Al día siguiente Nerea y Derek conectaron sus respectivas webcams y mantuvieron la conversación más larga, profunda e íntima desde que La Sombra uniera sus vidas.
El niño de la habitación había pasado la noche en vela, muerto de preocupación tras recibir aquella petición de socorro desde Dresslandia. Durante las siguientes horas había intentado conectar reiteradas veces con ella por Facebook, pero siempre de forma infructuosa.
La noche anterior, consciente de que Derek debía de estar esperando noticias suyas y deseosa de agradecerle su providencial intervención, Nerea se había metido en la cama con la intención de esperar a que su tía se durmiera para levantarse furtivamente y encender el ordenador. Sin embargo, el sueño la acabó venciendo. Tan agotada estaba que había dormido hasta pasadas las doce de la mañana y al despertar se sintió terriblemente culpable. Aunque tenía colegio, la tía Liz la había dejado descansar y ella misma se había ausentado de su trabajo alegando fiebre para, así, cuidar de su sobrina.
Ambas se iban a tomar el día libre. Su tía decidió que, dada la angustia y el estrés al que habían estado sometidas en las últimas horas, les sentaría bien que les diera el aire. Por ello insistió en dar un paseo, ir a comer a la pizzería favorita de Nerea y, por la tarde, entrar en un cine para ver alguna película. Podía parecer una imprudencia salir a la calle después de los recientes acontecimientos, pero el inspector Harry les había asegurado que, aun cuando ellas no se dieran cuenta, habría un agente vigilándolas en todo momento.
—Si nos quedamos encerradas aquí nos volveremos locas —le había dicho la tía Liz para convencerla de que salieran a despejar la cabeza.
Nerea sólo tenía ganas de entrar en Facebook para comunicarse con Derek, pero cuando hizo el amago de sentarse frente al ordenador, su tía montó en cólera:
—¡¿Es que no has aprendido nada?! Si no fuera por el maldito ordenador, no habría pasado nada de esto.
—Pero, tía…
—Ni peros ni nada. Si tus padres, que en paz descansen, estuvieran aquí, se habrían indignado tanto que ni siquiera te dirigirían la palabra… Y a mí tampoco. Si vieran lo mal que os he criado, lo mal que os he protegido, lo mal que lo he hecho todo, no querrían volver a saber nada de mí.
Tras decir esto, Liz rompió a llorar con tanto desconsuelo que Nerea no pudo más que abrazarla y pedirle perdón. Se sentía fatal. Ella no quería traer todo ese dolor a su casa y ahora se daba cuenta de que, si hubiera acudido a los adultos desde un principio, probablemente su hermano ya estaría a salvo.
—Arréglate y vamos a dar un paseo —dijo al fin su tía, aceptando las disculpas de esa sobrina a la que amaba con locura—. Es mejor que nos distraigamos mientras esperamos a que la policía nos llame.
—Tía…
—¿Qué?
—Te quiero mucho y seguro que si papá y mamá estuvieran aquí te agradecerían todo lo que estás haciendo por nosotros.
—Gracias, mi niña —respondió Liz, acariciando la cara de su sobrina—. Pero vamos a dejar de llorar como unas magdalenas, que tantas lágrimas harán que nos salgan arrugas.
Así pues, sintiéndolo mucho, Nerea tuvo que dejar a Derek enfrentado a una terrible incertidumbre.
Ni ella ni su tía pudieron relajarse ni disfrutar lo más mínimo de tan extraña jornada. Alex seguía secuestrado y eso pesaba enormemente sobre sus conciencias. Liz se pasó el día fingiendo que estaba tranquila y se mostró en todo momento solícita, pero, cuando creía que su sobrina no la miraba, su rostro se ensombrecía, sus manos estrujaban el bolso y los ojos se le humedecían. No quería ni imaginar qué ocurriría si la policía fracasaba y su sobrino era… (no se atrevía siquiera a ordenar a su cerebro que formulara la palabra asesinado). Ya habían enterrado a los padres de Nerea; si ahora hicieran lo mismo con el hermano, la chica no lo soportaría. Demasiado dolor para alguien tan joven, demasiadas injusticias para quien tenía toda la vida por delante; demasiadas lágrimas para una muchacha que antes, cuando sus padres vivían, se pasaba el día riendo.
La policía tenía que rescatar a Alex para demostrar a Nerea que el mundo no era un lugar tan infernal como parecía. Y la tía Liz deseaba tanto que su sobrina fuera feliz que aquel día, mientras caminaban hacia la pizzería, se detuvo en seco, se arrodilló ante Nerea y, siguiendo un impulso, le dijo:
—Quiero que sepas una cosa.
—¿Qué?
—Pase lo que pase, yo siempre estaré a tu lado.
Nerea se estremeció al escuchar aquellas palabras. Entre líneas, implicaban que su tía concebía la posibilidad de que algo espantoso le ocurriera a su hermano.
—Yo no quiero que Alex muera —gritó de súbito Nerea al tiempo que estallaba en sollozos.
—No le pasará nada, cariño. Pero debemos ser fuertes. Tú y yo tenemos que ser la una para la otra como una roca a la que te agarrarías para sobrevivir durante un temporal. ¿Entiendes lo que quiero decir, mi niña, lo entiendes?
—Sí, lo entiendo.
Ninguna de las dos pudo acabarse la pizza. Romper el silencio durante la comida resultó más trabajoso que descorchar una botella de cava con los dientes. Tras abandonar el restaurante, fueron al cine y, si alguien les hubiese preguntado a la salida qué les había parecido la película, no hubieran podido decir nada, ni siquiera explicar el argumento.
Luego, Liz insistió en comprarle algo y, por mucho que Nerea le repitió que no necesitaba nada, acabó aceptando unos tejanos demasiado caros para la economía familiar. Nerea llevaba semanas pensando en ellos, pero ahora que los columpiaba dentro de una bolsa le parecía una ridiculez haber depositado tanta ilusión en un estúpido trozo de tela.
Llegaron a casa igual o peor de lo que la habían abandonado. Tristes, vacías, consumidas por la preocupación. A pesar de que ambas le habían dado al inspector Harry su móvil para ser localizadas en cualquier momento (saltándose la obligación de apagarlo en la sala de cine), la tía Liz no pudo evitar revisar el teléfono fijo para comprobar si había alguna llamada perdida. Sólo una: la tintorería informando de que el vestido ya estaba listo.
En la cena ni siquiera se esforzaron por hablar, limitándose a echar fugaces vistazos a esa pantalla del móvil que nunca se iluminaba. Cuando Nerea finalmente pudo conectarse a Internet gracias a la distracción que trajo a su tía el bendito telediario, Derek continuaba esperándola. Tan pronto como el icono le indicó que su amiga acababa de conectarse, se le iluminó el rostro, encendió su webcam y llamó a Nerea.
—¡Dios mío, Nerea! Llevo veinticuatro horas pendiente de ti. Ya empezaba a temer lo peor. ¿Estás bien? ¿Funcionó la alarma en los grandes almacenes? ¿Qué te ha pasado?
Pese a las circunstancias tan dramáticas que rodeaban aquella jornada, Nerea sintió un agradable hormigueo en el estómago al comprobar que Derek estaba realmente preocupado por ella. Las ojeras que lucía lo hacían aún más atractivo y, por primera vez, el flequillo no le tapaba los ojos, que se revelaron verdes, grandes y misteriosos. Había algo en aquella mirada que iba más allá de la tristeza, algo que sugería una constelación de sentimientos ávidos por explosionar. El día en que ese chico saliera de la habitación donde vivía encerrado, se desataría una tormenta de emociones.
Nerea le puso al día sobre las circunstancias de la noche anterior, contándole con pelos y señales su descubrimiento del sótano donde sospechaba que retenían a su hermano, la huida a la carrera tras ser descubierta, la persecución por los grandes almacenes, el reencuentro con la tía Liz, la conversación con el inspector Harry y los tristes recorridos por la ciudad durante esa jornada. Le narró todo con calma, deleitándose con la atención que Derek le prestaba, no dejándose ningún detalle. Y si su tía no hubiese asomado repentinamente por la puerta para desearle buenas noches, no se habría dado cuenta de que llevaba más de dos horas charlando con El niño de la habitación.
En esta ocasión Liz no hizo ningún comentario al descubrir a Nerea enganchada a la pantalla. No tenía fuerzas para discutir y, en el fondo, entendía que, pese a los recientes acontecimientos, la informática formaba parte de las nuevas generaciones del mismo modo que la televisión lo había formado de la suya. Le lanzó un beso y se dirigió a su cuarto en silencio.
—Si no estamos equivocados, mañana es el día escogido por los Koruki-ya para el sacrificio —dijo Derek—. Puede que la intención original de los miembros de la secta fuera realizarlo en ese sótano, pero ahora que los has descubierto habrán tenido que buscar un nuevo sitio.
—Tienes razón. Cuando conseguí escaparme, La Sombra debió de correr de vuelta a su guarida para trasladar a los secuestrados a otro lugar. En caso contrario, la policía ya nos habría anunciado su detención, pues di al inspector Harry las señas exactas.
—Confiemos en que la policía haga su trabajo, pero no por ello debemos abandonar la investigación. Voy a continuar navegando a ver qué más encuentro sobre la secta. El tiempo se nos echa encima.
—Yo mañana tengo que volver al colegio, pero buscaré la manera de saltarme el entrenamiento de baloncesto de la tarde y regresaré lo antes posible a casa para contactarte y ver qué has podido averiguar. Aunque confío en que la policía se nos adelante.
—Perfecto. Entre todos lo conseguiremos, confía en mí.
—Confío en ti. No sabes cuánto valoro lo que estás haciendo por mí y por mi hermano. No sé cómo agradecértelo.
—No te preocupes, ya encontraremos la manera cuando todo esto acabe.
—Sí… Lo siento, pero he de dejarte. Estoy segura de que mi tía está pendiente de si me acuesto o no. Ha tenido un día muy duro y no quiero darle más motivos de preocupación.
—Está bien, procura descansar. Hasta mañana.
—Hasta mañana. Un beso.
Nerea apagó la cámara antes de que Derek pudiera darse cuenta de que se había puesto roja. Se le había escapado esa despedida con «un beso» incluido y ahora sentía una oleada de vergüenza. Su inconsciente le había jugado una mala pasada. Se había imaginado a sí misma incorporándose hacia la webcam y estampándole un beso de buenas noches a Derek. Sus palabras habían delatado lo que deseaban sus labios.
Por su parte, El niño de la habitación hubiera podido aguantar otra noche entera sin dormir con tal de no dejar de hablar con ella. Ese beso virtual que le había lanzado Nerea le dejó una expresión idiota en el rostro durante el largo rato que aún se pasó frente al ordenador para avanzar en la investigación.
Al día siguiente, mientras Nerea esquivaba en el colegio las preguntas de sus amigas sobre dónde había estado el día anterior y lanzaba constantes ojeadas a la pantalla del móvil, Derek, pese a no haber apenas dormido, se concentró en buscar más pistas sobre La Sombra.
Trabajaba a contrarreloj, pues ése era el día señalado para el sacrificio. Por mucho que navegó durante toda la mañana, no encontró ninguna otra noticia o documento secreto que le aportara nueva información sobre la secta. Envió la enésima tanda de mensajes de ayuda a otros internautas que resultaron del todo inútiles. Tras comer un plato de ensalada con arroz y una Coca-Cola Zero, estudió los datos del piso donde había estado Nerea la noche anterior. Sólo encontró información sobre la dueña de la finca, una señora de 67 años que vivía a trescientos kilómetros de la ciudad. A buen seguro, la pobre mujer no tenía la menor idea de a quién había metido entre aquellas cuatro paredes.
La frustración comenzaba a dominarlo, por lo que hizo cuatro series de pesas. Al acabar decidió volver a mirar los perfiles de aquellos que habían agregado a La Sombra como amigo. Suponía que todos habían sido secuestrados. Empleó un programa creado por él mismo que buscaba coincidencias en los perfiles de aquellos chicos y chicas. En menos de diez minutos el ordenador le reveló que sus fechas de nacimiento sumaban seis. Sin duda era un dato relevante que arrojaba alguna luz sobre por qué La Sombra había elegido a esos jóvenes y no a otros de los muchos que navegaban a diario por Facebook. Pero tampoco aportaba nada de interés respecto al lugar donde los miembros de la Koruki-ya pensaban cometer el sacrificio. Se sentía impotente, incapaz de hacer nada desde las cuatro paredes de su prisión particular.
Puesto que el ejercicio lo ayudaba a concentrarse y le refrescaba las ideas, se puso a hacer unas flexiones. Cuando empezaba la cuarta serie, una bombilla se encendió en su cabeza. De un salto se colocó frente al ordenador y volvió a leer el manifiesto de la secta Koruki-ya, donde se anunciaba que el 20 de febrero de 2011 morirían 64 impuros. El número le sonaba, como si lo hubiera visto anteriormente en algún sitio. De inmediato revisó sus notas y comprobó con exaltación que el número de la casa donde había acudido Nerea también era el 64. Cruzando los dedos para que la pista fuera geográfica, buscó todos los números 64 repartidos por las calles de la ciudad. Los había a centenares. Descartó los de los barrios más céntricos y adinerados, así como todos aquellos que pertenecieran a comercios, iglesias, residencias de ancianos, oficinas y demás edificios escasamente sospechosos de albergar a una organización clandestina. Los resultados se redujeron considerablemente, pero seguían siendo excesivos.
Al centrarse en las zonas del extrarradio, tropezó con una noticia que le llamó poderosamente la atención. El ayuntamiento había cerrado un popular after-hours llamado «64» tras dar luz verde a un plan de rehabilitación del polígono industrial donde se encontraba. La decisión había acabado en disturbios entre los clientes del local y la policía. Meses después, las obras todavía no habían comenzado, pero el ayuntamiento se había encargado de vallarlo para evitar el regreso de los juerguistas. Hundida en el abandono, la nave industrial había sido tomada por la suciedad y las ratas hambrientas. A nadie en su sano juicio se le ocurriría acercarse por un lugar como aquél.
Derek era consciente de que no tenía una base muy sólida, de que aquello era como disparar un arma en la oscuridad y esperar dar en el blanco, pero no tenía otra alternativa. Con una euforia algo contenida, abrió Facebook para conectar de inmediato con Nerea, pero nadie respondió a sus múltiples mensajes. Cruzó los dedos para que volviera pronto. Si se había podido escaquear de la clase de baloncesto, en media hora estarían conectados. Lo que Derek no sabía era que su compañera de batallas había recibido la visita sorpresa de su tía, que en una señal de apoyo no había querido perderse la clase, forzando a su sobrina a quedarse. Para colmo de males, Nerea había olvidado que tenía una cita con el dentista que Liz la obligó a cumplir. Era la segunda vez que fallaba de forma consecutiva a la persona que más estaba haciendo por ella. Si la impotencia hubiese sido un buen anestésico, no habría necesitado ninguna de las tres inyecciones que le pusieron para poder matarle el nervio de una muela. Por lo menos, antes de entrar en la consulta pudo enviarle un mensaje a través del móvil avisándole del contratiempo.
Sólo recibirlo, Derek decidió llamar a la comisaría. Las vidas de muchas personas estaban en peligro. No podían jugar a hacerse los héroes. Había sido un error no pedir a Nerea el móvil de Harry, pero imaginaba que sabrían pasarle con él. Cuando le dijeron que el inspector había salido, colgó el auricular. Minutos después, Nerea llegó a su casa. Le dijo a su tía que cenaría más tarde, que no tenía hambre, y se encerró en su cuarto. Voló hacia el ordenador.
Derek no perdió el tiempo. Le contó todo a la velocidad del rayo. Las palabras salían disparadas de su boca como proyectiles que desafiaran la capacidad de asimilación de su amiga. Nerea cogió de inmediato el móvil y llamó a Harry. Le saltó el contestador. Dejó un mensaje pidiéndole que la llamara lo antes posible, que era muy urgente, que había dado con una pista sumamente importante. Si sumabas 6+4, además de obtener el nombre de la antigua discoteca donde probablemente se realizaría el sacrificio, el resultado era diez. El número que simbolizaba la perfección. A Nerea le quedaban tres horas para contactar con Harry o prevenir por su cuenta el asesinato de su hermano.