Los medios de comunicación del día siguiente se hacían eco de los acontecimientos de un modo exagerado. Se dibujaba a Nerea y Derek, siempre sin revelar sus nombres, como una pareja de héroes que habían tenido el coraje de enfrentarse a una de las ramas más activas de la secta Koruki-ya. Su gesta alcanzaba mayor trascendencia considerando que en el resto del mundo la acción coordinada de la secta había sido un éxito, lo que había provocado un pavoroso número de asesinatos. Se ensalzaba especialmente el coraje de ese chico que, aun teniendo pánico a los espacios abiertos, había abandonado la habitación donde vivía recluido para enfrentarse a los criminales.
Los periódicos sólo hablaban de un detenido, el inspector Harry, y de un fallecido, La Sombra, de quien además daban el nombre, John Wissenbald, de 45 años y ascendencia alemana. Al parecer, después de perder a su hijo y a su mujer, ese hombre había sido abducido por la organización de temibles fanáticos. En el pasado había sido fichado por la policía por haber enviado varias amenazas de bomba a las oficinas de Microsoft, Google y Apple. En cada una de ellas juraba que las haría volar por los aires si no se publicaba en toda la prensa nacional un manifiesto en el que se advertía a la humanidad sobre los peligros de la tecnología. Los periódicos se negaron a reproducir aquella bazofia, pero colaboraron con las autoridades fingiendo que estaban dispuestos a hacerlo. Gracias a esta mentira, los servicios de inteligencia pudieron rastrear el origen de las cartas de amenaza y detener a John Wissenbald. Aun así, sólo pudo ser imputado por un delito menor de amenazas y quedó en libertad tras el juicio. Cuando algún tiempo después Facebook se convirtió en un portal de referencia en el universo de las relaciones sociales, Wissenbald decidió volver a actuar. Esta vez formando parte de un plan mucho más ambicioso.
En el caso del inspector Harry, la prensa destacó que desde hacía algunos meses estaba siendo investigado por Asuntos Internos en relación con su extraño comportamiento. A pesar de tenerlo bajo vigilancia, no habían podido encontrar nada turbio que confirmara sus sospechas. Ningún periódico acertaba a mencionar el vínculo entre el agente y los secuestradores. Sólo un periodista especulaba sobre la posibilidad de que Harry, lleno de deudas a causa de su adicción a los juegos de azar, hubiera aceptado una importante suma de dinero a cambio de colaborar. Una presunta investigación de sus cuentas bancarias habría revelado que estaban a punto de embargarle la casa por impago de las cuotas de una onerosa hipoteca.
Los periódicos no mencionaban a más detenidos, algo que no gustó a Derek y Nerea, puesto que ambos sabían que La Sombra y Harry tenían un jefe, Ojo de Tiburón, probablemente el enlace con el líder de la secta, allá en Japón. Nerea había visto personalmente a aquel tipo y le había oído hablar sobre sus planes, pero esta información jamás llegó a los medios de comunicación. No descartaba que la policía hubiera decidido ocultar la existencia del tercer secuestrador para no entorpecer una investigación de carácter internacional.
Así las cosas, durante los siguientes días la tía Liz estuvo cuidando de sus sobrinos con toda la dedicación del mundo. Pero transcurrida una semana, regañó con dureza a Nerea. Se sentía orgullosa de ella por haber salvado a su hermano sin más ayuda que la de ese tal Derek, pero también estaba enfadada porque no hubiera contado con ella. Este sentimiento ambivalente se transformó en una semibronca algo desconcertante. La tía Liz castigó a Nerea obligándola a pasar una semana en casa, sin ver a sus amigas, reflexionando sobre el peligro que había corrido. Era una sanción francamente ridícula, pero su sobrina la aceptó sin rechistar porque entendía que su tía sólo quería asegurarse de que no volvería a meterse en jaleos.
Tan pronto como Nerea se vio recluida en su habitación, contactó con Derek. Le envió un montón de mensajes por Facebook y trató de conectar a través de Skype, pero su amigo no daba señales de vida. Pensó que tal vez lo habían ingresado en un hospital. Recordaba perfectamente el modo en que él se había acurrucado en una esquina de la furgoneta con la que emprendieron la huida y cómo los otros chicos trataron de calmarlo diciéndole que enseguida estaría en su cuarto. Nerea pidió a Saturno que, en vez de dirigirse a la comisaría más cercana, fueran directamente a casa de Derek, pero la furgoneta estaba tan abollada, el cristal del parabrisas tan roto y la sangre de La Sombra tan repartida por todo el chasis que una patrulla de tráfico los detuvo apenas veinte minutos después de abandonar la nave industrial. Cuando Saturno explicó a los agentes lo que acababa de ocurrir, los escoltaron hasta un hospital. Fue ahí donde Derek acabó por derrumbarse. Empezó a patalear, chillar y sollozar ante el estupor de los médicos. Le administraron un calmante porque suponían que había entrado en shock y tuvo que ser Nerea quien les explicara que ese chico vivía encerrado en su habitación porque tenía fobia a los espacios abiertos. Eso hizo que, tras asegurarse de que sus constantes vitales eran correctas, lo llevaran de inmediato a su casa.
Dos días después, Derek continuaba sin conectarse a la red y Nerea no podía dejar de pensar en él. Se preguntaba si esa obsesión era recíproca.
Al tercer día Derek se conectó. Nerea le pidió que encendiera su webcam para mantener una charla cara a cara. Necesitaba ver el rostro del chico que le había salvado la vida, que había abandonado la fortaleza de su habitación para ayudarla, que había luchado contra sus temores más profundos para rescatarla de una muerte segura. Derek aceptó el ofrecimiento y, al cabo de un rato, su rostro apareció en pantalla. Ninguno dijo nada. Durante más de un minuto se estuvieron mirando en silencio, sintiendo cómo les invadía la calma al encontrarse al fin uno frente al otro, experimentando el placer de esa atracción que ya no había manera de disimular. Fue Nerea quien, al cabo de un rato, rompió el silencio.
—¿Cómo estás?
—Empiezo a mejorar —la voz de Derek hizo que ella se estremeciera—. Me he pasado dos días en la cama. Y me han asignado un psicólogo que intentará ayudarme a abandonar mi reclusión. Pero no creo que lo consiga, la verdad.
Nerea no miraba el rostro de Derek, sino sus labios.
—Gracias por salvarme la vida —le dijo.
—Tenía que hacerlo. Después de hablar contigo, cuando ya habías abandonado tu casa para dirigirte a la antigua discoteca, descubrí algo que me hizo comprender que estabas en peligro.
—¿Algo sobre Harry?
—Exacto. Conseguí romper las barreras de los ordenadores de la comisaría y me infiltré en su portátil. Allí encontré, oculta tras un montón de medidas de seguridad, la carpeta donde almacenaba los e-mails que La Sombra le había estado enviando durante los últimos meses. Esos mensajes demostraban que Harry formaba parte de la secta. Supuse que él también participaría en el sacrificio y que, como sabía que tú estabas al tanto de sus planes, intentaría despistarte y mantenerte al margen de sus movimientos. Era evidente que debía ayudarte.
—¿Cómo saliste de casa?
Antes de responder, Derek miró a un lado y después, tras aspirar con fuerza, devolvió la atención a la pantalla.
—No fue fácil. Recuerdo que abrí la puerta de mi habitación y el mundo empezó a dar vueltas y más vueltas. Estaba mareado, con náuseas y sudando, pero conseguí poner un pie fuera, recorrer el pasillo de casa y alcanzar la puerta principal. ¡Menos mal que mi madre había salido, porque no me habría dejado pisar la calle! Acceder al rellano fue la segunda prueba de fuego. Cuando abrí la puerta, las piernas empezaron a temblarme. No sé cómo conseguí bajar las escaleras hasta llegar a la calle y parar un taxi. Fue una experiencia horrible. Pero tenía que salvarte… No podía dejar que te ocurriera nada…
Nerea tenía ganas de salir corriendo de su domicilio, correr hasta casa de Derek y, derribando la puerta, abrazarlo.
—¿Crees que podrías volver a hacerlo?
—No creo. Lo pasé muy mal ahí afuera.
—¿Y crees que podrías dejar que alguien entrara en tu habitación?
Derek abrió los ojos como platos, sin saber qué responder, y no pudo evitar ponerse colorado.
—¿Quieres entrar en mi habitación? —preguntó.
—Me encantaría.
—Pero…
—No hay peros, Derek. Invítame a entrar en tu habitación. Yo puedo ayudarte a superar tus miedos. Déjame intentarlo.
Derek movía las manos agitadamente, como si estuviera muy nervioso.
—No sé si podré soportar que nadie entre en esta habitación.
—Pues ya es hora de comprobarlo.
—¿Estás segura?
—Sí, estoy segura. ¿Y tú?
—No lo sé… Pero podemos intentarlo… Ven y veamos qué ocurre.
Nerea salió corriendo de casa. Estaba radiante, emocionada, llena de esperanza. Era la primera vez que sentía algo así. Ni siquiera esperó el ascensor. Bajó los escalones de dos en dos, alcanzó el portal de su casa y se plantó en la calle. Quería bailar, regalar flores a los desconocidos, abrazarse a las farolas. Antes de ponerse a correr, echó un vistazo a la fachada del edificio. Alguien había hecho una pintada: