Durante la siguiente hora, Nerea telefoneó a Harry cinco veces y se mordió las uñas con tanta insistencia que acabó sangrando. Pero el inspector tenía el móvil apagado. Cada llamada inútil era un clavo en el ataúd de su hermano. En la centralita de la comisaría pidió hablar con algún jefe; no lo consiguió. Intentaron convencerla de que Harry era su mejor detective y de que seguro que tenía el caso controlado.
La tía Liz se había pasado la última hora en la cocina, mano sobre mano, aguardando una llamada que le anunciara la liberación de su sobrino. Nerea había recorrido el pasillo sigilosamente y había descubierto a su tutora con la mirada en el techo, seguramente rezando, en actitud contemplativa. No quiso interrumpirla y regresó a su habitación, donde observó con infinita frustración el movimiento de las agujas del reloj. Si sus cálculos no fallaban, sólo quedaba una hora y cuarenta y cinco minutos para el sacrificio. Harta de esperar, cogió por última vez el teléfono y marcó el número del inspector. Si no contestaba, tendría que tomar cartas en el asunto. Cuando volvió a saltar el contestador, Nerea, aprovechando que su tía continuaba conversando con Dios, salió del piso. Por segunda vez su promesa de no intentar ser una heroína de película quedaba aplastada bajo el peso de la desesperación. «Lo siento en el alma, tía, perdóname», pensó tan pronto pisó la calle.
La discoteca 64 se encontraba en la otra punta de la ciudad, en una zona repleta de naves industriales abandonadas, donde muchos jóvenes de los llamados «poligoneros» acudían los fines de semana para divertirse en sus locales nocturnos. El taxista se mostró extrañado de que una chica tan joven quisiera acudir a un lugar tan poco recomendable, pero todavía se sorprendió más de que quisiera hacerlo un día en que las discotecas ni siquiera estaban abiertas. Cuando llegaron al polígono, el conductor le preguntó si estaba segura de querer apearse en un lugar tan solitario. Nerea se hizo la valiente diciéndole que no se preocupara, que todo estaba controlado, que había quedado con unos amigos. Para asegurarse de que ese hombre no se inmiscuyera en ese asunto, le dio una buena propina.
Segundos después, cuando el taxi desapareció por una de las calles y cuando la escasa iluminación del área ensombreció todavía más los edificios del entorno, Nerea sintió un escalofrío recorriéndole el espinazo. Tras el trauma pasado en los grandes almacenes, ahora se encontraba sola en un lugar inhóspito, a punto de cometer una nueva locura. No se reconocía a sí misma, su vida había tomado unos caminos demenciales.
Había pedido al taxista que la dejara a unos doscientos metros de la antigua discoteca 64 porque no quería que los miembros de la secta la vieran llegar. Después había caminado, siempre entre sombras, hasta vislumbrar la fachada de la fábrica, de la que colgaba, desvencijado y oxidado, un gigantesco rótulo donde podía leerse: «Abierto sesenta y cuatro horas seguidas». Nerea nunca había entrado en una discoteca porque su edad, y su tía, se lo impedían, y no entendía cuál podía ser la gracia de pasarse sesenta y cuatro horas bailando en un lugar oscuro, cerrado, asfixiante. Pero ahora eso era lo de menos. Debía salvar a su hermano y cualquier pensamiento que la desviara de ese objetivo le parecía una pérdida de tiempo.
Se acercó a una de las entradas del edificio con prudencia. No estaba segura de que la secta pensara utilizar aquel lugar para llevar a cabo el sacrificio, pero confiaba en la intuición de Derek. No había otra esperanza a la que agarrarse. La puerta de emergencia emitió tal chirrido cuando Nerea la empujó que le provocó un estremecimiento. No debían descubrirla antes de tiempo y menos por un error absurdo.
El interior de la nave industrial le recordó una gruta. Casi no podía ver los cascotes que se apelotonaban en el suelo, haciéndola tropezar de vez en cuando. No había traído ninguna linterna, ni un mechero, así que avanzó por la sala arrimada a la pared, guiándose por el tacto de un muro que, de pronto, quedó interrumpido por la barra donde antaño se servían las copas y, después, por los altavoces que los dueños de la discoteca habían abandonado. La humedad era muy pegajosa. Parecía una presencia viva que la rodeara, que la espiara, que se anticipara a sus movimientos. Esa viscosidad le hizo pensar en la pesadilla que había sufrido la noche anterior, en la que ella misma había palpado unas paredes que parecían impregnadas de una mucosidad tremendamente desagradable. No creía que aquel sueño hubiera sido premonitorio o, mejor dicho, no quería creerlo, porque en la ensoñación ella era atacada por cinco hombres que no querría encontrarse en la vida real.
Al alcanzar el punto diametralmente opuesto a la puerta de entrada, Nerea percibió una leve luz, casi un destello que provenía de una escalera estrecha que descendía hasta el sótano del lugar. Se acercó con lentitud y, cuando al fin pudo asomar la cabeza, escuchó un sonido procedente de la planta inferior. Bajó los escalones con cautela, sintiendo la debilidad en sus piernas, presa de un pánico que le incitaba a abandonarlo todo y correr hacia una comisaría. Pero no había tiempo. Según sus cálculos quedaban menos de veinte minutos para que se cumpliera el plazo fijado por los miembros de la secta para asesinar a los seis secuestrados. Nerea se armó de valor, respiró hondo y continuó descendiendo hacia un lugar que en ese momento se le antojó como la guarida del diablo.
Cuando llegó al último peldaño, entrevió, al fondo, una puerta de acceso a una segunda sala de la que emanaba una luz titilante, seguramente proveniente de unas velas. Era una buena señal; ahí había alguien. Al acercarse pisó los pedazos de un vaso de cristal roto que había en el suelo y el crujido retumbó por toda la sala. Se detuvo al instante, temerosa de haber sido descubierta, sobre todo porque en la sala contigua, la de las velas, creyó percibir un movimiento de sombras.
Nerea nunca supo cuánto tiempo permaneció quieta como una estatua, conteniendo la respiración, a la espera de detectar algo sospechoso, pensando que había llegado su final. Al cabo de un rato y tras comprobar que nada ocurría, continuó avanzando y, al asomar la cabeza por la puerta, vio a los seis secuestrados maniatados a unos listones de madera en forma de equis. Su hermano era el tercero por la derecha. Tenía el pecho descubierto y parecía desnutrido, pálido, exhausto. Movía la cabeza ligeramente, como si no tuviera fuerzas para mantenerla levantada, y su mirada parecía perdida, como si lo hubieran sedado con alguna droga. Por un momento, sus ojos parecieron cruzarse, pero Saturno no mostró emoción alguna. O no la había reconocido o su cerebro no había procesado lo visto.
Nerea contuvo las ganas de llorar de la emoción. Habían acertado con el lugar y su hermano estaba vivo. Su impulso inicial fue echar a correr hacia Alex para liberarlo de sus ataduras, pero logró controlar sus instintos. Tenía que evaluar la situación, no debía precipitarse. Miró a lo largo y ancho de la sala tratando de localizar a los miembros de la secta, pero no había nadie. Tal vez estuvieran preparándose para el ritual, ocultos en otra habitación, murmurando antiguos sortilegios de invocación a los dioses malignos a los que adoraban. También podía ser que se hubieran escondido tras oír el crujido de cristales provocado segundos antes por Nerea y que estuvieran esperando a que se adentrara en esa sala para cogerla. No había forma de saberlo, así que continuó inmóvil un rato, sin saber qué hacer, recapacitando sobre el movimiento más inteligente.
De pronto escuchó un portazo en lo alto de la escalera. Acababa de llegar alguien. El individuo empezó a descender los peldaños, bloqueando la única vía de escape disponible. Antes de que alcanzara el sótano, Nerea corrió a esconderse tras unas cajas de cartón apiladas en una esquina, desde donde pudo ver los pies del desconocido, a continuación su cuerpo y por último su cabeza, la cual iba cubierta por una capucha.
Llevaba una antorcha en la mano y dejaba un rastro luminoso tras de sí. Avanzaba con parsimonia, obedeciendo algún tipo de ritual, y su respiración resonaba entre las cuatro paredes. El hombre misterioso se detuvo en mitad de la sala, como si algo hubiera llamado su atención, y movió la antorcha a ambos lados de su cuerpo, queriendo iluminar toda la estancia y observando con detenimiento a su alrededor. Nerea agachó la cabeza cuando la luz se detuvo en la esquina donde estaba escondida. Se puso de espaldas como si eso pudiera protegerla. Los dientes le castañeteaban, las rodillas le flaqueaban, el corazón se le desbocaba, el vello se le erizaba. El verdadero terror llegó cuando, en medio de las sombras, una mano apartó las cajas y la antorcha se interpuso entre su rostro y la capucha de aquel ser malvado.
—¡Maldita mocosa! —dijo el hombre.
Nerea quiso escapar echándose a un lado, pero el miembro de la secta fue más rápido y pudo apresarla. La cogió de un brazo y, de un tirón, la elevó por los aires. Nerea voló durante unos segundos antes de dar de bruces contra el suelo. Quiso levantarse rápidamente, pero su captor era más veloz, más musculoso, más ágil. La agarró de nuevo por un brazo y la obligó a incorporarse. Después la arrastró hacia la puerta tras la cual se encontraban los seis secuestrados. Nerea empleó la única arma que en ese momento tenía en su poder: sus dientes. Lanzó un bocado contra la muñeca de aquel hombre, que aulló de dolor antes de soltarla.
Cuando se disponía a echar a correr de nuevo, el secuestrador la cogió con la otra mano y los dos se enzarzaron en una desigual pelea. Nerea pataleaba y su captor la apretaba cada vez con más fuerza haciéndole verdadero daño. Durante el forcejeo, Nerea logró agarrar la capucha de aquel malvado y, de un tirón, se la arrancó. Al ver aquel rostro, se desmoronó. ¡Era el inspector Harry!
Descubrir que aquel policía, la única persona que podía haberla ayudado, era un miembro de la secta hizo que Nerea desistiera de su empeño por liberarse. Todas las energías la abandonaron como si alguien la hubiera apagado con un interruptor.
Consciente de que su aventura había tocado fin, segura de que ella también acabaría siendo sacrificada junto a los otros seis chicos, sintió una oleada de desesperación. Ya nada le importaba. El mundo era un lugar cruel, traicionero, injusto. Harry, al ver que su contrincante ya no mostraba oposición, acercó su rostro al de Nerea, clavó esos ojos de distinto color que ahora semejaban los de una bestia hambrienta y le susurró:
—Hoy morirás.
A Nerea le hubiera gustado llorar, pero estaba tan superada por las circunstancias que no podía. Todo le parecía ajeno, como si fuera la espectadora de una película. La vida había perdido su interés. No quedaban hombres buenos en el mundo. Todos, absolutamente todos, ocultaban a un monstruo en su interior.
Cuando el inspector Harry empezó a arrastrarla hacia la habitación donde se encontraban los seis secuestrados, Nerea pensó en su tía Liz. La imaginó rezando en la cocina, pidiéndole a Dios que la ayudara, que pusiera a salvo a su sobrino. Su tía ni siquiera se habría enterado de que ella también estaba en peligro. La creía encerrada en su habitación, delante del ordenador, a la espera de noticias sobre Saturno. Liz era lo único hermoso en el mundo, pensó. Esa mujer se había esforzado por convertirse en una especie de madre para ella y Alex, en alguien que jamás los abandonaría, en la persona que siempre velaría por sus intereses. Ahora se acercaba la muerte de ambos y Nerea imaginaba el horrible dolor que se asentaría para siempre en su corazón. Un loco la tenía a su merced, pero Nerea no lloraba por su propia suerte, sino por su tía. La ironía era que Liz estaría suplicándole mentalmente al inspector Harry que las ayudara.
Estaba tan absorta en estos pensamientos, sentía una pena tan grande invadiéndola, que no reaccionó cuando el rostro de Harry cambió repentinamente. El hombre se detuvo en seco. Sus ojos feroces se abrieron como platos, un hilillo de baba cayó por la comisura de sus labios y sus pupilas se dilataron con brusquedad. Después soltó el brazo de Nerea y cayó desplomado. La niña se quedó quieta, sin comprender qué ocurría, y observó el cuerpo de su captor. Yacía en el suelo noqueado. Era su oportunidad para escapar. Se levantó rápidamente y, al darse la media vuelta, descubrió a Derek a sus espaldas. Esgrimía el palo con el que acababa de golpear al inspector y, pese a la palidez de su rostro, se esforzaba por sonreír a su amiga. Ella permanecía boquiabierta, paralizada por la emoción. Sólo reaccionó cuando él la abrazó con todas sus fuerzas. Al sentir su cuerpo contra el suyo, el calor la devolvió a la vida.