El tráfico había disminuido considerablemente a esas horas de la noche. Y era una suerte, porque Nerea corría por las calles sin prestar atención a los semáforos, sin esquivar a los peatones, sin reparar en los perros que le ladraban desde algunos balcones. Sólo pensaba en salvar el pellejo, en perder de vista al hombre que la perseguía, en alcanzar su casa para ponerse a salvo. Pero no lograba dejar atrás a aquel tipo.
A veces, cuando doblaba una esquina, se agazapaba tras algún contenedor, deseando que La Sombra pasara de largo, pero el hombre siempre sabía dónde torcer para no abandonar a su presa. Nerea corría, corría y corría como jamás lo había hecho. Miraba en todas direcciones buscando a un agente del orden a cuyos brazos lanzarse, pero no veía a ninguno. «La policía nunca está cuando la necesitas», solía decir la tía Liz. Cuánta razón tenía.
Las luces de las farolas ya se habían encendido y la sombra de su perseguidor se alargaba hasta tal punto que a menudo alcanzaba a Nerea. Sólo se trataba de su sombra, pero, cuando ella la veía rebasándola, sacaba fuerzas de flaqueza y conseguía acelerar aún más. Nunca había destacado en las pruebas de velocidad durante las horas de gimnasia, pero ahora no tenía ninguna duda de que estaba batiendo todos los récords de su clase. Se sorprendió de la capacidad del cuerpo humano en situaciones extremas. Sobre todo cuando adelantó a un par de ciudadanos que hacían footing por los alrededores del parque y cuando rebasó a un ciclista que circulaba por la acera. Notaba el corazón revolucionándose dentro de su pecho como una batidora en marcha.
La Sombra también sabía correr. Y mucho. Quizá no fuera tan veloz como ella, pero sus piernas eran más largas y una de sus zancadas equivalía a dos de las de ella. Por otra parte, el hombre no se andaba con chiquitas. Cuando alguien se interponía en su camino, lo apartaba de un empujón. Así fue como tiró al suelo a una anciana, a un niño y, el último de todos, al ciclista que ella había rebasado poco antes. Al pasar a su lado le dio un golpe con el codo y el ciclista se estrelló contra una farola, quedando atontado en medio de la calle.
Por fortuna, Nerea tenía un plan. No había querido correr hacia su casa para evitar que su perseguidor descubriera dónde vivía, ni tampoco que relacionara su calle con el domicilio de Alex. Si La Sombra averiguaba que era la hermana de uno de los secuestrados, sin duda tomaría represalias contra el prisionero, forzándola a entregarse para evitarlas. De modo que había echado a correr en dirección contraria, siempre con la intención de alcanzar la zona más concurrida de la ciudad. Todavía no habían tocado las diez de la noche, así que algunos comercios seguirían abiertos. Si conseguía llegar a ese barrio, podría confundirse entre el gentío y, con un poco de suerte, perdería de vista a su perseguidor.
Durante diez minutos más, Nerea corrió como alma que lleva el diablo hasta aparecer en la calle de las tiendas. Por ahí deambulaban cientos de ciudadanos que, a la salida del trabajo, se habían dirigido a realizar las últimas compras del día. Al final de la avenida, radiantes como una montaña iluminada por potentes focos, se alzaban unos grandes almacenes que estaban siempre llenos de gente. Ése era el destino final de Nerea.
Probablemente La Sombra se dio cuenta porque, cuando doblaron la esquina tras la cual apareció el centro comercial, el hombre apretó el paso para darle caza. Faltaban pocos metros para que la atrapara cuando un individuo salió de una tienda con tanta mala suerte —o buena, según se mire— que se interpuso en el camino de La Sombra. El trompazo fue espectacular. El secuestrador arrolló a aquel individuo y ambos se dieron de bruces contra el suelo, provocando un gran revuelo a su alrededor. Nerea se detuvo a contemplar la escena unos segundos. La Sombra trataba de calmar al hombre que, ya de pie, le sujetaba del brazo recriminándole indignado su atropello. Había pretendido escabullirse echando de nuevo a correr, lo cual hizo que algunos ciudadanos le rodearan impidiendo su fuga, y ahora se agolpaban a su alrededor exigiéndole que se disculpara. Nerea retomó la carrera, satisfecha de haber conseguido una ventaja considerable respecto a su enemigo.
Al cruzar la puerta de los grandes almacenes, se detuvo en seco porque no quería alertar a los vigilantes. Podría haberles pedido ayuda, pero no se fiaba de ellos. Aquellos hombres, pese a ir armados, no eran policías, sino guardas jurados acostumbrados a pillar a adolescentes robando videojuegos. Mejor no encomendarse a su eficacia frente a un delincuente de verdad. Nerea se infiltró en el establecimiento sin llamar la atención y se dirigió directamente a la escalera mecánica. A su lado había varias familias y grupos de chicos charlando distendidamente y unos cuantos dependientes que, con sus trajes de color verde, atendían a los clientes. Con tanta gente a su alrededor, y con una pizca de suerte, las probabilidades de que La Sombra la encontrara eran remotas.
Cuando desembocó en el tercer piso de los grandes almacenes, se asomó a una de las barandillas interiores del edificio, desde donde podía ver la planta baja. No se lo podía creer. ¡Ahí estaba La Sombra! Acababa de atravesar la puerta principal y miraba en todas direcciones tratando de adivinar dónde se había metido. El terror la paralizó. Se sujetó a la barandilla como si fuera el último salvavidas de un barco a la deriva. Y en ese preciso instante su perseguidor alzó la cabeza y la descubrió allá arriba. Nunca olvidaría la enfermiza expresión de placer que el rostro de aquel criminal mostró tan pronto como la vio. Echó a correr escaleras arriba y, aun cuando deseaba alcanzar la última planta, se detuvo en el piso superior, dedicado a Informática y Telefonía.
Aquel lugar estaba lleno de ordenadores encendidos para que los consumidores pudieran juguetear con ellos. De repente se le ocurrió una idea y, abandonando la intención inicial de ascender hasta la última planta, Nerea se apresuró hasta la máquina más esquinada de todas. Su esperanza era que las columnas, los clientes y los demás elementos decorativos la mantuvieran oculta mientras toqueteaba el teclado. Volvió a lamentar no llevar el móvil consigo para contactar con Derek. En caso de extrema necesidad también podría haber llamado a Brigid, a quien no había contado nada por temor a que se fuera de la lengua. El primer ordenador donde se detuvo no tenía conexión a Internet y el segundo sólo contenía juegos de combate. Por fortuna, el tercero sí que le permitió entrar en Facebook, introducir su contraseña y acceder a su cuenta, donde, luchando por vencer el temblor de sus dedos, escribió:
Nerea, 18 de febrero de 2011 a las 21:30
La Sombra me persigue. Estoy en los almacenes Dresslandia. ¡Ayuda!
Aguardó unos segundos mientras observaba, asomando la cabeza por un lateral del monitor, la escalera por la que subía La Sombra. Sudaba en abundancia, pero los mismos nervios le impedían percatarse de ello. Enseguida llegó la respuesta:
El niño de la habitación, 18 de febrero de 2011 a las 21:31
No abandones los almacenes.
Nerea, 18 de febrero de 2011 a las 21:32
Pero él sabe que estoy aquí.
El niño de la habitación, 18 de febrero de 2011 a las 21:32
Estarás más segura en un lugar lleno de gente.
Nerea, 18 de febrero de 2011 a las 21:33
Pero ¿cómo escapo?
El niño de la habitación, 18 de febrero de 2011 a las 21:34
Confía en mí. Yo haré que puedas huir. Dame un par de minutos.
Nerea hubiera querido responder a este mensaje diciendo que no disponía de un par de minutos. Sin embargo, no escribió nada porque, de pronto, vio la figura de La Sombra ascendiendo por la escalera automática. Primero reconoció su cabeza, después sus hombros, el pecho, el vientre y, al final, los pies. El hombre repasó toda la planta con una mirada escrutadora. Nerea se agachó para no ser descubierta. Ahora no podía verla, pero ella tampoco podía verlo a él. La posibilidad de que apareciera repentinamente en la esquina donde Nerea se ocultaba la aterrorizó. Lentamente, asomó la cabeza por el hueco que había entre las mesas deseando reconocer los zapatos de La Sombra entre los de los demás clientes. Pero no lo logró. Ante sus ojos se movían más de veinte pares de pies, la mayoría con calzado oscuro y, en consecuencia, todos sospechosos de pertenecer a un psicópata ansioso por capturar a una niña.
Aunque era arriesgado, no había otro remedio que sacar la cabeza por encima de la mesa. Cuando al fin encontró el valor para hacerlo, no divisó a su perseguidor. Miró en todas direcciones, con las pupilas dilatadas por el pánico. La Sombra no aparecía por ninguna parte. Supuso que había subido a la siguiente planta y se permitió tomar una profunda bocanada de aire. Observó la pantalla y, como no había ningún mensaje, escribió:
Nerea, 18 de febrero de 2011 a las 21:36
Derek, ¿qué haces?
El niño de la habitación, 18 de febrero de 2011 a las 21:36
Espera.
Nerea, 18 de febrero de 2011 a las 21:37
No puedo esperar. Voy a intentar salir sin que me vea.
El niño de la habitación, 18 de febrero a las 21:38
Espera. Confía en mí.
Nerea confiaba en Derek, pero no podía aguardar un segundo más. Si La Sombra había subido a la planta superior, era el momento de echar a correr escaleras abajo, alcanzar la salida y perderse por las calles. Olvidándose de su amigo, abandonó el ordenador y empezó a caminar con disimulo entre los televisores, los portátiles y los teléfonos que llenaban el departamento. Y ya estaba a punto de alcanzar la escalera automática cuando una mano pegajosa la agarró del cuello y la obligó a volverse. Ante sus ojos tenía la asquerosa sonrisa de La Sombra, quien acercó su rostro al de la niña y dijo:
—Ya eres mía.
«Ha llegado el final», pensó Nerea. Se acabó el juego. Game Over. Todo está perdido. El fluir de estas fúnebres conclusiones se interrumpió de forma súbita al producirse un sonido ensordecedor. Acababa de dispararse la alarma de Dresslandia. Derek había accedido al sistema informático de los grandes almacenes para activarla. Su objetivo era provocar tal caos entre la clientela que su amiga pudiera escapar al amparo de los cientos de adultos que se dirigirían nerviosos a las puertas de emergencia. Cruzaba los dedos para que la policía se personara en los almacenes, permitiendo que Nerea pidiera auxilio.
Efectivamente, tan pronto como sonó la alarma, los dependientes de todas las plantas empezaron a solicitar a la gente que se dirigiera ordenadamente a la salida. La Sombra continuaba sujetando a Nerea, pero estaba desconcertado por la situación. Miraba a todas partes tratando de evaluar cuál era la mejor ruta de escape sin llamar la atención. Su prisionera trató de liberarse en varias ocasiones, pero, cuanto más forcejeaba, más fuerte la sujetaba su captor; llegó a hacerle un gran moratón en el brazo, donde quedaron marcados sus dedos. Y en éstas estaba cuando un dependiente, un veinteañero lleno de pecas y con aspecto de no haber roto nunca un plato, se acercó a la pareja para conminarles a que se apresuraran a bajar las escaleras con calma.
—¡Socorro! —gritó entonces Nerea—. ¡Este hombre me quiere secuestrar!
El dependiente no pareció entender lo que le estaban diciendo, porque se quedó perplejo, con la boca medio abierta y el ceño fruncido, sin reaccionar, acaso esperando a que su cerebro procesara la información recibida.
—¡Ayúdame! —soltó de nuevo Nerea.
Cuando el dependiente salió finalmente de su estupor, cogió su walkie-talkie para avisar a seguridad. La Sombra reaccionó propinándole un rotundo puñetazo en la nariz. El chico cayó a plomo sobre la moqueta, pero en su descenso pudo agarrar la chaqueta de La Sombra. Le dio tal tirón que se vio forzado a soltar a Nerea para mantener el equilibrio. Ella aprovechó para echar a correr escaleras abajo y camuflarse entre la gente que se agolpaba en las salidas de emergencia.
Tan pronto pisó la calle, se acercó a un policía que trataba de despejar la acera para evitar apelotonamientos. Cuando quiso explicarle lo que le acababa de pasar, el agente, sin prestarle atención, le dio un empujón al tiempo que le decía:
—Avance, señorita. No se quede quieta.
Nerea le hizo caso. Decidió que era preferible aprovechar la confusión para alejarse lo antes posible de aquel lugar y correr hacia su casa. Allí podría explicar a su tía Liz cuanto había ocurrido y juntas irían a una comisaría para denunciar los hechos.
Resultaba evidente que la situación se le había escapado de las manos y que ya era hora de que los adultos tomaran cartas en el asunto. La vida de su hermano corría auténtico peligro y ella se había librado milagrosamente de convertirse también en víctima. Por segunda vez aquella noche, sus piernas se propusieron batir un récord olímpico.