Al inspector de policía de origen español Enrique Gómez todo el mundo le llamaba Harry. Era una vieja costumbre. Tan vieja que nadie recordaba quién la inició, tan arraigada que si un amigo de la infancia hubiera gritado «¡Enrique!» por la calle ni siquiera se habría vuelto. Algunos decían que los primeros en usar ese mote fueron los integrantes de una banda de ladrones checos detenidos quince años atrás, quienes, no pudiendo pronunciar correctamente el nombre de Enrique (les salía algo así como «Rijka»), se referían a él como Harry. Otros aseguraban que el alias fue creado por los chicos de la prensa, los cuales, en su afán por dotar de más emoción a sus artículos, cambiaron su nombre real —demasiado vulgar, a su entender— por uno más contundente, más varonil, más ligado a Hollywood, en clara referencia al del encallecido personaje cinematográfico Harry El Sucio, interpretado por Clint Eastwood. Y un tercer grupo afirmaba que él mismo se había autobautizado para dárselas de tipo duro.
Así pues, nadie sabía a ciencia cierta por qué llamaban Harry a Enrique Gómez, pero lo que todo el mundo tenía muy claro era que se trataba del mejor inspector que jamás había pisado la ciudad, un hombre más comprometido con la ley que con su familia, dispuesto a pasarse dos noches seguidas ingiriendo litros y litros de cafeína si se encontraba en el pico de una investigación, capaz de interrogar a las ratas para averiguar quién cometió tal o cual fechoría.
Entre las diversas leyendas que circulaban sobre él, destacaba una que aseguraba que se había arrancado una muela con unos alicates como rito de ingreso en una banda de narcotraficantes en la que quería infiltrarse. Aunque la exageración o directamente la ficción alargaran su estatura y su carisma, Harry era un policía de los pies a la cabeza, con un expediente inmaculado y con un olfato extraordinario para detectar crímenes donde los demás veían accidentes.
Por otro lado, tenía una pupila de cada color: la del ojo izquierdo, verde, y la del derecho, marrón, característica esta que hacía que sus compañeros de trabajo aseguraran que era tan bueno destapando la verdad porque uno de sus ojos servía para limpiar la realidad de todas sus apariencias, mientras que el otro tenía el don de atravesar el alma de los detenidos.
En realidad, el único poder que le otorgaban esos ojos multicolores era el de la seducción. Porque, aun cuando había superado la cincuentena, Harry era un imán para las mujeres. Un imán con un polo verde y otro marrón.
Recientemente, el capitán le había adjudicado la investigación de la desaparición de varios adolescentes en la ciudad. Las desapariciones siempre caían en manos de los agentes más novatos, principalmente porque solían ser casos de escasa trascendencia, a los que llamaban, en argot policial, «patatas calientes». Al final, siempre se descubría que aquellos fulanos se habían ido de casa simple y llanamente porque estaban hartos de sus familias o de sus trabajos. Detrás de esas huidas no había ningún misterio digno de un inspector con una hoja de servicios tan deslumbrante que cegaba. Sin embargo, el capitán le asignó ese caso a Harry porque en esta ocasión los desaparecidos eran bastante jóvenes y las familias estaban presionando al alcalde para que tomara cartas en el asunto.
Si los medios de comunicación relacionaban esas desapariciones, algo que todavía no habían hecho, sin duda empezarían a hablar de un secuestrador en serie o algo mucho peor. Llegado el momento, el alcalde, como era habitual en él cuando se enojaba, empezaría a cortar cabezas. Así, aun sabiendo que Harry no les tenía mucho cariño a los niños, y menos a los adolescentes, al capitán no le quedó otra opción que adjudicarle la investigación a su mejor hombre. Y si a su mejor hombre esta asignación le sentó como tragarse un barril lleno de erizos, se esforzó por disimularlo.
El inspector se pasó toda una mañana leyendo y releyendo los informes sobre aquellas desapariciones. Cuando algún compañero se acercaba para invitarle a tomar un café en el bar de la esquina, Harry rechazaba el ofrecimiento con un gruñido. Parecía querer resolver esos casos lo antes posible, quitarse de encima el muerto y dedicarse a otras cosas, como el asunto de la mujer decapitada que había sido hallada bajo el tobogán de un parque infantil o el del asesino de chinos que llevaba varias semanas actuando sin que nadie pudiera echarle el guante. Cuando los otros policías pasaban junto a su zona de trabajo, lo veían tan concentrado que le palmeaban la espalda y le decían con rechifla: «Léelos con el ojo mágico, Harry, que así seguro que lo resuelves bien rapidito». Luego se marchaban, dejando al agente irritado y con la sensación de que era el único que trabajaba en esa comisaría. El próximo que le viniera con una gracia también iba a tener un ojo de cada color, pero por cortesía de su puño.
El capitán le había pedido que intentara encontrar alguna relación entre aquellos expedientes, algo que abriera la posibilidad de que hubiera un único secuestrador detrás de los tres casos. Por lo menos una pista que les indicara por dónde enfocar la investigación. Se llevó los expedientes al restaurante y estuvo revisándolos mientras la camarera, que siempre sonreía a Harry de un modo especial y que en varias ocasiones le había comentado que jamás había visto unos ojos tan misteriosos como los suyos, le traía la comida. Normalmente Harry habría prestado más atención a la muchacha e incluso le habría guiñado su ojo marrón (tenía comprobado que el verde fascinaba más, por lo que procuraba cerrarlo lo menos posible), pero aquel día estaba tan absorto en el trabajo que ni siquiera la miró.
En el primer expediente se podía leer:
Nombre: Orson M.
Edad: 14 años
Fecha de nacimiento: 17 de septiembre de 1996
Fecha de la desaparición: 20 de enero de 2011
En el segundo:
Nombre: Cristina D.
Edad: 16
Fecha de nacimiento: 13 de junio de 1994
Fecha de la desaparición: 27 de enero de 2011
En el tercero:
Nombre: Jonathan V.
Edad: 12
Fecha de nacimiento: 3 de noviembre de 1999
Fecha de la desaparición: 3 de febrero de 2011
Harry se pasó la mano por la barbilla, dándose cuenta de que lucía una barba de tres días poco habitual en él, que cuidaba su imagen para no perder un ápice de magnetismo con el otro sexo. Esa mañana no había podido afeitarse porque había salido precipitadamente de casa. Desde hacía varias semanas dormía poco y mal. Tenía un buen montón de preocupaciones en la cabeza y últimamente se había pasado más de una noche deambulando por la ciudad. Su estado habitual era de estrés y nerviosismo. Necesitaba unas vacaciones.
—¿Qué haces, Harry?
La pregunta provenía del inspector de delitos fiscales Meloux. Acababa de entrar en el restaurante y ahora permanecía de pie junto a la mesa de Harry, observándolo con ese gesto de superioridad que lo hacía tan insoportable. Si no fuera por su arrogancia, el agente Meloux estaría rodeado de admiradores. Ese hombre tenía un don para detectar estafas económicas y había conseguido encarcelar a algunos de los banqueros más prominentes de la ciudad. Pero en la comisaría todo el mundo lo detestaba. Sus aires de importancia, su manera de alardear del precio de sus trajes y su desprecio hacia quienes no dominaban los números habían conseguido que sus compañeros lo consideraran un estirado a quien no darían ni un vaso de agua en medio del desierto. En el trabajo abundaban las bromas malas del tipo «Meloux es un número primo sólo que sin el número».
—Hola, Meloux.
—¿Me puedo sentar contigo?
Harry arrugó la nariz:
—Preferiría comer solo. Estoy metido en un caso y necesito leer estos expedientes con calma.
El inspector Meloux se fijó en los expedientes que había sobre la mesa.
—Ya veo. Estás con las desapariciones de esos niños, ¿no?
—Sí, el capitán quiere que investigue si hay algún nexo de unión, pero lo dudo.
—Pues yo no lo dudaría tanto…
—¿Por qué dices eso?
Meloux tomó asiento a la mesa de Harry, haciendo caso omiso de su negativa a compartirla. Lucía una camisa tan exquisita que no se le arrugó ni una fibra. Señalando una de las fichas, dijo:
—Fíjate: la suma de los números que componen la fecha de nacimiento de este chico suman seis.
—¿Y? —preguntó un Harry, que no daba crédito a que su colega hubiera podido realizar ese cálculo mental a la velocidad de la luz.
—Pues que las fechas de nacimiento de los otros chicos también suman seis.
Harry observó las fichas con detenimiento y anotó las fechas en una esquina del mantel de papel:
—Orson M.: 17 de septiembre de 1996
1 + 7 + 9 + 1 + 9 + 9 + 6 = 42
4 + 2 = 6
—Cristina D.: 13 de junio de 1994
1 + 3 + 6 + 1 + 9 + 9 + 4 = 33
3 + 3 = 6
—Jonathan V.: 3 de noviembre de 1999
3 + 1 + 1 + 1 + 9 + 9 + 9 = 33
3 + 3 = 6
Cuando terminó de realizar estos cálculos, el mantel estaba lleno de números y el inspector Meloux sonreía burlón.
—¿Necesitas papel y lápiz para hacer unas sumas tan sencillas?
Harry le hubiera tirado gustosamente el café por encima.
—Sí, ¿pasa algo?
—No, no —respondió el policía.
—No todos somos unos cerebritos de los números.
—No creo que haya que ser un Nobel de Física para hacer una suma de siete u ocho dígitos.
—No me toques las narices, Meloux, y dime: ¿cómo sabías lo de las fechas de nacimiento?
—Soy un cerebrito, ¿no? Tú mismo lo acabas de decir. Sólo he tenido que echar un vistazo a las fichas para darme cuenta de la coincidencia.
—¿Tan rápido?
—Así soy yo, amigo Harry. Los números no tienen secretos para mí.
El inspector Meloux acompañó la sentencia chulesca con un chasquido de los dedos, los cuales Harry hubiera metido sin pensarlo en una trituradora. A continuación, Meloux se levantó y se alejó de la mesa.
Harry lo escrutó con detenimiento, fijándose en su indumentaria, en sus andares, en su forma de pedir a la camarera que le sirviera la comida. Continuaba siendo un fantasma, pero un fantasma con una cabeza prodigiosa. Luego apuntó algo en una libreta. Segundos después, sonó su teléfono móvil. Era el capitán:
—Harry, necesito que vuelvas a la comisaría inmediatamente.
—Estoy revisando los expedientes de los desaparecidos.
—Deja eso. Tienes que investigar un intento de allanamiento.
—¿Qué ha ocurrido?
—Un tipo intentaba entrar en una portería y, cuando vio el coche patrulla que pasaba por allí, echó a correr.
—¿Quién vive en la casa que ha intentado asaltar?
—Es un bloque pequeño. Sólo dos plantas y cuatro puertas. Los agentes han interrogado a los vecinos. Bueno, han interrogado a los de la segunda planta, porque los de la primera todavía no han regresado de vacaciones.
—¿Y qué dicen?
—Nada. No tienen ni idea de quién podía ser.
Harry echó un vistazo a los tres expedientes que tenía sobre la mesa y preguntó:
—¿Algún niño en el edificio?
—Uno —respondió el capitán mientras repasaba el informe que le habían pasado—. Se llama… Se llama… Leo Brick y tiene quince años.