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El Charolito sólo se fiaba de su polla. Era lo único en el mundo que jamás le daría por el culo. Con arreglo a esto, es posible imaginarle la noche de autos, adentrándose en la residencial: lleva el culo prieto, el ojo avizor y la pestaña alerta. Su andar, burlón de gracia y chiste, tiene eso que llaman guapura y que tantos suspiros obliga. Los zapatos van lustrados y arrojan un soniquete que preña de ecos lo oscuro, que nos anuncia su salvaje cercanía. También su turbio origen.

Se trata de un hijo de la otra orilla, digamos que de la parte baja del tobogán de la vida; crianza de negra cuna y linaje confuso; pellejo delator y un paso endiablado, el suyo, que repiquetea en las calles aún calientes, culpa del último sol de la tarde. A todo esto, y según su reloj de pulsera, pasan diez minutos de la medianoche. El perfil de la luna asoma ya entre dos casas y, a lo lejos, unos ladridos le informan sobre su condición de extraño. Sin embargo, llevado por esa familiar indiferencia que se gastan los solitarios, el Charolito sigue su camino por limpias aceras. Lo hace con garbo de torero suburbial y repeinado, curtido en la alta noche a punta de capote, directo a probar suerte.

Cree poner el pie sobre mármol, nácar y cristal de Venecia; todo ello bañado con la cremosa luz de los dineros. Avanza por avenidas que emanan un frondoso perfume a jazmín, a monopolio, a robo consentido. Tuerce, dobla y quiebra las esquinas. Enfila sus pasos hasta una glorieta trazada al fondo de la calle, y allí se detiene un ratito, plantándose a los medios. Con el talle juncal, la estampa distinguida y la cara de pocos amigos, hace un paréntesis en el tiempo y ojea en torno con desprecio. Le parece que tiene algo de plaza de cortijo sevillano, no sé, de capea nocturna para señoritos, finas copas de oloroso y gomina de boutique, la glorieta. Aunque su corazón abrigue cierta atracción de contrarios, su mirada no puede evitar la antipatía. Y enmascarado de rencor, gira en redondo y dobla a la izquierda, donde se topa con una calle cortada al tráfico. Con ese pisar de nervio, sangre y codicia, cruza furtivo la peatonal. Y se pierde por laberintos dulces y lejanos; calzadas que nunca merecieron, ni merecerán jamás, un paso como aquél: de una pureza que no se vende.

Es posible imaginarle, la noche de autos, caminar bajo los sauces recién peinados de la residencial, las manos en los bolsillos y una poesía de sangre en la boca; es posible imaginar cómo su mirada de rufián le brilla de alegre aventura, en cuanto descubre, aparcado frente a una de las casas, un berda descapotable. Un flamante deportivo de Ferrari, en rojo carmín, seis marchas y toda la pinta de entrar en las curvas sin un mal gesto. «Está aguardándole, compadre», le dice, para sí, esa voz interior tan oportuna.

La noche parece contratada para la ocasión, despreocupada, quieta, favorable a sus intenciones. Sin pensárselo dos veces, el Charolito se aproxima a tan codiciada pieza; mucho sigilo en sus movimientos, una navaja suiza en la mano diestra y un latido oculto en las sienes. Con una feroz delicadeza consigue hacer saltar los seguros. Clic. Y abre la puerta con la mano regular, que es la de los dineros, mientras la diestra empuña la navaja suiza, apoyada en la cadera. De lino impecable, armado con una navaja suiza y en medio de un violento silencio, ejecuta lúcido, templado y gallardo, como si manejase un pase natural. Se acomoda en el asiento y, a la primera, sus dedos morenos tropiezan con el cableado que sobresale bajo la rosquilla. El Charolito, con una elástica astucia de granuja, desaparece en un pispás, como dice él, bajo la rueda del volante. Así que aplica el puente, el motor ruge y el Charolito lo acusa en las pelotas. Una erección de burro da coces bajo sus pantalones de lino y sale raudo, disparado noche abajo, borrándose a lo lejos. Es verano y todo él transpira una combustión interna que le consume las asaduras. A pesar del incendio íntimo, conduce con desenvoltura, confianza en sí mismo y una sofisticada apariencia. Es un profanador de honras, coches y silencios al que no gusta dejar cabos sueltos, rastros que le adivinen. Pertenece a la vieja escuela del grano fino y, que él sepa, es su único representante.

Un punto de fuga, cada vez más pequeño, corre al escape por laberintos de alquitrán, arterias urbanas que le portean veloz hasta la Emecuarenta. Los insectos nocturnos se estrellan en el parabrisas. «No somos naide», se dice cruel y pulsa el botón que pliega la capota. Y la noche se abre, y arroja con indiferencia el abecedario del cielo sobre su rumbo. Pero este detalle le importa una polla, y sigue conduciendo como si el influjo de los astros no tuviese nada que hacer con un tipo como él; los negros mechones de su cabello caen revueltos sobre la frente. Aprieta a fondo. Le sube hasta la boca el regusto agrio del desafío. Las entrañas huecas de velocidad palpitan un indescriptible entusiasmo; los ojos despiertos y el aire de la autopista que entra a cuchillo por sus orejas y que parece que le habla, que le quiere decir algo, como si de una gigante y sonora caracola se tratase. El vello se le pone de escarpia y reduce. Pero sólo un poco, lo suficiente para poder desviarse hacia un camino de cabras. Sortea con destreza las zanjas abiertas, «por si vienen los de la pestañí a llevarnos presos, compadre», que le explica la voz interior. Y llega al poblado. Y es allí, bajo un cielo tachonado de estrellas, donde un olor a fritanga y sobaquina le revuelve la memoria. No conoce otro más antiguo. Es un rancio perfume, una esencia que tapona su nariz de platino, agita su aparato digestivo y le remonta hasta noches de luna borrosa, salpicadas por el acné del pecado. «Triunfaré, seré una sombra prestigiosa», declaraba fanfarrón en esos tiempos, entre escombros perfumados por el orín. «Triunfaré», a la vez que enseñaba sus dientes de leche sucia, subido en lo alto de una torre de neumáticos en llamas. «Triunfaré», nos decía entonces, dejándonos boquiabiertos, él sentado en un sofá sin tripas, la sonrisa desafiante, ofensiva y vieja para su edad.

Con los años, aquel chaval condenado al triunfo conseguiría forjarse una leyenda, una ilusoria carrera de sombras y lumbres que las muelas empastadas de la puñetera decencia no lograron masticar del todo. Demasiado dura. Y sus andanzas, muy pronto, recorren el poblado de boca en boca. Y la boca siguiente es una boca que lleva los labios pintados y que emite un suspiro. Todas le desean. Un ladrido de perra herida que cruza La Rosilla, entra por La Celsa, y llega hasta una rubia que trabaja en las oficinas del Mercamadrid, que igualmente le anhela, susurran lenguas con doble veneno. Chismean que regala perfumes, zarcillos de coral y rosas color moreno. Hablan entre dientes, y entre dientes dejan escapar un suspiro. Al Charolito le gusta romperles el corazón, escuchar cómo les cruje. Y así, cuchichean de él desde el pueblo de Vallecas hasta Atocha. Y se atreven a decir que, por la plaza de Santa Ana, tiene una novia que vive con su hermana pequeña y que, del mismo modo, le hace gustos. Siseantes pronuncian su nombre de brillos pantanosos: Charolito. Y en cuanto hace aparición, hasta los perros le saludan. Asimismo él es hijo de la rabia.

Aparca el coche en el solar, frente a un edificio de fachada leprosa, castigada con remiendos, garabatos de aerosol, corazones a navaja. Entra al portal y una sofocante oscuridad le envuelve por completo. Saca el chisquero y se alumbra hasta el primer descansillo, donde compone la figura: estira los faldones de la chaqueta, ubica el solapón y, con las palmas abiertas, se fija los cabellos a base de bien. Al frente, una absurda puerta acorazada que golpea con los nudillos.

Unos ojos frescos, de niña, salen a abrirle. Son los de la Carmelilla, que estudia octavo y que va poco por clase.

—¿Te han dejao sola? —pregunta.

—Sí —le responde ella—, sí. Se fueron donde la casa del Suavecito, a lo del velorio. Pero entra. Siéntate y espera, que tío Paciencias no tardará.

El Charolito se moja los labios con la punta de la lengua y acepta, entra en la casa. Cauteloso, con aire alerta, descorre la cortina que separa el salón del resto. En la penumbra, consigue distinguir la figura recortada de una persona. La adapta a sus ojos. Es una mujer. Se busca el ánimo con un pinchazo, envuelta en sombras; le parece que debajo de la lengua. Abre la llave de la luz y una bombilla pelona, ahorcada al techo, confirma sus sospechas. El Charolito se vuelve a la Carmelilla y lanza una mirada de reproche a sus ojos de almendra amarga: «¿No te avisó tío Paciencias de que aquí no vengan a ponerse?», le viene a decir. Y ella, de igual forma, sin mediar palabra y con la mirada, le contesta algo así como: «Y a ti qué diablos te importa eso». Sin embargo, a él, eso no le da igual; no. Y no le importaría, ni poco ni mucho ni nada, si no fuese porque aquella mujer, allá en un rincón, recostada sobre el sofá, se llama Dolores Laredo. El Charolito lleva su nombre grabado en el pecho con asta de toro. Puede reconocerla, a pesar del color a cera pálida; a pesar de las mejillas hundidas, atravesadas por la sonrisa caballuna. La belleza perpetua del esqueleto se conserva todavía, bajo el pellejo descolorido. La boca, con gusto de sangre recién fijada, le dice algo; tal vez saluda, tal vez sonríe. Sus pupilas son dos alfileres que se clavan en un visto y no visto. Es verano y, a pesar de la calor, sufre un abrigo de pieles que resbala a un lado del hueso desnudo. La espalda es una herida, un escalofrío, una sacudida, un camino que él recorre con los ojos arrugados, charoles y embusteros. Alcanza una silla. Se sienta del revés, a horcajadas, con el respaldo entre las piernas, y sigue mirándola. Sin embargo, no la mira a ella; no. El Charolito pierde la mirada en un tiempo muerto, ya pasado, pero que no ha terminado de pasarle todavía y que le embiste como toro a la defensiva, arrastrándole por callejones de sombras, de memoria hecha jirones; igual que si no fuese ayer y fuese hoy cuando ella hizo presencia, surgida de un tajo de la noche; el escote abierto en ruedo, los pitones tallados, la respiración cercana, el talle vaporoso y los capotazos de sus glúteos. La cosa ocurrió como sigue:

El calor, igual que de costumbre, se nos había adelantado aquel año de gracia que, dicho sea de paso, no tuvo gracia ninguna para el Charolito. Fue por finales de mayo. El del noventa y seis, si mal no recuerda. Hasta los termómetros de la capital sudaban. «¡Que se nos ha venido el verano encima!», era la conversación de moda en los ascensores, en los patios de vecinos, en las barras de los bares y allí donde dos personas se cruzasen. «¡Qué sofoco!», le decía la Fulanita a la Menganita con la pinza en la boca. «¡Cuánto calor, su primo!», apuntaba el Brasas, para no ser menos, desde el cuartito de la cueva del Candela; junto al Charolito, su primo, dándole la vara. Esto sucede unas horas antes de su primer encuentro con Dolores Laredo. «Dispara ya, Brasas, ¿dónde cojones es la farra de hoy?». Y el Brasas que le santea el punto diciéndole que es en una urbanización de jurdós. «Lo tengo aquí escrito, su primo —y saca un trozo de papel que le cuesta leer—. Es en una casa de la calle Torpedero Tucumán, pero que no me sé el número». El Charolito echa un vistazo al papel. «He quedao con el mulato; imagino que se acordará de venir con los trastos, su primo. Los jambos me han pedío ritmo y guitarra. Rumbita caliente pa nimar el cotarro, usté ya me entiende, su primo. El mulato es el que se lo sabe dónde queda. Qué, ¿se apunta usted con nosotros, en la furgoneta que nos hemos mercao?, su primo. También hay sitio pa usté. Y cuánta calor hace, su primo. ¿Un güisquito?, su primo. ¡Y cuánto calor!». «Voy por libre», le corta el Charolito, que se levanta de la silla y, con la cabeza hervida, desaparece rumbo a aquella calle que parece un trabalenguas: Torpedero Tucumán.

Con la misma rapidez que pasan las cosas en las películas, el Charolito llega a la fiesta. La seguridad es su billete de entrada. Incluso les pide permiso, «por favor», a dos fulanos que se saludan expresivos en la verja de la calle, «me permiten», junto a un deportivo gris perla, aparcado al abandono sobre la acera. Un agradable sabor de vacío flota en la sala, rebosante de cuerpos, burbujas y lentejuelas. El codo cruel del Charolito se abre paso hasta el bar. «Moerchandón». La voz bronca sacude el espinazo del camarero que levanta la ceja y, con una sonrisa que es una trampa, contesta: «Aquí sólo Freixenet». El Charolito se borra de allí en un dos por tres, y dirige sus pasos hacia una de las habitaciones del fondo.

Cortinones de Damasco, donde pegar los mocos; alto techo, para perder la vista en musarañas; sillones confortables, donde saborear la copa y un pitillo del Winston, que se ajusta a los labios con un garabato de la mano zurda. Dispara el humo violentamente y acierta en un retrato al óleo; es un gachó que lleva mostachos antiguos, una jeta que, a juzgar por las líneas que surcan sus mejillas, le pega que sufre dolencias gástricas. La ceniza cae al descuido sobre las listas de parqué encerado, madera de castaño, por lo menos. Y en esos momentos Pascual, el mayordomo, hace acto de presencia en la habitación. Los guantes blanquísimos, la sonrisa también. «¿Desea algo el señor? ¿Se aburre? ¿Por qué no participa de la fiesta?», le parece que le dice, sin decirlo, muy atento. El Charolito, que no desea que le vean mucho, esquiva a Pascual. Se levanta de inmediato del sillón y vuelve a la sala, a refugiarse entre estallidos de carcajadas y riñones bien cubiertos.

Como era de esperar, los músicos llegaron tarde. Aparecieron con mucho ruido, con toda la cocina de instrumentos desparramada por aquí y por allá, vestíbulo y aledaños. Se trajeron hasta un sintetizador. En fin, que le pusieron empeño al trabajo. Sin embargo, entre los invitados a la fiesta, apenas se prestó atención a las rumbitas. Y, a la verdad, el espectáculo fue de una plástica soberbia: «Tengo un barcón plagaíto de masetas», cantaba el Brasas, su primo, con sentimiento, «y unas me dan opio, y otras marijuana y así voy tira que tira toíta la semana, yobí yobí, yobí yoba», berreaba, su primo, sudoroso; los sobacos empapados, la camisa anudada al ombligo peludo y ciego; «yobí yobá», el Canela acompañaba la percusión con mucho movimiento de brazos, sentado en una especie de cajón de madera abierto por detrás con un boquete, «yobí yobí, yobí yobá, que cada día te quiero más». Le pegaba unos trallazos que retumbaban en los estómagos más agradecidos de la fiesta. «Y yobí yobí, yobí yobá», que los jambos no parecían interesados en las rumbitas. Tampoco el Charolito que, en cuanto los ve hacer acto de presencia, entrar con los utensilios al hombro, y como quiere pasar inadvertido y el Brasas, su primo, es poco confidencial, pues va y se esfuma de su vista. Encamina sus pasos hacia el jardín, solitario, improbable, empapado de noche.

Se acomoda el jarbadillo sobre unas escaleras de piedra, junto a la piscina, sin otro motivo que el de hacer tiempo. Entonces, con unos movimientos de caderas exactos, indolentes y fríos ella pasa por delante. Y con una temperatura de fina copa de champán, se sienta pierna sobre pierna en una de las tumbonas, junto a la piscina bañada de estrellas. Él estaba cerca, dijimos que en las escaleras de piedra, la navaja suiza entre los dedos juguetones y una sana intención rondándole por la cabeza: hacerse con el deportivo gris perla de la entrada. Pero lo primero era aguardar. «Aguardar sin ser visto, ya sabe usted, compadre»; aguardar a que los jambos pescasen una buena cogorza. Aguardar el aviso de esa voz interior, para poder comportarse ligero: lenguas de trapo que se enredan y copas que rompen en el suelo. Voces pastosas. Risas desenfocadas. «Mientras tanto, cuanto menos le vean a uno, mejor que mejor». El Charolito sabía hacer pocas cosas y una de ellas era esperar. Se había pasado media vida esperándose a sí mismo. De ahí las hebras canas que plateaban sus huevos: rizos lúbricos, honorables, debidos al don de la espera.

De acuerdo con esto, aguardaba el Charolito sentado en las escaleras, cuando, muy oportuna, en la demora apareció Dolores Laredo. Su larga zancada, de luto alegre y fina aguja, que pasa por delante y consigue despertarle la atención. La espalda desnuda, el cabello recogido con maña, pinchado en una rara flor que deja al descubierto su nuca de pantera, perlada de noche. La seda del vestido largo, abierto a los flancos, le hace guiños. Las pestañas son arqueadas, los muslos con encaje de brocado y el trasero resuelto hacia arriba, vigoroso y con la mordedura de la luna a los centros. El no se lo piensa dos veces, sepan que va y que se acerca hasta donde ella. Lo hace con el pisar seguro y los ojos chisperos, retadores. No es guapo, pero da igual, se aproxima como si lo fuera. Entonces se miran. Se atraviesan. El con chulería, ella guardándose las distancias en el escote: que no pero que sí. La temperatura de fina copa de champán se altera. Su entrepierna parece que también. Sus ojos, de ceniza mal apagada, le insinúan alcobas de sábanas revueltas, con su aire acondicionado y su perfume parisién. Oh la la. «Buenas noches madmuazel. Viste muy bien —le dice él—, y que me muera si no se desviste usted mucho mejor». Ella sonríe de lado, hace un juego de piernas más-rápido-que-el-ojo y le deja sitio, allí mismo, sobre la tumbona.

Pero él se mantiene de pie, bravucón, con los pulgares engaritados en la hebilla de herradura. Enseña su sonrisa, fina como hoja de cuchillo, y pasea la punta de la lengua por los labios. Se trata de un gesto que sirve para cortar con todo preámbulo. Y ella, a la sazón, incorpora la anatomía y respira su aliento, espeso de noche. Una calentura del infierno, un misterioso latido que engrasa sus piernas, igual que si fuesen armas de fuego. Hablamos de un grado superior de humedad que empapa la casta de sus muslos y que, en aquel entonces, hace que se desprenda del vestido. No lleva sostén, tampoco bragas, para qué. Lo deja caer al oloroso césped, un trapito fácil, inevitable, sin esfuerzo, como si lo hubiese ensayado de otras veces. El observa. No pierde detalle. Empleando mucha sabiduría, sus dedos morenos descalzan unos pies de uñas lacadas en rojo cereza, tobillo fino, zapato de pulsera. Sube a ritmo lento; el tacto delicado de las medias, el interior caliente de los muslos, allí donde sus dedos morenos se recrean. Ella no opone resistencia; sino todo lo contrario: se abre como un acordeón.

El aliento espeso del Charolito la empapa y un bicheo sube hasta su oreja. El Charolito susurra un idioma irresistible, tan antiguo como el mundo. Un rumor que la deshace; que humedece la carnadura de los muslos, emputecidos con brocado alto. Dolores Laredo se deja coger en brazos. Alborota las piernas y suelta una risa que recuerda al graznido de una gaviota en celo. El verano ha tostado su vientre y afilado sus uñas, en rojo cereza, que clava con saña en la espalda del Charolito. El las puede sentir, a través de su traje, hundirse en los hombros templados y membrudos de esfuerzo. Ella entorna la boca, cierra los ojos y espera que otra lengua se enrede con la suya, y que la invada, y que le corte el aliento como un cuchillo al fuego. Y el Charolito que acerca sus labios a los suyos y que no la besa; no. Se limita a lanzar una sonrisa que es una puñalada y que ella acusa en el bajo vientre. Emite un suspiro, presa entre sus brazos morenos. El Charolito, que ya ha borrado la sonrisa de su boca, se dedica a zarandear el cuerpo desnudo de Dolores Laredo a la orilla de la piscina. La agita como si intentase adivinar la razón de su peso. A ella le da la risa floja y acusa un pinchazo en la vejiga. «Follame». Dicho por ella quedaba tan fino que una sonrisa de puñal se dibujó en el rostro del Charolito. Ella no sabe que ese puñal afilado significa el indulto. Sin embargo no tardará en saberlo, pues de seguido la tira a la piscina. Chof. «Lo siento, sirena, estoy de servicio». Y acomoda su camisa, el solapón del traje, los pantalones. Cruza el jardín hacia la casa. Y se limpia las suelas, las hace rechinar sobre la piedra del cubierto, una y otra vez, antes de entrar a la sala.

Son las tantas y la fiesta está más animada que un coño con ladillas. Dos peces gordos, de escamas podridas, conversan con acidez y reflujo gastroesofágico. Llevan tirantes, un green fee de dieciocho hoyos en el trasero, el colesterol alto, el handicap bajo, a plazo fijo pongamos; además de acciones en Country Club, los espermas aguados, y las hipotecas y las letras de cambio que os entren holgadas por el green fee. Y la parienta en la sierra, con el mayordomo y el dálmata, en el salón fantasía, abanicándose la entrepierna. El Charolito los miraba con rabia genital, con un certero resentimiento de clase. Al fondo, ebrio, consiguió divisar a su primo, el Brasas. «Llevo un vacilón condiserable, su primo», le suelta. «Déjeme tranquilo, Brasas, y póngase a rascar la sonanta que los señoritos se le van a enfadar», le dice con desprecio a la par que lanza una mirada retadora a su desaseada presencia. Al Brasas le huelen las axilas, va sudoroso y hecho un fanegas; la camisa por fuera y los pantalones caídos. Está morao y se le nota. Con los ojos beodos le ve perderse por el pasillo, hacia la puerta de la entrada. En el fondo se le envidia. Por culpa de unos cuartillos de sangre, el Charolito es distinto a todos. A lo mejor y por eso, ellas repiten su nombre en sueños. Hasta la Carmelilla, que ya está hecha una mujer, sufre de celos por verle entruchado, así como un náufrago que se aferra a un espejismo, a una tabla astillada por el tiempo pretérito. Se acerca a él y le tira de la manga. Quiere llamar su atención. «Agua pasada, marinero». Sus ojos de arena tostada siguen fijos en un punto muerto del horizonte.

—Anda, Charolito, va —y otro tirón a la manga—, anda va y cuéntame la de Emilio Mostaza.

El Charolito se muestra impasible a los cantos de sirena de la Carmelilla. No la hace ni puñetero caso, apenas se vuelve a ella para preguntarle:

—¿Se va a tardar mucho tío Paciencias?

—Ya te dije que están donde el velorio del Suavecito.

Enciende un cigarrillo del Winston, dispara el humo hacia el rincón oscuro de los recuerdos y, con rizos de humo azulón, consigue envolverlos en parte.

—Cuenta, Charolito, cuenta —y le tira de la manga otra vez.

El Charolito, con aire de rufián incestuoso, se vuelve a la Carmelilla y mira sus rodillas coloreadas de mercromina; la falda más arriba de sus muslos; una combustible metáfora que esconde la flor de labios nuevos; y va, y cuenta que «érase una vez un gitano guapo y picantón que se llamaba Emilio Mostaza, amigo de los coches ajenos, y de las mujeres también ajenas», y guiña el ojo. Y cuenta que vio el descapotable en la calle Torpedero Tucumán, una calle con aceras y jardines vallados. Entonces la Carmelilla se imagina una casa como la de las películas, con cortinas en las ventanas y tejados de chocolate. Y el Charolito va, y explica que el descapotable amarillo limón tenía las llaves puestas y que, por lo mismo, fue muy fácil arrancarle.

—Ruge como un león —le dice. Y ella, atenta, llega con la imaginación hasta el salpicadero, todo lleno de relojes y de luces. Un aire de jardín recién regado se cuela por la ventanilla—. Pero ¿qué demonios pasa?, ¿quién es ese fulano que atraviesa el jardín hacia la verja de la calle y que va a pillar a nuestro amigo con las manos en la masa?

»El asunto va a complicarse, Carmelilla, de un momento a otro una red palpitante de mentiras te va a sacar de este barrio, un fraude, una mixtificación, una patraña tejida con bronca voz y que pisarás en falso. Es sólo un juego, pero, a partir de ahora, hay que andarse al loro, mi niña, pues la trampa está tendida.

Y la Carmelilla, con los ojos como dos platos, encendidos por la emoción, que escucha cómo Emilio Mostaza cierra la puerta del coche, suavemente.

—A partir de ahora, mi niña, la intriga está servida, pues el fulano cada vez está más cerca y Emilio Mostaza que si quieres arroz Catalina, o sea, hecho un pánfilo, acomodándose en el asiento reclinable. Y el fulano que se aproxima a la verja de la calle. Sin embargo, este detalle Emilio Mostaza lo desconoce; la tapia se lo esconde, mi niña. Si lo supiese se daría más prisa, pues Emilio Mostaza no es un pringao cualquiera, no; lo que pasa es que ignora esto, la valla se lo esconde y gozoso, cegado por la aventura, se pone al volante.

La Carmelilla abraza sus rodillas coloreadas de mercromina, la boca seca, los ojos barnizados de inquietud.

—Va, Charolito, anda, cuenta, cuéntame quién es el fulano que Emilio Mostaza no puede ver y que ya está en la verja de la calle.

—Todavía no lo sabemos —dice él—, pero es un hombre gordo y distinguido. Viste con chistera como la de un mago y, a pesar del calor, lleva una capa elegantona. Utiliza bastón. Su piel es sanguínea, transparente digamos, tan pálido como un pergamino antiguo. Usa bigote y parece envuelto en un polvillo plateado, metafízico —se atreve a decir el Charolito—. Abre la verja silencioso y sale a la calle.

—La del Torpedero Tucumán —le recuerda ella, que nunca se olvida.

El Charolito sonríe y prosigue con el cuento:

—Al final sucede lo irremediable, Carmelilla.

Ella se angustia cuando la mirada del fulano elegantón se cruza con la de Emilio Mostaza.

—¿Qué hace Emilio Mostaza? ¿Qué hace que se queda pasmado dentro del coche; las manos al volante, la boca abierta? ¿Qué hace?

—Cuando el fulano se quita la chistera, cortés, con ánimo de saludo, Emilio Mostaza se sofoca, suda. —«¿Por qué no sale ya, Charolito?», cree leer en sus ojos interrogantes—. Está sorprendido. No sabe, Carmelilla; no sabe de dónde demonios ha caído ese fulano gordinflón y vestido de antiguo, saludándole ahora con la chistera, muy currutaco él. Le parece algo sobrenatural, ya sabes que Emilio Mostaza es un tipo supersticioso, siempre lleva un diente de ajo en el bolsillo que se toca una y otra vez, antes de salir a toda pastilla por la calle Torpedero Tucumán abajo. «Me ha calao a fondo», se castiga Emilio Mostaza sin ton ni son. «Me ha calao a fondo», se flagela por la Castellana; el acelerador a tope, las agujas a toda cifra. Le han visto y eso no le gusta nada.

—Qué mala sombra —exclama la Carmelilla palmeándose las piernas, largas, tostadas y recientes.

—La Castellana tiene algo de mar postizo cuando llega la calor, sabes Carmelilla —dice él—, con las terrazas y las chicas platino bailándose un ritmo de moda sobre la barra. Eso gusta a Emilio Mostaza. «¿Una vueltecita hasta la Cuesta de las Perdices, rubia?». —Y la Carmelilla cree que viste de lino blanco, como él, y también cree que se peina coqueto, con mucho brillo ese Emilio Mostaza—. Aun así, no se detiene a ronear en la terraza de moda, como es costumbre —le cuenta la voz bronca de Charolito—. Está preocupado. A Emilio Mostaza no le gusta dejar flecos en sus acciones, por eso, después de quemar un coche por la ciudad, borra cuidadosamente sus huellas con un pañuelito empapado en colonia. Es un tipo limpio, de los que ya no quedan, Carmelilla. Le da el barrunto y, al llegar al puente de Rubén Darío, tuerce. El semáforo está cerrado para él, sin embargo no lo ve, sigue flagelándose: «Nunca tuve que hacerme un coche amarillo», se repite sin tregua. Ya sabes, Carmelilla, que Emilio Mostaza es muy supersticioso. Por lo mismo que se echa mano al bolsillo y se va a tocar el diente de ajo. «Pero ¿qué pasa?», se pregunta extrañado, «¿qué ha sido del ajo que hace un instante tenía en el bolsillo? ¿Será posible?». En esos mismos momentos alguien se dispone a cruzar, Carmelilla, parece una mujer, es alta, esbelta, va medio desnuda y ha esperado en la acera, paciente y pechugona, a que el disco cambiase a su favor.

La Carmelilla se alarma, tapa sus ojos con las manos.

—El choque es inevitable. Emilio Mostaza siente el golpe seco en el guardabarros. Su cabeza retumba. Pero no frena, mi niña; no. El muy podrido sigue. Por el retrovisor distingue el cuerpo tumbado, inerte y blando, sobre el asfalto caliente de la noche.

En esos momentos llaman a la puerta y la Carmelilla pone cara de fastidio.

—Se interrumpe la sesión, mi niña —le dice en bajo, y se levanta ágil a apagar la luz.

La Carmelilla sale a abrir y él, con la mosca detrás de la oreja, asoma la cabeza hasta divisar el umbral de la puerta. Es el Brasas, su primo. Viene con el Canela, aquel mulato que toca percusiones y que entra en las casas con un tambor al hombro. Se saludan de beso.

—Esta noche toquemos en el Patas, su primo.

—No se dice toquemos, se dice tocamos —apunta la Carmelilla, desde la esquina; lleva un pesacartas elástico entre las manos.

—Pero ¿qué ocurre aquí, que tocas tú acaso, pequeña?

—No soy pequeña, que tengo casi catorce.

—Trece años y diez meses. —Entra en la guasa el Charolito.

Ella le quema con la mirada, miles de hogueras chisporrotean en sus ojos.

—Una condena para delincuentes de poca monta —dice el Canela entre tos y tos, los humos del porro saliéndole por la nariz; la boca como una churrería.

El Brasas pide tres de beda y uno de ruina. El jurdó, recién cobrado, se queda sobre la mesa vestida con hule. Un ventilador amenaza con volar los dineros y la Carmelilla, viva para esas cosas, los coge antes de que esto ocurra. Y los plisa, en una suerte de manos que reduce los billetes a la mínima expresión. Cuando cree que nadie mira, entonces los esconde en sus zapatos de medio tacón. El Charolito, atento, de reojo, dibuja una sonrisa. Y frente a un espejo de luna picada, colocado al descuido en una esquina de la sala, el Brasas se acomoda los cabellos rizos, frondosos como lanas de carnero merino.

—Nos vamos que toquemos en el Patas, su primo.

Antes de salir, el Charolito descuida su pie, en calco lustrado a dos colores. Y el Brasas que cae en la trampa.

—¿Qué? Me se iba usted sin despedirse de su primo.

—Se muera papa si es verdad, que yo a usté le ofrezco gloria, su primo. Lo que pasa es que aquí el tío Paciencias no se nos deja ponernos. Ya conoce la cantinela, su primo.

El Charolito se levanta muy tieso de la silla, sin arrugas, como recién planchado. Echa un vistazo por la luminaria, a través del visillo, y le hace un gesto de barbilla al Canela, que deja el tambor en el suelo y se acerca hasta allí. Aplasta su nariz yoruba en el cristal y entra en el juego del Charolito, que retira el visillo ante sus ojos inyectados en sangre. Un berda rojo carmín se refleja en ellos. Sus pupilas son dos chiribitas saladas.

—«Rojo como la guinda que guardas en tu ombligo, mulata —tararea el Canela—. Rojo como el rubor que me quitó el licor, allá en Copacabana, y dale gas, cariño y dale más, y así, así así». Ella se encoge sobre el asiento abatible. El Canela muerde su cuello. Un escalofrío sacude las caderas africanas y generosas. Sudan. Se contraen en un juego de sombras. Juntos dilatan el tiempo. Jirones de noche caliente empapan la tapicería de cuero, en negro y de un lubrificado perfecto. El Canela chasquea los pitos. Su magín le baila una rumba de agua. Ingenia una boca afilada, unas encías de caramelo que no le descansan, un cambio de rasante, un vacío en las tripas. El Canela fabula.

—Si me da medio kilo es suyo, una ganga, Canela —le tienta el Charolito.

La Carmelilla se ofende, no le gusta que se hagan tratos en la casa sin contar con ella. Tío Paciencias esas cosas no las permite.

—La puta que me parió, no llevo suelto, pero ahora, que me voy de gira con Paco, me lo guarda usted. O mejor, se lo guardo yo, el dinero digo.

—¿Lo quiere usted probar? —le recita chuleta, con la voz vinosa, tabernaria, con gusto crepuscular, igual que cuando cuenta la de Emilio Mostaza a la Carmelilla.

El Canela se deja tentar y sale con él, a la calle. El Brasas aparece al rato y acomoda sus excesos adiposos como buenamente puede, entre el mulato y el Charolito, su primo. El gitano contribuye a viciar la atmósfera a fuerza de sobacada y otros aromas no clasificados.

—¿Tiene un bardeo, su primo?

El Charolito saca la navaja suiza. Se la tiende al Brasas.

—La puta que me parió, ni una quemadura, tapicería nueva… —acaricia el cuero negro; el tacto mórbido.

—Por medio kilo es suyo, Canela.

—La puta que me parió.

Y el Brasas que picaba en montoncitos, sobre un espejo de maquillar. El Charolito lo podía ver reflejado en el retrovisor.

—Me ha contao la Carmelilla que ha habido chicha —le suelta con la voz de la sangre, su primo—. Me ha contao que el Flaco Pimienta salió ayer mismo del caldero y que no ha perdido el tiempo; que se cobró la vida del Suavecito. Cholorico, tan buena gente como era, su primo.

—Corta, drácula, que llevo escapulario —le señala el asunto—. Corta y calla —impera el Charolito.

El Brasas cortaba lonchas y el Canela jugaba a las percusiones con el salpicadero, «tam tam tamba, tam tam tumba, sobre el arradio retumba, tam tam caramba, que cómo la tengo, que huele a uña», y así otra vuelta con sus dátiles de cucharón, y los ojos en vistas de pegarle una fumaíta al asunto. Rojo libanés que viene y que va, y «procuro olvidarte, siguiendo la ruta de un pájaro herido, procuro alejarme, de aquellos lugares donde nos quisimos —cantaba Bambino—. Me enredo en amores, sin ganas ni fuerza por ver si me olvido», en el arradio a todo volumen. La cinta, propiedad del Canela, que se la habían prestado para que aprendiese las canciones de una puta vez. No habría ido a ningún ensayo supone el Charolito.

—No sea usté asín, Charolito, su primo, que tampoco le llamemos hasta el último momento.

El último momento fue ayer noche, cuando se encontró con el Brasas, su primo, en la cueva del Candela y le dijo que les faltaba un percusionista en el grupo del Bambino. El Brasas roneaba de director de orquesta y de ser primo del Manzanita, su primo. Te soltaba capítulos de su perra vida sin que se lo pidieses. Cumplía con esa característica común a todos los artistas de medio pelo. «Oiga, su primo, que en una ocasión le hice palmas sordas al Camarón. Oiga, su primo, que la Niña el Lunarejo me ha encargao la dirección musical de su grupo. Oiga, su primo, que tenemos una docena de bolos por toda Andalucía. Oiga, su primo, que me ha llamao Peret, que paga chachi». Y el Canela que la noche de ayer iba ponderoso, culpa de una gachí que le había regalado una bolsa de aquello que nos gusta tanto. Y el Brasas, su primo, seco y despistado, que perdía la vida y el aceite detrás de la gallina. Por mor de una raya, sólo le faltaba prestarle la mujer al mulatón. «Que yo le doy trabajo a usté, su primo, se muera papa si miento». «Me lo podía haber dicho usted antes Brasas, su primo, y no ahora, cuando ya no queda nada». «Mañana en los ensayos, frente al Teatro Calderón, su primo, a la hora del café». «¿Quién paga, a todo esto?». «El empresario es el gallego de siempre —dice el Brasas con desprecio—. Sepa, su primo, que un ratito antes del concierto le pedimos el adelanto», baja la voz al oído del Canela.

Un ratito antes del concierto están solos, el Brasas y el empresario, sobre una mesa de la entrada. Un moscón se recrea en las viandas. Sin embargo, el gallego no lo espanta y sigue masticándose bajo el bigote una del Cincojotas. Que si vamos a grabar con el Starsky, que si esto, que si lo otro, le cuenta el Brasas. Velocidad, tocino, churras, merinas, frases de relleno y entremedias va y pide el anticipo. De todo esto, Bambino y su representante artístico no saben nada, pues aún no han llegado de Utrera. El gallego, sin moverse, manda que le traigan de hambilitación cinco mil duros. En billetes de a cinco, que el Brasas guarda satisfecho en su pelleja. «Después hablamos, su primo». Y sale del Casa Patas y, en la misma acera, se encuentra con el Canela, que se apea de un taxi con el tambor al hombro. La cabellera de horquetilla y madreselva se mueve a la par que inventa excusas. Los brazos, como aspas de molino loco, alegan razones improvisadas. «Lo siento. Perdónenme, que no pude ir a los ensayos de ustedes. Resulta que una gachí me dijo que llovía y que me esperase en su casa. Una casa grande, palasiega. Y se puede usted creer que no había un paraguas en toda la casa. Cuando dieron las cinco, me acordé de ustedes». «Pero, ayer a las cinco, ¿llovía?», se pregunta el Canela para sí. «No salga, no salga, su primo —le dice el Brasas con una luz de feria en su sonrisa desdentada—. No salga que nos vamos y ahora venimos. En menos que canta un gallo estamos de vuelta». El Canela lo entiende a la primera y, sin más rodeos, le dice al del taxi que no baje bandera. «A La Rosilla», impera el Brasas, su primo. «No, allí no —se niega el taxista—. Si les parece bien les dejo cerca, en la Emecuarenta, donde Platerías Durán». «A mí me parece bien, y si a mi primo, aquí el mulato, no le pesa mucho el tambor, pues también. ¿Se pue fumar, jefe? ¿Podrían ser las ventanillas abiertas, jefe? ¿Pue ponerme esta cintita, jefe?». El taxista pregunta si es del Fary, y el Brasas que dice que no, que es de Miguel Vargas Jiménez, o sea, Bambino, y que esta noche toca en Madrid. Y que viene especialmente de Utrera pa el acontecimiento. Y que como primera guitarra le han llamao a él, su primo. «Y esa maldita pared, que no deja que nos acerquemos», también la toquemos, su primo. «Esa maldita pared yo la voy a romper cualquier día», ocho o nueve números, ya sabe su primo, luego el fin de fiesta por bulerías. «Y ahí está la pared…». Y el rojo libanés que viene y que va.

—Que me acaba de contar la Carmelilla que hubo chicha fresca.

El Brasas, su primo, volvía a la carga. Lo hacía con puyazo certero, en el morrillo. El Charolito se resiente sobre el asiento del conductor.

—¿Qué es de lo que presume su enfermiza cabeza, Brasas?

El gitano, su primo, se lo sabía de arriba abajo. La Carmelilla le aportó los detalles: al Suavecito le habían dado pasaporte. Un cuchillo de cocina que le abrió la nuca al centro, como una cremallera. Todo estaba a oscuras. Un apagón primero, un alarido después, el que emitió el Suavecito escapándosele la vida por la boca. Se lo sabía de carrerilla. La noticia le llegó mientras estaba en el Patas, frente al empresario gallego. «Que se han liquidado al Suavecito allá en el poblado —vino el Benamargo con la novedad—. Todo apunta a que fue el Plomos, mandado por orden del argentino ese al que llaman el Flaco Pimienta. Ya sabes que ayer mismo consiguió la condicional. Se ha dado prisa el tísico, maricón de la Pampa, che pibe, todo apunta a que el próximo en la lista lleva nombre de brillos pantanosos: Charolito». Hay una mórbida intención en la provocación del Brasas, su primo, dentro del deportivo, incómodo entre los dos cuerpos.

—Que me acaba de contar la Carmelilla ahora que hubo chicha fresca.

El Charolito se vuelve a él, le balea con la mirada. Todo el mundo le tiembla cuando mira asín. Después de un cruel silencio, se aproxima, y muy bajito le cambia el tercio:

—Le vendo este carro. Medio kilo en mano y es suyo, Brasas.

—No tengo medio kilo, su primo.

—¿Tan poca cosa se gana usted de artista, Brasas, su primo?

El Brasas calla y corta, sobre el espejo. Ya volverá a la carga, pues es algo rencoroso el gitano. Cuando está picado, a su gusto, se lo administra vía nasal. Gloria bendita, parece que dice. Sus narices silban onomatopeyas difíciles de transcribir.

Con el pavo subido, colorao, como recién tostado por el sol de una playa artificial, el Brasas pasa el espejito. Temblonas las lonchas de beda que van encima. Unos dedos morenos rechazan el billete en forma de rulo. Se echan mano a la chaqueta y, del bolsillo interior, sacan un tubo estrecho y de plata vieja. Antes de esnifar, el Charolito lo hunde en el polvo y lo lleva a la punta de la lengua. No puede contener una mueca de asco.

—Paso —y hace un aspaviento.

El Brasas aprovecha y aconseja:

—Hace bien, su primo. Luego le empieza el ruido de caenas.

—¿Por qué eso? —pregunta el Canela, a la par que pasa la lengua sin humanidad ninguna por el espejito.

—Las sombras se agrandan cuando las estimulamos —suelta el Charolito, muy redicho él—, y aquí, su primo se cree que servidor está hecho un badanas y que no se toma el polvo porque vaya a saber usted, le sienta mal al magín.

—¿Y por qué ha de sentarle mal? —pregunta el Canela perplejo.

—Porque es coca del periful. Está cortada y por eso no la tomo. —Rotundo, el Charolito.

—Ya —dice el Canela por decir algo.

—Veréis chavales, yo soy el Charolito, de nariz con buena cata y sibarita que me lo fumo en papel del bollere, bien roulées chlorfrei, a ver si nos enteramos. Que mi menda también chamulla el francés cuando le da. Y aquí, su primo, me tienta a que moje la lengua y cuente. Y cuente que estoy asustado, que todo a mi alrededor es una sospecha y que no veo más allá de mis clisos, deslumbrados por un presentir tan oscuro como mi ventura. Pero no os voy a dar el gusto, putas. —Y se calla.

—Pero eso es bicarbonato, estupendo para el estómago y que yo sepa el bicarbonato no da la paranoia —apunta muy serio el Canela.

—La paranoia. ¿La paranoia? ¿Quién demonios ha nombrado a la reputa paranoia? Has sido tú, Canela, mulatón, que cagas molido como buen sodomita.

El Canela le mira aborregado. El Charolito enciende un cigarrillo y aspira fuerte; y sigue:

—Tú sí que sufres de monomanía, tanta y tanta beda, cortada y sin cortar, de la pura y de la sintética allá de gira por el Japón. Distingues, pero da igual anestesia del dentista que ala de mosca, ¿verdad, puta? Por una vez, habría que darle la razón al Darwin ese. —Y el Charolito se ajusta el porro a los labios y mira fijo. Ni el Canela ni el Brasas pueden aguantar esos ojos. Para qué. Enciende el porro y sigue—: Pero el miedo, con el miedo no se juega, ¿saben ustedes? Yo estoy en poder del miedo y voy a destapar el tarro de las esencias. Van a saber lo que es el miedo. Sentirán un grado superior de cerote; un pavor que les enredará los sesos. Abran bien sus orejas purulentas, su privilegiado tímpano curtido por cientos de voces supurantes. Cuídense, porque a partir de ahora el miedo acechará en cada palabra, en cada soplo, en cada esquina. Hagan juego, putas. Y escúchenme, pues ha sido al entrar la noche. —Ataca al porro y sigue—: Ha sido al entrar la noche cuando le han apiolado. —Dispara el humo con fuerza y sigue—: Van a ver, sin ningún esfuerzo, al Suavecito en el sofá. Por la televisión dan una de tiros. Pero ¿qué ocurre?, ¿quién diablos es el fulano que se acerca sigiloso hasta la casa? Viste traje de chaqueta oscuro, la camisa blanca y el sombrero con el ala torcida nos impide ver su cara. Carga un cuchillo de cocina en la mano diestra.

—Es el Plomos —apunta el Brasas.

El Charolito abre la ventanilla y el humo espeso, rojo libanés, condensado en un bloque, sale a la noche. Inquietantes arabescos envuelven el deportivo, rojo carmín. Aspira el último aceite, aguanta el pulmón y sigue.

—Las luces se apagan en la casa. El Suavecito se sorprende cuando un frío intenso estrena su cuello. Siente la hoja al otro lado de la garganta. Y el gitanico cae al suelo con una estocada honda de muerte y sangre en la boca. Los ojos desorbitados, parecidos a los de un sapo, el pescuezo mudo. Demencial, compadres. Cuando le voltearon, la punta del cuchillo había atravesado la nuez y le salía ya por el gaznate.

—¿Y por qué eso? —pregunta el Canela.

—Ajuste de cuentas —contesta seco, como el champán seco, el Charolito.

—Se las gasta así de finas el Flaco Pimienta —apunta el Brasas.

—No perdona una —sigue diciéndoles la voz anochecida, con aliento a tabacos y vino de palmera—. Acaba de salir de la cárcel. —Se moja la punta de la lengua y continúa mintiéndoles—: Ya ha reunido a sus hombres, que huronean por las calles más quebradas de la ciudad, busca que te busca, igual que sabuesos a la caza. El Tiros Largos, el Tijeras, el Plomos, el Pajas, el Johnnie Walker, en fin, lo mejorcito de las timbas. Matones gariteros. Gente silenciosa y eficaz, de esa que recibe órdenes.

A continuación, el Charolito detalla la especialidad de cada uno. Rostros picados por la viruela y de impresión fría, como una pistola en la nuca. Dedos que conocen el disparador. Ojos que calculan distancias entre dos sombras.

—Esto se anima —suelta el Brasas que se frota las manos hasta conseguir que salten chispas—. Esto se anima, putas.

—Es inevitable —dice el Charolito—, me buscan a mí. Después del Suavecito, el siguiente en la lista será mi menda. —Y se palpa con el pulgar el pecho—. Le hice una perla y esa deuda sólo tiene un apaño. «Che, pibe, esto lo pagarás caro», me dijo con la mirada, mientras se le llevaban detenido, las manos a la espalda, la cabeza alta, tocada con el eterno sombrero de ala. Y la calle San Mateo poblada de curiosos.

El pasado, o se olvida, o se magnifica. Y el Charolito, que es muy vacilón, prefiere hacer lo segundo. Por lo mismo, envuelto en un halo de importancia, se explica indiferente.

—Después del Suavecito, el siguiente seré yo. «Che, pibe, vos estás muerto», me dijo con la mirada de julandrón. —Y se vuelve a palpar el pecho con el pulgar, pero ahora de forma convulsiva, sobreactuado—. Bueno, yo y los que en ese rato fatal estén conmigo —se explica torturador—. Ya saben ustedes que el Flaco Pimienta no se anda con miramientos… —Lapidario, deja caer el suspenso y chupa malicioso el cigarrillo.

—Que se nos hace tarde, su primo —interrumpe el Brasas—; vámonos que toquemos en el Patas.

—Espere, Brasas, ¿no han escuchado ustedes algo? —pregunta con misterio el Charolito.

—No, yo no he escuchado nada —responde el mulato con ojos de cabestro degollado.

—Afinen el oído. ¿No escuchan ustedes? ¿No escuchan la noche cómo está sembrada de intrigas?

—Puta que parió, pues no —vuelve a contestar el Canela.

Una duda se apodera del Brasas, su primo. Un silencio de roedor que le cerca y que le agita. Un temblor que descompone las tripas.

—Es normal que no escuchen ustedes nada, es normal, los grillos han dejado de cantar —explica el Charolito.

Estaba en lo cierto, no se escuchaba ya su canto reiterado, obsesivo y campestre, allá en el solar, cri, cri, cri.

—¿Saben por qué deja de cantar un grillo? —Su lengua escupe un trallazo; su pregunta, un escalofrío.

—No se quede con nosotros, Charolito, su primo, que no somos críos.

—Exacto, los grillos dejan de cantar porque alguien se acerca.

El Brasas cree ver tres estelas plateadas que surcan la noche.

Son tres tijeras abiertas que llevan sus nombres clavados en las puntas.

—Nos vamos, que toquemos ya en el Patas, que ya habrá llegao el Bambino.

Y así, con nicotina en los calzones, sale el Brasas espantado del deportivo rojo carmín. Tras él, el Canela.

—Brasas, su primo. —El Charolito que llama su atención desde el coche, tras pegar dos golpes de bocina.

El Brasas vuelve la cabeza. El pánico había hecho mella en su mirar de marrajo acorralado.

—No se me apalanque usted el bardeo suizo. Lo necesito para trabajar.

—Perdóneme, se muera papa si he querido yo randarle —se excusa con respeto, su primo.

El Charolito ríe a mandíbula batiente dentro del coche. Es una risa que le descompone el rostro, duro e inhóspito. Esa cara de bribón donde se estrella el puñetero amanecer de cada día. Ríe mientras los ve borrarse por el camino de cabras. «Corren como mariquitas o, tal vez, como sabios», puntualiza para sí. Entre sus dedos, la navaja suiza; entre sus labios, hilaridad y cinismo. Sin embargo, a pesar de la risada y de la indiferencia, un angustioso perfume flota en el ambiente. El Charolito es un presunto difunto. «Che, pibe, vos bien lo sabés». Una suma de azares le había puesto en aquella situación de difícil resultado. Todo empezó una noche de luna fecunda, reluciente, como recién comprada. Las zarpas del recuerdo arañan al Charolito y le llevan hasta una reunión de gallipayos, en una casa de la calle Torpedero Tucumán. Un deportivo gris perla aparcado sobre la acera. Dentro, una piscina bañada de estrellas y una mujer con una soberbia nuca en reposo. Sus piernas son largas, como el olvido. Sus labios viciosamente resueltos, de santísima pulpa y original pecado. Se sienta segura y orgullosa, con un cruce de piernas indiferente a las luchas de los pobres. El calor es sofocante y parece de verano aunque, conforme al calendario, todavía falta algo para la canícula. «¡Cuánto calor hace, su primo!». Pareciese un incendio incendiado. Y cuánto calor la que le abrasó al Charolito una noche que fue una burla y que recuerda con los dientes apretados, allí dentro, en el deportivo rojo carmín, reluciente y solitario. Mientras tenga vida no olvidará aquella noche, ni tampoco la siguiente, cuando el Brasas, su primo, aparece con el cuento en la cueva del Candela:

—Que una gachí desperchada y que iba con el pelo revuelto y mojado me vino en la fiesta y me preguntó por usté, su primo.

—¿Y usted qué contó?

—Yo qué voy a contar, su primo. Que le podía hallar en el Hotel Mónaco, habitación número vente.

La dejó en remojo. Tenía trabajo, un deportivo gris perla, un motor de aceite pesado que le esperaba en la misma puerta de la fiesta. Se había fijado al entrar. Tenía las llaves puestas. Con la delicadeza que le caracteriza, se aproxima a la presa. Su boca se llena de saliva; sus genitales, de plomo seminal. En la mano lleva la navaja suiza desplegada. Pero en el momento de introducir la cuchilla en la cerradura, un gallipayo abre la verja de la calle. Parece francés; muy refinado se acerca al coche. Saca un pequeño control remoto del bolsillo y lo acciona. Clic. La puerta se abre. El Charolito disimula, con las manos en los bolsillos camina calle abajo; silba una canción de amor. Cuando escucha pasar el deportivo, se hace a un lado y la voz interior le maldice. «Perdió demasiado tiempo con la gachí, compadre. Y ahora ni gachí ni coche. Y el tiempo vuelve a darle por el culo». Sin embargo, el Charolito, que columbraba a una hembra sólo con echarle un vistazo, comprendió entonces que la volvería a ver de nuevo. Por lo mismo, dejó recado en recepción: si viene y no estoy que me espere dentro. En recepción, acostumbrados a los devaneos de sus clientes, no se sorprendieron. Unas lunas después de dejar aviso, empapado en licor y nocturnancia, abrió su habitación. La número 20, en el piso bajo, al fondo del todo. Y cuál fue el tamaño de su sorpresa cuando sus clisos, irritados de noche, la vieron allí. Se los restregó una y otra vez pues no echaban cuentas. Ya casi se había olvidado de ella. Estaba de espaldas, apoyada en el marco de la vidriera, contra la frágil luz que arrojaba la madrugada. Su nuca de felino, semejante a una herida abierta en la oscuridad, escondía un tumulto de secretas intenciones que suplicaban un mordisco. Bueno, un mordisco y varios descabellos. Las caderas de guitarra abrigaban un pasodoble por inventar todavía. Escuchó la puerta abrirse, pero no se volvió; no. El Charolito aprovechó y recorrió su cuerpo con ojo clínico, como se recorre a un toro en la semioscuridad del chiquero, antes de la faena. Igual que en la primera noche, mientras aguardaba en las escaleras frente a la piscina bañada de estrellas; arañándole con la mirada sus muslos generosos, el cuello desnudo y ahí mismo donde la espalda se desliza y pierde su nombre propio. «Asunto del demonio, compadre». Se recogía el cabello en un moño despeinado y fatal, dejándose al desnudo la cuna aterciopelada de su cuello. Cubierta de penumbra, queda y con falta de culpa, miraba por el ventanal de vidriera. El Charolito imaginó que intentaba adivinar las luces del mar en aquel patio ciego. No le pareció verdad, y una excitación callada invadió el cuarto. Fue a besarla, con el temor de besar un espejismo y, cuando la tuvo a una distancia en la que no hay distancias, ella se dio la vuelta.

El Charolito, dentro del coche, remueve los recuerdos con humo del Winston. «Sabías nadar entonces, sirena», suelta él, enchulado. Los pulgares prendidos en la hebilla de herradura, la mirada cenagosa. Ella es una gata desnuda que contesta con su más intrigante sonrisa. Él, un gato castigador al que le sonríen los bigotes. «Ven», le dice ella con los labios llenos, tumbándose sobre el tejado azul satén de la cama. «Ven», le dice, como en el bolero. Y él lo deja todo: los zapatos a la entrada, la chaqueta al suelo, los pantalones por aquí, la camisa por allá, un calcetín en cualquier sitio, el otro en un sitio cualquiera y listo, o sea, en cueros, se dispone a su temple y va.

Su actitud es decidida y gallarda, el porte es elegante, fino el andar; correcta la manera de acercarse. Con un arte garboso y su debido respeto a las reglas clásicas, le abre las piernas en abanico y carga la suerte. Ella, desbaratada sobre la colcha le recibe. Él, atento y en su línea de siempre, pasa antes por el felpudo y ella, con la voz mojada, le pide más. «¿Cómo te llamas, sirena?». Y ella pronuncia su nombre en un susurro de agua: «Dolores Laredo». La cabellera de algas, el regazo de espuma, los mechones salados, al sur de la cintura. Y la boca del Charolito, que no sabe estarse quieta. Sombra envuelta en sombra. Presente, pecado y futuro. Quejidos indecentes que rompen en llanto venéreo, en lamento de animal saciado, incendiándolo todo con llamas de lujuria.

El Charolito se regodea dentro del coche, aparcado en el solar, frente a la casa de la Carmelilla, que ya está hecha una mujer y que le espera apoyada en la ventana como agua de mayo. Su memoria de arcilla fresca escapa del plano real y le lleva otra vez a la habitación número 20, Hotel Mónaco, dos años atrás. «Ya sabe usted que es inevitable, compadre». Las uñas que arañan su espalda desnuda; un relámpago que estremece su médula y que le vacía, como si estuviera allí de nuevo. Los besos de algodón del rojo libanés, aromáticos y dulces, habían contribuido a una percepción fiel de los hechos pasados. Inclusive podía escuchar sus jadeantes sollozos acariciándole las orejas, el arrebato volcánico que nace de su vientre y que le hace volver al exceso de castigo en el primer par de acometidas. Un exceso de castigo que ella agradece con espasmódicas citas a Dios. «No metamos a Dios en esto, sirena —va y le suelta el Charolito, resabiado, varilarguero y confidencial, al oído—. No metamos a Dios en esto, que uno es muy tradicional y no le gustan los tríos». Y ella, con un violento recorte, levanta sus cuartos traseros y, segura de su presa, se deja rematar la faena. Emite suspiros que quiebran el tallo de la mañana y que le manchan la taleguilla. Con un tiritón de piernas descuaja, no pudiéndose contener por más tiempo, su ya licuada templanza.

Y suena el clarín.

Un cigarrillo compartido, una leve y dulce fiebre. «Tus labios me saben a almíbar, sirena». Y así, rueda que te rueda, atornillados, correosos y flexibles, les cae la tarde encima, entre quiebros de cintura, retorcimientos y trompetería; entre besos, rosquillas de humo y lenguas de fuego, les cae la tarde encima. Y es con la tarde encima, a la hora de la siesta, cuando ella desaparece. Y se esfuma. El Charolito da un viraje a tientas y no la halla en la cama. Balbucea su nombre y abraza la ausencia. Tan sólo el perfume vaporoso queda entre las sábanas. El Charolito se revuelve. Incómodo la busca. La busca, pero no la encuentra. Un rastro de carmín sobre la almohada le hace suponer. Se sienta al filo de la cama y despereza las ideas. Alcanza la toba de un pitillo que rebosa del cenicero y que le sabe a ella nada más llevárselo a los labios. «Tus labios me saben a almíbar, sirena». Por una incongruente asociación de elementos resacosos se da cuenta de que, de ella, no sabe mucho. «Y eso qué importa. Mejor así», le dice la voz interior. En el aire revolotea una aguda y excitante sensación, venenosa mezcla de osadía y clandestinidad. Lanza al techo una bocanada de humo que, cuando baja, emborrona su figura, al filo de la cama azul imperio. Le excita el hecho de que esté casada por la iglesia de los Jerónimos. En su opinión, eso aumenta el intrínseco valor de una mujer. Inventa que es la esposa de un primero de clase con mención honorífica en los cuernos. Se construye una gaseosa imagen en la cabeza, uno de esos alientos podridos de dinero que atufa a plusvalías, sal de fruta y sillones en los que te hundes hasta el cogote. El Charolito concibe a un fulano con la mirada perruna, la pupila de pus y los labios bisbiseantes, de aficionado a los confesionarios y a las cabinas de sex shop. Un gachó prostático, con facilidad de palabra para convencer a masas de conciencia sodomita, un brillante orador de bodas, banquetes y entierros, fabula el Charolito, mientras el azote frío de la ducha le acomoda el magín. «Un papahuevos que no tiene tiempo, ni tampoco virilidad», se dice para sí, a la par que frota su espalda con una esponja que, bien mirada, parece una tripa. No obstante, el Charolito se equivoca, resbala un poco en la loza y se da cuenta de que no llevaba alianza de altanada. «Le apretaría, compadre —le explica esa voz interior, cargada de razón—. Con la calor los dedos se hinchan un poco, compadre». «Seguro que prefirió dejarla en el joyero de la coqueta madera australiana», inventa.

El pasado, o se olvida o se magnifica y el Charolito había preferido hacer lo segundo con el suyo. Por lo mismo, aunque Dolores Laredo era mujer soltera, el Charolito había fantaseado lo contrario. En recompensa, los plomos se le funden por completo cuando, unas lunas después, la robusta realidad le aplasta sobre una acera caliente del barrio de Salamanca. Clarines y timbales tocan a recuerdo en un surco rayado de la memoria. Es una música lejana que le desconecta del plano real. Cuando reconstruye con todo detalle su pasado y llega a ese momento fatal, le sale urticaria en el pecho. Entonces, decide salir del Ferrari y esperar en la casa al tío Paciencias que, según la Carmelilla, está al llegar.

—Oye, Carmelilla, una pregunta.

—Sí.

—¿Todo lo que tienes es periful?

La Carmelilla, que ya se las sabe todas, le responde que sí, que toda la farlopa que hay para vender está cortada.

—Y, de la que no hay para vender, Carmelilla, ¿hay para mí? —pregunta insinuante el Charolito.

—Si te portas bien y sigues con la de Emilio Mostaza, habrá para ti —le dice picarona la Carmelilla que, como se las sabe todas, sabe que todavía quedan unos gramos de ala de mosca escondidos dentro de una olla a presión.

—Oye, no me se hagas chantaje, mi niña, que quien siembra vientos, recoge tempestades.

La Carmelilla, que no ha entendido muy bien por dónde van los tiros, le mira con los ojos interrogantes.

—Si no me pones algo ahora mismito, Carmelilla, en cuanto entre tío Paciencias por esa puerta —y señala la puerta— le cuento que te escondes los jurdós en los zapatos.

Al muy canalla del Charolito, más que salirse con la suya, lo que le gustaba era entrarse con la ajena. La Carmelilla pega un respingo. Ha sido un balazo directo al pecho que le tiembla como un gorrión. Y dolida se traga las lágrimas. Lo había hecho por él. Se lo pensaba dar a él por lo bajo. Sabía que necesitaba los dineros, el muy canalla; Charolito ¿qué las das que tantos suspiros obligas?

—Cambia de cantinela, mi niña, y ponme calidad.

Le iban a matar. Necesitaba jurdós para largarse. Todo el mundo sabía que su próxima cama iba a ser de mármol, que ese Flaco Pimienta no se anda con chiquitas. «Mejor así». El esmalte de sus ojos almendrados delata el despecho; la Carmelilla sufre porque no termina de aprobar la difícil materia del amor; pero se hace fuerte, saca el coraje y piensa que lo mejor es olvidar. Se guardará el dinero y se lo gastará mañana, en El Corte Inglés.

—Oye, Carmelilla, que conmigo no se juega. —El Charolito, con los rasgos severos y dominantes.

—No hace falta que cuentes nada, tampoco la de Emilio Mostaza. Ahora mismo te lo traigo, canalla.

Y desaparece de la habitación, dejándole a solas con Dolores Laredo, sentada en el sofá castigado de quemaduras, en una difícil y quieta posición, con la sonrisa podrida; de una naturaleza muerta que formaba parte del mobiliario, pero no de su olvido.

La tal Dolores Laredo le había envenenado el ánimo con una fatal y pérfida pasión. Trastornado, la busca sin tregua por todos los rincones de la ciudad. Deja aviso en recepción, por si regresa a su cama azul imperio. Incluso, con el corazón desatado, el Charolito vuelve a la casa de la calle Torpedero Tucumán, donde la conoció. Llama al timbre hasta que le duele el dedo. Sin embargo, nadie sale a abrirle. Las ventanas están cerradas. Un panorama de clausura flota sobre los tejados negros, de lúgubre tinta y coronados de antenas parabólicas que, bien miradas, parecen paelleras a estrenar. La enigmática torre que ayer, embriagado de noche y fosforescencia, asemejó a un dulce de nata con tejadillo de cucurucho, hoy no es más que una torre que almacena tiempos remotos. Por lo que se ve, allí no habita alma alguna. «Está abandonada, compadre», se dice poco convencido. Y no contento con lo que se dice, salta la valla para cerciorarse. Con una obsesión que flota alrededor de sus ojos impostores, llega hasta la piscina, de agua turbia ya. En el fondo de la misma consigue adivinar una botella de licor vacía. El césped sufre de alopecia, localizada en aquellos sitios donde más pica el sol. Esparcidos sobre la hierba quedan los restos, despojos orgánicos de la última fiesta. Enojado, el Charolito pega una patada a una de las estatuas, pues le parece que le ha mirado mal, que tiene culpa de algo. La derriba y cae redonda sobre las arizonas que se resienten por el peso de la Venus. Sin embargo, al Charolito le importa una polla. Está turbado. La espina de una rosa de invernadero se ha clavado en su pecho. Vuelve al hotel, entra en la habitación y ella no está hoy tampoco. «Se habrá ido con el marido; viaje de negocios. Tal vez a Suiza, de donde es mi navaja», discurre el Charolito fatigado por la vigilia, por la tristeza y por el desaliento. Y así pasan los días, entre el deseo y la maldición. Y así pasan las noches, cubiertas por un cielo antipático y avaro, que no se deja tocar. Y así pasa, hasta que una soleada tarde de toros, la ve de chiripa, en los Sanisidros, culpa del Azar que, con mano invisible, la dispone en una curva de su turbulento destino. «La suerte que se le ha equivocado, compadre», le apunta puñetera la voz interior.

Y en ese pináculo del recuerdo la Carmelilla aparece con lo prometido. Al Charolito se le encoge de vicio el abyecto perfil de aguilucho, capaz de desafiar las más bizarras cumbres por un gramo de locura en su máxima pureza. No puede disfrazar lo que siente. El frío aroma que desprende el polvo blanco le cala los intestinos, allí donde algo se retuerce nada más abrir la bolsa. Dolores Laredo chasca la lengua, en un ansioso gesto.

—Voy al retrete. Ahora vengo.

La bolsa en la mano, por el corredor que huele a coliflor hervida, a orín de gato, a la calor que desprende la miseria.

—Espera —le dice una voz—; espera y llévate esto.

Es la Carmelilla, muy atenta, con una vela ajustada a un casco de gaseosa, arrepentida por haberle odiado a muerte hace un momento; desea borrar con una esponja lo que ha pensado antes y se muestra fastidiada porque sabe que, tal vez, no le volverá a ver nunca, a su Charolito.

—No hay luz en el baño. Tío Paciencias no quiere que nadie se ponga y ha arrancado la bombilla —le explica ella, por el pasillo—. ¿Tienes fuego?

—Llevo yo chisquero, Carmelilla.

En el retrete prende la vela. Una cañería inútil, retorcida de cuajo, vomita una legión de cucarachas. Chorros de tinta que se disuelven en cuanto mete fuego al cabo de vela. La llama temblona que baila su imagen de lino blanco allí dentro, en el espejo atornillado a la pared, encima del lavamanos. «En qué cojones se gastará tío Paciencias los dineros, compadre. ¿En qué?», se pregunta la voz interior, a la par que despliega la navaja, saca el rulo de plata vieja y abre la bolsa. «En qué». La puerta atrancándola con el pie, en un equilibrio propio de los violinistas; la toalla deshilachada, que cuelga de un clavo, cae al suelo y el tubo de plata vieja que se lo lleva hasta su lengua chica. «Una miajita, compadre». Y el cielo de la boca queda dormido, en un sueño de velocidad y pureza. El sabor a cobre frío agarra temprano y clava el tubito de plata vieja en la bolsa. Y esnifa, hasta que le viene al paladar el gusto sanitario de un polvo a las mil maravillas cocinado. El corazón late con urgencia. Frente al espejo se acomoda la camisa; el tupé brillándole como charol. «Che, pibe, vos estás muerto». Y fija los ojos en el reflejo de sus ojos mismos, en un juego abismal donde las pupilas se duplican hasta más no poder, hasta el origen pronto, rápido, apresuradamente, de nuevo en el retrete. El sudor se nota cada vez más grueso y se pega a la piel, como una molesta película. «Che, pibe, vos estás muerto desde aquella tarde en que me viste con ella, allá en los toros. ¿Vos recordás?». Al Charolito se le adormeció la boca; pero no la memoria.

«A base de empeño casi había conseguido olvidarte, flor de una noche», se dice a la par que clava los prismáticos en el tendido de sombra. «Devuélvamelos, cómprese unos», increpa atrás el propietario de los mismos. Toreaba el de Ubrique y el Charolito andaba entre barreras, donde se colocan los capotes, invitado por el Rubiales, banderillero de la cuadrilla. «Devuélvamelos, cómprese unos, leñe». «Está acompañada. Cagón la puta de bastos». «Haga el favor y devuélvame los gemelos». El Charolito ni puto caso, que se hace el orejas y que sigue a lo suyo: mirar. «Casi había conseguido olvidarte, sirena». La plaza cuajada de afición de bolsa negra, ajena a los sinsabores de su flanco llagado por los celos. «Suele pasar eso, compadre —le explica la dichosa voz interior—, suele pasar eso, ya sabe usted, Charolito, ya sabe usted que en asunto de mujeres no hay verdades puras, aunque se abuse del concepto». «¡Será posible! El caradura que me pide prestaos los prismáticos un momentico y ya lleva cuarto de hora». Y el Charolito que le hace un gesto como si espantase a una mosca. «¡A mí la autoridad!», grita ofendido el propietario de los gemelos. Sin embargo, el Charolito ni autoridad ni pollas: ni puto caso. Y se pone a ejecutar equilibrios subido al burladero. Parece que se ha vuelto loco, con los prismáticos ajustados a los ojos, allí en lo alto, manteniéndose en difícil contrapeso. Lo que no saben los que así piensan es que ha tomado tan difícil posición sin otro propósito que escudriñar mejor el tendido sombra, allí donde ha visto a Dolores Laredo. Es entonces, ante el estupor de todos los que allí seguían los avatares del Charolito, que ya había conseguido eclipsar al torero con esa suerte de funambulismo, es entonces cuando, ante ellos, saca la navaja suiza del bolsillo. Despliega la lupa y, con la misma lupa más la ayuda de los rayos de sol, se pone a experimentar, a jugar como si fuera un crío. Algo malo barrunta su cabeza, si atendemos a las pupilas mordaces, plateadas a juego con el traje del Jesulín. «No hay quinto malo», le había dicho el Rubiales, con la capota entre los dientes, mascullándose el Azar que acechaba en el tendido sombra. «Hay que creer en el Destino para que el Destino exista», le explicó antes del primer par de banderillas. «¿Será posible? Devuélvamelos de una puñetera vez». El dueño de los prismáticos se había perdido la estocada circense, el pinchazo y el bajonazo descarado del matador. «Cántale algo, cántale algo, hijo, que así le matarás mejor», le gritaban los isidros crueles al Jesulín. Cuando parece haber conseguido su propósito, más tranquilo, el Charolito repliega la lupa; granuja y flexible salta al tendido y le devuelve los gemelos a su propietario. Lo hace con una sonrisa que muestra todos los dientes. Incisivos y molares adjuntos. Piezas con funda de porcelana. La odontóloga, que trabajaba bien con las encías. «Métaselos por el búllate», le aconseja muy bajito, sin perder la sonrisa. El dueño de los gemelos está mudo. No se atreve a cogerlos. Se ha quedado atónito, monolítico, perplejo ante la insolencia del Charolito. Son cosas que, el muy canalla, ha visto hacer en los salones más distinguidos. Cosas que estudia con esmero de filatélico, mientras aguarda en el rincón más oscuro. Luego, esas cosas las aplica en otra frecuencia diferente. Diferente a la primitiva y diferente a él, pues el Charolito, en cualquier lugar donde se encuentre, es un fuera de lugar.

Jesulín acaba la faena. Un sector del público le silba y algunos incondicionales pañuelos blancos piden la oreja. Sin embargo, la oreja se la darían después a Víctor Puerto, que aquella tarde de farsa y arena confirmaba la alternativa. Pero eso es otra historia. Lo que nos interesa es saber que el Charolito, ajeno a los caprichos de la afición, sale de la plaza a la calle. Con las prisas no se ha despedido del Rubiales. «Da igual, cuando le vea le invitaré a una raya», se dice mientras aguarda, apostado en la puerta de los tendidos de sombra; entre pitillos que le saben a poco, apurados a la uña, recalentados por la rabia de sus ansiosos pulmones. El Charolito es una estaca clavada en el asfalto de Ventas, quemada por la espera y los achares. Así está siete cigarrillos más y, cuando va a encender el siguiente, las puertas abren sus hojas, siendo así que la gente sale en tropel. El Charolito se pone de puntillas y alza su cuello hasta límites obsesivos. Entre toda aquella masa de carne que emerge de la plaza, logra distinguir un almibarado escote: el de ella. Allí está, y está sola. El fulano no la acompaña; no le suena que ande próximo.

El Charolito sigue de cerca sus pasos de fino tacón, asiste al contoneo musical de unas caderas que parecen esculpidas por el cincel del mismísimo diablo. Ajusta los visantes, los clava al juego de glúteos. Y lo hace a la manera de un cirujano, o sea, penetrando hasta la raíz del mal. Parece una bestia en celo, atontado por el vapor sexual que toda ella desprende. «Te comía el ojo negro». «Estás pa deshacer una cama». «Tu culo no es polvo; es cemento». Cosas que le traspasan la neblina de sus orejas y que él prefiere pasar por alto. Ella camina con zancada grácil, emputecida en fino tacón, haciéndose la sorda ante los elogios entusiastas que reciben sus turbadoras formas de mujer. El va detrás, sin perderla de vista, arañado por los achares que le provoca el escuchar todo aquello; el cigarrillo del Winston entre los labios, sin encender aún. «¿Tienes fuego, sirena?», como si se tratase de un encuentro propiciado por su majestad, el divino Azar. «No. Eso es de cursis, de edulcorados, compadre», le apunta la voz interior. Todavía pica el sol; un sol que tiñe los cielos de un rojizo atardecer taurino. Una hemorragia que cubre el horizonte, y que el Charolito observa y relaciona con incomprensibles vaticinios. La seguirá. Llegará hasta su casa y, a la noche, ágil como un gato, entrará por la ventana de su cuarto. Arrastrándose por la alfombra de pelo, sin levantar ruidos ni sospechas; cogiéndola por los tobillos de fresa, los labios mojados y abiertos, con un rastro de nata caliente que él deshace en el cielo de su paladar. La amará hasta que haga acto de aparición el agraviado esposo. «Date prisa. Mi marido llegará pronto. Vístete. Ponte algo». Vengativo se calzará sus zapatillas de felpa, fumará sus puros y le recibirá en el porche con el albornoz puesto. «Su mujer de usted come de todo. Es un placer mantener su apetito. Pero no crea que le va a salir gratis. No se irá de rositas». El agraviado lo entiende todo y se echa mano a la cartera. Alguien dice que los toros salen afeitados y que ya no hay cuernos como los de antes. Ella se dirige hacia la parada de taxi y coge uno. El Charolito coge otro, el que va a continuación en la fila, y le dice al taxista aquello de: «Siga a su compañero, siga al que va delante. Apúrese, que dentro va una mujer que es netroglecerina». Igual que en las películas. «¿Es una orden?», pregunta el taxista chuleta. Esta amenaza, en boca de un viejo achacoso, es completamente cómica. Sin embargo, a él, al Charolito, no le parece ni tan viejo ni tan achacoso; y le pincha con la navaja en el cogote senil. «Sí, es una orden». El taxista obedece, pues conoce bien a los estupas y le da la vena de que el Charolito es un estupa, «un madaleno, uno de la secreta, seguro que sí, Abelino», se dice el taxista convencido. Salen del atasco y llegan a la plaza de Manuel Becerra. Allí, un cura testarudo, que quiere pasar entre los dos coches, provoca cierta ventaja al que va en cabeza, donde se la puede ver sentada; el pelo negro y sedoso que él pierde de vista. «Acelere, rediós, que la perdemos». El taxista acelera y en su empeño casi se lleva por delante al de la sotana. «Por lo más sagrado, acelere, hostias. ¡Por la sangre condensada de San Pantaleón, acelere!». Es en Francisco Silvela donde consigue alcanzar a su compañero. Y se pega a él, comiéndole el culo en Diego de León.

«No lo pierda de vista», impera el Charolito. Sin embargo, un poco más adelante, le pierde de nuevo. Pero esta vez es para siempre.

«Cagón San Petersburgo», dice el taxista, después de pegar un volantazo y llevarse por delante un quiosco de cervezas que hay puesto junto a la glorieta de un tal Emilio Castelar. «Cagón San Petersburgo». «Oiga usted. ¿Compró el carné en una quincallería acaso?», le pregunta el Charolito, quien a pesar del encontronazo no ha perdido el temple en la mano diestra. «No, me lo saqué en la Riberacurtidores y a la primera», responde el taxista con el rostro ensangrentado, colocándose la dentadura.

La cosa fue en un semáforo en ámbar que se saltaron a la ventura, un jeep con música de bakalao y el taxista; un cruce que hay junto a ese chiringuito que dicen «de los mensajeros», pues lo llaman así por ser punto de reunión de los mismos, en la Glorieta de Emilio Castelar. El jeep se dio a la fuga, chunda, chunda, chunda. «La hostia en Dios. Me cagoncristo. Los muertos de la puta Virgen». El taxi es una mezcla confusa de hierros. El Charolito bufa y rumia venganza. «Mala curva tengan». Crispado, y sin tiempo que perder, releva de su puesto al taxista. «Le voy a enseñar yo a manejar un volante a este gachó del taxis». Un amasijo de chatarra se pone en marcha. Las ruedas se le van a salir de madre. Al motor parece que le duele algo, pues se queja y desprende un vapor caliente de pronóstico reservado. Con estas maneras llega hasta Cuatroca y allí se da cuenta. «La ha perdido usted, compadre», le dice esa voz interior. Sólo queda la protesta irracional, o sea, emprenderla a golpes con el volante. Sin embargo, el taxista, colaborador en lo que se preste, envuelto en sangre y espumarajo, le da una solución: «Tranquilo, tranquilo. El arradio-taxi, por el arradio la encontrará. Se trata de una espía ¿verdad?».

El taxista Abelino cree que está envuelto en una intriga y que la mujer que persiguen es una Mata Hari. A pesar del trastazo, el buen hombre recuerda el número de placa de su compañero. El arradio funciona. Su memoria también. De vez en vez, un zumbido de moscardón, o de culo abierto, interfiere. Prrrrreee. Prrrrreee. Prrrrreee. Pero parece que, con todo y con eso, responde. «Una paella para cuatro personas». «Un servicio en la puerta del Viña P». «Una mujer que va a dar a luz.» Prrrrreee. Prrrrreee. Prrrrreee. «Un yonqui que se le queda muerto por Arturo Soria». «Le dije que una paella de conejo.» Prrrrreee. «La hipodérmica en el dedo gordo del pie». «¿Tiene vale descuento? ¿Algo de beber, un postre?» Prrrrreee. Pmrreee. «No, una paella familiar le digo». «Sí, una paella para la calle Vallehermoso, sin colorante, con azafrán de la China». Exigente el amigo. Prrrrreee. Prrrrreee. Y así, hasta que una voz metálica dice que la ha dejado en el Pigmalión. Prrrrreee. Prrrrreee. «¿La paella?». «No, a la Mata Hari. Corto y cambio. Hice el servicio desde Ventas. Prrrrreee. No quise cobrarle la carrera en dinero. Prrrrreee. Ella se negó rotundamente a pagarme de otras formas. Me dijo que me quedara las vueltas. Prrrrreee. Prrrrreee. Una sala que hay por detrás de la Castellana, en la calle del Pinar. Corto y cambio. Coños de diez mil duros. Corto y cambio». Al Charolito esto último le ha parecido fuera de tono y atraviesa con la mirada el arradio-taxi. Dispone la navaja suiza y cose a pespuntes tan socorrido invento. El taxista, que sangra chorros, imagina que es asunto profesional. «Este mensaje será destruido en breve; de no ser así, podrá ser utilizado en su contra. —Igual que pasa en las pelis, Abelino—. Nuestros agentes se caracterizan por la confidencialidad». Cuando cree haber dado su merecido al cacharro, cuando lo ha dejado mudo a fuerza de puyazos limoneros, emprende su camino; ronquidos de chatarra, piltrafas, y rastro de aceite por la carretera. El vapor que suelta el radiador no le deja ver a través del parabrisas, ametrallado por infinitas escamas de cristal. «Una lumiasca, una lumi, compadre —le dice la voz interior entre dientes, el acelerador a fondo, las llantas que despiden chispas, Castellana abajo—. Una hija de las circunstancias, compadre, una cualquiera que le ha chiflado como un tonto —le dice mientras maneja con un trozo de volante—. Una lagarta que pone el coño y no se casa con naide, una copera», sigue diciéndole la voz interior. El taxista prefiere pensar que se trata de una Mata Hari y que, mañana, acodado de espaldas en el mostrador de aluminio, les contará la peripecia a los allí presentes. «Otra ronda, que la paga Abelino, taxista y hombre de ley». Con un frenazo en seco y mucho humo, el taxi hace acto de presencia en la acera del Pigmalión, que es un bar de copas caras. Una barra acolchada donde trabajan hembras capaces de todo por dinero. Francés, griego, birmano y otras especialidades culinarias. Tiene la puerta de madera noble y un cancerbero de fino bigotito que parece una estatua de cera, allí mismo, aguantándose el tipo. El taxista aprovecha. «Ya que estoy en la puerta, pues mire, verá usted, entro y me lavo un poco las heridas, je, je, ya sabe». El Charolito, al volante, aguardará a que salga, fumándose un cigarrillo con otro, renegando por su suerte. «Ingenuo de mí, que la fantaseaba de blanco y por la iglesia de los Jerónimos, altanada con un importante, con uno de esos gallipayos podridos de dinero que seducen a los pobres con sólo hacer que escucha. Ingenuo de mí, a estas alturas de mi puta vida, una vulgar chipichusca con aspiraciones, una yegua sin sosiego que le saca partido a la intimidad. Una lumiasca, compadre, una lumi». «¡Gumia!», le dice cuando la ve salir del Pigmalión, acompañada de uno que, por su aspecto, imagina viajante de comercio. «¡Gumia!». Y ante el estupor del cliente y del portero, se planta delante suyo con viveza; y la arrastra por los pelos hasta el taxi. Ella, aturdida y revuelta en el asiento de al lado, está a punto de explicarse, de decirle que cualquier día de éstos iba a pasarse a hacerle una visita, pero se da un punto en la boca. No sabe a ciencia exacta lo que sucede. Llegan hasta el Hotel Mónaco. En recepción no se sorprenden de que la lleve por los pelos. Ya dijimos que están acostumbrados a la excentricidad de los clientes. Además, el Charolito es de los que pagan por adelantado, qué coño.

Dentro de la habitación, entre sollozos, ella le explica que aquella noche, en la fiesta, cuando se conocieron, estaba contratada para entretener a los invitados. «Una chipichusca, compadre, ya se lo dije a usted». Su trabajo consistía en fingir arrebatos volcánicos, desnudarse y sumergir su cuerpo de luna creciente en aquella piscina salpicada de estrellas dulces. «Una lumiasca, compadre». Y la arrea una chufa que borda de sangre sus labios. Zas. «¿Y dónde le conociste? ¿Dónde, zorra?», pregunta él. Ella interroga con los ojos. «¿A quién? —parece decirle—. ¿A quién?». Y él que la vuelve a golpear. Zas. «¿A quién va a ser, putita? ¿A quién va a ser?». Ella con quebranto de hilo en sus ojos turbios y un mirar desgarrador, sin brillo, amoratado de cardenales violáceos, ella no entiende lo que él quiere saber. De sus labios asoma un grito doloroso y en verso. No concibe nada. El Charolito, con la sonrisa de guadaña puesta en la boca, pone en marcha los zapatos bien lustrados y encaja un puntapié en el estómago de Dolores Laredo. Zas. «¿A quién va a ser?, al Flaco Pimienta, puta». Ella tiembla; la voz se le aflauta y solloza. No puede articular palabra. El Charolito se crece. «¿De qué le conoces a ese maricón pampero, de qué le conoces?». Ella, entre la confusión de los golpes, se pregunta dónde la ha podido ver con él. El nunca se lo dirá.

Retrocedamos hasta unas horas antes, a la plaza de toros. Comparten cartel los diestros Jesulín de Ubrique, Litri y Víctor Puerto. Los toros son discretos de presencia y aborregados según los del 7. El de Ubrique está en el ruedo, las gradas llenas y el Charolito que ha conseguido divisarla en el tendido sombra. Ella se ha colado en los gemelos y está tan caliente que parece sentada sobre un cigarrillo encendido, pierna sobre pierna, dulcemente emputecida. Se baja la impúdica falda, puede distraer y resabiar a la ganadería, le advierte con deje argentino el hombre que la acompaña. El susodicho, flaco y bien vestido, atiende más a lo que pasa en el ruedo que a lo que tiene a su vera. Sabe mantener la compostura y, a juzgar por el tono, presuntamente inquisidor, parece decirle a ella que ahora no, «tené vos paciencia y comportate». Lleva sombrero de ala caída, por lo mismo que el Charolito no puede verle la cara. Para solucionar esto, al Charolito se le ocurre una disparatada idea que asombra al público vecino: sacar la navaja suiza del bolsillo y desplegar la lupa.

Juega con un rabioso rayo de sol hasta dirigirlo al fulano y, de esta forma, consigue su artero propósito: que el fulano se ladee un poco el sombrero para jipiarle a gusto. Una vez conseguido tan alevoso fin, cae en cuenta. El fulano que acompaña a Dolores Laredo no es otro que el Flaco Pimienta, un julandrón pampero que el Charolito conoce de antiguo.

«Zorra». Y le pega otro puntapié, esta vez a la nariz, que sangra como una tubería.

«Me lo presentaron en el trabajo —consigue decir ella—. Pero no te creas, no le gustan las mujeres, lo único que quiere es que le acompañe a sus timbas. Dice que le traigo suerte…». Dolores no termina la última palabra y rompe a llorar.

Era verdad, la colmaba de plata y la lucía en farras, en trucadas, en timbas y en tardes de toros. Era desnudada por ojos hambrientos que se distraían del juego y del negocio, clavándose en aquel culo imposible de reproducir con el pensamiento.

«Me lo presentaron en el trabajo», reitera con la voz temblona, Dolores Laredo. El Charolito que la mira con los dedos engarfiados en la hebilla del pantalón y que, después de una sonrisa, cortante, sentencia: «Consígueme una cita con él, sirena, y pongamos punto y final a su perra vida, le voy a coser a puñaladas». El Charolito rumia venganza. «Dime dónde le puedo localizar, sirena», y se acerca hasta ella.

Acaricia sus mejillas primero, después la abraza; es como si se le fuese la vida en cada borbotón de sangre. Ella se sorprende por la reforma. «No te extrañes, sirena, no te extrañes, pues el muy canalla tiene esos prontos; arrebatos pasionales que le pierden. Sin embargo, ya ves, es un sentimental». El terciopelo de sus ojos le acaricia. «Consígueme una cita con él, sirena». Ella, que ha empezado ya a juntar odio hacia su verdugo, entiende que el Charolito quiere cobrarse una obligación en débito y accede. No le queda más remedio.

De un salivazo apaga la llama de la vela y sale hasta el pasillo en sombras. Lo hace sigiloso, con prudencia, pues acaban de llamar a la puerta. «No hay peligro». Es el Canela que se ha olvidado el timbal en la sala y que ha tenido que volver a por él. «Mulatón puta, cualquier día se dejará la cabeza». Cachazudo le escucha arrastrar los pasos hasta la calle. El Charolito vuelve a la sala, allí está Dolores Laredo y la Carmelilla, sentada a su lado, que come pipas de calabaza y que piensa que mañana irá al Corte Inglés y que, con los dineros que guarda en el zapato, comprará un bañador y una falda corta y un carmín de labios. Lo que la traía por la calle de la amargura era el tambor, el tambor que se había olvidado el mulato, y que vería tío Paciencias si no lo remediaba pronto. Citado tambor era fundada prueba de que había estado alguien allí, en la casa, y no precisamente de visita de cortesía; todo el que cruzaba esa puerta era para comprar. Bueno, todo el mundo no; el muy canalla del Charolito sólo venía a vender. Vendía coches, berdas flamantes que se hacía en urbanizaciones de jurdós, a las claras de la luna y por lajero.

Ahora está en pie, apostado en el marco de la puerta, encendiéndose un cigarrillo del Winston; la quijada chasca un delator y ansioso ritmo de alivio y veneno. Sin que la Carmelilla se lo pida, se acerca hasta ella y se pone en cuclillas, delante de ella.

«Ya estás hecha una mujer, Carmelilla». Y poseído por una elocuencia nerviosa se le desata la lengua. Entonces cuenta. Y cuenta que Emilio Mostaza está perturbado, muy inquieto, febril digamos, y que ha abandonado el coche en un terreno de construcción que existe por detrás de la terminal de Atocha, «muy cerca de aquí, Carmelilla». Después de borrar todas las huellas, habidas y por haber en el berda, tras limpiar la sangre del guardabarros, abollado por el impacto, encamina sus pasos hacia la habitación donde vive.

—Ya sabes, Carmelilla, la número 69 del Wellington.

—Pero ¿la ha matado?

—¿A quién?

—A la mujer.

—No es una mujer, Carmelilla, es un travestolo. Basilio; le sombreaba la barba y nació en las islas Canarias. Había venido a Madrid a buscarse la vida. Tú ya me entiendes, Carmelilla, un travestolo de origen humilde que sólo puede trabajar de una cosa, ¿sabes tú, Carmelilla?

Ella asiente con la cabeza y el Charolito, a continuación, le dice que no, que todavía no ha muerto, pero que está a un punto de morir, desangrándose en el asfalto.

—Legiones de curiosos, atraídos por el morbo, se acercan hasta el lugar del suceso; los de la policía vienen más tarde y alguien les da la descripción y la matrícula del coche asesino. Una ambulancia llega con mucho estruendo, Carmelilla, su reclamo luminoso deslumbra a los allí presentes. El policía de bigotes, lápiz en mano, apunta en su agenda todos y cada uno de los detalles del testimonio. Acto seguido, ordena la busca y captura del coche criminal. Una ensalada de luces atraviesa la Castellana.

La Carmelilla se echa las manos a la cabeza.

—Pero Emilio Mostaza ya está en su habitación, Carmelilla —le explica el Charolito—. Pasea inquieto de un lado a otro de su cuarto. Cuando escucha alguna sirena cercana, mira compulsivo a través de la luminaria, a la calle Velázquez, a estas horas regada de espejuelos; los de la limpieza municipal con la manga riega se echan a un lado. Y, tan pronto como se da cuenta de que el coche de policía no para, que pasa de largo, entonces, Emilio Mostaza se tranquiliza.

Y otra calada, a pulmón, que sube de revoluciones la inventiva, ese ingenio espontáneo con el que el Charolito conseguía transportarnos hasta hoteles de puertas giratorias, camas revueltas con el molde a fuego de unos glúteos carnales, su vaciado en raso y el sonido de una pistola humeante. Bang, Bang. Dinamita cerebral, señoras y señores, con ustedes el ínclito Charolito, cuarterón pinturero y castizo, hijo de las circunstancias. Bang Bang. Apura el cigarrillo. Siempre la misma historia, la misma canción que se desnuda diferente una vez más, Carmelilla.

—Emilio Mostaza no puede dormir y espera a que despunte el alba. Recorre la habitación de un lado a otro, inquieto, desasosegado, cubierto de sudor. Busca y rebusca por todos los rincones de su ropa el puñetero diente de ajo. Busca y rebusca, pero no lo encuentra. Cagón la mar salada. Emilio Mostaza es un buen supersticioso. No encuentra el diente de ajo y tampoco encuentra, en el fondo de su cabeza de chorlito, una explicación lógica a esas creencias heredadas, pues sabes, Carmelilla, que, al igual que otro tipo de tara, Emilio Mostaza lleva de por vida lo de darle un tono sobrenatural a los aconteceres. Evita pasar, por ejemplo, bajo una escalera; dice doce más uno, en vez de nombrar la cifra maldita; toca madera cada vez que alguien cercano es víctima de la mala ventura. Cuando algo de esto sucede, Emilio Mostaza se tabalea la quijada con guasa —aclara el Charolito.

A la Carmelilla esto último le hace gracia y suelta una risa.

—Enciende un cigarrillo con otro, va al botiquín y agarra un frasquito transparente que contiene píldoras para dormir. Lo abre. Se pone una en la mano, pero cuando la va a ingerir decide no hacerlo. Piensa que si vienen los de la pestañí a llevarle preso, no podrá oírlos entrar. No podrá escapar. Emilio Mostaza está confuso. Tiene los sesos enredados. Reniega de su suerte y decide esperar a que llegue el día, para ver las cosas con más claridad. Y espera. Aguarda a que el sol despunte.

La Carmelilla, mordiéndose el labio, impaciente y cada vez más intrigada, atiende sin pestañear al Charolito.

—Como todas las mañanas, le suben hasta la habitación el periódico junto con el desayuno, mi niña. Emilio Mostaza es sibarita, ya sabes. Churros recién hechos, café con leche y su crujiente espuma por arriba y, por si fuera poco el ABC, que abre con urgencia, nervioso y perturbado. En la sección de sucesos hay una pequeña noticia que lee con esfuerzo. Va juntando las letras de molde que le informan que un transexual ha fallecido la noche pasada, víctima de un golpe mortal de necesidad. Un violento accidente provocado por un coche que se ha dado a la fuga. También lee que miembros de la policía judicial están tras la pista del asesino y que la confidencialidad obliga a no desvelar su nombre todavía. Emilio Mostaza está desconcertado. Se le viene hasta la cabeza la penetrante mirada de aquel hombre elegantón y espectral que viste capa y chistera. Llama a recepción, Carmelilla, y pide que le suban un aparato de arradio, pues el que hay empotrado en el cabecero de la cama no funciona. El recepcionista, un tanto asombrado por el encargo, le hace llegar su transistor, el mismo que utiliza para escuchar el fúmbol. Inquieto, sintoniza emisoras sin orden ni concierto, al buen tuntún. En una sale Alejandro Sanz con el corazón partío, en la otra Luis del Olmo habla de la Conferencia episcopal, Los del Río salen en la de más allá, «Aaay, Macarena» y, por fin, los servicios informativos de Radio Nacional de España dan la nota.

La Carmelilla le escucha alarmada. El empalma un cigarrillo tras otro, una idea, una frase disparada, una bala que atraviesa las emociones. Bang, bang.

—Cuenta, Charolito, cuenta, cuéntame.

Grandilocuencia y voz bronca que improvisa a un Emilio Mostaza angustiado, con la oreja pegada al transistor y que no pierde detalle, mi niña.

—Hablan de la víctima. Se relatan las últimas horas de su vida, entrevistan a sus compañeras de carrera.

—Ah, entonces estudiaba.

—No, Carmelilla —sonríe Charolito—, no. Es una forma de platicar.

La Carmelilla también sonríe y él sigue contando:

—Sus compañeras, vulgares y descaradas, cuentan con la voz aguardentosa cómo era Basi, pues así se llamaba artísticamente el travestolo, mi niña: Basi, diminutivo de Basilio —explica el Charolito, que fuma como un carretero y apura el pitillo hasta la toba y sigue contándole que los travestolos aprovechan y piden más protección, más tolerancia, menos riesgo, seguridad social y subsidio de desempleo—. Siempre quisieron ser diferentes, pero ahora aprovechan y quieren ser como los demás, Carmelilla. Por pedir que no quede. Y por hablar que tampoco, pues aquí habla hasta su compañero sentimental. Con una lágrima en la garganta, el citado reconstruye los últimos momentos que compartieron juntos. Es su compañero sentimental, no lo olvides, Carmelilla, por lo mismo que se explica como sigue: «Estaba desnudo, frente al espejo del baño, aplicándose carmín a los labios mentirosos, prestándoles falsa apariencia y volúmenes trucados». Parece poeta, mi niña, pues hay que oír cómo se explica. «La barra rosada que perfila el embuste, dos o tres besos que suenan al otro lado de la luna y su imagen, equívoca y soberbia, plantándole cara. Juntas las rodillas, prietos los muslos hasta burlar el trazo de sombra y las carnes del vientre inquietas por la respiración contenida. Los azotes del tiempo no habían olvidado aquel cuerpo fingido, cuarteándolo hasta hacerlo evidente. Basi lo cubrió con el quimono de raso dorado y fue hasta la habitación». —El Charolito se acerca a la Carmelilla. Ella siente su aliento, en la oreja—. También recuerda compungido su paso de tacón alto, una huella perfumada con rancias colonias. No quería dar su nombre, pues era un ejecutivo de multinacional muy importante, mi niña. Pronto le ascenderían. Si alguien se enteraba de que tenía ciertas inclinaciones, tan inciertas como lo son los hombres vestidos de mujer, aunque éstos tuviesen más cantidad de mujer que de hombre, estaba perdido de trabajo y sueldo, mi niña. La voz se le rompe, a punto de una lágrima. La condición humana es odiosa, Carmelilla. Oculta su nombre, pero clama venganza a través de las ondas. Emilio Mostaza sigue atento, la oreja colorada, los nervios de punta. Ahora habla el abogado.

—¿El abogado?

—Sí, Carmelilla, sí, el abogado.

El muy ladino del Charolito, con la lengua dormida, teje un relato espontáneo y, con trazo urgente, se fabula a un letrado.

—Un letrado gordo como el tío Paciencias, así, Carmelilla, inmenso y colosal, pero sin bigote y mucho más joven, con los ojos de besugo y las mejillas sonrosadas, igual que rodajas de mortadela; un bogui de mucha toga que responde al nombre de Jacobo Teijelo y que va a tener mucho que ver en la suerte de Emilio Mostaza.

—¿Le descubrirá?

—No, Carmelilla, no le descubrirá. En el fondo Emilio Mostaza es un robacoches y lo que el bogui Jacobo busca es una persona solvente, con cifra, para cargarle el muerto. Hay un cadáver sobre la mesa de mármol del forense, ha llegado hasta allí de forma violenta y eso siempre trae dinero, mi niña. Pero sigamos; no adelantemos acontecimientos. Emilio Mostaza, de esto último que he contado, no sabe de la misa la mitad. Sigue con el tímpano contaminado de voces; la oreja en el transistor. Ahora sale un testigo, uno que vio todo, un hombre extranjero que pasaba por allí de casualidad. Luego habla un barrendero y cuenta lo ocurrido con mucho esfuerzo por su parte, complica tanto el suceso con adiciones de cosecha propia que ya no tiene que ver nada con lo contado anteriormente. También sale la familia de Basi, línea telefónica, hora insular. Te decía Carmelilla que la condición humana es odiosa, pues hasta la familia, que siempre se avergonzó de su hijo, ahora no puede contener las lágrimas y pide una millonaria indemnización. Los colectivos de maricones, los de derechos humanos, incluso la gorda esa que es de la política y cuyo nombre tengo en la punta de la lengua, la gorda esa, Carmelilla, da igual ahora, pues la fulana, con su hablar rollizo, aprovecha y pide que rueden cabezas. Emilio Mostaza siente pánico. Apaga el arradio y decide darse una ducha. El agua le calmará. Eso es lo que se cree, mi niña, pues cuando sale del baño está igual, o peor que antes. Hecho un manojo de nervios se dispone frente al espejo; en su mano la navaja barbera, sobre el lavamanos la jofaina con la espuma. Va a afeitarse. Va a afeitarse, Carmelilla, pero le tiembla tanto el pulso que decide dejarlo para más tarde. Peina sus negros cabellos, una y otra vez hasta que quedan fijos, pegados, a su gusto. Saldrá a dar una vuelta, eso hará, Carmelilla, pues de lo contrario acabará tarado, como un león en una jaula. Saldrá a la calle. —En esos momentos decisivos para Emilio Mostaza llaman a la puerta—. Se interrumpe la sesión, Carmelilla.

El Charolito apaga la luz y se esconde en la penumbra del pasillo, pegado a la pared desconchada. La Carmelilla sale a abrir. Es tío Paciencias que viene con tía Pipota, toda de negro y los ojos falsamente aguados por el llanto. Lágrimas de cocodrilo, falsas lágrimas que irritan sus falsos ojos. Vienen del velorio del Suavecito.

- Probe, tan buena gente como era y mira tú qué muerte más mala.

El Charolito emerge de las sombras y se saludan de beso. Tía Pipota se agarra a él y se derrumba sobre su hombro; la boca abierta, los labios con el color de la palidez.

—Era tan buena gente el probe —solloza la gitana—. Qué mala muerte ha tenío. Qué mala muerte ha tenío.

Tío Paciencias retira los dedos engaritados de su parienta, que gimotea en un tono agudo; un quejido de resignación sobreactuado, al hombro del Charolito.

—¿Qué le trae a usted por aquí? —interviene el patriarca, rebollo y bigotudo.

El Charolito se siente taladrado por el mirar incrédulo de tío Paciencias, que le observa como si se tratase de un muerto viviente. «¿Todavía sigues vivo?», parece preguntarle con sus ojos de batracio disecado, igual que si asistiese a un milagro.

—Tengo que platicarme con usted, tío Paciencias.

El patriarca, garrota en mano, le cede el paso a la sala. Cuando ve a Dolores Laredo, con la sonrisa abortada, allí al fondo, tío Paciencias lanza un gesto a la Carmelilla.

—Me dijo que no tenía jurdós, que dejaba el abrigo como pago. Dice que es de zorros —salta la niña, susceptible al mirar del patriarca.

Se lo había comprado un amante de la China, un carcamal muy fino que se encaprichó de ella en la ciudad de París, donde ejercía de revocadora en una boite nocturna. Eso fue al poco de salir de España, cuando todavía Dolores Laredo conservaba algo de entusiasmo por los ricos. Pero el ardor, con la caída del calendario, buscó otros caminos. Y sin dineros, furtiva y engañada por un abogado traidor que la vendió a precio de puta, con el rostro azotado por el viento de la miseria, Dolores Laredo ejerció en París de lo único que sabía hacer: deshacer camas a cambio de monedas, o de presentes. Y aquél era de zorros auténticos. Se lo llevó un recadero argelino, hasta su habitación alquilada, el primer invierno de llegar. Era lo último que conservaba de aquel viaje a los infiernos que empezó en Madrid, algún tiempo atrás, un par de años imposibles de contar con los dedos de la mano, cicatrizados por curvas venenosas; por callosidades infames y delatoras. Un aguijón de avispa, un placer que moja los últimos rincones, un termómetro caliente que alimenta sus entrañas: la hipodérmica acabada en punta afilada, que penetra en su pellejo de fina breva; el lomo sacudido por un chispazo de sangre letal. Llaman al timbre. Lazy ladra y ella sale. Viste una bata de raso que se abre a un lado cuando camina; las piernas enfundadas en medias de cristal, la costura vibrante que el chico de los recados recorre con la vista, cuando ella le da la espalda y le dice que pase con acento español, «plus loin, chéri», y que lo deje sobre la cama. «Cállate, Lazy», advierte a su perrita mientras desenvuelve el paquete. «Me voy, tengo prisa», dice el argelino; la palma de la mano hacia arriba exige la propina. Ella se fija en sus dedos tostados y largos. «Espera que me lo pruebe; si no me gusta, te lo llevas». El chico no sabe ni pizca de español, pero se lo imagina. Y la cosa se solidifica cuando ella le desabotona la bragueta. Le despedirán del trabajo por llegar tarde. Le gusta. Queda deslumbrada ante la sorpresa. Acaricia la piel, suave al tacto, gozosa. Es de zorros. El forro cosido al detalle y tan fresco que afila sus pezones de cereza. Lazy ladra. El caso es que se desatan sobre la cama revuelta. Y sucede que ella, en el momento más nervioso, confusa, entre ayes y suspiros bilingües que calan las paredes, vuelve a la carga, sin desmontarle; con los ojos en blanco retorna a la jeringuilla, fijándose otra dosis que rompe París en un aullido de loba.

—Es de zorros. —Tío Paciencias con el abrigo en la mano, escurriéndosele las gafas de farmacia sobre el tajamar de la nariz, examinándolo hasta la saciedad.

Dolores Laredo está desnuda, sólo una braga descosida; la goma elástica que sujeta con una mano; con la otra se apoya en la pared.

—Fuera, aire, que aquí no queremos que naide se nos quede frito. —Tío Paciencias con la garrota.

Ella sale de la casa, camina por inercia, una torpeza de enfermo crónico que se pierde en la penumbra, a la calle. El Charolito prefiere no mirar. «Al final, la vida, esa vieja puta, compadre, va y a cada uno le pone en su sitio. Y si de eso no se encarga la vida, no hay que preocuparse, compadre, pues ya se encargará la muerte». Y prende un Winston.

«Esa mujer le va a buscar una ruina, compadre —le decía la voz interior—. Esa mujer le va a buscar una ruina». Y al final, el tiempo le daría la razón a la puñetera voz interior; y a él, al final, el tiempo le daría por el culo. Se la jugó a una carta y la carta estaba marcada con el estigma de la ruina. Cuando ella se fue con todo el dinero, cuando ella desapareció del Hotel Mónaco, entonces comprendió el resultado. «Se lo dije, compadre». Le había enredado entre sus piernas de abanico abierto y el muy torpe se había dejado enredar. Nunca, en toda su licenciosa vida, nunca una mujer le había sacado la semilla de los riñones como aquella mujer; nunca. Jamás una zorra le había complicado tanto como aquella zorra del diablo. «Mala puta», se decía el Charolito por lo bajo, cada vez que aquella mujer de almanaque invadía sus quehaceres. «Mala puta», se repetía cada vez que la imagen de sus piernas de acordeón abierto le prendía las tripas. «Mala puta», cada vez que su recuerdo le dañaba las ingles, y «mala puta» la que parió a la puta, que lió al Charolito en un ovillo de cuerda de soga y le convirtió en un perfecto encoñado, tan perfecto, que fue lo único perfecto de aquel golpe.

—¿Qué le trae a usted por aquí, Charolito?

—Un berda —y ofrece un cigarrillo del Winston a tío Paciencias—. El berda rojo que hay en la entrada, aparcado en el solar.

Tío Paciencias se hace el longuis, lo ha visto pero como buen merchero no quiere exteriorizar sus sentimientos:

—¿Cuántos jurdós me se pide?

—Un kilo.

El gitano manda traer una botella de JB y dos vasos, también pide una de La Casera. Manías que tiene el gitano, las de mezclar güisqui con gaseosa. Llega la Carmelilla con la bandeja; uno de los vasos tiene un fideo dentro. «Hoy, por lo que se ve, ha tocado sopa», deduce la voz interior.

—Lo quiero solo —dice el Charolito, que retira la mano del patriarca con desprecio cuando éste va a echarle un gurruchito de La Casera.

—Está bien. Acepto. Lo que pasa es que hasta mañana que no vaya para el banco no dispongo de jurdós.

—Entonces medio kilo —le suelta el Charolito—. Si me da usted medio kilo es suyo. Ese berda vale veinte kilos largos. Se lo dejo en medio kilo.

—No llevo tanto, pero no se preocupe, que mañana quedo con usted y se lo doy —le tranquiliza el patriarca.

—Lo necesito ya de ya —apunta el Charolito.

Ahí es donde quiere llegar el gitano merchero, patriarca al que le sonríen los bigotes, en cuanto nota palpitar en el ambiente la urgencia. «Che, pibe, vos estás muerto». —Sólo tengo diez mil duros —dice y, sin levantarse de la silla, saca del bolsillo un fajo de billetes sujetos con una goma.

—Mi menda no acepta, tío Paciencias.

El Charolito se quiere largar rápido y, con diez mil duros, no llega ni al bingo del Canoe.

—Pues aquí, estilo tropa, Charolito, cada uno se jode cuando a cada uno le toca. —Se expresa crudo el patriarca bigotón.

Hay un silencio que dice muchas cosas, un silencio que encierra incógnitas y sospechas y que se ve interrumpido por tío Paciencias con ganas de sangre.

—Lo que sí le puedo dejar a usted es una pipa, un revólver del Mistangüeso del especial.

—Las pistolas hacen mucho ruido, tío Paciencias, mucho ruido.

Todavía repiquetea en un surco de su memoria el fraseo de la tartamuda, al disparador del Suavecito, «probe desgraciao». Agosto del noventa y seis. Noche de luna tostada. Él esperaba en el descansillo, fumándose un cigarro. Roscas de humo del Winston le envuelven. Abajo, el Suavecito con la tartamuda en el hombro que llama a la puerta. Una ráfaga de balas que sorprende a los hombres del Flaco Pimienta. «¿Le quieres joder bien?», le había preguntado ella, con el rostro tierno de golpes, rota sobre la alfombra de la habitación número 20 del Hotel Mónaco. ¿Le quieres joder bien? «Dime sirena cómo, dímelo, soy todo oídos». Un abanico de marmella que rompe el pecho del Muñecote y que le tumba. Antes de caer ejecuta los movimientos de una danza pesada y mortal. El Lombrices que está en el retrete, pues ha sentido ganas de vaciar el cuerpo, y que sale cuando escucha el estrépito; la recortada por delante, los pantalones arrastrados, el dedo al gatillo que no le da tiempo a apretar. Una nube de sangre vidria sus ojos. «No hay naide más». El Suavecito, con la mueca de imbécil, excitado, las babas colgándole por la barbilla, que hace una seña. «Agua, compadre». Es entonces cuando el Charolito entra raudo y coge el maletín negro. Dentro, jurdós a manos llenas en billetes de a diez. «Ya tendrá tiempo de contarlos. Hay prisa», le apunta la voz interior. El Suavecito va primero, la Thompson caliente, con ganas de gatillo. «Guárdela ya —le ordena el Charolito—. Guárdela ya, que ya pasó el peligro». Y la guarda en la funda de guitarra y no ha cerrado la cremallera, cuando el Charolito le empuja escaleras abajo. «Aligere, compadre». El taxi, un destartalado Mercedes, les ha dejado en la calle Barbieri, a la puerta del hotel. El Suavecito quiere salir con él. «No, usted se larga, que mañana ajustaré cuentas con usted». La mueca turulata en la boca que no consigue articular las palabras exactas, pero que el Charolito comprende enseguida. «Tome —y le da unos cuantos billetes sucios que saca de los bolsillos—. Tome, pero la carrera la paga usted». El Suavecito le mira perplejo. «Con eso aguanta hasta mañana, ¿verdad?». El Charolito y su poder de convicción que no tiene que forzar mucho, pues el que tiene enfrente es imbécil declarado. Y así, el imbécil declarado sale del taxi tan contento, pingándole las babas barbilla abajo, despidiéndose del Charolito por el cristal de atrás. «Probe desgraciao». —Una de dos: o se enfrenta usted o se corta la coleta.

—Déjese de rollos, tío Paciencias, y aflójeme medio kilo, que se me lleva usted un buen carro.

Tío Paciencias vuelve a llenar los vasos. Bebe y eructa en sordo. Luego se rasca el bigote; las uñas negras como mejillones:

—Carmelilla, ¿has hecho algo de binelo en este rato? —le pregunta.

—No —dice la Carmelilla, la voz aflautada—, no tío. Nada. No se ha vendido un gramo.

El Charolito sonríe la picardía. La Carmelilla se sofoca un poco, pues, por unos momentos, cree que el muy canalla le va a largar al tío Paciencias la sisa del Brasas. Tía Pipota con los ojos aguados sigue con su cantinela:

—Cholorico, era tan tonto, tan buena gente, cualquiera le hacía un engaño. Cholorico.

En el fondo hay razón en su lamento. Por eso el Charolito contó con él para desplumar al Flaco Pimienta. «Entonces, Suavecito, usted, lo único que tendrá que hacer es apretar el disparador y acertar. Igual que pasa en las películas». Y el imbécil, desmadejado sobre el diván, en el ángulo de luz pulposa del burdel, sonríe y afirma. Sobre su cabeza de chorlito flota un espeso olor a semen y lejías. Un perfume que le altera la libido y las manos enfermas, que se agarran con fiereza a unas tetas venosas. Son los pechos de una fulana que le sorbe a dos carrillos la plenitud, larga como polla de tonto. Evoca el sonido de una becerra sedienta, dispuesta a cuatro patas en el abrevadero. Y traga. Y lo que no traga lo escupe, sobre el diván de terciopelo rojo, así hasta que la calidad de pleno se desvanece en su boca venérea. Mientras, sus afiladas orejas atienden a lo que el Charolito impera. «Usted, lo único que tendrá que hacer es apretar el disparador y acertar. Igual que pasa en las películas». Cuando salió del burdel, estaba ya convencido. «Ahora vamos allí». Y el Suavecito, todo contento. «Venga y arranque, que hay prisa». Parecía subnormal. Y a la verdad, y sin faltar el respeto al Suavecito, que en gloria esté, algo de eso había, pues sus progenitores eran parientes cercanos, practicantes de la consanguinidad por aquello de no perder la sangre de reyes, que decían.

—No se metía con naide. —Tía Pipota enjugándose las lágrimas en un pañuelo arrugado.

Últimamente se dedicaba a vender papel albal e hipodérmicas en la entrada del poblado. De estas honradas maneras iba defendiéndose. No tenía vicios conocidos y era muy ahorrador. De vez en vez, cogía y se iba hasta el burdel de luces rojas que le enseñó el Charolito, una noche de luna lechosa. Entraba con aplomo, como si la confianza en sí mismo fuese un elemento tan necesario como el dinero para atravesar el umbral rojizo de la casa de putas. Pedía un güisqui en la barra acolchada, miraba por encima del hombro igual que había visto hacer al Charolito, y luego escupía por el colmillo un flácido gargajo que siempre acababa en la punta de sus zapatos. La primera que le acariciaba el muslo le engatusaba. El Suavecito era un tipo fácil. No tenía preferencias. Naturalmente, le daba lo mismo una recién llegada de Guinea Ecuatorial que la dueña, rugosa tetuda con pestañas postizas y ojos de huevo duro, pero que trabajaba la mandíbula en el reservado hasta dejarle la polla como goma de mascar. Él le comía el sieso, como había visto hacer en las películas que dan en el Canalplús. A veces, alcanzaba el zapato y se lo introducía. Sin embargo, la principal parecía no enterarse, pues tenía la vulva más abierta que una Biblia en el altar. Siempre dejaba propina.

El desgraciado vivía con sus hermanos, dos gemelos a los que su madre había puesto el mismo nombre, pero al revés, para no equivocarlos a uno José Luis y al otro Luis José. No obstante, todos por allí les llamábamos los Dalton, debido al parecido con los personajes del tebeo. En el momento de su muerte no estaban en casa. Los Dalton habían salido al bar a pipear un poco la noche; instantes que el Plomos aprovecha para oscurecer la casa y acuchillar el cuello del Suavecito. Nadie ve nada, pero todo el mundo sabe de dónde procede el cuchillo. Sangre vengada por obra y gracia pampera. «Che, pibe, vos estás muerto», le dijo con la pupila, mientras se le llevaban detenido los de la pestañí. Salía de aquel garito de la calle San Mateo, el sombrero ladeado y toda la ley de la ciudad en la calle; las manos a la espalda y esposado. Sintió que muchos le miraban, por no decir todos. Le atravesó como luz con la pupila. «Che, pibe, vos estás muerto». Cuando el Charolito llegó hasta allí, la policía se le había adelantado. «Mierda». Olía a pólvora y a sangre, a cuadra y a carne recién matada; por la calle San Mateo olía a algo que no se olvida. El Charolito tuvo que disimular ante tanto despliegue: la navaja suiza abierta, al bolsillo; las manos, también; los labios arrugados que silban una melodía que oculta sus intenciones. Y los de la pestañí apostados en los balcones y tejados de los edificios próximos, con la ferretería caliente; había ganas de chicha y un sabor a revancha en sus cañones. Dos de ellos pasaron a mejor vida, muertos en acto de servicio, durante el primer tiroteo. Y esas cosas son cosas que duelen en el gremio.

Total, que mandan refuerzos y la respuesta no se hace esperar.

Desde la comisaría de la calle Luna dan la orden de abrir fuego. «¡Pasen por encima de sus cadáveres, sáquenles los ojos a puntapiés, sodomícenles hasta aliviarse y después orinen sobre ellos!, pero al Flaco Pimienta respétenmele, ¿me han oído?, pues eso, respétenmele pues me lo ha pedido el juez Isidoro vivo, ándense con ojo y empiecen con el jaleo ¡a discreción!», gritó el comisario.

El balance fue el siguiente: tres de los hombres del Flaco Pimienta heridos de pronóstico reservado, dos de ellos sodomizados por el niño-choto, un policía de la reserva, bigotón y circuncidado, que disfrutó de lo lindo con la carne argentina. «La cosa está que arde y no echa humo, compadre», le dice la voz interior al Charolito cuando sus clisos, irritados por el humo, divisan al Flaco Pimienta; le ve salir esposado, con uno de la pestañí a cada ala. Le ve salir esposado, pero sin perder la compostura, orgulloso y entero, «vos qué creíste», con el sombrero de ala torcida tapándole un ojo. Con el otro le divisa al Charolito, al fondo, una cabeza entre tanta gente. «Che, otra vez tú, pibito, no tuviste bastante que me quieres joder, vos estás muerto, leémelo en la pupila, criollo, mil leches, hijo de la gran mina». —Los gachos tienen mucha guasa, son mu vengativos, Charolito. Luego dicen de nosotros, de nuestras leyes, dicen que son injustas. Pero lo injusto sería no acatarlas. —Y vuelve a eructar, el patriarca.

—Tío Paciencias, medio kilo. De lo contrario me largo con él.

—Si no pue esperarse hasta mañana, márchese.

Probecito, probecito —Tía Pipota sigue con sus lamentos.

—¿Se quie llevar la pipa?

Charolito no contesta, una bola fría le baja por la garganta, directa al pecho. Está un poco aturdido, lo siente en cuanto se levanta de la silla; la habitación le pega una vuelta en su cabeza y apunta:

—Voy al tigre.

Tío Paciencias le tiende la botella con la vela encima.

—No hay luz —le dice. Ya lo sabe el Charolito, que se comporta como si no lo supiese y coge la botella con la vela. El patriarca enchufa el televisor y se queda un rato traspuesto. Piensa que si se va y le deja el coche, pues con un poco de suerte se lo pagará más tarde, cuando no tenga más remedio y se tope con él, allá en el purgatorio. Y allá, en el purgatorio, que él sepa, no hay dinero que valga. A pesar de la edad, tío Paciencias se conservaba como un roble, lleno de nudos viejos que le hinchaban los miembros, incluso los más íntimos. A espaldas de tía Pipota los ejercitaba con maestría en locales licenciosos del Madrid nocturno. En definitiva, que todavía le quedaba mucha vida por delante como para pensar en el futuro.

«Aquí, Charolito, ya sabe usted, estilo tropa».

—No se levante, tía Pipota —el Charolito, que ya ha salido del retrete y que parece más despejado, se despide de beso.

La Carmelilla está ya en cama, no duerme y siente a su Charolito decir adiós a tía Pipota que se le pega a la mejilla y le implora:

—Cuídate, cuídate, Charolito, que los jambos son mu malos.

Y la Carmelilla, desasosegada, se levanta y se asoma a la calle. Y le ve salir, enfilar sus pasos hacia el solar y borrarse noche adentro, decidido y cauto a la vez; el ojo prieto, el culo también, con esa falta de confianza a la que hacíamos alusión al principio.