http://6_EL CHICO ENCERRADO EN UNA HABITACIÓN

Un perro y la nieve. Eran las dos cosas que acudían con más frecuencia a la mente de Derek en los momentos de debilidad, cuando volvía la vista atrás y recordaba el día en que todo cambió.

Lo que le había ocurrido tenía muchos nombres. Los médicos, por ejemplo, lo llamaban «colapso nervioso» o «trauma psicológico»; sus amigos, «locura» o «tontería»; y su madre, simplemente «tristeza». Sin embargo, él lo denominaba «Gran Boom», porque ese día se había producido una explosión que había convulsionado su vida.

El perro que siempre acudía a su mente era Yuk, el labrador del vecino que, hacía ya bastante tiempo, Derek se encargaba de pasear cada tarde. Era un chucho divertido. Ladraba como un poseso cada vez que veía un uniforme, ya fuera de policía, cartero o bombero, no importaba, y solía orinar en las ruedas de las motos de gran cilindrada, nunca de ciclomotores o bicicletas. Única y exclusivamente encontraba alivio en los neumáticos de las motazas, como si en una vida pasada hubiera sido atropellado por un motero de largas melenas que rodara por las interminables autopistas del desierto de Arizona. Yuk disfrutaba persiguiendo a las palomas en el parque y en más de una ocasión Derek había tenido que disculparse ante alguno de los ancianos que, sentado en un banco, lanzaba migas de pan a las aves.

La última vez que Derek había tenido contacto con la luz del sol había sido precisamente una tarde en que paseaba al chucho. Recordaba el parque con los niños persiguiendo el balón en un caos de piernas, gritos y polvareda. Se acordaba de los dueños de los otros perros preguntándole si Yuk era macho o hembra, mientras los animales trazaban círculos olfateándose el trasero. Guardaba asimismo alguna remembranza de árboles sin hojas, un puesto de castañas y ancianos con bufanda. También recordaba que aquel día había tenido que agacharse para atarse los cordones de una de sus deportivas y había cruzado la mirada con una chica tremendamente hermosa cuya falda, estampada de flores, quedó grabada en su memoria. Pero sobre todo se acordaba de cómo, en un momento dado, miró al edificio donde vivía con su madre y su hermana, y le entraron unos irrefrenables deseos de volver a casa. De repente, sintió el impulso de encerrarse en su cuarto. Era una necesidad angustiosa, un arrebato imposible de frenar, una orden lanzada desde las profundidades de su cerebro. Se empezó a marear. Los árboles, los ancianos y el puesto de castañas se emborronaron, como si alguien los ocultara tras una telilla oscura, y una oleada de calor surcó su cuerpo.

Cualquiera que se hubiera fijado en el pánico que delataba su rostro, la velocidad con la que echó a correr y la fuerza con que tiraba de la correa de Yuk, habría pensado que se le venía encima un tsunami. Pero no era un tsunami, no. Era el principio de un encierro entre cuatro paredes.

Derek entró en la portería como una exhalación, subió los escalones de tres en tres, ató el perro al pomo de la puerta de su vecino y, jadeante, cruzó el umbral de su casa, se dirigió a su cuarto, cerró la puerta, bajó las persianas y se metió en la cama sin siquiera desvestirse. Nunca se había sentido tan mal. No tenía ni idea de qué le ocurría. No quería salir de su habitación nunca más. Había empezado su nueva vida.

Desde el Gran Boom hasta el día actual habían transcurrido tres meses, 23 días y 14 horas en los que Derek no había vuelto a salir de su dormitorio. La mera idea de cruzar el umbral de la puerta le aterrorizaba, provocándole sudoraciones y temblores, estremeciéndole de pies a cabeza. Tampoco soportaba contemplar la calle, de manera que jamás descorría las cortinas y la habitación sólo se ventilaba durante unos minutos al día, mientras se duchaba (por suerte, en la sala contigua había un baño al que accedía desde su propia habitación), momento en que su madre o su hermana entraban en el dormitorio, abrían las ventanas, recogían la ropa sucia y dejaban las tres comidas del día sobre su escritorio. Los sábados tocaba limpieza en profundidad, lo que obligaba a Derek a permanecer en el baño durante más de dos horas, aguardando a que todo el mundo abandonara su guarida. Lamentaba el daño que estaba causando a sus familiares, pero el trastorno le obligaba a actuar de ese modo.

Por otro lado, estaba el asunto de la nieve. Desde que estalló el Gran Boom, Derek tenía un sueño recurrente en el que descendía a toda velocidad por una pendiente nevada. Estaba solo en aquel paisaje montañoso, bajo un cielo azulísimo, flanqueado por un bosque de enormes pinos. Sus esquís se deslizaban como dos flechas a lo largo de la colina y él rebosaba felicidad, se sentía libre hasta reventar, al fin disfrutaba del cielo abierto. Pero el sueño se veía interrumpido por la aparición de Yuk, que de pronto corría a su vera, convirtiendo a su paso la nieve en tierra, en la misma tierra que cubría el parque donde antiguamente lo llevaba a pasear. Aquel paisaje nevado se había convertido en un abrir y cerrar de ojos en el lugar donde todo empezó, donde le asaltó el miedo al exterior, donde por primera vez sintió la necesidad de encerrarse. Le invadía entonces el miedo, el mismo miedo de aquella tarde, y despertaba empapado en sudor.

Y es que, de todo lo que su reclusión le había obligado a sacrificar, añoraba especialmente el placer de esquiar. Lo echaba tanto de menos que a veces abría el armario de su dormitorio y se quedaba mirando su anorak. La ilusión de volver a subirse a un telesilla y descender un valle le devolvía momentáneamente las ganas de salir al exterior, pero, apenas rozaba el pomo de la puerta, los temblores volvían a adueñarse de él.

Lógicamente, durante todo este tiempo había visitado a varios médicos o, mejor dicho, varios psiquiatras lo habían visitado a él, dada su incapacidad para abandonar el cuarto. Le habían sometido a diversos tratamientos, algunos de los cuales incluían la ingestión de fármacos, pero no habían conseguido que su trastorno retrocediera un ápice. Incluso llegó a visitarle una de las máximas autoridades en agorafobia, quien concluyó que Derek había caído en ese estado a causa del estrés y el sufrimiento que el divorcio de sus padres le había provocado.

Efectivamente, seis meses antes del Gran Boom su padre había anunciado que se iba a separar de su madre y que, además, lo vería con menos frecuencia, puesto que le habían contratado en una empresa que desarrollaba sus actividades en otro país. Una vez al mes, el padre de Derek regresaba para pasar algo de tiempo con sus hijos, pero eso no había satisfecho sus necesidades afectivas. Para colmo, su hermano, a quien Derek idolatraba, se había marchado a estudiar en el extranjero dos meses atrás. Desde entonces, su rendimiento escolar había bajado muchísimo y se había distanciado de su círculo de amigos.

De tanto sufrir, acabó desarrollando lo que el doctor llamó «la enfermedad de la reclusión». Derek había estado sometido a unos «niveles de negatividad» tan altos que había sufrido una especie de «cortocircuito mental».

—Para que me entiendan —aclaró—, es como si la batería que mantenía el motor de su cabeza funcionando se hubiera agotado de sopetón.

—Pero, ¿se curará? —preguntó su madre.

El médico respiró profundamente y miró a Derek:

—¿Tú quieres curarte?

—Sí —respondió el chico.

—Pues entonces te curarás.

—Pero, ¿cuándo? —interrumpió la madre.

—Mire, señora, con estas enfermedades nunca se sabe. Su hijo tiene que recorrer un largo camino y tiene que hacerlo al ritmo que él mismo considere necesario. Empezaremos una terapia inmediatamente, pero, se lo repito, su hijo se curará cuando su mente esté preparada para enfrentarse de nuevo a la realidad.

Derek escuchó todo esto sentado en su cama, abrazándose las rodillas, con la cara oculta entre las piernas. Sin embargo, la mano del médico le obligó a mirarle a los ojos.

—¿Me prometes que te esforzarás por salir de nuevo al mundo? —le preguntó el psiquiatra.

—Sí.

Después de aquello, le suplicó a su madre que, hasta que no estuviera curado, nadie volviera a entrar en su habitación. Ni siquiera ella. Porque aunque Derek había dado un sí muy rotundo, la verdad era que no albergaba esperanzas de una pronta recuperación.

Para empezar no había compartido ni con su familia ni con sus médicos el dolor que le había causado un profundo desengaño amoroso. Una chica de la que se había enamorado profundamente le había hecho pedazos el corazón, un golpe tan devastador que suponía que había influido en su trastorno. Era un tema demasiado íntimo que no se veía con ánimos ni fuerzas de compartir con nadie. Sabía que quizá se estaba boicoteando a sí mismo, pero existían listones mentales que simplemente no podía saltar.

Sin embargo, había algo más que lo impedía, algo que no encajaba y que lo ponía a la defensiva. Era difícil expresarlo con palabras y cabía la posibilidad de que todo se redujera a una paranoia suya, pero Derek sospechaba de manera muy intensa que su madre también se guardaba algo para sí. En ocasiones le había sorprendido que se produjera un largo silencio en casa estando ella y su hermana, como si ambas se hubieran retirado a alguna habitación a cuchichear. Además, con cada psiquiatra se había reproducido la misma escena: en un momento de la conversación su madre había puesto un CD en el reproductor de música, algo que raramente hacía y obviamente jamás cuando tenía visitas, consiguiendo ahogar la conversación. Para acabar de enrarecer las cosas, todos los médicos, sin excepción, le habían preguntado si recordaba alguna habitación que de niño le causara un gran impacto, ¿quizás una en el campo?, ¿quizás una con paredes de madera? Negativa tras negativa, un Derek confundido y perplejo intentaba sonsacarles de qué iba el asunto, pero todos le daban largas o decían que no tenía mayor importancia.

No pudo dejar de pensar que en su infancia podría haber ocurrido un episodio significativo que su mente hubiera bloqueado y que su madre custodiaba celosamente, velando por mantenerlo en las sombras. Prefería no darle muchas vueltas al asunto, ya que lo desequilibraba en exceso.

Como había previsto, pasaron los días, las semanas y los meses, y nada cambió. Derek continuaba prisionero en su propio cuarto, siempre a solas.

Por suerte, no se dejó vencer por la pereza o el aburrimiento. Consciente del riesgo de caer en la depresión o la locura, comprendió que debía redoblar su actividad intelectual para no acabar desquiciado entre aquellas cuatro paredes, y desde el principio de su encierro estuvo incluso más activo que cuando pisaba la calle: combatía las horas muertas siguiendo una tabla de gimnasia que realizaba tres veces al día; estudiaba las lecciones por su cuenta con los apuntes que le pasaba por e-mail el único amigo del colegio que se había preocupado por mantener el contacto; leía una barbaridad, en especial historias de terror y de ciencia ficción; y, por encima de todo, le chiflaba navegar por Internet. Esta afición le había llevado a convertirse en un auténtico experto en informática y, tras esos meses encerrado en su cuarto, ya podía medirse con algunos de los hackers más populares de la red. Para no ser objeto de chismorreos ni de un interés morboso, se había creado una cuenta en Facebook bajo el nombre de «El niño de la habitación».

Pronto pasó a ser conocido en la red a través del montón de seudónimos que usaba para sus prácticas de pirateo informático y sus hazañas le convirtieron en una pequeña leyenda. Por ejemplo, consiguió y publicó las contraseñas para entrar en todas las revistas digitales destinadas al público juvenil; también logró colarse en las páginas oficiales de los grupos de música que más gustaban a los «niños de papá» y cambiar las fotos de esos ídolos por imágenes de orangutanes durmiendo; y alcanzó fama internacional el día en que, en protesta por la muerte de un personaje en una de las series televisivas más populares entre la gente joven, filtró en la red el guión del último capítulo de la serie.

Pero Derek también hacía un uso más relajado de Internet. Le gustaba chatear, enviar e-mails y escribir en la red social. El niño de la habitación actualizaba con asiduidad su perfil en Facebook. Y fue precisamente en Facebook donde tuvo su primer contacto con un usuario que se hacía llamar «La Sombra».

Recibió una petición de amistad de ese personaje una mañana cualquiera y, pese a que el apodo sugería algo tenebroso, la aceptó. El pictograma empleado por aquel usuario le había parecido intrigante y sintió curiosidad por descubrir quién se ocultaba tras aquel nombre. Sin embargo, una vez lo hubo agregado, nunca recibió ningún mensaje de su parte, por lo que simplemente se había acabado convirtiendo en un usuario más que estaba en su lista de amigos. Y probablemente no habría vuelto a pensar en La Sombra si la noche del 14 de febrero de 2011 no hubiese entrado en su cuenta de Facebook para toparse con el siguiente mensaje:

Nerea Wells quiere que la agregues como amiga.

«Hola, me llamo Nerea y te escribo porque mi hermano ha desaparecido.

He encontrado tu nombre entre una serie de personas que tenía agregada a La Sombra como amigo. Lo último que hizo mi hermano antes de dejar de dar señales de vida fue agregar a esa Sombra a su lista de amigos.Si no me equivoco, todos los que la agregaron permanecen inactivos. Excepto tú. Por favor, ponte en contacto conmigo urgentemente. Estoy un poco asustada.

Muchas gracias».

Derek dio un respingo al leer el mensaje. Hasta ese momento no había relacionado cierto incidente ocurrido unas noches atrás con La Sombra. Sólo ahora, por medio de las palabras de Nerea, caía en la cuenta de que aquella situación extraña, aquel susto que se llevó poco después de apagar el ordenador, había ocurrido de forma consecutiva a que hubiese agregado a la persona oculta tras el oscuro seudónimo a su cuenta de Facebook. Confuso e inquieto, decidió que ya contestaría el mensaje más adelante. Así que se metió en la cama y, una vez más, soñó que esquiaba.

Sin embargo, sobre las 03:24 se despertó sobresaltado, víctima de una pesadilla en la que algo intentaba tragárselo mientras descendía por una pista absolutamente despejada. Salió del sueño justo cuando la pendiente se convertía en un precipicio al fondo del cual se extendía la oscuridad. Pero no una oscuridad cualquiera, sino la de una enorme sombra con la boca abierta.