http://5_LA SOMBRA DE UNA PISTA

El taxista la observaba por el retrovisor y Nerea pensaba que había algo extraño en su mirada. Acostumbrada a ir al colegio en autobús, se sentía incómoda en el coche de un desconocido que, encima, aprovechaba los semáforos para escrutarla con detenimiento, como si alguna idea malvada cruzara su mente o como si ocultara algún secreto que, en caso de ser desvelado, dejaría patidifusa a su pasajera. Tanto era así que, por un momento, Nerea pensó que ese hombre sabía algo sobre el paradero de su hermano, que le ocultaba una pista fundamental para desentrañar el misterio, que conocía los peligros que se cernían sobre Saturno. Aunque, pensándolo bien, lo más probable era que el conductor no supiera nada de todo eso y que en verdad ella estuviera siendo presa de un ataque de paranoia motivado por el nerviosismo que la dominaba.

Así pues, harta de la actitud del taxista, decidió mirar por la ventanilla y fijarse en la gente que transitaba por la calle, personas sumidas en sus pensamientos, ajenas a la desaparición de Alex, despreocupadas por los asuntos que agobiaban a una niña que, infringiendo todas las normas de su tía, viajaba sola en taxi. De vez en cuando Nerea detectaba a algún peatón que se la quedaba mirando desde la acera. A veces eran personas muy serias que la escrutaban como si quisieran leerle la mente. En otras ocasiones, transeúntes que sonreían cuando la descubrían asomada a la ventanilla de aquel vehículo y que le guiñaban un ojo sin que Nerea consiguiera saber si la saludaban o si se burlaban de ella. Y hubo incluso un individuo, harapiento y desaliñado, que aprovechó el semáforo para acercarse al taxi con las manos extendidas, como si quisiera coger del cuello a la pasajera y estrangularla hasta la muerte. Por suerte, el disco se puso en verde antes de que semejante loco la alcanzara, pero aquello impresionó tanto a Nerea que no consiguió quitarse el miedo del cuerpo durante el resto del viaje y, muy asustada, maldijo la hora en que decidió emprender esa aventura sin más compañía que su propia sombra.

Cuando el taxista se detuvo en la residencia universitaria, Nerea pagó la carrera y se apeó del vehículo. Luego caminó hasta la entrada del edificio y, antes de cruzar la puerta y siguiendo una intuición, se giró para descubrir que el conductor del vehículo que acababa de abandonar seguía mirándola fijamente, ahora con media sonrisa en el rostro y un pitillo entre los dedos. Después arrancó y se alejó de allí haciendo chirriar las ruedas. Si su tía Liz hubiera visto todo esto, sin duda habría corrido a la comisaría más cercana para denunciar el sospechoso comportamiento de aquel hombre. Aunque también era verdad que, si se hubiera enterado de que su sobrina había cogido un taxi en solitario, se habría querido morir del disgusto.

Su tutora se había ido adaptando a la responsabilidad de cuidar de sus dos sobrinos con lentitud, dedicación y buena voluntad, pero eso no significaba que se hubiera acostumbrado a los quebraderos de cabeza que los adolescentes suelen traer de la mano. Desde el accidente de tráfico que acabó con la vida de los padres de Nerea y Alex, ella se había hecho cargo de todo sin rechistar y, aunque siempre mostraba una sonrisa, a veces sentía que la situación la superaba. Nerea era consciente de ello, entre otras cosas porque en alguna ocasión la había pillado llorando a escondidas, casi siempre en el lavabo, sentada sobre el murete de la bañera, con las manos cubriendo su rostro. A fin de cuentas, no se podía olvidar que ella también había perdido a una hermana en aquel accidente. Y es que, a tenor de las fotografías del álbum, la tía y su madre se habían querido mucho. No obstante, su tutora jamás permitió que sus sobrinos la vieran abatida, o al menos eso pensaba ella, y siempre mostró la mayor de sus sonrisas ante aquellos chiquillos que, de la noche a la mañana, se convirtieron en huérfanos. Por todo esto, nada preocupaba más a Nerea que disgustar a su tía y aquella tarde, mientras atravesaba la puerta de la residencia, se juró a sí misma que, ocurriera lo que ocurriese, le evitaría cualquier preocupación.

El edificio era un bloque de hormigón repleto de ventanas rectangulares. Se trataba de una antigua fábrica reconvertida en residencia universitaria y, según cómo lo miraras, presentaba un aspecto de lo más siniestro, sobre todo por la decrepitud de la fachada y los ladrillos descascarillados que amenazaban con desprenderse. Además, aquella tarde los nubarrones se habían concentrado sobre el recinto universitario y, a excepción de taxis y autobuses, el tráfico había sido cortado a causa de unas obras, provocando un desasosegante silencio en toda la manzana.

Por las ventanas de las distintas habitaciones se entreveía, de vez en cuando, la silueta de algún estudiante moviéndose tras las cortinas, lo que hacía que pareciera un cuerpo amorfo o una sombra indefinida, casi un espíritu errante.

Pese a todo esto, Nerea se armó de valor y cruzó la puerta principal, accediendo a un hall por el que circulaban docenas de chavales sumidos en un murmullo ensordecedor. De pronto sonó una especie de sirena y todos aquellos universitarios interrumpieron sus charlas, desviaron sus trayectorias y se esfumaron por las cuatro puertas que daban acceso a la zona de aulas. En un periquete la recién llegada se había quedado sola.

En uno de los extremos de la sala había una caseta custodiada por un bedel. Nerea se acercó con cautela, cruzando los dedos para que no le pusieran pegas a la hora de pasar a la habitación de su hermano, y se plantó ante el conserje. Se trataba de un hombre gordo, de unos cincuenta años, con una barba tan espesa que no se le veían los labios y unas manos tan grandes que podrían partir un coco de un mamporro. Cuando vio a la niña, esbozó una gran sonrisa, mostrando unos dientes ennegrecidos por el abuso del tabaco y una lengua que parecía un felpudo.

—¿En qué puedo ayudarla, señorita?

—Estoy buscando a Alex Wells. Es estudiante de esta universidad y residente del campus.

El conserje no se dejó impresionar por la seguridad de Nerea.

—¿Y se puede saber quién lo busca?

—Soy su hermana, Nerea Wells.

—Encantado de conocerla, señorita Wells —dijo el bedel al tiempo que sacaba una de sus manos, tan grande como la cabeza de la niña, por la ventanilla.

Nerea estrechó la manaza con satisfacción. Normalmente los adultos le plantaban dos besos en la cara, a menudo dejándosela llena de babas, pero ese hombre la trataba como a una adulta. Después observó al conserje sacando una carpeta de un cajón y abriéndola sobre la repisa de su caseta.

—A ver…, a ver…, a ver… —repetía mientras pasaba el dedo por los distintos folios—. Aquí está: Alex Wells, habitación 248. ¿Quiere que lo llame yo o quiere hacerlo usted misma? —preguntó mostrando el auricular del teléfono.

—Usted. Dígale que estoy aquí, por favor.

—Como mande, señorita —respondió ese bedel que, pese a su aspecto rudo, mostraba una educación exquisita.

El hombre permaneció enganchado al teléfono unos minutos, esperando a que alguien descolgara. Mientras aguardaba, miraba a Nerea y de vez en cuando le guiñaba un ojo en señal de complicidad. Al fin colgó el auricular:

—Pues parece que su hermano no está en la habitación. Debe de andar en clase.

—¿Puedo esperarlo en su dormitorio?

—¡Oh! Me temo que eso no está permitido.

—Pero soy su hermana.

—Y yo el conserje, señorita, y no puedo dejarla pasar. Normas de la casa.

Nerea abandonó el edificio abatida. Su investigación sobre el paradero de Alex había fracasado a la primera y ella se sentía como un bólido calado en la parrilla de salida. No se le ocurría cómo continuar con sus pesquisas y decidió darse por vencida.

Ya estaba hurgando en sus bolsillos para comprobar si tenía suficiente dinero como para coger un taxi de regreso cuando le vino a la cabeza una de las frases que solía repetir su padre: «Las dificultades hacen más interesante el camino». Volvió a repetirse la máxima para sus adentros y, de pronto, experimentó una sensación extraña, como si una gran bocanada de aire se hubiera colado en sus pulmones. Y en ese momento supo que debía seguir luchando para solventar el misterio de la desaparición de su hermano. Estaba convencida de que esa sensación que acababa de experimentar no era otra cosa que su padre viniendo en su ayuda desde el otro mundo. Y se sintió tan feliz al pensar que sus padres continuaban protegiéndola, que seguían permaneciendo a su lado, que estuvo a punto de echarse a llorar. Pero notar esa presencia no sólo hizo que Nerea recuperara el ánimo, sino que también la ayudó a comprender que algo realmente gordo le había ocurrido a Saturno. Si su padre le estaba echando una mano desde el más allá, sin duda era porque aquel asunto revestía más gravedad de la aparente.

Con las energías renovadas se puso a idear un método para acceder a la habitación de su hermano sin que el conserje se diera cuenta. Y sólo se le ocurrió una forma de hacerlo.

Nerea esperó cincuenta minutos para poner en marcha su plan. Se había colocado en la parte exterior de la entrada principal y cada dos por tres miraba el reloj. Hasta que al fin sonó la sirena que indicaba el final de las clases, con lo que el hall de la universidad volvió a llenarse, como por arte de magia, de estudiantes que caminaban de un lado a otro mientras sus voces inundaban la nave. Aprovechando semejante barullo, Nerea se coló de nuevo en el recibidor y, camuflada entre la multitud, avanzó sin que el conserje pudiera verla. En pocos segundos, alcanzó la puerta de acceso a la zona de dormitorios y echó a caminar por los distintos pasillos hasta dar con la puerta 248. Golpeó la hoja con los nudillos.

—¡Adelante! —gritó alguien desde el interior.

Nerea se sorprendió de que hubiera vida allí dentro. Cuando el bedel telefoneó, nadie respondió, pero ahora surgía una voz de la habitación. Al abrir, supuso que se trataba de David, el impresentable del que Saturno le había hablado a través de Facebook.

—¡Vaya! —exclamó David—. Un gnomo.

En efecto, se trataba de él. Nerea no hizo caso de la bufonada. A fin de cuentas, había sido advertida sobre lo cretino que podía llegar a ser ese tipo.

—Me llamo Nerea y soy la hermana de Alex.

David la contempló de arriba abajo y, volviendo a mirar la revista que tenía entre manos, dijo:

—De eso no hay duda.

—¿Por qué dices eso?

—Eres igual de fea que él.

Pero Nerea no pensaba dejarse intimidar y respondió:

—Y tú, aún más imbécil de lo que me había asegurado mi hermano.

David volvió a mirarla por encima de la revista, como si calibrara la fuerza de su contrincante, y seguidamente encogió los hombros fingiendo que le importaba un pimiento haber sido insultado.

Considerando que había ganado la primera batalla, Nerea se sintió libre para actuar a su antojo, de modo que entró en la habitación, cerró la puerta y echó un vistazo a su alrededor.

El dormitorio estaba dividido en dos zonas, con una cama a cada lado. Junto a la de su hermano, que estaba sin deshacer, había una mesa con un ordenador y varios libros. También destacaban dos pósteres: uno del grupo de rock Blood in the Sky y otro de una chica en biquini. Sin pedir permiso a David, Nerea inspeccionó el armario, donde había varias camisas colgadas, un balón de fútbol y, lo más extraño, dos pares de zapatillas. Eso no era normal. Alex sólo tenía aquel calzado, por lo que, salvo que se hubiera comprado otro par de zapatos, había desaparecido estando descalzo. Aquello tenía que ser una primera pista.

—Mi hermano no ha dormido aquí, ¿verdad?

—No. Y ha sido una suerte, porque los pies le cantan más que un coro infantil en Nochevieja.

—¿Sabes dónde está? —preguntó Nerea sin hacer caso a la gracieta.

—Ni idea.

—¿Tenía clase hoy?

Esta vez David ni siquiera se dignó a mirarla:

—A mí lo que hagan o dejen de hacer los novatos me resbala.

Nerea desistió de intentar comunicarse con aquel indeseable y se sentó ante el escritorio de su hermano, frente a un ordenador tuneado con pegatinas de discotecas, retratos de filósofos y, de nuevo, fotos de chicas en biquini. El aparato estaba encendido y, cuando Nerea movió el ratón, apareció la página de Facebook que Alex había estado mirando antes de desaparecer. Refrescó la web para comprobar si había habido alguna actualización que pudiera darle una pista sobre su paradero, pero no vio nada especialmente interesante. Decidió entonces hacer clic en el apartado de «Perfil», donde aparecían los últimos movimientos realizados por su hermano en la red social. Entre los distintos mensajes que descubrió, estaban los que ella misma había estado mandándole desde la noche anterior.

El primero decía:

Nerea, 13 de febrero de 2011 a las 22:15

Querido Saturno:

¿Cómo te ha ido el día? Yo no he hecho nada especial, así que espero que tú tengas más novedades que yo.

El segundo:

Nerea, 13 de febrero de 2011 a las 23:02

Saturno, ¿no respondes?

El tercero:

Nerea, 13 de febrero de 2011 a las 23:35

¡Eoooooooo! ¿Dónde te has metido?

El cuarto:

Nerea, 14 de febrero de 2011 a las 00:34

Bueno, me tengo que ir a dormir. Espero que estés bien y que pronto des señales de vida. Nunca me habías fallado, pero imagino que la vida universitaria te ocupa demasiado tiempo como para seguir prestando atención a tu hermanita. Estoy muy dolida, pero supongo que debo ir acostumbrándome a que ya no ocupo un lugar preferente en tu vida.

Los siguientes mensajes correspondían a esa misma mañana y básicamente eran una retahíla de llamamientos y reproches que habían caído en saco roto.

Nerea, 14 de febrero de 2011 a las 08:15

Buenos días, Saturno. ¿Estás ahí?

Nerea, 14 de febrero de 2011 a las 08:30

A ver si te levantas de una vez, que tengo que irme al cole.

Nerea, 14 de febrero de 2011 a las 08:45

Dormilón, que eres un dormilón.

Nerea, 14 de febrero de 2011 a las 09:00

Bueno, me voy al cole. Me debes una. Un beso (pero con mordisco que contagia la rabia).

A continuación Nerea leyó los últimos mensajes escritos por su hermano. Había varios destinados a una tal Mar, seguramente su nueva novia, y otros a amigos que no decían más que tonterías. También había escrito algunos comentarios a mensajes dejados por otras personas. Y por último había agregado a varios usuarios. El primero se llamaba Pol, el segundo Eli y el tercero alguien que usaba el nick de «La Sombra» y que, en vez de una foto, había colgado un pictograma:

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Según la cronología de las acciones realizadas por su hermano durante la jornada anterior, agregar a La Sombra era lo último que había hecho antes de volatilizarse. Así pues, Nerea hizo clic en el apodo de «La Sombra» deseando averiguar quién se ocultaba tras ese seudónimo, pero en su perfil no había ningún dato de utilidad: ni un nombre real, ni una fecha de nacimiento, ni siquiera una ciudad de origen… Nada.

A continuación repasó la lista de contactos de La Sombra. Sólo había cinco nombres: Orson M., Cristina D., Jonathan V., Alex W. y alguien que se hacía llamar «El niño de la habitación».

Nerea fue haciendo clic sobre cada uno de esos nombres para ver si había algún nexo de unión entre ellos, pero lo único que descubrió fue que los cinco residían en la misma ciudad. No obstante, hubo algo que la alarmó. Cuatro de las cinco personas habían dejado de actualizar su Facebook justo después de agregar a La Sombra. El primero, Orson M., lo había hecho tres semanas y cuatro días antes; la segunda, Cristina D., dieciocho días antes; el tercero, Jonathan V., once; y Alex W., su hermano, el día anterior. Era como…, como si todos hubieran desaparecido de la faz de la tierra tras haberse hecho amigos de La Sombra. Sólo uno de aquellos usuarios, el llamado «El niño de la habitación», había seguido usando Facebook después de haber agregado a La Sombra. Sin duda, esa persona sabía algo y Nerea necesitaba compartir esa información, así que empezó a escribirle un mensaje:

«Hola, me llamo Nerea…».