A Nerea le pareció que el mundo había dejado de girar sobre su eje. Por unos instantes, desapareció la inhóspita nave industrial donde se encontraban y se olvidó de los seis secuestrados que agonizaban a escasos metros. No daba crédito a sus ojos. Ni tampoco a su piel. Estar soñando era más probable que sentir los brazos de Derek rodeándola. No tenía claro qué le resultaba más difícil: si frenar las ganas de verter las lágrimas de alivio que se le agolpaban en los ojos o las de besarle como muestra de agradecimiento pasional.
Aún aturdida, sólo fue capaz de susurrarle el «gracias» más sincero que jamás había dado. Las preguntas pugnaban por salir de su boca: ¿cómo había sido Derek capaz de abandonar el encierro de su casa?, ¿cómo había llegado hasta allí?, ¿cómo había reunido el coraje para enfrentarse al inspector Harry?… Quería expresar con palabras las docenas de interrogantes que revoloteaban por su cabeza, pero ambos intercambiaron una mirada de complicidad en la que quedaba implícito que era hora de actuar con rapidez y determinación. Luego, ya habría tiempo para explicaciones. Si es que había un después.
Derek empezó a respirar con dificultad. Parecía que acababa de terminar una carrera de fondo. Sentía cómo se le nublaba la vista y el techo se agrandaba y las paredes se estrechaban y la sala giraba sobre su cabeza. Había descubierto que si apretaba con fuerza los puños conseguía volver en sí y recuperaba parcialmente la concentración. Así que no quiso alarmar a Nerea con sus problemas. Prefería limitarse a mirarla. Con la webcam no había podido distinguir las pecas que le salpicaban la nariz, un detalle que la hacía todavía más adorable. Tampoco había apreciado del todo la inmensidad de sus ojos, donde ahora se veía reflejado.
—Quedan doce minutos para el sacrificio —consiguió decir haciendo un esfuerzo extraordinario—. Cuando estaba a punto de entrar en la nave, he podido esconderme a tiempo para evitar cruzarme con otro miembro de la secta.
—¿Tenía un ojo muerto?
—No estoy seguro, no he podido verle la cara con detenimiento. Creo que se dirigía a un cobertizo a buscar algo, lo que con suerte nos dará unos minutos para intentar liberar a tu hermano. Aunque…
Derek no había acabado la frase cuando se oyeron pasos cercanos y un ruido metálico, sin duda procedente de un aparato eléctrico situado en las cercanías. Los dos recularon con lentitud hacia el lugar más oscuro de la sala. Pusieron cuidado de no pisar a un Harry que había quedado absolutamente KO tras el golpe, pero al que, por precaución, habían atado de pies y manos con cinta adhesiva y colocado un pañuelo en la boca. Ver muchas películas también tenía sus ventajas. Se escondieron tras unas cajas.
Cuando La Sombra entró en la habitación, dio la impresión de que las llamas de las antorchas disminuían de forma sincronizada. Llevaba la capucha puesta, pero Nerea no pudo evitar que se le escapara un «ay» de angustia al reconocer las gigantescas espaldas y las botas de cuero del tipo que casi la captura en los grandes almacenes. Cogió la mano de Derek para serenarse y él se la apretó con firmeza. La Sombra transportaba dos cubos grandes de agua y llevaba un walkie-talkie colgado al cinto.
—¿Harry? ¿Harry? ¿Dónde estás? Maldita sea, ven a ayudarme con esto —gritó, pero, cuando se dio cuenta de que su compinche no estaba en la sala, murmuró—: Éste siempre escaqueándose. Se va a enterar.
Nerea y Derek temieron que el inspector despertara con los gritos, pero seguía fuera de combate. Los que sí respondieron al vozarrón de La Sombra fueron los chavales atados en los listones de la sala contigua. Algunos de ellos salieron de su letargo y sus gemidos inundaron la sala. Esto trajo una sonrisa sádica a los labios de su secuestrador.
—Hacéis bien en tener los ojos muy abiertos. Ya podéis ir espabilando, porque queremos que estéis atentos a vuestros últimos momentos en este mundo.
Para asegurarse de que se cumplían sus deseos, cogió uno de los cubos y fue lanzando agua a la cara de sus víctimas. La mayoría no pudo contener el llanto al recuperar la conciencia y verse colgando como cerdos en un matadero. Alex era de los pocos que mantenían la calma, limitándose a poner una cara de infinito desprecio delante de su captor. Nerea sintió un fogonazo de orgullo. Desde pequeña había sabido que su hermano estaba forjado con el material de los valientes.
—Y ahora decidme: ¿de qué os sirven vuestros estúpidos ordenadores? ¿Eh? Venga, ¿quién sabe la respuesta? ¿Dónde se encuentran las docenas de amigos de Facebook cuando estáis en apuros? Yo os lo diré. No os sirven para nada. ¡No os salvarán! Dentro de diez minutos estaréis muertos.
La Sombra desapareció unos instantes en la oscuridad y regresó con un maletín. Se lo llevó a la altura del pecho y lo abrió para que todos pudieran verlo. Los llantos de los chicos redoblaron su intensidad y todos, sin excepción, comenzaron instintivamente a sacudir los brazos en un vano intento por desprenderse de las ataduras. El maletín contenía una colección de imponentes cuchillos de caza, tan afilados y relucientes que podrían cortar un rinoceronte por la mitad. Testigo del sufrimiento y la desesperación de sus presas, La Sombra emitió una carcajada que parecía provenir de las catacumbas del infierno. Y en ese preciso instante una transmisión llegó desde el walkie-talkie. Derek y Nerea no oyeron lo que decía la voz metalizada, pero por la cara de enfado de La Sombra entendieron que eran malas noticias. Furioso, abandonó corriendo la habitación, no sin antes volverse para exclamar con asco:
—¡Enseguida regreso a por vosotros!
La Sombra volvió a subir las escaleras buscando una mejor cobertura para poder comunicarse con su jefe, el cual dirigía la operación desde un lugar secreto por si algo salía mal. Nerea y Derek abandonaron su escondrijo sigilosamente. Los secuestrados seguían consumidos por la angustia. Algunos todavía forcejeaban con las cuerdas, mientras que otros se habían dado por vencidos y sólo gemían. Al ver a los dos chicos que entraban en la sala, la incredulidad y la esperanza se materializaron en sus rostros. Sólo uno de ellos, Alex, acertó a decir algo:
—¡Nerea!
Su hermana se llevó un dedo a los labios indicándole que guardara silencio y fue corriendo a abrazarlo. Derek abrió al maletín con los cuchillos que La Sombra había abandonado y cortó las cuerdas que sujetaban a los secuestrados. La palidez de su salvador, unida a su ropa completamente negra y a sus movimientos temblorosos, hicieron que lo miraran con extrañeza y desconfianza. Una vez que se vieron liberados, todos siguieron las indicaciones de Nerea, quien les ordenó que se pusieran en fila y la siguieran.
En su huida hacia el exterior, Derek no dejaba de apretarse los puños. A cada paso esperaba encontrarse con La Sombra, así que se esforzaba por mantener la compostura y estar atento a cualquier sorpresa. Pero de golpe sintió un tremendo pinchazo en la cabeza y unas irrefrenables ganas de vomitar. Ahí estaba la mordedura del pánico. En el momento más inoportuno, su enfermedad resurgía con virulencia. Las ganas de regresar a su habitación se acrecentaron hasta la agonía. Incapaz de caminar, se dejó caer sobre los escalones y escondió la cabeza entre las piernas.
Nerea acudió a socorrerlo rápidamente y Alex, viendo el cariz de los acontecimientos y escuchando los llantos de los otros secuestrados, supo que debía tomar las riendas de la situación. Quedaban pocos metros para salir al exterior, así que apartó a su hermana y, agarrándolo por las axilas, se echó a Derek a la espalda y cargó con él mientras retomaba el camino.
A la entrada de la nave industrial estaba la furgoneta de La Sombra. Alex condujo a todo el grupo hasta el vehículo y les ordenó que se metieran dentro. Al hacerlo uno de ellos pegó un grito. El resto se volvió aterrado para descubrir un bulto en una esquina. Se trataba del cuerpo de un adulto que yacía inconsciente y maniatado. Estaba vivo, porque respiraba de forma entrecortada. Ninguno de los chavales podía saber que se trataba del agente Meloux. Su perspicacia al descubrir cómo el número 6 unía a todos los desaparecidos le había costado cara. Harry no podía dejar ningún cabo suelto y se había encargado de que La Sombra lo secuestrara. La secta pensaba liquidarlo cuando hubiera terminado el ritual.
Alex buscó y rebuscó las llaves en el interior del vehículo. Miró por todos lados y, cuando ya estaba a punto de darse por vencido, llegó la voz temblorosa de Derek:
—Tienes que hacer un puente.
—No sé hacer puentes.
—Coge esto —dijo Derek mostrándole una navaja de pequeñas dimensiones—. Tienes que sacar la tapa de debajo del volante. Descubrirás varios cables. Pélalos y combina los de diferente color hasta que el motor arranque. No los unas, sólo rózalos.
—¿Cómo diablos sabes estas cosas?
Derek lo miró de reojo:
—¡Hazlo YA!
Alex comenzó a seguir las indicaciones de aquel chico pálido que temblaba como una hoja de papel. Cuando el motor rugió, Saturno apretó el acelerador a fondo. Todos gritaban de júbilo, se abrazaban y lloraban de alegría. A punto de cruzar la valla, un destello de luz los cegó y una piedra se estrelló contra el parabrisas, dibujando una telaraña por todo el cristal. Alex dio un volantazo y el motor se caló. Confusos y asustados, no entendían qué había ocurrido. Hasta que, a unos cincuenta metros, se recortó la figura de La Sombra. Estaba en medio del camino, con una linterna en una mano y un bate de hierro. Su rostro era una pura expresión de asco y odio. El ruido del motor lo había sacado bruscamente de su infructuosa búsqueda de Harry. Acababa de jurarle al jefe que todo estaba en orden. Si no solucionaba aquello, era hombre muerto.
Alex se agachó para buscar de nuevo los cables que, bajo el volante, arrancaban el motor. Pero no conseguía combinarlos del modo correcto. La Sombra comenzó a correr hacia ellos, los pasajeros gritaron y Alex juntó inútilmente otros cables. El secuestrador se aproximó aún más. La furgoneta seguía sin encenderse. Cuando el enemigo estaba a veinte metros, el motor por fin volvió a la vida. Alex pisó a fondo el acelerador, sin tener margen de tiempo ni de maniobra para hacer otra cosa que no fuera arrollar a La Sombra. Al impactar contra el chasis del coche, su cuerpo rebotó sobre el capó, hundió el parabrisas y rodó sobre el techo hasta caer por la parte trasera del vehículo.
Los gritos se multiplicaron en el interior de la furgoneta, pero Alex no se desconcentró. Continuó conduciendo y abandonaron el polígono a toda velocidad. Atrás quedaba una pesadilla. El silencio se extendió por la cabina del vehículo. Nadie quería cantar victoria, pero ya estaban a salvo. Regresaban a casa. Nerea se incorporó en el asiento y tocó a Derek en el hombro.
—¿Estás bien? —le preguntó mientras le acariciaba la mejilla.
Derek abrió los ojos a cámara lenta.
—Necesito volver a mi habitación, por favor —respondió en un tono tan tenue que parecía estar bajo los efectos de la anestesia.
Las pecas que cubrían el rostro de Nerea fueron lo último que vio antes de perder por completo el conocimiento.