http://8_LA SOMBRA ATACA DE NUEVO

En la esquina de la calle había una furgoneta; en la furgoneta, un hombre; en las manos de ese hombre, unos guantes de cuero; y entre los guantes de cuero, un volante. Pero no conducía. Estaba parado, escuchando el Réquiem de Verdi, con las luces apagadas, observando aquella ventana, la del tercero segunda de aquel edificio del extrarradio. Se diría que la mueca de su rostro mostraba una sonrisa, pero su cara estaba tan ensombrecida que no se podría asegurar.

Cerró un instante los ojos, concentrándose al máximo en el estribillo de la pieza, aquel Dies Irae que le acercaba al éxtasis. Echó la cabeza hacia atrás para dejarse llevar por el coro de voces. De vuelta al planeta Tierra, abrió su ordenador portátil y, tras entrar en el portal de Facebook, confirmó lo que había pasado media hora antes: Leo Brick le había agregado como amigo o, mejor dicho, había agregado a La Sombra como amigo. Y un instante después, cuando acercó el mechero a la punta del cigarrillo, pudo verse claramente que sí, sí que estaba sonriendo.

Como un acto reflejo de satisfacción, sus guantes de cuero se ciñeron con más fuerza sobre el volante. Se sentía un soldado imprescindible que formaba parte de un ejército dispuesto a librar una batalla que cambiaría el curso de la historia. Su fidelidad a los altos mandos era ciega. Estaba orgulloso de servirles en una misión trascendental y, por tanto, dispuesto a sacrificar su vida si era necesario.

Al cabo de diez minutos, la luz que estaba observando se apagó y él soltó el volante, se ajustó los guantes y desconectó el reproductor de música. Pero el Réquiem continuó sonando en su cabeza, infundiéndole determinación y nervio, como ocurría siempre que se disponía a secuestrar a alguien. Se apeó del vehículo y caminó hasta el portal.

Si sus datos eran correctos, Leo Brick no estaría solo, sino que a esa hora sus padres ya habrían llegado a casa. Tendría que ser muy sigiloso y, por si acaso, usar el espray adormecedor que llevaba en el bolsillo. Primero debía forzar la entrada de la portería. Parecía una cerradura compleja, difícil de reventar, sólo apta para auténticos profesionales. Afortunadamente, había practicado mucho desde que, unas semanas atrás, empezó a secuestrar a cuantos le agregaban en aquella red social creada por el Diablo.

La Sombra miró a ambos lados de la calle para asegurarse de que no se aproximaba ningún transeúnte. Nadie por la derecha, nadie por la izquierda. Alzó la vista hacia las ventanas de los edificios colindantes y le calmó comprobar que no había gente asomada. A continuación introdujo un alambre en la cerradura, inyectó silicona con una jeringuilla y agitó la varilla para hacer que saltara el mecanismo. Esta vez no resultó tan sencillo. Llevaba más de cinco minutos forzando la entrada y todavía no lo había conseguido. Demasiado tiempo. Cualquier vecino que saliera a la terraza o cualquier peatón que paseara por esa misma acera podría llamar a la policía, y entonces todo estaría perdido. Su plan habría terminado. ¡Y el plan era lo único importante! Sus superiores lo habían estado elaborando durante años, coordinándose desde distintos países, siempre siguiendo los pasos trazados por la Estrategia Global. Estaba en juego cambiar el mundo acabando con su esclavización tecnológica.

Por unos instantes, se dejó arrastrar por los recuerdos. Le vino a la memoria el día en que contactó por primera vez con su inmediato superior en la secta a la que se había acabado afiliando. Se acordaba de las dudas que lo dominaron aquellas semanas, de los temores al cambio de vida que todo aquello implicaría, de las esperanzas respecto al futuro que le habían dibujado. Al principio le costó incorporarse a la revolución, pero ahora estaba plenamente convencido de que era el único camino hacia la salvación de la humanidad.

«Dos minutos más», pensó. «Si no consigo abrir esta puerta en dos minutos, tendré que dejarlo para mañana». Continuó peleándose con la cerradura con intensidad y, tan concentrado estaba en esta actividad, que no reparó en un coche de policía que doblaba la esquina. Cuando lo vio, ya era tarde. El vehículo se había detenido a escasos metros y uno de los agentes le apuntaba con una linterna.

—¿Qué ocurre ahí?

La Sombra oyó la pregunta, pero no se volvió. Temía que le vieran el rostro, que lo reconocieran, que todo se fuera al garete.

—¡Oiga, usted! Dese la vuelta —gritó el agente.

Antes de que el policía pudiera reaccionar, La Sombra echó a correr calle abajo y se internó por el primer callejón que encontró. El coche patrulla también aceleró, pero el camino era demasiado estrecho, así que los dos agentes se tuvieron que apear del vehículo y arrancaron a correr tras el hombre vestido de negro. Por suerte para él, la forma física de sus perseguidores dejaba mucho que desear. Sus estómagos habían digerido demasiados donuts y tenían una ridícula capacidad pulmonar, sin duda por el exceso de nicotina en el cuerpo. Lo siguieron durante un rato, ordenándole que se detuviera, pero desistieron cuando La Sombra escaló una valla de más de dos metros y desapareció entre cubos de basura. Uno de los agentes informó por radio de la fuga de un sospechoso. Después socorrió a su compañero, que se había desplomado sobre los adoquines como consecuencia del esfuerzo realizado durante aquella persecución. Si en aquel momento les hicieran repetir las pruebas físicas que daban acceso al cuerpo de policía, ya les convendría ir barajando cualquier otra salida laboral.

La Sombra se refugió en un bar de pequeñas dimensiones. Pidió un trago de whisky, se sentó en la última mesa y se quitó el abrigo. Temía que los agentes irrumpieran en el garito en cualquier momento, así que no quería llevar la misma ropa que antes. Escondió la prenda entre dos sillas, se quitó el gorro y observó la puerta del local. Si la policía entraba, echaría mano de la pistola que escondía bajo la camisa. Acarició la culata con la yema de los dedos. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Nunca había disparado a un ser humano, pero aquella sensación le indicó que no le importaría hacerlo. Haría lo que fuera para asegurar el éxito del plan.

Sin embargo, ahora tenía que tranquilizarse. Hasta el día siguiente no podría hacer nada. ¡Qué desastre si el plan sufría algún retraso! Era forzoso esperar unas horas antes de regresar al lugar donde había aparcado la furgoneta. Una vez allí, debería extremar las precauciones, ir con mil ojos. Tantas horas diseñándolo todo al milímetro para luego esto. Una puñetera pérdida de tiempo. La rabia le ordenó estrellar el vaso de whisky contra la pared, pero el sentido común logró frenarlo a tiempo. Mejor no llamar la atención.

Las fuerzas del orden no aparecieron y, a medida que pasaban los minutos, La Sombra fue relajándose. Pidió un segundo whisky, y después un tercero, y hasta un cuarto. Cuanto más se emborrachaba, más se iba enfureciendo. Estaba colérico por haber fracasado en su intento de secuestrar a Leo Brick, el quinto en su lista. Si lo hubiera atrapado, sólo le habría faltado uno más para alcanzar el objetivo final, para conseguir el número perfecto de cara a que las cosas cambiaran para siempre, completando así la fase inicial de la Estrategia Global.

No era la primera vez que fallaba. Le había ocurrido con anterioridad, en concreto con aquel chaval extraño, el que vivía encerrado en su habitación. Trató de secuestrarlo una noche, cuando no había nadie en la casa, pero la puerta de su dormitorio resultó inexpugnable. Sabía que el chaval se pasaba el día encerrado en ese dormitorio porque, antes de enviar una solicitud de amistad, que era una floritura final, estudiaba con detenimiento a sus futuras víctimas. Las vigilaba, seguía sus movimientos en la red, investigaba sus vidas. De manera que estaba al tanto de que padecía algún problema que le impedía pisar la calle. Lo que no había podido anticipar era que su chaladura hubiera llegado a tal extremo que se había colocado cerrojos en su propia puerta. Maldito niño. Cuando lo pillara iba a darle una lección.

La furia fue hinchándose de tal manera en su interior que el sentido común no pudo imponerse por más tiempo y acabó lanzando el vaso de whisky contra la pared del local.

—¡Eh! —gritó el camarero—. ¿Se puede saber qué diablos hace?

La Sombra miró fijamente al hombre que le había chillado y éste, aterrado ante aquellos ojos oscuros, ante aquellos labios resecos, ante aquella piel marchita por el odio, comprendió que hay personas a quienes es mejor no molestar.