol con la camisa nueva, ay que tú, que tú, me bordaste en rojo un ayer», el abogado canta, algo nervioso pero muy bien rematado, con rajo y demonio. Ella se abre más y el bigotillo levanta chispas de electricidad sobre el pubis poblado de la Charoles, erizándolo en un milagro que debe su explicación a las ciencias físicas.
El abogado cierra los ojos de sardina y ella se retuerce, simula los gustos. Y así, en aquella tarde de calendario de hace ya algún tiempo, don Ángel Tabanero, por presumir ante una mujer, se quitó las gafas. De haberlas tenido puestas hubiese hecho como en otras ocasiones, o sea, hubiese eyaculado fuera. Pero no se puede ir para atrás, y menos volver al momento en que un astuto y malicioso espermatozoide, en esa carrera de gametos a vida o muerte, llega con acierto mucho más lejos que los demás, desencadenándose la catástrofe. El resultado de aquello fue un crío con unos cuartillos de sangre gitana, mala leche y ojos de brillos pantanosos. Había salido a la madre en el valor, igual que pasa en la cría de los toros; y había salido a la madre en guapura, al contrario que pasa en la cría de toros. Es cuarterón, como toro morucho o de media raza, y una vergüenza para la familia de madre, que dice que lo único que se consigue es degenerar la estirpe. A la familia de padre no la conoce, «para qué», y propenso a imaginar se cree descendiente secreto de un monarca, aunque la mayoría de las veces, en el plano real, se sabe hijo de sí mismo.
—Cuéntame, Charolito, cuéntame.
El Charolito está tendido, la espalda desnuda, sobre la cama azul imperio. Tío Paciencias no va a admitir la pérdida de la honra de su Carmelilla asín, de malas maneras, sin pedía ni casamiento, piensa. Para el patriarca, lo de vengar la sangre íntima de su gitanilla es un asunto de honor. «Sin embargo, cuando tío Paciencias se entere, usted estará lejos, compadre», le apunta esa voz interior, muy propia y adecuada para la ocasión. Debido a unas leyes que nunca se escribieron, aquello que estaba haciéndole a la Carmelilla no era de ley. Los muertos, bajo la arena, se revolverán en sus cajas y dictarán sentencia. Pero mientras tanto, ajena a los códigos absurdos, ella le quita las espinillas de la espalda y él, con la ligereza en su corazón de una gran faena, se deja hacer.
—Cuéntame, Charolito, cuéntame. —Y él esboza una sonrisa, siente sus uñas rojas reventarle las burbujas que pueblan su espalda, el alivio del poro después de sacarle la raíz y cuenta; coge al vuelo a Emilio Mostaza que camina aturdido en una calurosa calle de Madrid, y empieza a contar que necesita aire y que lo busca en una tienda de electrodomésticos.
—La primera que le coge a mano, Carmelilla. Una tienda grande con mucho cartelón de oferta en el escaparate —le dice—. Está agobiada de ventiladores y de arradios; al fondo, apilados unos sobre otros, los televisores. «¿Qué desea?». El empleado aparece con su mejor sonrisa, fresco y sin mácula, como si el calor no hiciese efecto en sus carnes prietas. No es gordo, Carmelilla, pero poco le falta. «¿Qué desea?», le pregunta, frotándose las manos, unas manos cortas y con algo de escama debido al clima del recinto; los ojos de besugo recién pescado y las ganas de la venta del día. Y Emilio Mostaza, un poco más repuesto gracias al azote de aire acondicionado que revuelve la tienda va y le dice que desea ver esa televisión. Y le señala una donde sale el comisario gangoso, Carmelilla.
Y la Carmelilla que se monta a horcajadas sobre su espalda de martillo; las piernas ceñidas a los riñones, allí donde él siente su desnudez pilosa, calada; y las uñas que siguen con su juego cruel, aliviándole el campo de batalla.
—«¿Me la puede dar volumen?», pregunta Emilio. «Es un sibarita del sonido, tiene oreja fina», se dice para sí el empleado, Carmelilla, que necesita hacer la venta del día. Ya sabes, es muy importante para él, un chaval que se quie casar y que, con mucha habilidad, dispone un mando a distancia y el sonido se hace en la tienda, al igual que la luz se hizo en la creación del mundo. Por arte de magia, mi niña.
Y el Charolito, bloqueado en una trama tejida por su propia voz interior, se toma un tiempo para seguir inventando.
—¿Y qué pasa después, Charolito? —pregunta ella, impaciente, con la voz de azúcar.
—Acércame un pitillo.
La Carmelilla le alcanza la cajetilla del Winston y un cenicero. El voltea y ella se acurruca a su lado. «Da igual por dónde usted empiece, compadre, pero empiece a contar; todavía queda tiempo, antes de que quiebre el alba y tío Paciencias eche de menos a la Carmelilla. Cuente, compadre, póngale calor, haga un nudo en los cojones a Emilio Mostaza mientras escucha atento cómo el comisario roncha un caramelo de piñones y acentúa así ese defecto en la voz. Cuente».
—El dependiente empieza con la retahíla, Carmelilla, sonido del sinsorround, le dice muy enterado, y luego, de carrerilla, recita las prestaciones: que si tubos de rayos católicos, que si trinitrón, trían trían treiro, que si canal vidrio, que si mando a distancia anatómico y lavable, que mire usted qué definición, que en estéreo, que si pitos, que si flautas, y un montón de chorradas más; tiene que hacer la venta del día, mi niña. —Suelta una bocanada de humo y siente un chispazo de percepción, igual que cuando divisa un berda, y la erección se desata. Y sigue—. Sabes Carmelilla, sabes que el comisario que lleva el caso da por televisión el nombre del conductor a la fuga. —Se lo dice al oído, la boca mojada, con aliento a tabaco y a muerte cercana. Y ella experimenta un escalofrío al cuello; las piernas, indecorosas, abren su intimidad, activadas por un secreto y húmedo disparador; un hilo de sangre resbala por el muslo y va a la cama, como una herida de las sábanas—. No ha sido Emilio Mostaza, Carmelilla.
Y ella pregunta, algo sorprendida y con las cosquillas por la boca y mucha guasa:
—¿Ha sido el Espíritu Santo?
—Tampoco, mi niña.
—¿Se equivocaron los payos, entonces?
—Sí, ocurren esas cosas en la justicia de los payos. Son como los romanos. No te extrañe, Carmelilla.
—Y Emilio, ¿qué hace? —la voz entrecortada, palpitante, culpa de esa lengua del diablo que acierta en cada paso; de abajo arriba, sabia, dormida y calurosa.
Toma aire y cuenta que la pista que les ha llevado hasta el supuesto asesino ha sido el número de matrícula del coche.
—Gracias a la colaboración ciudadana el fulano está ya declarándole al juez su inocencia. ¿Te acuerdas, Carmelilla?, te acuerdas que, cuando Emilio Mostaza atropella al travestolo, hay unos que están recogiendo cartones de la calle, cerca del puente de Rubén Darío, y que han sido testigos del encontronazo, ¿recuerdas? —Sus dedos morenos abren lo que queda de flor; lo demás se convirtió en memoria, un pétalo rojo sobre la cama azul imperio—. Y los quinquis del cartón en camiseta, los músculos marcados que brillan como espejuelos en la noche, corren hacia el lugar del siniestro. Uno ha apuntado el número de placa, con números grandotes, Carmelilla, sobre la solapa de una caja de galletas. El primer cartón que tiene a mano, ¿recuerdas? Pues gracias a esto la policía detiene al presunto asesino.
—¿Y el ajo?
El Charolito toca con los dientes el acabado de su pecho, en forma de fruta, de una dureza preciosa, joyería fina, y pide que se esté quieta, así como está, que no se mueva, mientras tantea la mesilla. Empolva su vientre de nieve con los restos de la bolsa; luego mete su dedo moreno en la boca de la Carmelilla, un incendio frío, agradable; los dientes dormidos y un temblor amargo en su lengua.
—El ajo, Carmelilla, ha sido encontrado en el asiento del conductor —la voz pegada a la oreja—. Pero, por extrañas coincidencias que tiene esta puta vida, mi niña, al presunto le han detectado en un test del aliento, la disposición de tal fruta.
—No es una fruta, Charolito. El ajo no es ninguna fruta. —Se ríe, le hace gustos cuando le chupa el vientre, tan aprisa, cada vez que pasa la lengua nerviosa—. Serpiente del paraíso —le apunta entre risas nerviosas—. El ajo no es fruta. —Lo dice con tino, a pesar de la risa, pues lo ha dado en la escuela, y es planta liliácea de bulbo blanco.
Al Charolito le parece que es igual a lo mismo, pues la planta es fruto de tierra, que él sepa. Lo deja pasar y sigue inventándose, el muy canalla.
—El presunto declara que la noche de autos estaba invitado a una fiesta y que, repentinamente, mientras se ajustaba el cuello de la camisa, le vino un dolor de muelas. Y ya sabes, Carmelilla, ya sabes, el ajo es bueno para las muelas. —Sumerge la cabeza acharolada entre las piernas dóciles, atezadas y recientes. Coge aire—. El presunto también declara ante el juez que es inocente.
—Y es inocente. —Suspira la Carmelilla los aciertos de su lengua.
—No hay pruebas, mi niña.
—¿Y los testigos? —logra preguntar ella, boqueante.
La lengua humedece el ámbito de la pelvis, el pelo innumerable y rizado. Su vientre que late activo así que atrapa con los dientes el punto de sal, caluroso, endurecido ya. Ella escurre la cintura.
—La inventiva, Carmelilla, no acude a mi cogote cosida al hilo de la trama, sin roturas en el tiempo; no mi niña, no; la inventiva pertenece al plano de la fantasía, embrollado y quebradizo él; todo lo contrario que el plano real, que es donde la trama sigue su curso cotidiano.
Ella le tira del cuello hacia sí, y le pide con un lenguaje animal y feroz que hunda su cuerpo en el suyo, y que siga, con esa voz nublada por el tabaco y las noches, la misma que enturbia de placer sus ojos de almendra.
—¿No hay testigos en la fiesta?
—Mi niña —y ahora sube, hasta la oreja, como ella quiere—, mi niña, es un tipo con mucho dinero, un payo de jurdós. Le gusta el lujo y el champán bien frappé, se llama Jean Pierre y desde que se ha visto implicado en este follón, su gente, los de su raza, Carmelilla, le han dado la espalda. Es un apestao.
La Carmelilla mueve el juego lúbrico de caderas, arriba y abajo, ciñéndose a un cuerpo bravo y arrojado que ya sabe de memoria. El, insultante, remonta el ritmo de sus latidos, la frente cubierta de sudor, los mechones brillantes del cabello que caen sobre los ojos embusteros y charoles.
—Cuando declara en el juzgado, Carmelilla —le dice con la voz salpicada de líquidos—, cuando Jean Pierre declara ante el juez, se incorpora de un incómodo banco de madera; la Santa Biblia recién jurada; y él que explica con un ridículo acento francés lo de la fiesta y pronuncia la erre como si fuese la ge, Carmelilla, y dice que a la salida no vio su coche, donde él creía habeglo apagcado, en la calle Togpedego Tucumán, frente a la casa.
Y la Carmelilla, con los ojos cerrados, el perfil de raza, la boca jadeante y animada, con el brillo de la humedad en los labios; y la nariz de muñeca que encoge y dilata, como si quisiera oler el cuerpo sudoroso del Charolito, sobre ella, rompiéndose como el duralex, en mil pedazos.
—Jean Pierre Françoise, que así se llama el presunto, no ha puesto denuncia del robo. «Paga qué», se dice, entre la nebulosa de la fiesta ya acabada; el cielo despunta y los vapores de la borrachera todavía le trabajan. Tampoco está seguro de que se lo hubiesen robado. No sabe si ha llevado el coche o, si por el contrario, ha cogido un taxi para llegar a la fiesta. Pero eso es una nimiedad para Jean Pierre, que no tiene ganas de rebanarse los sesos conservados en alcohol etílico.
La Carmelilla le pide más, atrapándole feroz con un lío de piernas, y él remata la faena; «sin más, Carmelilla». Los Dalton perciben el ladrido de perra ahogada y el Charolito prende un cigarrillo del Winston que entra a pulmón abierto.
—Emilio Mostaza está más aliviado, incluso ha rejuvenecido, Carmelilla vuelve a adoptar su andar estirado y camelón. Ha habido un antes y un después en Emilio Mostaza, un antes de entrar en la tienda de electrodomésticos y un después, al salir. Incluso ha encargado una tele, que se la lleven al Wellington, ha dicho. El dependiente, que no se da por contento, le intenta colocar una consola y unos vidriojuegos en el paquete. Pero Emilio Mostaza ha sacado su genio. Ya está nuevo, fresco como una rosa si no fuese por la barba que le sombrea y ese círculo morado que hunde sus ojos; parece uno de esos jugadores de póquer, mal afeitados, que ha perdido hasta la última moneda pero no la esperanza de armarse, pues la esperanza, Carmelilla, es lo último que se pierde entre cristianos. Y no olvides que Emilio Mostaza es creyente. Por lo mismo que, de su cuello, cuelga un cordón en oro con la imagen del Cristo de los gitanos; por lo mismo que, antes de coger un berda, se santigua; se hace la señal de Santa Cruz en la bragueta. Igual que hace en esos momentos, a la luz de la hora de la siesta; el dedo pulgar que cruza y que dibuja un garabato sobre sus genitales y, como en un visto y no visto, Carmelilla, se levanta un berda del Bemeuve descapotable. Y se dirige al Hotel Wellington, conduciéndolo con soltura, pero prevenido, con ojo y pestaña.
Le puedo imaginar en la habitación número 20, la noche de autos, envuelto en volutas de humo, desnudo y lúbrico, tumbado sobre la cama azul imperio, contándole a la Carmelilla, de su lado, la última de Emilio Mostaza. La frente sudada y la inventiva a flor de piel, que se hace palabra y humo.
—En el momento en que Emilio Mostaza va a entrar en el hotel, y en la misma puerta giratoria le ve, Carmelilla. Ve al gordo elegantón que le saluda con mucha cortesía, un roce de los dedos sobre el fieltro del sombrero de copa; los ojos como dos huevos duros que le toman la delantera; la capa roza el arrugado traje de Emilio Mostaza, al que se le vuelve a descomponer la figura.
—¿De dónde ha aparecido?
—No se sabe, Carmelilla, tal vez de las tinieblas.
El Charolito se levanta, mete su cabeza bajo el grifo del lavamanos. «Ha de abandonar esta funesta situación, como se abandona a una amante envejecida, compadre —le dice la voz interior—. Ahora en serio, compadre, abandone, va, y no le dé más vueltas». Cierra el grifo y se sacude el agua como un perro. Algunas gotas llegan hasta la Carmelilla, que parpadea y ríe cuando se le meten en los ojos. El Charolito pasa un peine sobre sus brillantes cabellos y vuelve a la carga:
—Emilio Mostaza da un par de vueltas en la puerta giratoria, ante el estupor del botones y de unos clientes, recién llegados al vestíbulo del Hotel Wellington. Parece borracho. «Ese hombre… —balbucea Emilio Mostaza en recepción—. Ese hombre…», y señala un punto del vacío. —La Carmelilla le escucha, sentada en el filo de la cama; está desnuda y con las rodillas pegadas a la boca—. Emilio Mostaza llega hasta su habitación, se tumba y, cuando se encuentra asín como traspuesto, llaman a la puerta.
—Es él.
—¿Quién, Carmelilla?
—El hombre de la capa y del sombrero de chistera que quiere hacerle chantaje.
—No, no es él, aunque Emilio Mostaza piensa lo mismo que tú, sabes, Carmelilla, y va a abrir la puerta con esa sospecha rondándole el magín.
—¿Quién es, entonces?
—Son los de la tienda de electrodomésticos que traen la tele, ¿recuerdas? —y se acerca hasta la cama—. Esta vez no es él, Carmelilla, pues a fuerza de ver una cosa varias veces se pierde la emoción. Le verá otra vez, le verá en los toros; pero espera, que te lo cuento a la oreja.
Ella voltea, regalándole la espalda desnuda y soberbia, la cintura de avispa, el dibujo de los glúteos hecho adrede para sumergirse en él. «Ya que pecamos, pequemos contra natura, compadre». Acerca la punta de la lengua primero y, de un golpe seco, lo consigue de una vez. Ahora su voz es nasal, pegajosa. Y parece que sale atascada por su nariz de muñeca. En su cara hay un gesto, un sollozo, como si se derrumbara. Esperó el final, esperó el suspiro para decirle que iba a dejarla.
—Trae mala suerte, Charolito, trae mala suerte dejar a medias un cuento. Por eso me vine hasta aquí —le dice con los ojos en agua, abrazada a su cuello—. Trae mala suerte, lo dejaste mediado en la casa y me hiciste volver, Charolito.
—No creo en la suerte, creo en la ausencia de la mala suerte, pero en la suerte yo no tengo fe, mi niña. —Sube los calcetines de seda por los tobillos, busca una muda limpia en su bolsa de mano y se cambia. Ella le mira, no hay rencor en sus ojos, sino todo lo contrario—. No te preocupes, que ahora vendré a recogerte.
Pero el Charolito, como es muy supersticioso, tanto como Emilio Mostaza, pues, por si acaso, lagarto, lagarto, sigue inventándole que una tórrida tarde de toros, allí en las Ventas le ve.
—Toreaba Rafael de Paula, ya sabes, mi niña, el mejor torero que ha dado la historia, y Emilio Mostaza estaba invitado entre barreras. Allí donde el torero se pasa la esponja por la cara, el bulé se huele y también la sangre que brilla en su lomo; las banderillas chocan, parecen instrumentos de percusión afinados para alegrar la fiesta, y el espinazo se cubre de polvo cuando echa a correr al trapo. Un buen sitio el que se ha conseguido Emilio Mostaza, que viste de lino blanco, impecable. Y como te cuento, Carmelilla, Rafael va a acertar con el estoque bien dirigido, desde arriba, y es en ese momento de suerte suprema, cuando, al lado de Emilio Mostaza y codo con codo, se le aparece otra vez el hombre elegantón, con su capa y su chistera. Emilio Mostaza le mira de refilón y le reconoce. Se queda blanco, más blanco que su traje mismo. Cuando vuelve a mirar, ya no está allí; no. Está abriéndose paso por el tendido. Emilio Mostaza se ha perdido la estocada a muerte de Rafael. Le da lo mismo, pues lo único que quiere es atrapar al osado aquél, hablar con él de hombre a hombre.
—¿Aceptará el chantaje?
El Charolito se pone los pantalones; elige un príncipe de gales, tergal fresco. Una camisa, negra, con mucho solapón, y se sienta en el filo de la cama donde lustra concienzudamente sus zapatos de hebilla, acharolados y flexibles, iguales a unos que se gastaba el Camarón. Los escupe y luego pasa la gamuza, hasta conseguir un efecto de espejuelo en los calcos. Escupe y cuenta que Emilio Mostaza, en su camino tras el hombre de la chistera, pisa todos los pescuezos que se le ponen por delante y algunos más.
—Entre ellos, Carmelilla, el del vendedor de cervezas que lleva chaquetilla blanca con la marca del Mahou en rojo, bordada a la espalda. «¡Será posible!», la gente se enfada, silba, el toro está muerto, los ojos vidriosos, la arena sucia; la gente, Carmelilla, se enfada con Emilio Mostaza, que no conoce ni a su puta madre, saltándose los tendidos tras el hombre elegantón, al que ya ha perdido de vista.
—¿Ha desaparecido?
—Sí, pero, espera, que le vuelve a ver, Carmelilla. Le vuelve a ver cerca de donde está la banda de música.
El Charolito peina y repeina sus cabellos. Luego se guarda el peine en el bolsillo trasero del pantalón y sigue contándole a la Carmelilla que Emilio Mostaza va hasta allí, hasta donde están los músicos, y que con sus prisas forma un estropicio de padre y muy señor mío.
—Caen los platillos, una de sus piernas atraviesa el timbal y la trompeta va a parar a las filas de abajo, sobre el tocado de una guiri que acababa de salir de la peluquería, laca y moscas por su cabeza, mi niña.
—Que se joda —dice la Carmelilla.
—El que se va a joder bien va a ser Emilio Mostaza si no se da el piro pronto, pues se ha montado un revuelo en la plaza que no te cuento, mi niña. La autoridad ha tomado posición y le persigue.
—¡Pobre! —exclama la Carmelilla.
—Pero Emilio Mostaza, bregado en persecuciones, sale de la plaza sin problemas, Carmelilla. Va por donde la estatua del Yiyo y es allí cuando le ve de nuevo. Se dispone a bajar las escaleras del metro, panzudo, rebollo, pero con ese polvillo mágico que le da cierta agilidad de movimientos. «Esta vez no se me escapará», dice para sí Emilio Mostaza, y corre tras él.
El Charolito, con aire bucólico, se pone la chaqueta. «Todo eso es puro teatro, Carmelilla, en realidad no lo siente, se quedó con tu perfume más íntimo y ahora se da el piro. No le volverás a ver más», la Carmelilla que se atormenta y que derrama su sonrisa más distante, pues sabe que las gasta así de impostor ese Charolito, que coge el dinero que hay sobre la cama, en el suelo, desparramado a un lado y a otro de la habitación, y lo hace montoncitos que reparte por todos sus bolsillos; el muy canalla. Hay en sus ojos de almendra amarga una cierta y maldita punzada. «Trae mala suerte, Charolito, contar las cosas a medias». —Ahora vengo a recogerte, mi niña. —Apenas mira, para mentirle.
Ella le alcanza el revólver, pero él lo rechaza con una sonrisa.
—Hace mucho ruido —dice—. Y se dispone a salir. Sin embargo, antes se acerca hasta la cama; un beso de fuego, que sabe a despedida, que abrasa los labios de la Carmelilla, que no se resisten y que le piden más, «y va, cuéntame Charolito, cuéntame». Y el Charolito que no quiere tentar a la suerte y se ve forzado a terminar la historia de Emilio Mostaza, «que ya está en un vagón de metro iluminado por luz de cirujano, directa a la raíz del cabello, Carmelilla». Y se lo retira a un lado, y ella lo ata atrás, como cola de caballo.
—En todo el viaje no ha perdido de vista al hombre elegantón, sentado al fondo; las piernas abiertas, cómodas y desahogadas. Se ha quitado la chistera, como corresponde a todo un caballero en sitio cubierto y ha sacado, de no se sabe bien qué pliegue de su capa, un periódico grande, amarillento, así como muy antiguo, Carmelilla. Emilio Mostaza le mira; la calva brillante, sonrosada y con unas manchas parecidas a las que tienen las truchas. Sus dedos también están salpicados por estos lunares y el pulso le tiembla un poco. Sin embargo, miles de espejuelos relucen a su alrededor como bengalas de fiesta. Emilio Mostaza puede fijarse bien en él. A veces, sus miradas se cruzan y cuando esto sucede, Carmelilla, la primera en bajarse es la mirada de Emilio Mostaza. No aguanta mucho, pesa en su conciencia como un lunes plomizo sobre la cabeza de un obrero. Cada vez que le mira se siente culpable.
Sus ojos de agua buscan ahora los suyos, charoles y embusteros. La lengua de fuego que se enreda en la de ella, tan culpable como la de él, aunque bañada en la impunidad que le da el ser casi una niña.
—Total, Carmelilla, que en Cuatroca hacen transbordo; el hombre de la capa y chistera va delante, Emilio Mostaza detrás, siguiéndole los pasos. Esperan un poco en el andén a que venga uno que lleva hasta Sol. A Emilio Mostaza le pega que ese señor vive por allí.
Los dedos desabotonan la camisa, las uñas rojas arañan dulcemente el pecho; ella está desnuda y él siente su desnudez traspasarle el pantalón.
—Están ellos dos solos, Emilio Mostaza sentado en un banco color butano, echándose un cigarrillo, haciéndose conjeturas sobre el fulano elegantón que aguarda con los pies pegados a la banda amarilla, al filo del andén. Entonces, a Emilio Mostaza se le ocurre algo, mi niña. —Ahora le baja la cremallera, él sigue al oído, la voz envuelta en nieblas—. Entonces, Carmelilla, se le ocurre acabar con todo de golpe y porrazo y la única forma de conseguirlo es la que te imaginas. El tren que va a entrar en el andén y en esos momentos Emilio Mostaza que se incorpora del asiento naranja; el pitillo entre los dientes, el gesto crispado, los brazos adelante, las manos libres.
Ella mordisquea; sus labios llenos de culpa sorben el pecado.
—¿Le empuja a la vía?
—No.
—Cuenta, cuéntame, Charolito, ¿qué sucede?
«Sucede, Carmelilla, que Charolito es un canalla, un hijo de puta que no renuncia al placer en ninguna de las formas en las que el placer se le presenta», le dice esa voz interior que le sale a saber de dónde. Y se desprende de las últimas ropas con aire seductor, convirtiéndose la camisa en capote de brega; ella se tumba sobre las sábanas revueltas.
—Y sucede que unas manos le cogen a Emilio Mostaza del pescuezo, en el momento cumbre de empujar al fulano elegantón a la vía. «¿No sabe leer?», pregunta con guasíbilis un guardajurao. El compañero, la porra a la cintura, los pantalones un poco caídos por el peso de la ferretería, le señala, muy chulo, el nota, un cartel con el pulgar donde pone: se prohíbe fumar en el andén. Cosas de la prohibición, Carmelilla, ya sabes, los payos que se inventan las cosas y luego las persiguen. Emilio Mostaza apaga el cigarrillo en el andén y entra al vagón escoltado por los guardajuraos.
—¿Y el hombre de la chistera?
—También ha montado, Carmelilla. Lo que pasa es que va en el hueco que hay entre un vagón y otro, entre las traviesas; suicida y temerario, jugándose la vida en cada curva.
El Charolito muerde la raza de su cuello, la piel más oscura de los pechos, el vientre de azúcar tostada; pasa la punta de la lengua por los muslos, por los labios de alta llama, por lo que queda de inocencia, para después subir hasta su oreja y ensayar la voz crepuscular, tabernaria y tardía.
—Lo más asombroso de todo es que los guardajuraos no llaman la atención al hombre de la chistera, es como si no le viesen. Hay un momento, cuando todavía van por el túnel, que el personaje pintoresco le hace un saludo, bueno, Carmelilla, más que un saludo es una despedida, pues el fulano, muy ceremonioso, se quita la chistera y pega un salto, hacia la noche más oscura del túnel.
—Y, Emilio Mostaza, ¿qué hace, si puede saberse? —Las uñas de la Carmelilla en la espalda del Charolito, la voz mojada.
El Charolito hunde su cuerpo en un paraíso de leche cruda. Con los dedos de la imaginación moja su punto de sal. La cara de la Carmelilla parece una luna sobre una novela sin moraleja, igual a la misma que ahora está completándose bajo mi piel ganosa; hambrienta de conocer los roces, las caricias, el tacto confiado de sus manos acertadas, resueltas en uñas de un rojo animal y ofensivo para la vista. Y así, vuelvo a imaginar la habitación azul imperio; el sonido de la sábana a la que ella se agarra, víctima de un vértigo desconocido aún; la familiaridad con la muerte en ese aliento que penetra hasta la operación de anginas.
—Emilio Mostaza nada puede hacer, pues los guardajuraos siguen allí, dentro del vagón, mi niña.
«La certeza de la ruina se puede masticar, ¿verdad, compadre?», le apunta la voz interior. Hinca su colmillo; la funda de porcelana que atrapa la sangre que palpita, como una broma en la raza del cuello. Pasa por los tonos, sin romperlos, al oído de su Carmelilla, para contarle que Emilio Mostaza aguarda a que se borren los guardajuraos.
—Se apean en Sol, Carmelilla. Y Emilio Mostaza se baja con ellos y va hacia el andén contrario, a toda prisa, pues ya suenan los pitidos que amenazan con cerrar las puertas. De forma rocambolesca, salta los últimos peldaños y coge al vuelo un vagón que está cerrándose. Emilio Mostaza está hecho un guiñapo, todo arrugado, sucio, ¿sabes, Carmelilla? De ser su vida un carro, ya se le hubiesen roto los ejes. El carro se le empezó a torcer cuando tuvo la primera aparición aquella, la de ese fulano que le clava la vista en cuanto va a arrancar el coche amarillo limón, allí, en esa calle. No le dio buena espina, desde el primer momento, mi niña.
—Torpedero Tucumán —jadea ella.
—Torpedero Tucumán, una calle con casas de tejados de chocolate y ventanas con luz de caramelo, Carmelilla —le dice él; la boca moja sus pechos de fruta madura; las caderas adheridas a la precisión del cuerpo—. Allí empezó la mala racha para nuestro amigo, Carmelilla. Y en el vagón de un metro que va hacia la estación de Iglesia, Emilio Mostaza se decide a saltar en marcha, donde le parece que lo ha hecho, un rato antes, el culpable de su suerte.
Entonces, el Charolito calla y respira, carga la habitación de un sonido acompasado y silbante, como de locomotora a la que el placer empuja por la vía.
Hago un acto de memoria y le puedo ver en la cueva del Candela, con el Brasas y el mulato, unas botellas sobre la mesa y algunas más en el suelo, ya vacías. Todos borrachos como cubas. Sin embargo, él permanece impecable, sin arrugas, entero, como si el alcohol ingerido no hubiese causado efecto alguno o, tal vez, muy distinto del de los demás. «La mezcla de sangres, su primo —me dijo el Brasas, en el retrete, mientras me convidaba a una raya—, es la mezcla de sangres, su primo». Yo entonces me lo creí y me lo creo ahora, más sobrio que entonces, menos sensibilizado, digamos, con esa seguridad que le da a uno el tiempo cuando se hace cicatriz. Y me creo que ese cóctel sanguíneo había dado como resultado algo inclasificable y, por lo mismo, altamente peligroso para ser masticado por las empastadas muelas de la puñetera decencia. Le recuerdo fresco, hecho un lechuguino, despedirse con besos de los allí presentes y, antes de salir, dejar en la barra pagadas media docena de botellas del JB. Por todo eso, puedo tomarme la libertad ahora mismo de imaginarle la noche de autos, tendido sobre la cama azul imperio, la Carmelilla a su lado, desnuda, acariciándole el pecho lúbrico, frondoso, mientras le escucha contar la última de Emilio Mostaza.
—Está todo muy a oscuras, Carmelilla, Emilio Mostaza va a tientas por el túnel del metro, siente sobre sus zapatos correrle la piel de alguna que otra rata.
—Qué asco, calla, calla; me da repelús.
—No hacen nada, Carmelilla. Las ratas no hacen nada si no se sienten acorraladas —le pasa un dedo por la orilla de su vientre, rozándole de cosquillas—, están bien nutridas y tardan mucho en moverse, poco ágiles son las ratas que habitan el metro, Carmelilla. Su cola es larga y parece un latiguillo cuando sacude los calcetines de Emilio Mostaza.
—Calla, calla.
Le puedo ver, con los ojos enfermos de imaginación, sobre la cama, con actitud de abandono; una invariable pereza, como la que le entra a uno cuando hay que hacer algo.
«Se tenía que haber marchado antes, compadre, cuando ella llegó a la alcoba, cuando todavía quedaba la inocencia para pasar a otra acción. Ahora es tarde, compadre, quédese y cuente», le dice la voz interior. El enciende un cigarrillo; un cigarrillo que no va a fumar y que se quedará sobre la mesilla, al abandono, como un gusano de ceniza.
—Va a venir un metro, Carmelilla, nuestro amigo escucha su pitido, los pies sienten el temblor y la luz alumbra el túnel, oscuro como su dicha. Emilio Mostaza se echa a un lado para dejarlo pasar, se agarra a la pared para no ser arrastrado por el ímpetu, y una borrachera de aire caliente le llena los pulmones. Casi le lleva por delante. Sin embargo, gracias a sus enérgicos faros, ha podido ver, a la derecha, al fondo, otro andén bañado por una luz de acuario, como si se tratase de un sueño de fiebre. Y avanza hasta allí. Camina de puntillas, para no hacer ruido.
Ella, impaciente, le clava las uñas:
—Dame una calada, Charolito.
—Eres muy pequeña todavía.
—También lo seré para otras cosas —suelta toda enojada la Carmelilla.
Él, que sabe distinguir entre lo que es vicio y lo que es urgencia biológica, sigue con el cuento.
—Emilio Mostaza ha llegado a la estación fantasma, Carmelilla —le dice, mientras acerca su boca amontonada de humo a la de ella—. Se asombra, pues los anuncios de las paredes son de otra época, Carmelilla. Hay uno muy antiguo, tan descolorido que casi no puede leerse pero en el que aparece un hombre flaco, en paños menores y con una pistolera al sobaco, en una sastrería. Y que va y le dice al sastre: «Hágame usté unos carzones, de esos que llaman pana, con muchísimos botones, como la gente gitana». Asombroso, mi niña, pero lo más asombroso es que sobre ese andén, al final, aparece ante sus ojos el fulano elegantón, bañado por el famoso polvillo metafízico, que espera sentado, sobre unos sacos que parecen de correos. No le ha visto, está inmerso en la lectura del mismo periódico de antes. Emilio Mostaza va hacia él. «Te ataré al tronco de un abeto, canalla». Entonces, Carmelilla, el hombre elegantón levanta su mirada del periódico; con sus ojos de huevo duro y, muy simpático, se quita la chistera y ¡zas!, se esfuma. Es entonces cuando Emilio Mostaza cree volverse loco.
—¿Se le escapa?
—No, Carmelilla, está en el andén contrario. Aparece en el andén contrario, con el periódico en la mano, el polvillo metafízico y toda la parafernalia y en la misma postura en que desapareció.
—¿Y Emilio Mostaza qué diablos hace?
—Cruza al andén, de nuevo, otra vez. Y cuando va hacia él, ¡zas!, desaparece una vez más, para volver a aparecer en el andén contrario.
—¿Dura mucho esto?
—El tiempo que tardan los guardajuraos en entrar en el andén abandonado. Aparecen armados con linternas y cables, son los de antes, que estaban en Sol, tomándose una cervecita, gastándole bromas a la taquillera, cuando han recibido el aviso por radio: «Atención, atención, en la antigua estación de Chamberí hay un fantasma».
—Le cortarán las orejas.
—No, Carmelilla, eso no se estila entre payos, será algo más psicológico, como ellos dicen. Le llevarán hasta la comisaría de la calle Miguel Ángel, hecho un guiñapo, mi niña. El traje, que era de lino blanco, ya parece de humo negro. Todo él está tiznado. Y sobre la camisa de seda se anuncia algún desgarro que otro.
—Pobre. —Con el filo de los dientes sobre los labios, mordidos de impaciencia.
—Tiene la boca seca y el policía no se digna darle agua de un botijo que hay en la esquina. Emilio Mostaza no entiende nada.
El Charolito se incorpora de la cama, va hacia el lavamanos y bebe a morro. Tiene la boca seca. La Carmelilla también se incorpora, se sienta al filo de la cama y contempla el cuerpo desnudo y animal de su Charolito; la espalda de martillo, el talle de junco, los glúteos de cemento y ahora, que se vuelve, la caligrafía de sus abdominales, semejantes a una tabla de lavar. «Cuenta, vente a mi lado y cuéntame», los ojos de almendra amarga que le solicitan; una mano abierta sobre la rodilla; la otra cerrada, en la cadera, como en ese almanaque flamenco que tanto le gusta y que hay donde tío Paciencias, colgado a la pared. «Ya eres toda una hembra, mi niña». Ella le reclama y, sin perder la postura del cuadro, abre sus labios: «Ven Charolito, ven y cuéntame». Y él, con el brillo entre los párpados, la sonrisa perlada de agua y el pecho de lobo, se acerca y continúa con Emilio Mostaza, en la comisaría.
—Le van a salir telarañas de tanto esperar, mi niña, en ese banco que se le clava en la rabadilla. Es un banco de tortura, capaz de deshacer los huesos más sacros. Lleva allí desde los tiempos de la polca. Y, a todo esto, no puede fumar. Ha preguntado si se puede fumar y le han señalado un cartel escrito a mano, con letra gorda: aquí no se fuma, han puesto, Carmelilla, y se han quedao tan panchos. «El siguiente», dice, por fin, una voz de arriero, al otro lado de la pared. Y nuestro amigo se dispone a cruzar el marco de la puerta. «Por aquí», impera la voz, al fondo a la derecha. El agente parece que se desayuna con vinagre, tiene la cara larga, mal aliento y, si a todo esto sumamos que escupe al hablar, diremos que es una joya de persona. «A ver, ¿qué cojones hacía usted en la estación abandonada de Chamberí?», le pregunta.
—¿Y se lo cuenta?
—Todo, mi niña.
—¿Todo?
—Todo, mi niña, lo cuenta todo, de arriba abajo y viciversa.
—¿Cuenta que se hizo con el coche en la calle Torpedero Tucumán y que atropello a Basi?
—Sí. —Seco como el martini seco, el Charolito.
La Carmelilla, que teme el final del cuento, calla.
—Parece una brújula que ha perdido el Sur, mi niña.
—¿Le detienen? —pregunta inquieta, pues sospecha que aquí va a soltarle lo de colorín, colorado.
—No, Carmelilla; le toman por loco y le sueltan.
El Charolito vuelve hacia la cama, alcanza el último cigarro de la cajetilla, lo prende y se tumba. La Carmelilla, a su lado, se lo quita de la mano y prueba. Tose y ríe. El golpea con cariño su espalda y sigue contándole que Emilio Mostaza llega hecho unos zorros hasta su habitación del hotel Wellington.
—En recepción cada vez están más sorprendidos por el aspecto que se gasta. Total, Carmelilla, que, hastiado de la vida, se tumba en la cama y llega a la conclusión de que se ha vuelto loco. Enciende un cigarrillo y se dedica a hacer anillos de humo que se rompen en el techo, y provocan caprichos a los que la imaginación da forma. El humo se abrió y una sombra silenciosa tocada con chistera se escurrió hasta la pared.
—¿Es él?
—Sí, mi niña, es él.
La Carmelilla se abraza al cuerpo mojado del Charolito, que apura su cigarrillo y dirige el humo al techo de la habitación, igual que hace Emilio Mostaza.
—Emilio Mostaza le ve perfilarse, hacerse cada vez más concreto; la capa, la chistera, los ojos sin brillos y el color transparente de su piel, al filo de la cama.
—Tiene miedo, ¿verdad?
El Charolito, con la toba del cigarrillo entre los dedos, besa su boca de labios llenos, amontonados de jadeos, y se acerca a su oreja y cuenta que Emilio está febril, cree que ahora sí que sí, de veras, que se ha vuelto loco.
—El hombre elegantón le pone la mano sobre el hombro y nuestro amigo siente el roce frío, como de otro mundo, de su piel de pergamino a través de las ropas. «¿Qué quiere?», consigue preguntarle. «¿Qué quiere?». No le sale la voz y las tripas se le revuelven de miedo. «No se preocupe, amigo», le tranquiliza el hombre, «no tema por nada, me llamo Florencio de Marcos y he sido picaor, aunque todos en el gremio me llamaban el Chistera. He trabajado con Joselito, con su hermano el Gallo, con Sánchez Mejías y Belmonte, entre otros; de modo que tranquilícese». Pero Emilio Mostaza no se tranquiliza, no, mi niña; la voz, que parece de ultratumba, le pone más nervioso. Y el fulano, que lo sabe, despliega de un rincón de su capa el periódico amarillento de siempre y se lo tiende a Emilio, que lo coge tembloroso. «Lea aquí», y su dedo transparente señala una noticia en la página de sucesos. Emilio Mostaza lee donde le ha señalado. Lo hace lentamente, mi niña, junta las sílabas murmurándolas. Le cuesta trabajo. El día que enseñaron a leer no asistió a la escuela. Eso le avergüenza. Sin embargo, con una tenacidad de herrero y a duras penas, lo consigue, mi niña. No puede tragar, pues la noticia, fechada el diez de mayo de mil novecientos treinta, recoge el asesinato de Florencio de Marcos, el Chistera, en una habitación del Hotel Mónaco; la misma en la que ahora estamos tú y yo, mi niña.
—Qué horror —dice la Carmelilla.
—Emilio Mostaza le mira; incrédulo se restriega los ojos una y otra vez, pero no se trata de un efecto óptico y Florencio sigue allí, a la orilla de la cama. Se saca un ajoto de la manga, algo gastada, Carmelilla; un ajoto en sepia que le muestra como una reliquia. Aparece él, la chaqueta bordada, con su corbata negra de tirilla, con su camisa blanca, y una grotesca chistera en su cabeza, en vez del sombrero de picaor redondo, grande; castoreño que le llaman.
—¿Con la chistera?
—Sí, Carmelilla, resulta muy simpático él, sobre el caballo, un jamelgo con más trazas de chiste que de equino; toda una venganza, pues más que a un caballo se asemeja a un pelícano, con el antifaz en los ojos y esa especie de alas, que parece que van a echar a volar. El ajoto lo había enseñado tantas veces que, de tantas veces, resultaba más irreal que su propia figura. Después, empieza a contar su triste historia, una historia de amores mal retribuidos y de sangre, de mucha sangre, Carmelilla, pues resulta que Florencio de Marcos era un picaor de los que ya no quedan. Pero tranquila, Carmelilla, que ahora Florencio de Marcos le explica a Emilio Mostaza el porqué del apodo de el Chistera.
—¿Por qué?
—Tenía gracia, pues Florencio, de paisano, vestía muy bien, era la envidia de todos los compañeros. Una vez, en Barcelona, al ir a abrir su valija, poco antes de la corrida, cuando va a ponerse de faena, Carmelilla, pues no encuentra por ningún sitio su castoreño, tiene una feliz idea que marcará un capítulo en la historia de la lidia. Florencio busca y rebusca, revolviéndolo todo. Pero no da con él. Y así, tiene que salir al ruedo ataviado con la chistera. Eso le da un aire fresco a la fiesta y, a partir de ese momento, eclipsa a los figuras de cartel, siéndose y sabiéndose centro de atención allí donde trabajase. Sus honorarios empiezan a subir como la espuma y es, en este tiempo de gloria, cuando conoce a una mujer que será una trampa. Le llaman la Rififí y es salada como las olas. Trabaja enseñándole las piernas a un público baboso, sobre el escenario de un cabaré nocturno de la Barcelona aquella. Y, no sabe ni cómo, ni por qué, acaba casado con ella, altanado por la Iglesia, mi niña. Los afotos de la ceremonia salen en todas las revistas de la época, que también lleva encima Florencio y que le enseña con detalle a Emilio Mostaza. Es una mujer bella, con ojos de lagartona verde; unos ojos que le iban a dar más de un disgusto a partir de ese día, del día de la boda, mi niña. Florencio es celoso, se achara con facilidad, aunque siempre con motivo. A Florencio no le gusta que ella vuelva a trabajar la noche, le gusta que se quede en casa, en las afueras de Madrid, en lo que hoy es la calle Torpedero Tucumán, lugar donde el matrimonio fija su residencia. Pero es a la vuelta de uno de sus viajes por las geografías de Latinoamérica cuando el picaor, harto de que le señalen por la calle y no precisamente por su chistera, decide llevársela consigo, a la Rififí, allí donde toque faena. Da igual Lima que Sevilla, Córdoba que México, Distrito Federal. Florencio está celoso y una noche, en un burdel de Valencia, un burdel que se llama Casa Rosita y que aún existe, y acompañado de Granero, el matador valenciano, y de un escritor muy golfo y muy rico de esas tierras levantinas, una noche de farra, Carmelilla, allí en la casa de trato, la ve.
—¿Trabajaba allí?
—Sí, pero no como te imaginas, Carmelilla. La ve, pues actúa dentro de una película que proyectan, muy atentas, las damas del burdel.
El Charolito la besa en la boca y ella entorna los ojos: «Cuenta, cuéntame, Charolito, qué es lo que sucede entonces». Y el Charolito cuenta que Emilio Mostaza tiene un nudo en el cuello, incorporado ya de la cama, escuchándole a Florencio la triste historia de su amor emputecido.
—Total que esa misma noche, ante el asombro de Granero y del escritor, va Florencio y se indispone y sale del burdel como ascua, colorado de ira. Llega al hotel donde ella está esperándole, bueno, la verdad es que no le espera y, por lo mismo, está en la cama con un marinero que acababa de llegar a puerto valenciano. Están dándole a los fuelles del órgano. Imagínate la desazón de El Chistera, enfermo, con unos celos que se le salen por los ojos de huevo, amarillos ya. El amante, sin tiempo para esconderse en el armario, sale en cueros por el pasillo y corre como una gallina, tapándose las partes pudendas con el gorrito marinero, única prenda rescatada del temporal. No te rías, Carmelilla, que el chistera pone a la Rififí tierna a golpes, pues para algo es su mujer, mi niña.
A la Carmelilla le parece bien, pasa por alto este ofensivo detalle, pues ha sido educada como perro de aguas, para estimar al que la maltrata.
—Imagínate la que se monta en la habitación, mi niña, que agarran y salen para Madrid, donde ella le pide el divorcio. Sin embargo, Florencio no se lo da. No quiere, pues ha crecido entre ganado y sabe que la hembra propone y el macho dispone. Y él la dispuso su parienta, por obra y gracia de la santa Iglesia católica. Es su mujer y será su mujer hasta que la muerte los separe, como dijo el cura que los casó. Los valores de la tierra se le suben hasta la garganta. El Chistera es un simpático personaje que, como buen macho ibérico de solar, funciona por impulsos, mi niña. Y llega el mes de mayo. Es tarde de feria, Carmelilla, y Florencio trabaja en Las Ventas. Ella aprovecha que él está en la labor para ponerle los cuernos. Él lo sabe, por lo mismo que contrata a un sosias, a un doble, para que salga a la arena y él, mientras, apura el paso y se dirige al Hotel Mónaco, donde sabe que la Rififí está pegándosela con otro. El otro, con el que está pegándosela, es hombre flaco, de fino bigote y manos delicadas, el gesto largo y el estómago agradecido, en contraste con las costillas de tísico que se gasta, tendido sobre la cama azul imperio, se cubre las vergüenzas con las dos manos. Son manos blancas, de señorito, y resultan graciosos los calcetines rojigualdas, sujetos con liga antigua. Lleva las orejas taponadas con algodón, por lo mismo que no ha escuchado la puerta y no le ha dado tiempo de ponerse en acción. El hombre se queda en cama y observa flemático a Florencio sacar toda la mala leche de sus adentros. De vez en vez, acerca sus labios pálidos a una copa de Moerchandón, mi niña que sostiene entre los dedos. Pero la cosa dura poco, lo que la Rififí, desnuda y enojada, tarda en quitarse la peineta y clavársela a su marido, en la cuna del cuello. Cuando la saca, un chorro de sangre salpica el espejo, las cortinas que lo cubren, la almohada y las orejas supurantes del hombre que está en la cama y, que impasible le dice: «No te preocupes, Rififí, esto lo arreglo yo de seguido», y señala de barbilla el cuerpo muerto de Florencio, con la peineta a la nuca.
—Los achares son muy malos. La Carmelilla, resabiá.
—Pero existen, mi niña.
La Carmelilla, que también los ha sufrido, sabe que son así de pasionales, los achares, y asiente a su Charolito, que sigue contándole que Florencio se quita la capa y desabotona el cuello de la camisa.
—Y enseña el pescuezo a Emilio Mostaza, que mira asustado la cicatriz sonrosada, como un langostino dibujado en el cuello. Con la voz trémula, Emilio le pregunta que si la detuvieron. «No», dice el espectro, «es más, vive aún. Tiene casi cien años y ocupa la habitación número 20 del Hotel Mónaco. Es la mujer más perra que conocí nunca, esa Rififí, con boas de plumas y mucha burbuja rodeándole la cintura», le dice Florencio, mi niña. Emilio Mostaza no comprende, por ejemplo, que Florencio, después de muerto, a los sesenta y tantos años de enterrao, salga de la tumba y se le presente a él de esas formas. Y no lo comprende pues, bien mirado, es incomprensible, ¿verdad, Carmelilla? «Ha estado mi espíritu mal dormido todo este tiempo. El dedo divino no había designado a nadie aún capaz de vengar mi muerte, don Emilio», le dice el espectro. «Y, el designao, ¿soy yo?», pregunta angustiado Emilio Mostaza. «Exacto. Usted es el elegido, don Emilio. Será la persona encargada de vengar mi muerte. Lo supe desde el momento que le vi manejar el descapotable amarillo limón», le contesta. «¿Qué pasa?», pregunta nuestro amigo con un nudo en el pescuezo, «¿Qué pasa?, ¿que no lo puede hacer usted mismo?». «Mi querido amigo», le pone paternal el brazo al hombro, «soy un espectro visible sólo para sus ojos». Entonces Emilio cae en la cuenta. «¡Claro!, por lo mismo, los guardajuraos no actuaron en consecuencia cuando Florencio se metió entre vagones». La Carmelilla está que se la llevan los demonios, sufre de impaciencia por saber en qué acaba todo ese galimatías y le pide a su Charolito que por favor, que siga. El Charolito sigue, ahora se le ocurre que Emilio Mostaza renuncia a hacer lo que le manda el espectro aquel, sentado sobre la cama. Y que el espectro sonríe, y que le dice:
—«Usted verá, no creo que aguante mucho soportándome, la única forma de que desaparezca de su vida, de una vez para todas, es que cumpla con el cometido antes expuesto. Ha matado una vida, Emilio, ha atropellado a una persona y no ha vuelto la vista atrás, y esas cosas se pagan, mi querido amigo, esas cosas se pagan». Es un espectro moralista, Carmelilla, el que le ha tocado en suerte a Emilio Mostaza. Al final accede, no le queda otra y va hacia la calle Barbieri, entra en el Hotel Mónaco y sigue las instrucciones. La habitación número 20 está al fondo del pasillo. La puerta está abierta.
—¿Acabará con ella?
—Espera, Carmelilla, tú espera y no te impacientes —la voz a la oreja, que se pega con hormigueo. La lengua mojada que chasca de cerca y la raza del cuello se estremece entonces—. Espera, mi niña, que ahora te cuento.
Y ella se abre en canal, recibe su boca, saboreándole las orillas de arena rosada, la marea salada de playa recién pisada. Ella imagina que Emilio Mostaza, en vez de encontrar a una mujer anciana, con los huesos marcándole los pómulos, una mujer que sí, que conserva aún cierta forma de belleza bajo el pellejo devastado, pero que es una vieja al fin y al cabo, ella imagina que Emilio Mostaza se encuentra con ella misma, pintándose las uñas, en la habitación número 20 del Hotel Mónaco. También, ya puesta a imaginar, imagina que Emilio Mostaza no es Emilio Mostaza y que es el Charolito, pues con ese fin ha sido inventado.
—La puerta de la habitación número 20 está entornada, mi niña, y Emilio Mostaza la empuja. «Estaba esperándole», dice la mujer, después de soltar una risa grotescamente envejecida, Carmelilla.
La Carmelilla se estremece bajo él, y en el espejo se reflejan las formas. En el techo aparece una sombra.
—Pero espera, Carmelilla, ¿has oído algo? —El Charolito apaga las tulipas y coge la navaja suiza de la mesilla.
El ruido viene del patio interior. «No hay duda, compadre. Es como si alguien andase cerca, las vidrieras no estaban tan abiertas. Un poco sí, para que entrase el fresco, pero no tanto. Cuídese, compadre, pues alguien acecha». El Charolito va de puntillas y asoma al patio de luces; la suiza por delante. «Conténgase la respiración, compadre. Cállese ya, que aquí no hay naide. Sólo el cubo de basura, a la esquina. Mire dentro, compadre, con cautela». El Charolito, los pies desnudos y mucha cautela, abre el cubo de la basura y antes de mirar dentro, mete la suiza.
—¡Aaagh!
El Charolito vuelve a probar, al bulto.
—¡Aaagh!
—¿Quién va? —pregunta.
—Semos los Dalton.
Habían estado observándolos, con una intención sucia en sus ojos gemelos. Se habían regodeado en la calentura de los cuerpos, reflejada en el espejo de la cabecera; la vidriera abierta, de par en par.
—Salgan de su escondrijo —impera el Charolito; va desnudo, la navaja firme en su mano diestra.
Los hermanos Dalton salen; llevan la cabeza llena de mondas de patata, hojas de lechuga y cáscaras de huevo. Sobre el hombro de uno de ellos, una costra vergonzosa mezcla de sangre y semen; la sangre, resultado de las puñaladas recientes; el semen, resultado de una goma con la punta de globo venéreo que estaba por allí y que la navaja atravesó en uno de sus lances recientes.
—Entren en la habitación —impera el Charolito.
La Carmelilla se ha ido a esconder al baño, para lo cual ha corrido las cortinas azules que lo separan del dormitorio. Desde allí, por una ranura, observa al Charolito desnudo cómo hace un amago con la navaja y los ordena sentarse. Uno de los gemelos alcanza una silla; el otro, que está herido, pide ir a lavarse, la sangre oscurece los lunares de su camisa.
—Ahora se lo limpia en un bar, aquí no quiero gérmenes —Charolito, crispado.
Luis José lleva la cabeza empapada de sudor, la fiebre se hace notar en su rostro.
—A ver, deje ya de quejarse y que su hermano le haga un torniquete con la polla.
El otro, la cabeza gacha y con un jirón de su camisa, hace un apaño en el hombro herido.
—Cholorico —dice—, Cholorico, mi brother.
—¿Qué han venido a hacer aquí, hermanos Dalton?
—Lavar la sangre de nuestro plas, el Suavecito —contesta con el torniquete Luis José, disimulándose el dolor con mucho orgullo.
—Sin embargo, esa sangre no se puede lavar en el baño de mi habitación —apunta cínico el Charolito.
La Carmelilla observa. A través de la cortina azul, sigue el curso de lo que se cuece en la cabeza de su Charolito.
—¿Van armados?
—Sí. —Y sueltan sus cacharras, automáticas, en la alfombra—. Sí, nos dijo tío Paciencias que son como las que usan los de la ETA.
—No le apriete más el torniquete a su hermano, quédese quieto, que me imito —le dice el Charolito, y mete sus dedos ágiles, morenos y flexibles en el bolsillo del herido, allí donde sobresale un paquete del Winston—. No le apriete más el torniquete a su hermano, que no hace falta.
El Charolito sabe que esa herida no se va a cerrar nunca, pues unta la navaja suiza con ajo fresco, para que así sangre y ulcere la carne que pincha. Ése es uno de sus secretos. Prende un cigarrillo y lo acerca hasta los labios del necesitado, que lo aspira enfermo, con ansias.
—Bien, ¿quieren vengar la muerte del hermano Suavecito? —pregunta.
El uno asiente y el otro gime, el pitillo entre los labios cae al suelo, Luis José se derrumba de la silla y va detrás.
—Pues atiendan —les impera el Charolito ágil, que coge la cabeza del herido por los pelos y le vuelve a poner en su posición normal, sobre la silla. Le pega dos bofetadas en las mejillas, que suenan en la habitación como dos estampidos. Parece que se reaviva un poco—. Pues atiendan, porque fuera, en receción —les dice con la voz tomada de noche—, fuera hay un hombre tras el mostrador, ese hombre es el Plomos —da a entender el Charolito. Le roba otro cigarrillo a Luis José, coge las cerillas y prende una; la llama deslumbra al herido, igual a la luz de los interrogatorios. Pega una calada fuerte del Winston y sigue contándoles que el disparo ha de ser certero, justo en el clavel rojo que prende de la solapa—. ¿Se fijaron en este detalle? —pregunta; la sonrisa de rufián pegada al cigarro.
—Sí, me muera si miento que el gachó lleva un clavel en la solapa— apunta y agoniza Luis José.
—Pues cuando esto suceda —sigue el Charolito—, cuando el del clavel caiga, usted que está bien de los dos brazos y con mucho pulso, usted, José Luis —le dice con las pupilas cargadas de seguridad—, usted disparará al hombre que se levanta desde una esquina del recibidor. Lleva una pistola en cada brazo y, tras escuchar la primera traca, se pondrá alerta de seguido. Este es el Flaco Pimienta, le reconocerá usted de seguido, pues se gasta auxiliares largos, como los de un pulpo.
—Le he visto, me mate un payo si miento que lo he visto leyéndose el periódico en el recibidor.
—El mismo. —El Charolito, con una pluma de humo en sus ojos; el cigarrillo a punto de abrasarle la sonrisa.
Los Dalton, que tenían la misma personalidad que un semáforo, esto es: rojo, pues paro; verde, pues paso, los Dalton se tragaron el cebo, anzuelo y sedal incluido. Y, con las ganas de venganza colgándoles por las babas y el dedo nervioso al disparador, se dispusieron a lavar la sangre de su plas. Tal y como había planeado el Charolito, Luis José no acertó un puñetero tiro al clavel, «y mira que se veía bien, compadre», por lo mismo que, al del clavel, le dio tiempo a disparar a José Luis; tres balazos, bang bang bang, que le tumbaron hecho un ovillo, cerca ya de las escaleras. El Pulpo, desde un rincón del vestíbulo, saca una pistola por cada brazo. Pero no tiene tiempo, pues José Luis; la mano en el primer escalón, los ojos vidriados por la cierta, vacía su cargador sobre el pecho del Pulpo, burbujeante de sangre, que hace un inútil garabato con los brazos, a fin de echarse las manos a la sobaquera. Mientras, Luis José, carga suerte de nuevo, acertándole en un ojo al del clavel.
La ensalada de tiros se escuchó en todo Madrid. La Carmelilla tapó sus oídos y cerró los ojos. El Charolito desechó el traje príncipe de gales por uno de alpaca, más sobrio, «pues la noche no está para dar el cante, compadre», le dijo la voz interior. Guardó los dineros en los bolsillos y salió al vestíbulo, la navaja por delante y en el cielo del paladar el último beso, de llama alta y larga despedida. Ella se ha quedado triste hasta las lágrimas, pues sabe que su Charolito no volverá a recogerla.
—Llévate esto —le señala con la uña roja el Smith & Wesson, sobre la otra mesilla.
—Hace mucho ruido, mi niña.
Y sale.
Atravesó el vestíbulo sembrado de cristales, vio los cuerpos acribillados y se extrañó de que continuara entero el reclamo de neón que anuncia la cafetería con una flecha. «Joder, qué estropicio, compadre», José Luis, que yace en un baño de sangre, tendido decúbito supino; la boca abierta como si tuviese algo de asma, los ojos vidriados igual a los de un besugo pasado de días y muchos cristales en el suelo; esquirlas que rompen como hojaldre bajo las suelas del Charolito. Por el contrario, Luis José ni un rasguño, sólo la herida que no cierra y que le quema dulcemente el hombro. «No llegará muy lejos, compadre», le dice la voz interior.
Pero la voz interior se equivoca en la profecía. Luis José consigue tomar un taxi, cuyo propietario no le quiere acercar al poblado. Sin embargo, pronto cambia de parecer, tan pronto como la automática raspa el cuello del taxista. Con más miedo que vergüenza, el taxista le conduce hasta la casa. «Nos han matao», dice Luis José nada más abrirle la puerta; un charco de sangre empapa el descansillo. Por la herida asoman arterias como revoltijos de cable. Rápidamente le pasan a un cuarto aparte; hay mucha gente dentro de la casa, por lo del velorio del Suavecito. Huele a café tardío y a cera derretida. En la cocina las mujeres hacen rosquillas de anís, caldo de puchero, lágrimas al vapor y picatostes. El fregadero no da abasto, todo lleno de tazas, de cubiertos y de loza. En la sala, alrededor de la caja, con el Suavecito de cuerpo presente, hinchado como un balón, pero con esa dignidad natural que presta la muerte a los personajes más grotescos, allí, en la sala, andaba tío Paciencias con los suyos, con el Mecánico, con el Muelas y con el Tinajilla, echándose un dominó en la mesa camilla. Por eso, cuando le abrieron la puerta a Luis José, el patriarca fue de los últimos que se enteró de lo ocurrido. Se enteró por el Maragato. «Ha sío el Plomos, tío Paciencias», le contó el Maragato al patriarca; «fue el Plomos», nos dijo Luis José con el rostro delirante y bañado de fiebre, «fue el Plomos», nos explicó mientras agonizaba. Según el Maragato, una lluvia de balas cayó sobre José Luis. «Cholorico, mi brother —dijo mientras contemplábamos el tremendo espectáculo de la úlcera—, Cholorico, mi brother». Y el hombro que las comadres limpian con una curiosa suerte de paños empapados en vinagre y ginebra, besándole la frente con el sacramento de sus labios pálidos y fingidos; y el gitanico, de sangre presente, escapándosele la vida en cada suspiro. El Maragato siguió contándole al patriarca que las puñaladas tenían origen pantanoso y tía Pipota, los ojos aguados, maestra en la ciencia de vestir a los difuntos, que prepara la mortaja. También tuvo tiempo de contarle a tío Paciencias que «el Charolito anda con la Carmelilla, metidicos los dos en cama, allí en una alcoba del hotel, y que como la medida de su paciencia es la medida de su imaginación, pues imagínese usted lo que nos ha contado Luis José antes de morirse».
«Que no se us escape, que voy pallá. A la Carmelilla la quiero viva; a él, muerto». Fue decir esto y descoserse en una flatulencia larga y pintona; el patriarca, como si pusiese una inscripción en una tumba.