http://17_UNA AYUDA INESPERADA

Nerea tenía la sensación de que llevaba una eternidad corriendo, de que durante ese día no había hecho otra cosa que huir, de que a partir de entonces su vida estaría siempre amenazada.

Se había jurado ser fuerte y no desfallecer, pero no pudo evitar que, mientras avanzaba a toda prisa por las calles de la ciudad, se le saltaran las lágrimas. No podía dejar de pensar que había estado muy cerca de ser atrapada. Por un pelo no se encontraba compartiendo celda con su hermano, cautiva de dos locos, a un par de días del sacrificio. Se imaginó a sí misma atada en una mazmorra inmunda mientras un verdugo encapuchado rebanaba el pescuezo de su hermano, y se redoblaron sus lágrimas.

Había llegado la hora de poner punto final a su investigación suicida. Hasta aquí habían llegado sus sueños de convertirse en una heroína de película. Pero… ¿quién la había convencido de que podía ser una superwoman capaz de vencer a los malos, rescatar a las víctimas y recibir una medalla del alcalde mientras el pueblo la aplaudía enfebrecido? Ya era hora de poner los pies en el suelo. Tan pronto estuviera sana y salva en casa, llamaría a la policía y la pondría al corriente de todo. Su propósito de evitar que su tía se preocupara ya no tenía ningún sentido. Las circunstancias la habían sobrepasado.

Nerea corría y corría bajo las farolas, volviéndose cada pocos metros para asegurarse de que nadie la seguía y, cuando doblaba por una calle despejada, se situaba en el centro de la calzada para tener visión periférica y evitar que La Sombra, en caso de aparecer, la pillara desprevenida. Cada vez que veía a un transeúnte en la distancia, se estremecía, pensando que podría ser su perseguidor o, peor aún, el hombre del ojo muerto. En las películas uno sentía excitación al presenciar la persecución de una pobre chica, pero en la vida real no tenía la menor gracia.

Lo que Nerea desconocía era que La Sombra ya no la perseguía, sino que avanzaba en otra dirección, hacia el sótano; y al contrario también que ella, lo hacía con paso tranquilo, para no despertar sospechas. Romperle la nariz al empleado de los grandes almacenes había sido un gravísimo error, un impulso absurdo. Si uno o más miembros del equipo de seguridad del edificio lo hubieran visto, podrían haberlo reducido y hubieran llamado de inmediato a la policía. Tampoco se podía descartar que las cámaras de seguridad hubieran captado el momento y que ahora estuvieran imprimiendo imágenes con su rostro. Por todo ello, había decidido abandonar el centro comercial manteniendo la calma, adoptando el mohín de resignación idéntico al de los clientes que habían visto frustradas sus compras, fingiendo ser un ciudadano normal y corriente.

Era muy consciente de que, al enterarse de que la chica se le había escapado, su superior montaría en cólera. Y eso sí que era peligroso. Se lo imaginaba perforándolo con su ojo muerto mientras apretaba la mandíbula de pura rabia. No podía descartar que lo sometiera a un castigo ejemplar que hiciera comprender a los otros soldados que los errores se pagaban muy caros. Las molestias por aquel fallo serían enormes. Para empezar, tendrían que abandonar el sótano de inmediato, ya que la chica podía informar de su paradero a las autoridades. La furia lo llevó a apretar los puños. Un fuego lo consumía por dentro.

Al entrar en la portería de su casa, Nerea se sintió al fin a salvo. Se miró en el espejo del ascensor y vio a una chica asustada, sudada y despeinada, con los ojos acuosos. Se recompuso el pelo, se secó el rastro de las últimas lágrimas y miró el reloj, que ni siquiera marcaba las 22:30. Su agotamiento y el peligro experimentado le habrían hecho jurar que eran las tantas de la madrugada. Su tía aún no habría regresado del teatro. Una molestia, ya que Nerea estaba ansiosa por explicarle todo lo que había ocurrido y pedirle que la acompañara a comisaría.

Antes de que el ascensor se detuviera, pensó que se ducharía, se prepararía una taza de chocolate caliente y contactaría con Derek para contarle los pormenores de aquella noche infernal. Estaba segura de que la preocupación lo tenía en vilo.

Pero lo que se le apareció al entrar en su domicilio hizo que todos sus planes saltaran por los aires. En el sofá se encontraba su tía Liz con un pañuelo en la mano y una cara de preocupación que le llegaba al suelo. Más tarde se enteraría de que su amiga se había sentido indispuesta apenas iniciada la función teatral y había regresado a casa temprano. Sentado en una silla frente a ella había un hombre al que no había visto nunca. Cuando se acercó un poco, reparó en que tenía un ojo de cada color y una libreta en la mano. Aquellos ojos tan inquietantes le provocaron un escalofrío al relacionarlos con el del líder de la secta. Nerea se asustó al pensar que podía tratarse de un miembro más que, habiendo averiguado su dirección, se había personado en su domicilio y ahora amenazaba a su tía. Sintió cómo se le formaba un nudo en el estómago.

Al verla aparecer en el salón, Liz pegó un brinco que todavía la sobresaltó más y corrió a abrazarla. Las lágrimas le brotaban a borbotones y el llanto parecía tan inconsolable que Nerea acabó contagiándose. El desconocido les concedió un momento antes de presentarse:

—Hola, Nerea. Soy el detective Harry. Estoy al mando de la investigación sobre la desaparición de tu hermano. Hemos recibido una llamada de la universidad informando de que lleva varios días desaparecido. Quizá su desaparición tenga relación con la de otros chicos que también llevan algún tiempo separados de sus hogares. Hemos ido al campus y sabemos que fuiste a visitarle.

—¿Por qué no me contaste nada?, ¿por qué no me dijiste que sabías que tu hermano había desaparecido?—intercedió Liz mientras soltaba más y más lagrimones.

—No sé —respondió Nerea.

La presencia de Harry la había tranquilizado. De pronto vio cómo su plan de acelerar el rescate de su hermano cobraba un gran impulso. Se sentó junto a su tía en el sofá y, tomando aire cada cierto tiempo, les contó todo lo que le había ocurrido durante los últimos días. Todo, menos un dato significativo: no dijo ni una palabra sobre Derek. Tenía la intuición de que era mejor mantenerlo al margen, guardarse ese as en la manga por si las cosas se torcían, tener esa bala en la recámara.

Mientras los ponía en antecedentes, Liz emitía suspiros o se palmeaba las rodillas o le agarraba la mano, y de vez en cuando soltaba una frase que no llegaba a acabar del tipo: «Ay, si tus padres levantaran la cabeza, seguro que…».

Cuando Nerea puso el punto final a su relato, Harry, que no había dejado de tomar apuntes, le hizo unas cuantas preguntas y, a modo de cierre, añadió:

—Vamos a investigar el edificio donde viste a los dos sospechosos. En cuanto sepamos algo, se lo comunicaremos. Mientras tanto, extremen la vigilancia. Y Nerea: nada de hacerte la valiente. Para cualquier novedad o cualquier cosa que necesitéis, aquí tenéis mi tarjeta.

Cuando Harry se dirigía a la puerta para abandonar el domicilio, Nerea tuvo el impulso de lanzarle una última pregunta:

—Inspector Harry… —dijo.

—¿Sí?

—¿Me promete que salvará a mi hermano?

El policía se le acercó, le acarició el rostro y sonrió:

—Te lo prometo.

En la otra parte de la ciudad, La Sombra había recuperado la furgoneta y conducía con una prudencia que contrastaba con la rabia que seguía devorándole las entrañas. Pese al riesgo que implicaba realizar dos operaciones en un período de tiempo tan limitado, iba a consumar el sexto y último secuestro. No había otra opción. La furia por haber dejado escapar a Nerea lo abrasaba y quien iba a pagarlo poco podría imaginar que haber aceptado aquella misteriosa solicitud de amistad hacía veinte minutos escasos, aprovechando una pausa en el trabajo, le fuera a costar tan caro.

A Bea Michigan le quedaban aún dos horas largas para acabar su turno en el McDonald’s donde la habían contratado. Sin embargo, enfrente del restaurante acababa de estacionar un vehículo, desde cuyo interior alguien la vigilaba sin descanso, a la espera de frustrar sus planes de regresar a casa. Apenas hubo apagado el contacto, su ocupante se puso un CD de música clásica para aplacar la rabia que lo azuzaba.