A medida que Derek le informaba de las circunstancias que rodeaban a la secta Koruki-ya, en el interior de Nerea crecía, en vez de angustia y pánico, una fuerte determinación por liberar a su hermano. La noticia de que un manifiesto que anunciaba un derramamiento de sangre había sido colgado desde un ordenador cercano, del cual su ciberamigo había conseguido hasta la dirección postal, le incitó a querer actuar con rapidez. El reloj corría y cualquier vacilación resultaría fatal. Aun así, intuyendo sus intenciones, Derek le hizo jurar que no haría nada hasta que trazaran un plan de acción. Le pidió que no cometiera la estupidez de hacerse la valiente y que antepusiera la inteligencia a las emociones.
Sin embargo, Nerea no podía permanecer de brazos cruzados mientras la vida de Alex pendía de un hilo. Lamentaba mentir a su nuevo amigo prometiéndole que no actuaría por su cuenta, pero las circunstancias no le dejaban otra elección. Además, El niño de la habitación la había ayudado mucho a la hora de buscar información, pero, dada su agorafobia, no podía hacer nada más por ella. Como era mejor no preocuparle, decidió guardar silencio sobre sus auténticas intenciones. El factor añadido de que su tía Liz saliera esa noche al teatro terminó por convencerla de que era el día perfecto para pasar a la acción.
—Tienes croquetas en la nevera —le había dicho Liz antes de marcharse—. Mételas en el microondas durante un minuto y medio, y a cenar. Las puedes acompañar de ensalada. ¡Ah!, también hay naranjas y yogures.
—Vaaaaaaaaaaaaale.
—¿Seguro que estarás bien?
—Sí, tía. No te preocupes. Que ya soy mayorcita. Vete tranquila.
—De acuerdo, de acuerdo. Calculo que estaré de vuelta a eso de las doce. Y, por lo que más quieras, no toques el DVD, que estoy…
—…grabando el telediario —la había interrumpido Nerea—. Me lo has repetido mil veces, tía…
Nerea se dio un margen de seguridad de quince minutos antes de quitarse el pijama y ponerse ropa de calle, no fuera que su tía hubiera olvidado algo y regresara de pronto, pillándola in fraganti. Por temor a despertarla, Liz no solía entrar en su cuarto cuando regresaba tarde a casa. No obstante, como medida de precaución amontonó varias almohadas bajo la manta de la cama para que abultaran lo suficiente como para engañar a un ojo en la oscuridad, haciéndole creer que ahí dormía una persona.
A continuación sopesó la posibilidad de dejar una nota diciéndole a su tía que había salido con alguna amiga. Terminó descartándola, dado que resultaría poco creíble que hubiera hecho eso teniendo clase al día siguiente. Tampoco podía jugar la carta de decir que se quedaba a dormir en casa de Brigid, ya que eso siempre lo anunciaba con un día de antelación y, por lo general, coincidía con el fin de semana. La única opción era fugarse directamente, sin dar explicaciones, y cruzar los dedos para regresar a casa antes que su tía.
Resuelta a seguir adelante con sus intenciones, Nerea se abrigó bastante y metió en la mochila un botellín de agua y una linterna, por si las moscas. Antes de abandonar el domicilio, echó un vistazo al rellano por la mirilla para asegurarse de que no había vecinos. Bajó por las escaleras, evitando ese ascensor en el que podía encontrarse con alguien, y cruzó la portería conteniendo la respiración.
Como había previsto, la noche era fresca. Antes de echar a andar, y pese a que no llovía, se calzó la capucha del chubasquero. No quería que la reconocieran. El reloj marcaba las 20:50, por lo que todavía había bastante trasiego por la calle. Hasta ese momento, Nerea se había sentido muy segura de sí misma, pero al poco de empezar a caminar, viéndose envuelta por todos aquellos rostros desconocidos y sabiendo que un secuestrador actuaba impunemente en aquella ciudad, sus ánimos fueron flaqueando. ¿Cómo se le había ocurrido seguir sola una pista que la conduciría a unos chiflados sumamente peligrosos? ¿Por qué no había acudido a la policía desde un principio? ¿Por qué le había ocultado a la tía Liz sus sospechas sobre la desaparición de Alex? ¿Acaso se creía capaz de enfrentarse por sí sola a una secta organizada? Angustiada por todas estas dudas, pensó en volver sobre sus pasos, pero el recuerdo de su hermano le devolvió el valor suficiente para apartar aquellos interrogantes de su mente y seguir adelante.
La dirección que le había dado Derek se encontraba a quince minutos. Había pasado por ahí multitud de veces, sobre todo cuando había tenido que visitar a su dentista. Aminoró la marcha antes de llegar a la localización exacta y cruzó la acera para observar el lugar desde una distancia prudencial.
Se trataba de un edificio de una sola planta, con una única puerta de acceso y un aparcamiento subterráneo. Las luces estaban apagadas y las cortinas corridas, amén de que la puerta principal tenía cuatro cerraduras y un cartel de «Cuidado con el perro».
Durante la siguiente media hora, no ocurrió nada. Nerea, que se había sentado en una parada de autobús fingiendo ser una pasajera más, empezaba a notar los estragos del frío. Buscó el móvil en la mochila para asegurarse de que su tía no la había llamado y descubrió horrorizada que se lo había dejado. Se maldijo a sí misma. «Estúpida, estúpida, estúpida». Quizás había llegado el momento de poner fin a aquella majaradería.
Mirar el reloj y comprobar que habían transcurrido otros veinte minutos inútiles le hizo abandonar la vigilancia. Aquello era una absoluta pérdida de tiempo y ella no podía entretenerse demasiado si quería llegar a casa antes que su tía.
Ya se había levantado cuando, de pronto, un individuo se detuvo frente a la puerta del edificio. Era alto, corpulento y fumador. Nerea no pudo distinguir sus rasgos faciales porque la distancia y la oscuridad se lo impidieron. Que fuera vestido completamente de negro dificultaba aún más las cosas. El hombre miró a izquierda y derecha antes de introducir las llaves en las distintas cerraduras, y detuvo su mirada en la parada de autobús donde se encontraba Nerea. Ella echó instintivamente el cuerpo hacia atrás para ocultarse tras una señora que aguardaba la llegada del transporte público. Aquel individuo no podía saber quién era ella y qué hacía allí, pero el corazón le empezó a latir con fuerza y las manos comenzaron a sudarle.
El hombre de negro entró en el edificio y cerró tras de sí. «Y ahora, ¿qué demonios hago?», se preguntó Nerea. No podía llamar a la puerta, pero tampoco había otra manera de acceder al edificio. Inevitablemente, empezó a morderse las uñas con frenesí. «Qué hago, qué hago, qué hago». La señora la miró con cara de extrañeza, por lo que se obligó a mantener la compostura. En ese preciso instante llegó el autobús, la señora subió y Nerea se quedó sola en la parada. Seguía sin saber cuál debía ser su siguiente paso cuando la llegada de una furgoneta le brindó la solución.
Desde el interior del vehículo abrieron automáticamente la puerta del aparcamiento y Nerea no se lo pensó dos veces: cruzó la calzada con rapidez, se colocó tras el vehículo y, antes de que el mecanismo electrónico cerrara de nuevo la entrada, se coló en el garaje. Cuando ya se encontró dentro, se echó a un lado para ocultarse entre unas cajas amontonadas en una esquina y se encogió como un ovillo suplicando a todos los dioses que no la descubrieran.
El conductor apagó el motor y salió de la furgoneta. Nerea no pudo verle el rostro porque no se atrevía a asomarse, pero distinguió claramente el clic de las puertas traseras del vehículo cediendo. Armándose de coraje, sacó la cabeza por encima de una de las cajas y vislumbró la figura de un hombre que extraía un gran bulto del interior de la camioneta. Al principio Nerea creyó que se trataba de un saco de harina, pero, cuando vio que se movía, entendió que había alguien ahí dentro. Estaba siendo testigo de un nuevo secuestro. Dentro de ese saco pataleaba Leo Brick.
El hombretón se puso el saco sobre los hombros y avanzó hasta el fondo del sótano. Nerea no pudo ver más porque la furgoneta le tapaba la visión. Sólo oyó una puerta chirriando al abrirse y cerrarse. De golpe la sobresaltó una voz grave que llegaba desde la planta superior.
—¿Todo en orden?
—Sí.
—Pues sube.
—Voy.
Los pasos del captor se fueron debilitando a medida que subía por la escalera. Al cabo de un par de minutos, cuando sólo le llegaba el rumor de una conversación desde algún punto lejano del piso de arriba, Nerea se atrevió a salir de su escondrijo.
Encendió la linterna, rodeó el coche y se dirigió hacia la puerta del final del pasillo. Era de acero, de un grosor considerable, y estaba cerrada por una cadena coronada por un gran candado. Nerea tuvo la certeza de que Saturno se encontraba allí dentro y le sobrevino una tremenda euforia. Puso una oreja contra la hoja, pero no oyó nada. Quiso llamar a su hermano por su nombre, pero era demasiado arriesgado. Estudió el candado, buscando la forma de abrirlo sin la llave y desistiendo cuando se dio cuenta de que necesitaría una caja de herramientas y mucho tiempo. Entonces descubrió la mirilla. Estaba demasiado alta para su estatura, así que tendría que usar una silla para alcanzarla. Pero no le pareció prudente encaramarse a ese mueble sin haberse asegurado antes de que los secuestradores continuaban en la planta superior. Lo más importante era tenerlos controlados.
Subió las escaleras lentamente y apareció en una sala vacía, con una mesa en el centro y varias sillas a su alrededor. Había dos puertas. Una estaba cerrada; la otra, abierta, daba a un pasillo por el que seguramente se había metido el secuestrador. Nerea caminó muy despacio hasta el corredor. Con suerte se habrían dejado la llave del candado a la vista y podría hacerse con ella sin que nadie se percatase. Avanzó lentamente, dejando cinco segundos entre paso y paso para no hacer ruido. «Concéntrate, no tengas miedo», se repetía mientras avanzaba por el pasillo tal que si estuviera infestado de minas.
Ahora las voces le llegaban con mayor claridad. Confiaba en que los dos hombres estuvieran enfrascados en una charla que los retendría en la otra sala durante un buen rato. Cuando quedaba poco para llegar al final del camino, se agachó y, reptando durante los últimos metros, asomó la cabeza por el salón. Vio a dos individuos sentados a la mesa, fumando como carreteros y bebiendo whisky. Los dos tipos permanecían callados alrededor de una mesa iluminada por una lámpara de pie. Sólo podía distinguir el rostro de uno, ya que el otro le daba la espalda.
El hombre a quien podía ver con claridad era el que había entrado al edificio por su propio pie. Tenía una melena de un blanco cegador y el rostro cosido a cicatrices, con un ojo cuya pupila no se movía y que le recordó al de un tiburón; probablemente era de cristal. En el antebrazo lucía un tatuaje que reproducía el pictograma que La Sombra tenía colgado en Facebook. Parecía imposible que algo caliente como la sangre pudiera bombear dentro de ese cuerpo.
Mientras un escalofrío recorría el cuerpo de Nerea, el hombre apagó un cigarrillo y rompió el silencio:
—¿Está todo controlado?
—Por supuesto, señor.
—No podemos permitirnos ningún error.
—Estoy siguiendo la Estrategia Global al pie de la letra, señor.
—¿Y tu ayudante?
—También está siguiendo los planes. Pero ha habido un pequeño inconveniente.
—¡¿Un inconveniente?! —gritó el hombre de las cicatrices y, por un momento, pareció que su furia sumía la habitación en una espesa penumbra.
—Alguien se ha entrometido.
—¿Quién?
—Un policía.
—Pues acaba con él.
—Así lo haré, señor.
—Sólo quedan dos días para el sacrificio y sigue faltando la sexta víctima.
—No fallará nada.
—Más os vale.
Al oír la palabra sacrificio, una descarga eléctrica había recorrido el sistema nervioso de Nerea. Del susto, se levantó tan bruscamente que su espalda derribó un cuadro que colgaba de la pared.
—¿Qué ha sido eso?
Eso era Nerea corriendo para salvar su vida.
—¡Cógela! —oyó gritar al hombre del ojo de tiburón.